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Hace mucho: Amor en el lejano oeste
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Libro electrónico198 páginas2 horas

Hace mucho: Amor en el lejano oeste

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Información de este libro electrónico

"Hace mucho" relata el nacimiento del amor entre Ana y Gonzalo, dos adolescentes que habitan un pueblito del lejano oeste tiempo antes de que exista internet, los celulares e incluso las primeras computadoras de escritorio. Ana tiene dieciséis años y es la menor de cuatro hermanas. Durante el día es maestra en la pequeña escuela municipal, mientras que por las noches trabaja en la cantina El Rincón, propiedad de su padrastro. Gonzalo tiene dieciocho años y es hijo único de una pareja de almaceneros, con quienes hace un año y medio colabora en el local por las mañanas, para luego hacer los repartos de mercadería por las tardes.
Un día, entregando un encargo en el colegio donde Ana trabaja y al que asiste su amigo Joaquín (quien lo acompañaba en ese momento), se vieron por primera vez, quedando flechados al instante. Nada de lo que sucedió a continuación fue planeado, aunque sí propiciado por los protagonistas de esta historia, que verán su romance puesto a prueba en varias ocasiones y por diversas circunstancias ¿Serán capaces de superarlas y lograr que su relación prevalezca? ¿Estarán dispuestos a correr riesgos por encima de sus posibilidades para salvarla?
Una cosa es segura: para encontrar las respuestas, deberán dejar de lado su orgullo y lanzarse por completo a la maravillosa (y peligrosa) aventura del amor.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento23 feb 2022
ISBN9789878723273
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    Hace mucho - Ignacio Olaviaga Wulff

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    IGNACIO OLAVIAGA WULFF

    Hace mucho

    Amor en el lejano oeste

    Olaviaga Wulff, Ignacio

    Hace mucho : amor en el lejano oeste / Ignacio Olaviaga Wulff. - 1a ed - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2021.

    Libro digital, EPUB

    Archivo Digital: descarga y online

    ISBN 978-987-87-2327-3

    1. Novelas. I. Título.

    CDD A863

    EDITORIAL AUTORES DE ARGENTINA

    www.autoresdeargentina.com

    info@autoresdeargentina.com

    A todos aquellos que supieron ver al artista que hay en mí,

    incluso antes que yo, y a los que confiaron en él una vez que lo identifiqué.

    A mis padres, Elena y Luis, a mis hermanos, Javier y Mercedes,

    y a mis abuelos, Papu y Iaiá, en cuya casa de veraneo se escribieron

    las primeras páginas de este libro, hace casi veinte años.

    She said "I don’t mind, if you don’t mind

    (Ella dijo "no me importa, si a ti no te importa...)

    ‘cause I don’t shine if you don’t shine"

    (...porque yo no brillo si tú no brillas")

    Put your back on me

    (Pon tu espalda sobre mí (apóyate))

    Put your back on me

    (Pon tu espalda sobre mí)

    Put your back on me

    (Pon tu espalda sobre mí)

    The Killers— Read my mind

    ( Leer mi mente traducida al español, letra original en idioma inglés)

    Y si viene un río gris, que separe al mundo en dos

    quisiera quedar del mismo lado, nena, que vos

    Cosas de la civilización

    Cosas de la civilización

    Los Piojos— Civilización

    Tabla de contenidos

    Capítulo 1

    Un encuentro especial

    Capítulo 2

    Visita a Don Augusto en el hospital

    Capítulo 3

    Gonza vuelve a la escuela

    Capítulo 4

    Un día en la huerta

    Capítulo 5

    El almuerzo que no fue

    Capítulo 6

    La vida continúa

    Capítulo 7

    Ana se enfrenta a su padrastro

    Capítulo 8

    La revancha de Gonza

    Capítulo 9

    Una clase (muy) particular

    Capítulo 10

    Riña en El Rincón

    Capítulo 11

    Ana se enferma

    Capítulo 12

    El verdadero diagnóstico

    Capítulo 13

    Misión de rescate a la tierra de Los Rebeldes

    Capítulo 14

    Agonizando

    Capítulo 15

    El amor todo lo cura

    Epílogo

    El primer día del resto de sus vidas

    Landmarks

    Table of Contents

    Capítulo 1

    Un encuentro especial

    Hace mucho, mucho tiempo, en un pueblito del lejano oeste, encontrábamos a dos jóvenes llenos de energía, vigor y ganas de vivir. Pero ni ella ni él tenían una vida divertida. Ana era la menor de cuatro hermanas que vivían con su padrastro. Ella trabajaba como maestra en el colegio del pueblo, y a pesar de tener dieciséis años, era respetada por todos los chicos, incluso los que eran más grandes que ella. En sus tiempos libres ayudaba a sus tres hermanas mayores en la cantina El Rincón, que era de su padrastro. Ana tenía una excelente relación con ellas, dado que prácticamente la habían criado luego de la muerte de su madre, cuando Anita era tan sólo una niña. Ahora, si bien no era adulta, se desenvolvía como tal y su apariencia era la de una mujer en sus veintitantos. Tenía el pelo negro ondulado, los ojos color madera y algunas pecas que salpicaban sus pómulos y su figura curvilínea.

    Del otro lado del pueblo, casi en el límite suroeste, vivía Gonzalo. Chico atrevido, aunque responsable, Gonzalo (Gonza para su familia y amigos) ayudaba a sus padres en el almacén, acomodando lo pesado y haciendo los repartos. Él era hijo único, puesto que el negocio apenas podía darles de comer a ellos tres. Vivían en una casa pequeña pero cálida que quedaba detrás del local. En sus ratos libres durante el día, Gonza solía jugar con amigos en la esquina del almacén. Era como un hermano mayor para ellos: alto, rubio y bastante fuerte para su contextura esbelta.

    Un buen día, René y Marta (sus padres) le encomendaron ir a hacer un mandado a la escuela del pueblo. Más precisamente, a llevar unos listones de madera para hacer algunos bancos extra. Para llevar a cabo dicha encomienda, Gonza solicitó ayuda a su amigo Joaquín. Joaco era uno de los chicos de la esquina y asistía al colegio tres veces por semana, más que nada para almorzar. Apenas terminaron de cargar las maderas en el carro emprendieron viaje hacia la escuela, que quedaba a unas veinte cuadras del almacén. El rubio llevaba las riendas y el moreno controlaba que no se cayera ningún listón. En el camino iban hablando:

    —No sabé lo que é la seño, é réquete güeña, y ademá… ademá…—se reprimió Joaquín.

    —¿Además qué Joaco?—su amigo lo instó a que terminara la frase.

    —Ademá é réquete linda—respondió el menor al lograr vencer su timidez.

    —Jaja ¿así que te gusta tu maestra?—preguntó Gonza con un dejo socarrón — ¡A Joaco le gusta su maestra, a Joaco le gusta su maestra!—comenzó a exclamar a viva voz el conductor del carro.

    —¡Callate gil! No dije que me gutaba—se cubrió el moreno.

    —Sí dijiste y le voy a contar—lo provocó el rubio.

    —Te mato si le decí algo—replicó Joaquín en tono amenazante, y agregó—Aparte a vó también te va a gutá, ya vá vé.

    —No pongas excusas.

    Dicho esto llegaron a la escuela. En realidad, no era más que un salón grande con muchas ventanas y tres escalones en la entrada que daban a la calle. Las paredes, que solían ser muy blancas, ahora eran color crema oscuro debido al polvo que se fue acumulando a lo largo de los años. Una vez se hubieron detenido, los jóvenes saltaron del carro, ataron el caballo al palenque y se aprontaron a bajar las maderas del mismo. Gonzalo había pasado un par de veces por ahí pero nunca había entrado, ni tampoco le interesó hacerlo alguna vez. Tocó la puerta, pero Joaco se mandó de una. El mayor hizo lo propio entonces.

    Al entrar, Gonza sintió algo extraño, algo poco usual. Será porque nunca entré pensó. Pero era algo más. Había algo diferente a lo que él esperaba encontrar, que nada tenía que ver con que él no asistiera a una hacía casi dos años. Pensó unos segundos mientras caminaba con las maderas en brazos ¡Eso era! Las maderas eran para hacer bancos extra, sin embargo, todos estaban sentados en el piso.

    —Hola seño ¿cómo le va?—saludó Joaco, sonriente—¡Hola chico’!

    —Hola Joaco—contestaron casi al unísono los chicos.

    De repente, se levantó una chica que estaba en medio de ellos, con un libro en la mano. Gonzalo se quedó petrificado. Era la chica más bonita que jamás había visto. Ella ni lo miró, sino que dirigió toda su atención al moreno, a quien regaló una hermosa sonrisa al saludarlo.

    —¿Cómo te va Joaco? ¡Qué bueno tenerte hoy por acá!—exclamó la seño, alegre de que el menor hubiera asistido al colegio fuera de sus días habituales.

    —No seño, vine a ayudá al Gonza a traé la’ madera’—respondió, adivinando la intención de la encargada del aula, mientras señalaba a su compañero.

    —Hola, soy Ana, la maestra de la escuela—lo saludó discretamente.

    —Gonzalo, mucho gusto—atinó a responder el blondo, haciendo un esfuerzo por reaccionar.

    —Pueden dejar las maderas ahí, está bien—indicó la docente con un gesto de la mano.

    —No, no, las dejamos donde más le convenga doña—se ofreció Gonza, como para entablar conversación.

    —Ana, decime Ana. Bueno, entonces pueden dejarlas por allá—respondió la morocha, que vestía su guardapolvo blanco como de costumbre, el cual disimulaba su bella figura, pero no conseguía hacer lo propio con su cara.

    —¿Necesita algo más doña?—preguntó servicialmente el recién llegado.

    —Doña no, Ana—le indicó la maestra.

    —Ana no doña, Gonza—bromeó el almacenero.

    En ese momento todos largaron una carcajada que no le gustó nada a la docente. Gonza se reía por dentro, pero no hizo ningún gesto mientras acomodaba en el piso los listones que cargaba. Había logrado llamar su atención y más aún, le había tocado el orgullo frente a toda su clase.

    —Gonza, no la molesté a la seño que no le guta—le advirtió Joaco.

    —Dejá Joaco, no importa—dijo Ana, queriendo ocultar su enojo.

    —Bueno doña, está listo—insistió el almacenero, procurando causar alguna reacción en la maestra, quien continuaba luchando por no hacerlo.

    —Gracias, hasta luego—dijo para que dejaran el recinto de una buena vez—. Chau Joaco—agregó cordialmente, para remarcar la diferencia de emociones que le generaba cada uno.

    —¿Quiere que se los arme doña?—ofreció el rubio, en un último intento de salirse con la suya.

    —¡No, gracias!—respondió Ana contundentemente.

    —¿Va a necesitar algo más?—Gonza iba a todo o nada.

    —¡Sí, dar clase, que bastante falta le haría señor!—bramó esta vez la morocha.

    —¿Está segura de lo que dice doña?—inquirió el joven, casi sin poder creer que había conseguido hacerla enojar.

    —¡Apostaría mis ojos a que sí!—respondió totalmente fuera de sí la maestra, que parecía haber olvidado por un segundo que continuaba de pie en medio de los alumnos.

    —No le apuesto nomás porque, si perdiera, no podría pagarle ni con todo lo que tengo—retrucó el almacenero.

    Anita se sonrojó por un instante. Lo que aquel hombrecito le había dicho le cambió todo el esquema y, a decir verdad, le había gustado. Hacía un tiempo que nadie le decía algo lindo. Siempre había hombres que la piropeaban en el bar, aunque más que piropos eran puras guarangadas dignas de un repudio mucho mayor a la simple indiferencia con la que Anita respondía con tal de no generar problemas en el negocio de su padrastro.

    En ese momento, uno de sus alumnos se levantó con la intención de intervenir. Era Rodolfo Vega, un chico alto y robusto a pesar de sus quince años. Rodolfo era pobre pero muy honrado. A pesar de no ser muy inteligente, era el protector de la seño. Siempre la cuidaba y la acompañaba. Así sentía que la protegía, por más de que ella sabía defenderse bien sola y él era bastante torpe para enfrentarse a cualquiera, tenía mucho corazón. Lanzó una mirada a Gonzalo y Anita se dio cuenta en seguida. Entonces le dijo que se sentara y él, luego de unos segundos, obedeció contra su voluntad. Rodolfo había dejado en claro que la maestra valía mucho, que se tendría que hacer cargo si insinuaba algo y que no cualquiera podía hacerlo, ni de cualquier manera. Había que ser muy hombre para intentar conquistar a la seño y más aún, había que probarlo.

    Pero para eso habría tiempo más adelante. Mientras tanto, Gonzalo y Joaquín se despidieron y salieron del colegio o, mejor dicho, del salón. Luego de desatar al caballo, cada uno tomó su lugar en el carro. El mayor tomó las riendas y, casi por inercia, dio al equino la orden de avanzar; luego permaneció inmóvil. Su mirada estaba enfocada en el horizonte, pero en realidad parecía haber quedado guardada dentro de esa clase que acababa de ver por primera vez. En su mente no había otra cosa más que la imagen de Ana, la seño.

    Desde el momento en que entró hasta entonces, Gonza quedó atrapado, o hipnotizado quizás, por esta chica tan especial. Por su figura, pero también por su forma de ser: educada pero desafiante, indiferente y al mismo tiempo correcta, amable y recia. Era la mujer de sus sueños, como nunca había conocido una. Y recordaba cada mirada que cruzaron, que, aunque fueron pocas, dejaron en claro que había algo entre ellos (o al menos así lo pensaba él).

    —¿Vite que é réquete linda?—preguntó el menor, que ya no tenía que vigilar que no se cayeran las maderas.

    —Eh ¿qué?—atinó a responder el conductor, volviendo lentamente de aquel mundo en el que estaba sumido: el de sus pensamientos.

    —¡Se ve que te pegó fuerte eh! Dede que salimo’ no dijite una sola palabra y ni siquiera me escuchá—le reprochó el moreno para torearlo.

    —No digas pavadas ¿querés? Estaba pensando en las cosas que tengo que llevar a casa de vuelta—argumentó Gonza en su defensa, ya con un poco más de lucidez.

    —Sí, sí, dale. A vé ¿qué tené que llevá?—indagó Joaco para desafiarlo.

    —El pan—inventó el rubio, movido por su orgullo de no dar el brazo a torcer ante su amigo.

    Éste, que ya sabía cómo eran las cosas y solamente estaba vengándose de su amigo por lo que le había dicho en el viaje de ida, entendió que ya era suficiente y que por más que se negara a admitirlo, internamente Gonza sabía que era verdad de lo que estaba siendo acusado. Por eso optó por dejarlo ir y siguió el rumbo de la charla.

    —¡Uy no!—exclamó Joaco—¡En lo de la señora Lópe’ etá el perro loco!—agregó preocupado.

    —No seas miedoso Joaco—lo tranquilizó el mayor—está atado.

    —No le tengo miedo, solo que no me guta—respondió Joaquín, quien era ahora el que intentaba disimular sus sentimientos.

    —Después podemos pasar por lo de Don Augusto, que seguro tiene algo rico para el camino.

    Y continuaron charlando unos minutos más hasta que llegaron al primer destino: la panadería de la señora López. Como de costumbre, quien los recibió fue un enorme perro negro enseñando sus filosos colmillos cada vez que ladraba. Los muchachos, manteniéndose lejos de su alcance, ingresaron al local. Se trataba de la típica panadería, con las masitas y medias lunas en el mostrador, y los distintos tipos de

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