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California Blue: En el limite de la niebla
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California Blue: En el limite de la niebla

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About this ebook

La saga Bonnet continua
Alex Bonnet, huyendo de su atormentada relación con Isabel Blasco, acepta investigar el caso sin resolver de Marc Tyler, joven hispano norteamericano asesinado en las cercanías de San Francisco. Lo que toma por unas merecidas vacaciones para olvidarse del desamor no tarda en convertirse en un reguero de dolor.
La cruda realidad se le vuelve a echar encima en el marco inigualable de California, con sus increíbles contrastes, un bello escenario que oculta una historia terrible de la que no saldrá bien parado. ¿Qué le espera a Alex Bonnet cuando la niebla aceche la mitad de la ciudad de San Francisco?
LanguageEspañol
Release dateSep 8, 2021
ISBN9788412332872
California Blue: En el limite de la niebla

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    California Blue - Carlos Rodríguez Garrido

    Prólogo

    Vallejo, California

    Hacía días que el aire seco del otoño se dejaba sentir en la California central. Los rayos de sol perdían fuerza a la misma velocidad que las copas de los árboles se encendían con matices ocres, y el azul brumoso del cielo mudaba a cristalino bajo la influencia del viento de Sierra Nevada, predominante hasta la primavera, cuando la humedad del Pacífico invadiría de nuevo la zona de la Bahía.

    En el interior del estado, en los condados más alejados de la influencia del océano, esa transformación era, si cabe, más llamativa. Una región de suaves colinas, terrenos cultivados y extensas áreas boscosas que separaban el litoral de las montañas; una poblada y próspera transición entre la humedad de la costa y la aridez de la Gran Cuenca de Nevada.

    Marc Tyler se había tomado unos días libres. Se entregaba al sueño hasta bien entrada la mañana, después callejeaba por Castro hasta hacer un alto en el primer restaurante desconocido que encontraba a su paso y apuraba la tarde en las tiendas y mercadillos del centro.

    Aquella mañana, sin embargo, había abandonado San Francisco con destino al valle de Napa, un valle largo y verde situado a dos horas de la ciudad. Acababa de visitar uno de sus múltiples viñedos, con un château de grandes ventanales nutrido de columnas y coronado por varios torreones de forma ovalada. El palacio se encontraba rodeado de un jardín de bonito diseño pero descuidado mantenimiento.

    «Una auténtica horterada», pensó Marc, echándole un último vistazo antes de subir al coche; o una copia mediocre del boato francés, que viene a ser lo mismo. Sin embargo, disfrutó de la visita guiada y de la selección de caldos que ofrecieron al finalizar. Adquirió dos botellas de vino tinto y dos de blanco. Al abandonar el château tomó una carretera secundaria y se dirigió hacia el sur sin superar las sesenta millas por hora, dejándose acariciar por la brisa que penetraba por la ventanilla.

    Almorzó en un restaurante a la entrada de Vallejo de escasa imaginación y precios abusivos. Al finalizar, regresó a su vehículo y tomó el primer camino que le alejaba de la zona poblada, una pendiente suave que le llevó hasta lo alto de una colina desnuda de vegetación. Entornó los ojos y respiró profundamente. Se sentía el hombre más dichoso del mundo y deseaba saborear la armonía y el hormigueo en el estómago que proporciona el amor correspondido.

    Sintonizó una estación de música country y subió el volumen, nada mejor para engalanar y ambientar la propia historia de amor. Encendió un cigarrillo. Las líneas perfectamente delineadas de los viñedos perfilaban el valle, salpicado de rodales de tierra ocre, depósitos de agua y edificios de ladrillo. En el cielo, las nubes de algodón se dirigían hacia el este en busca del mar. Sonrió. No se le ocurría mejor sitio para vivir que California, un territorio que lo tenía todo. Un país que compartía las bellezas del mar y la montaña, lleno de oportunidades, de gente de espíritu emprendedor desconocedora de la palabra abatimiento, capaz de convivir con una naturaleza embravecida que le daba a la vida ese punto de temor y fascinación que mantenía el alma en continua excitación.

    Se sentía satisfecho. Lo había conseguido. Desde que abandonara San Francisco a la edad de nueve años, una sola idea había copado sus pensamientos: regresar. El sueño le vencía imaginando cómo sería su vida de adulto en la ciudad que le vio nacer, con el Golden Gate, Embarcadero y las aguas del Pacífico como decorado onírico. Un cambio que le supuso dejar de ser un niño tímido, obediente y estudioso, para desarrollar un temperamento hostil e inestable. Temeroso de olvidar el inglés, se había negado a hablar español, convirtiendo al idioma de Cervantes en otra de las torturas que oprimía su existencia.

    En algún momento de ese tiempo que se le hizo eterno, regresar a California cruzó la línea de la ilusión para convertirse en obsesión.

    Le dio una última calada al cigarrillo. Todo eso quedaba muy atrás en el tiempo. Ahora, incluso se enorgullecía de un bilingüismo que tantas puertas le abría en la vida profesional. Abandonó España pronunciando las palabras que su madre necesitaba oír, prometiendo una estancia en Estados Unidos con fecha de caducidad, pero seguro de que nada ni nadie volvería a arrancarle de aquel rincón del planeta.

    A Marc se le erizó el pelo de la nuca con los primeros compases de What hurts the most, de los Rascal Flatts. Country rock con mayúsculas. La voz de Gary LeVox, afilada, potente, hablaba de arrepentimiento, de mirar atrás cuando ya nada tiene remedio, del dolor de la soledad.

    «Too much drama, honey», sonrió.

    Una letra hermosa, pero que ya no iba con él. Hacía tiempo que vivía en otro nivel. Desde su regreso a Estados Unidos, el cuadro de felicidad se terminó de colorear una tarde fría y lluviosa de invierno cuando John Moore entró en un bar de Castro, sonrisa perfecta, paso decidido y mirada chulesca de niño perverso, protagonizando el vídeo Rent de los Pet Shop Boys. Minutos después, le invitaba a una Bud y el mundo se llenaba de serpentinas de colores.

    Aquel día, Marc aprendió dos cosas: que era cierto que cuando alguien se embelesa los músculos faciales no responden y que es posible enamorarse hasta las trancas en el espacio de media hora.

    Se tomaron esa cerveza y alguna más y cuando el local se llenó se apretujaron en una esquina y luego bailaron muertos de risa y salieron a fumar y al entrar de nuevo en el local buscaron desesperadamente la complicidad del mismo rincón.

    «You dress me up, I’m your puppet», le susurró John al oído y, claro, Marc desapareció durante tres días con sus tres noches, al tiempo que volvía a cambiar su perspectiva de un mundo ya del revés. Entre vapores de amor y ropa prestada, regresó a Loma Vista con una cara de satisfacción que no aplacó la ira de Anne.

    —¡Eres un cabrón!

    —¿En serio?

    —Te hubiera costado poco hacer una llamada o enviar un mensaje.

    Marc se metió en el baño con ropa limpia bajo el brazo. Poco después, ella entró sin llamar disparando un arsenal de preguntas.

    ―¿Es guapo? ¿Cómo se llama? ¿A qué se dedica? ¿Cómo la tiene?

    El joven asomó la cara por la mampara y resumió la situación:

    —Desde que le miré a los ojos por primera vez —afirmó entre suspiros—, supe que John había llegado para campar a sus anchas en el espacio que existe entre mi cuello y mi cintura.

    —Te ha dado fuerte.

    —Sí.

    Anne salió del baño resoplando.

    —¡Qué mal repartido está el mundo! —se quejó, dejando la puerta abierta—. ¡Qué mal!

    Marc miró el reloj. No tardaría en anochecer. Abandonó las colinas y atravesó de nuevo las terrazas de viñedos hasta llegar a Fairgrounds Drive para acceder a la autopista 37. Diez minutos después aparcaba frente a la recepción del Six Flags East.

    La empleada, una joven delgada y pecosa, le reconoció de inmediato. Descarada, se permitió guiñarle un ojo al ofrecerle la misma habitación del piso superior. Una sola cama, moqueta azul cobalto, paredes pintadas de amarillo y colcha multicolor con dibujos abstractos. Una combinación de colores que solo la falta de sentido del ridículo norteamericana era capaz de componer.

    Marc vació la mochila sobre la cama. El ordenador portátil, el móvil, la billetera, una muda y los artículos de aseo. Había olvidado la agenda. A pesar de poseer un smartphone repleto de las más variadas y completas aplicaciones, era un ferviente partidario de las agendas clásicas, que disponían de sobrado espacio para tomar notas y donde podía comprobar sus citas de un solo vistazo.

    John no llegaría antes de las ocho. Dejó descargando el correo electrónico, bajó y sacó de la máquina una botella de agua y un café. Sentado en la cama, examinó la bandeja de entrada. Nada relevante. Los clientes, como siempre, ahogándose en un vaso de agua y requiriendo soluciones inmediatas. Después de una rápida valoración, contestó a los más urgentes y ofreció remedios de emergencia. Los de Golden Wall estaban sufriendo desconexiones intermitentes de internet no imputables, al parecer, a su compañía de telefonía. Con un 80 % de ingresos provenientes de la venta a través de su página web, estaban desesperados.

    Se encontraba a tres horas y media de Reno y a las puertas de una noche extensa y gloriosa, pero alargó la mano, encendió el móvil y conectó el sonido. Las llamadas perdidas de Golden Wall ocuparon la pantalla.

    —Perdona, Roy, estaba ocupado —mintió.

    Siguiendo instrucciones, Roy realizó unas comprobaciones y desconectó y volvió a conectar algunos interruptores. Minutos después, el gerente de la empresa se mostraba más tranquilo.

    —Es una solución provisional, pero funcionará —aseguró el informático.

    —Eres el mejor.

    —¿A que sí? Pasado mañana antes de comer me tienes allí.

    La mayor parte de sus clientes se encontraban en el Área de la Bahía, desde Santa Rosa a San José, y en las poblaciones que atravesaba la interestatal 80 en dirección este hasta ya bien entrado Nevada. Un área inmensa que le obligaba a desplazarse a menudo. La 24/365 Assistance de Tyler-López PCS ofrecía una asistencia continua las veinticuatro horas todos los días del año. Un contrato que había tenido mucho éxito y proporcionaba sustanciosos ingresos.

    Tomar la decisión de trabajar por su cuenta no había sido fácil, ocupando el tema muchas noches de insomnio. Los ingresos se habían cuadruplicado, pero las jornadas laborales podían llegar a ser interminables. Los primeros clientes, tratados con mimo exquisito, fueron la clave de ese éxito, extendiendo la etiqueta de Tyler-López PCS, Ingeniería Informática con el boca a boca, sistema que funcionaba en Estados Unidos tan bien como en cualquier otro lugar de la Tierra.

    Dudó si añadir el López a su apellido anglo, indeciso ante las posibles connotaciones negativas entre la población blanca, impredecible para según qué cosas. Sin embargo, resultó un acierto. A los wasp el asunto parecía traerles sin cuidado y una gran cantidad de latinos habían acudido a él atraídos por el apellido castellano.

    Un éxito que empezaba a traer problemas. Los clientes crecían sin parar y no daba abasto. Un ritmo por el que pronto alcanzaría el límite razonable que le obligaría a dejar a algunos desatendidos.

    Fue de nuevo el insomnio quien le marcó el camino. Se instalaría a lo grande. Contrataría un informático que atendiera a las empresas del eje de la interestatal y él se quedaría con las más cercanas. La empresa contaría con una sede física, que ya tenía localizada: un despacho de dos piezas y baño en un edificio de oficinas de Market con la 16, frente a la parada del tranvía de Noe Street y a dos manzanas de las margaritas de Castro. Tyler-López Professional Computer Support estaría atendido por una chica simpática de voz aflautada, bolígrafo sobre la oreja y chicle en la boca, que se encargaría del teléfono, coordinaría las visitas y facturaría a los clientes.

    Su mejor baza consistía en ser endiabladamente bueno en su profesión. Y rápido. Y la gente estaba dispuesta a pagar cualquier cosa por verse liberada con celeridad de los problemas con que venía envuelto el mundo de la informática.

    Se desperezó y dio un gran bostezo. Siete y cuarto. Agarró el vaso de cartón y apuró el café, ya frío. Luego se desnudó y se metió en la ducha.

    Sintió frío mientras se secaba con la toalla blanca del motel, tan áspera como siempre y que olía a humedad. Se afeitó con meticulosidad y recortó con unas tijeras de viaje un par de pelos díscolos de las cejas que se negaban a mantener la debida alineación. Después se extendió por todo el cuerpo una abundante cantidad de crema con base de aloe, se aplicó desodorante neutro en las axilas y se cepilló los dientes. Por último, se puso unos calzoncillos negros y una camiseta blanca. Nada más. Así era como iba a recibir a John porque así era como él quería que le recibiera.

    Cambió de canal con desgana hasta encontrarse con I Love Lucy, la serie televisiva de los cincuenta. Le chocaba oírla en versión original; diecisiete años en España dejaban su huella. Con la guasa de Lucille Ball como fondo, se dirigió a la ventana y abrió unos centímetros la cortina, mirando la escalera interior del hotel por donde ascendería John. Volvió a tumbarse en la cama sabiendo que los últimos minutos de espera se le iban a hacer muy largos. Se tocó el pecho y sonrió. Su corazón ya había variado de ritmo.

    Solo habían pasado seis meses desde aquel encuentro en el bar de Castro, un local tranquilo y con música de todos los tiempos que solía ser el lugar de reunión de la pandilla para aprovechar los dos por uno de la tarde, pero para Marc cada cita con John seguía siendo una primera vez. Los nervios se desataban, olvidaba el móvil o la agenda, descuidaba a los clientes y perdía el apetito. Anne opinaba que se comportaba como un adolescente; para el resto de amigos, sin embargo, lo único que importaba era conocer cuanto antes al chulo que le tenía enloquecido.

    Un interés lógico pero difícil de satisfacer. John era metódico y disciplinado hasta extremos incomprensibles. Consideraba necesario seguir unos tiempos en la relación. Decía que los vínculos que les unían, muy fuertes por la indiscutible atracción sexual, podían verse rotos en cualquier momento si no se respetaban unas etapas básicas. Etapas que venían marcadas por el sentido común.

    Así que, tras seis meses de relación, John Moore seguía sin conocer a Annie y al resto de la pandilla, ni a la abuela Margot, que vivía en una pequeña casita rodeada de pinos en Santa Clarita. Tampoco había pisado la casa de Loma Vista, solo el estudio de John en Geary Boulevard, frente a Ocean Beach, por donde penetraba el manto de niebla que a veces cubría la ciudad, había sido testigo de su amor.

    Ese apartamento y los moteles de carretera, por los que John parecía tener una especial predilección. Marc, divertido, había llegado a pensar que aquellas citas sin sentido, improvisadas, le ponían. Y, si a John le ponía, a él también.

    El método era siempre el mismo. John enviaba un mensaje con el día y el lugar elegido. Sin más palabras. Y Marc acudía. Un sistema que convenía a los dos. John, por su trabajo, también viajaba mucho. Era gerente de ventas en una empresa de telefonía móvil y con frecuencia se desplazaba a lo largo de la costa oeste, desde Seattle hasta San Ysidro, en la frontera con México. La elección del motel en cuestión tenía mucho que ver con el plan de trabajo que llevara esa semana.

    El único hotel en el que habían repetido era el de Vallejo. Tenía acceso directo a la interestatal 80 y al resto de la tupida red de autopistas que comunicaba la Bahía. Una cita cargada de novedades. John había asegurado que sería una noche llena de sorpresas; también, que reservara para dos noches. Marc sospechaba que todo aquello tendría relación con la última conversación mantenida entre ambos, cuando él opinó, en tono solemne, que los tiempos habían transcurrido y era hora de dar un paso más en la relación.

    Una normalización de pareja que requería presentarse mutuamente a amigos y familia, salir en pandilla, ir de excursión, pintar el hogar que compartirían, hacer la lista del supermercado, repartirse las tareas domésticas y follar sin control en su propia cama. Con la llegada de las vacaciones, vendría el gran momento y viajarían a España para presentar a John a su madre. Tras atenderla del infarto, se dedicarían a conocer el mundo juntos.

    John era la justificación que la madre de Marc andaba pidiendo a gritos para abandonar su comportamiento. De manera estoica, la señora se empecinaba en parapetarse tras un muro de puro desconcierto.

    Ahora era Marc el que desarrollaba su teoría sobre los momentos, y el de las citas los fines de semana en el estudio del distrito de Richmond o los encuentros esporádicos en habitaciones de colores imposibles había llegado a su fin. La relación entre ambos necesitaba algo más.

    Con su habitual sobriedad, John comentó: «Pensaré en ello». Luego le dirigió una sonrisa tan fascinante que el horizonte de Marc se llenó de fuegos artificiales, margaritas heladas a orillas del Caribe y sexo a la luz de la luna.

    Marc se sentía el hombre más afortunado del mundo. Aquella noche estaba destinada a ser la gran noche de los dos, el referente que se quedaría grabado en su relación. Una noche llena de emociones. Y sorpresas.

    La cabaña en el corazón de Sierra Nevada; el regalo para John que sellaría su amor de manera definitiva.

    Dos días antes Marc había cerrado el trato y una sencilla llave dorada colgaba de su llavero. La cabaña, pequeña y rectangular, estaba construida de grandes troncos macizos y disponía de una mesa de pino, una cama de estructura metálica y una estufa de leña. El baño estaba encajonado en un rincón. En la fachada delantera, un porche desde el que contemplar un cuarto de acre sembrado de pinos de Jeffrey, abetos rojos y frondosos rodales donde se arracimaban los tallos del lirio del maíz, tapizando un terreno alargado y ondulante en la pendiente sur del lago Tahoe.

    A las ocho y media estaba hecho un manojo de nervios, yendo de la cama a la ventana, y de allí al sillón para regresar de nuevo a la ventana. El móvil de John estaba apagado o fuera de cobertura. Eso no significaba nada, ya que apagaba el teléfono mientras conducía, pues opinaba que, incluso utilizando el bluetooth, el acto de atender el teléfono suponía un gran peligro para la conducción. Pero la idea de que pudiera sufrir algún percance le produjo tanto dolor que un pinchazo le atenazó el estómago, retorciéndose sobre la colcha de colores imposibles. ¿Qué haría en tal caso? ¿Cómo debería actuar? De pronto, cayó en la cuenta de que carecía de un teléfono, un nombre o una dirección a quien dar aviso.

    —Joder, John, con tus malditos plazos —dijo en voz alta.

    John Moore había hablado poco de su familia: sus padres estaban separados desde hacía años y vivían en Ohio, la relación con ellos era tan escasa como de mala calidad y carecía de hermanos. Un repentino viaje de fin de semana en junio a la costa este fue el único hecho de su pasado que había compartido con Marc. Bajo un sol abrasador y con mirada triste, John había detallado los veranos pasados en aquellas playas durante su niñez. El único momento en que perdió su habitual aplomo, y a Marc le pareció un ser absolutamente vulnerable. Se esforzó en consolarle, aunque nunca tuvo claro de qué.

    La punzada en el abdomen aumentó por una avalancha repentina de ideas catastróficas. Choques en cadena en la autopista, atraco a mano armada en un área de servicio o la rotura de los cables que sustentaban la estructura del Golden Gate se apelotonaron en su cerebro. Entró en el cuarto de baño, orinó sin ganas y se cepilló de nuevo los dientes. Abrió la botella de agua y la vació de un trago.

    A las nueve y veinte se había vestido con la intención de bajar al parking a esperar la llegada de John cuando al abrir la puerta le vio subir las escaleras.

    El gesto de ansiedad se transformó en una amplia sonrisa, contemplando el andar decidido de la persona que más anhelaba ver, los anchos hombros que le marcaban la silueta, los brazos musculosos que comprimían una camisa blanca impecablemente planchada.

    Marc suspiró, con el cuerpo convertido en gelatina.

    John entró en la habitación, cerró la puerta con el talón y agarró a Marc por la cintura. Le besó y le empujó sobre la cama. Luego se tiró encima de él.

    Fue un beso profundo, húmedo. Con movimientos expertos, John le desnudó.

    —Te quiero —susurró Marc.

    John respondió introduciéndole la lengua en la boca a la vez que le acariciaba la espalda y la nuca con la yema de los dedos.

    —Sabes cómo me pone eso.

    —Lo sé.

    Cuando una mano apagó la luz de la mesita, sus cuerpos ya estaban cubiertos de sudor.

    Marc se sentía confuso. John le había hecho el amor con una pasión desconocida, forzada; se manejó con movimientos bruscos y no pronunció una sola palabra. Los escasos suspiros que salieron de su garganta sonaron fingidos. Presionó en los sitios habituales, besó, acarició, hizo las cosas que siempre hacía, pero la falta de deseo resultó palpable.

    Apoyó la cara en su pecho musculoso, aún agitado y húmedo.

    —¿Va todo bien?

    —Perfectamente —contestó John.

    —Te encuentro diferente.

    —Estoy cansado.

    John fue al baño. Marc buscó en el interior de su mochila, sacó el paquete de Marlboro y encendió dos cigarrillos. Dejó uno de ellos en el cenicero. Se levantó y se dirigió a la ventana. Cuando su novio volvió, este le rodeó con sus brazos.

    Marc insistió.

    —¿Qué te pasa?

    —Date la vuelta —susurró John.

    Marc obedeció. Los músculos de John le comprimieron los hombros y el aliento cálido le acarició el cuello; las puntas de los dedos rozaron sus nalgas provocando una corriente eléctrica que le sacudió la espalda.

    El juego siguió unos minutos más, pero no volvió a sentir la dureza esperada. Algo no iba bien.

    —¿Qué te pasa? —volvió a preguntar.

    —Nada.

    —¿Has pensado dónde vamos a cenar?

    —No.

    —¿Y no vamos a cenar nada?

    —No.

    Marc no tenía hambre. Todo lo que podía alimentarle se hallaba dentro de las paredes ocres de un motel de carretera en Vallejo, California. Su preocupación aumentó. Fue a abrir la boca, pero John le puso los dedos en los labios.

    —No digas nada.

    John llevó las manos a los hombros de Marc y le obligó a darse la vuelta. Le acarició el pecho y el cuello y terminó revolviéndole el pelo castaño. Le echó el aliento en el oído y notó el temblor de su cuerpo. Sabía lo que le gustaba. Volvió a gemir.

    John llevó los dedos a las sienes de su amante y comenzó a ejercer un leve masaje.

    Marc escuchó en su cerebro, de nuevo, la canción de los Rascal Flatts.

    What hurts the most.

    —Te quiero.

    John no respondió. Nunca lo hacía. Abrió las manos, tensó los músculos de brazos y piernas y agarró enérgicamente la cabeza de Marc. Con un movimiento seco y rápido, la torció hacia la derecha. El chasquido sonó como un latigazo. Como una marioneta a la que le cortaran los hilos, Marc se desplomó, pero no llegó a caer al suelo. Su asesino lo agarró por las axilas y lo arrojó encima de la cama.

    Durante unos segundos, el cuerpo inerte de Marc Tyler-López rebotó sobre la colcha estampada de colores imposibles.

    John Moore se vistió con rapidez. Agrupó las pertenencias de Marc y las depositó en el suelo. Primero sacó la tarjeta de su móvil y se la guardó en el bolsillo del pantalón. A continuación metió el teléfono en la mochila, junto con su ordenador y su cartera. Revolvió la habitación buscando la agenda de cuero negro. No tuvo éxito. Contrariado, soltó una maldición. Marc anotaba todo en esa agenda. En un intento por concentrarse, se llevó los dedos a las sienes y respiró profundamente. Quizá la había dejado olvidada en el coche. Reanudó su macabra tarea colocándose unos guantes de látex, abrió una pequeña botella de alcohol y empapó un pañuelo con el que limpió la mesita de noche, los bordes del lavabo y el cabecero de la cama. Después rompió el plástico de una bolsa de la que sacó una esponja jabonosa. Con ella, limpió con minuciosidad el cuerpo inerte del que había sido su amante, poniendo especial esmero en repasar las partes que había besado. Anudó el preservativo y lo introdujo también en la mochila, junto a la esponja, la bolsa que lo contenía y el pañuelo. Por último, cogió las llaves del coche, apagó la luz y, sin mirar atrás, abandonó la habitación colocando en el pomo de la puerta el cartel de do not disturb.

    PRIMERA PARTE

    Tú a Londres, yo a San Francisco

    Valencia

    «Se viaja no para buscar el destino,

    sino para huir de donde se parte».

    Miguel de Unamuno

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    Capítulo 1

    Pocos grupos de amigos podían considerarse tan heterogéneos como el que se encontraba reunido en la terraza de un bar del corazón de Ruzafa, bebiendo cerveza en jarras heladas acompañadas de un plato de aceitunas variadas. Era el primer día de calor sofocante, anticipo del verano mediterráneo que amenazaba la ciudad.

    Eran las ocho de la tarde y no quedaba ninguna mesa libre en el Comic.

    —Odio este calor —resopló el policía Serafín Quintana. Su camisa, empapada por completo, se le pegaba al torso como un guante—. Valencia es un auténtico horno.

    —Pues la próxima en la cafetería de El Corte Inglés —opinó Jesús Medina, periodista, levantando la mano para pedirle al camarero más cerveza—. Allí siempre se está fresquito.

    El inspector de la Policía Nacional asintió, alzando el dedo índice en apoyo del comentario. Tenía los ojos brillantes y el labio inferior ligeramente caído. Su observación sobre la conjunción de fenómenos necesarios para que el viento de poniente azotara la ciudad fue respondida con un encogimiento de hombros.

    —Pues mira qué bien.

    El tercer componente de la mesa permanecía en silencio, absorto en su jarra de cerveza.

    Medina le tocó la espalda.

    —¿Tú qué opinas, mon ami?

    Alex Bonnet también encogió los hombros. Apuró su bebida en el momento en que el camarero traía la nuevas consumiciones.

    —¿Alguna novedad? —preguntó Andy.

    Negaron con la cabeza.

    —Te la digo yo —espetó Andy en un tono de voz audible en toda la terraza—, que está muy muy loca. —Dejó un plato humeante de bravas sobre la mesa. Se llevó las manos a la cintura y dirigió la mirada hacia Alex Bonnet—. Me lo puedes pintar de colores, pero esa tía está loca.

    El camarero dio una media vuelta teatral y regresó al interior del bar.

    —Deberíamos haber pedido ensaladilla rusa —observó Jesús—. Vamos a morir con estas patatas.

    El policía le lanzó una mirada de reproche ante su falta de sensibilidad. El periodista colocó su brazo en los hombros del detective.

    —Dale tiempo.

    —¿Más? Se largó a Londres en febrero.

    —Eso sí —tuvo que reconocer Quintana.

    —¡Joder, cómo quema! —gritó Jesús al llevarse una patata a la boca—. Y pican de la hostia.

    Terminó de liar un porro dándole golpecitos en la mesa para apelmazar la hierba. Se podía ver como una ventaja de la última crisis económica: había crecido tanto la cantidad de gente que se pasaba al tabaco de liar que la acción ya no levantaba sospechas. Se chupó un dedo, comprobó la dirección del viento y echó una mirada al resto de clientes de la terraza.

    —¿Le has sacado algo a Paloma? —preguntó Alex Bonnet con un hilo de voz.

    —Nada —respondió el inspector, dibujando un cero con los dedos—. No hay manera.

    Para sacar más de sus casillas a Bonnet, la esposa de Quintana hablaba con Isabel con regularidad. Pero también con su madre, Rosario, Laia y la hija de Isabel. Una horda de mujeres que parecían hallarse bajo la ley de la omertà, una ley del silencio destinada a cubrir la huida y los desprecios de Isabel.

    —¡Estoy hasta la polla! —gritó el detective.

    El periodista le pinchó un gajo de patata.

    —Come. Con lo que pica esto se te van a ir todas las penas.

    El policía volvió a reprocharle su actitud con una mirada severa.

    Tras los trágicos acontecimientos del verano anterior, Isabel y Alex habían conseguido, al fin, vencer reticencias, olvidar el dolor y dar el gran paso para unir sus vidas. Un amor furioso en lo físico, tranquilo en lo emocional, ajustándose el uno en los huecos del otro, compartiendo sentimientos, ofreciendo amor. Así era al menos para el detective, porque de manera sorpresiva, Isabel le anunciaba, entre hipos y lágrimas, que necesitaba tiempo y espacio para ella sola, que «no es por ti, es por mí» y que «ya verás como se me pasa pronto, pero me voy a Londres una temporada». Tal cual. Dos días después ya estaba subida en el avión.

    De nada sirvieron los intentos de Alex de retenerla, de pedirle alguna explicación lógica que aclarara los verdaderos motivos para terminar (o suspender momentáneamente, según las palabras de Isabel) una relación en la que, al menos en teoría, ambos eran felices.

    Cuatro meses habían pasado desde entonces. Cuatro interminables meses en los que mantener una conversación se había convertido en el juego del ratón y el gato. Raramente respondía a sus mensajes y no descolgaba el teléfono. Y cuando ella se decidía a dar señales de vida, él era incapaz de disimular su malestar, la boca se le llenaba de reproches y hablaba a gritos. Entonces Isabel cortaba la comunicación. Así una y otra vez.

    Mala cosa.

    —Está liada con otro tío. Fijo —afirmó Bonnet, rechazando con un gesto el porro que le pasaba su amigo.

    Quintana negó con firmeza.

    —Que no, joder. Que no es eso.

    —Hazle caso al madero —aconsejó Jesús—. Tiene información de primera mano.

    El aludido protestó con los ojos achinados.

    —Mi mujer no me cuenta nada. Cuando le pregunto responde con monosílabos. O me deja con la palabra en la boca, directamente. Si hablan por teléfono, se mete en el baño para que no escuche la conversación. Pero Paloma me ha jurado que no es por otro hombre y yo la creo. Isabel lo pasó verdaderamente mal, todos sabemos que es cierto. Cuando decidió estar contigo lo hizo de corazón, porque te quiere, pero aún no está recuperada del todo. Y hasta que no hayan desaparecido los fantasmas que le rondan no será ella misma.

    —Pues mira qué bien, cuánta información —canturreó Bonnet con sarcasmo—. No me diréis que no tiene cojones la cosa. Todo eso me lo podía haber contado a mí.

    —No quiere hacerte daño —puntualizó el inspector.

    Alex agarró el porro con furia y le dio varias caladas seguidas.

    —Ya. Por eso se larga de mi lado, apenas tenemos contacto, hace meses que es súbdita

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