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El cangrejo enojado: Lo que nadie contó en torno a un crimen perpetrado en la «semana negra» de la Transición
El cangrejo enojado: Lo que nadie contó en torno a un crimen perpetrado en la «semana negra» de la Transición
El cangrejo enojado: Lo que nadie contó en torno a un crimen perpetrado en la «semana negra» de la Transición
Ebook335 pages

El cangrejo enojado: Lo que nadie contó en torno a un crimen perpetrado en la «semana negra» de la Transición

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About this ebook

A finales de enero de 1977, España asistía a la «semana negra» de la Transición. Unos días plagados de revueltas y manifestaciones que hacían latente el clima de inestabilidad política atravesado por el país y que hacían peligrar la incipiente apertura democrática. Aquella fatídica semana tuvo lugar el asesinato de los abogados laboralistas de Atocha, pero también el de varios jóvenes adolescentes. El cangrejo enojado enlaza la diabólica y perversa casualidad de las vidas de Loyola y Mesa, unidos por un oscuro secreto en torno a estos asesinatos que traerá consecuencias jamás sospechadas por ninguno de ellos.
LanguageEspañol
Release dateJan 7, 2022
ISBN9788418769894
El cangrejo enojado: Lo que nadie contó en torno a un crimen perpetrado en la «semana negra» de la Transición

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    El cangrejo enojado - Julio Bernárdez

    I

    Sus pies profanan el agua con furia irracional, con ira incontrolada. Las plantas de sus pies golpean la ola que escapa y regresa, a su ritmo, ajena a los pies que descargan en ella dolor, tristeza, abatimiento y cólera. Sus pies se clavan en la arena, hacen perder su equilibrio y tiene que hacer malabares con brazos y cuerpo para no dar de bruces en el suelo. Son pies desnudos, helados por el frío de las aguas saladas, por el frío del lugar, por el amanecer que no llega y se desea, se busca. No solo el amanecer de cada día, de ese día, desea su propio amanecer. Necesita la luz que pueble y despeje tinieblas y dudas. Que rompa la negrura del firmamento, se torne azul y vuelva azul su mente. Tarea ardua. Pies que dan patadas a la ola furtiva, con rabia, con furor, con violencia, con desesperanza. No es la primera vez que oficia, como exorcismo, patalear el agua del mar al amanecer, cuando la playa está desierta incluso en verano. Su playa. El lugar perfecto para la explosión, para una catarsis, para sanar. Ha sido, de siempre, desde hace una vida entera, el lugar ideal para que ella dé rienda suelta a sus gritos, a sus congojas, a su hastío. Tenía siete años aquella primera vez. Ahora tiene setenta y cinco. Las patadas de irritación son parecidas, por no escribir idénticas, aunque hayan transcurrido todos esos días con sus horas y el pie haya cambiado; más grande, más durezas, más callos. Todo en ella es más grande y más viejo. El encono, parejo. Ayer, mil novecientos cincuenta y tres, fue una bronca áspera e injusta de su padre. Hoy, en esta madrugada de febrero, es la gran bofetada, el tortazo definitivo. No propinado por su padre. Lo ha recibido de la persona más insospechada, más amada. Aquella bofetada primigenia, que le abrió las puertas del mar como camino de salvación, se disolvió con el dolor físico. Sirve para ponerle fecha a la primera vez de gritos en el mar.

    La hostia última le pone la cara tensa, que no roja. Le hace gritar como poseída por el diablo. Le ha conducido hasta el mar para aporrear hasta el dolor sus pies bajo las olas sobre la arena mojada. Pero esta vez no se disuelve con el dolor físico. Ojalá fuera así de fácil. Soporta un dolor que le encorva, como si anduviera doblada. Las olas del mar, el inconfundible ruido del mar, embravecido al alcanzar la orilla, no detienen su enfado, su enojo, su furia.

    En esta mañana, este mar que está en galerna con avisos de peligro y ruegos de alejamiento, ha concedido a sus dolores más servicios que los medicamentos contra las jaquecas y demás neuralgias. Ha sido, desde aquel primer amanecer con patadas al mar a los siete años, su mejor receta, su mejor remedio, su médico de cabecera.

    Pero hoy su mar no atenúa el dolor sordo que le ha tenido reclusa en su gran casa madrileña, primero y en el chalé de Los Molinos, después. Presa, sin ganas de nada. Hasta que tomó el coche con destino Ereaga, para volver a Getxo y regresar al inicio, al punto de partida. Volver. Como tantas otras veces ha hecho, cuando podía. Y cuando no, paliaba la exasperación con cascos en los oídos para escuchar el ruido del mar, las olas del mar batiendo. No de cualquier mar, no; de su mar Cantábrico.

    Reiniciar, verbo de moda que le ha devuelto a casa, pero sin resquicio de esperanza. Reiniciar supone encender de nuevo, tras apagar. Por eso ha vuelto a Ereaga, por eso patea las olas, enreda sus pies en restos de algas o se le quedan varados en la arena. Ese dolor que lleva no lo va a apaciguar el aullido del amanecer próximo, ni el ir y venir por la playa de Ereaga. Las olas vapuleadas no le van a devolver la paz perdida. No en esta oportunidad, que no se asemeja a las otras veces. En nada.

    Tras recorrer la playa se sentó en las escaleras que suben por el Puerto Viejo hasta las calles de Algorta. No había ni un ruido. El murmullo del silencio. Sacó de la mochila una toalla para secar bien sus pies; de inmediato unos calcetines y por último unas zapatillas deportivas para correr. Miró al mar, a la oscuridad del cielo y la carrera dio comienzo en dirección a la otra punta de la playa, según se viene desde Las Arenas. Correr a los setenta y cinco años indica plena forma y hábito. Correr con furia, denota hastío y desesperación. Apenas había coches. Empezaban a encenderse luces en los Tamarises. Corrió veloz y desesperada. Demasiado veloz, tal vez, para una mujer de su edad. Corrió con ansia de escapar, de huir, con el convencimiento exacto de lo imposible. Corría con estilo. Desde que dejó su tierra y se refugió en Madrid corría cada mañana, antes de las clases del colegio, antes de las clases de la universidad, antes de preparar cada día la oposición, antes de empezar a trabajar, allí donde fuera destinada. Tenía una variada colección de ropa de deporte, de chándales, gorros, cintas, forros polares, chaquetas, camisetas, sudaderas, zapatillas, sujetadores deportivos, pantalones cortos. Al final de la carrera de lado a lado de Ereaga, con la cabeza gacha, las manos en las rótulas, la respiración agitada, sonrió sin esfuerzo.

    Por primera vez en meses se dibujó una sonrisa en su rostro. Lo había logrado, pese a llevar mucho tiempo sin hacer más ejercicio que llorar. Levantó los brazos en uve. Realizó ejercicios de estiramiento y respiratorios. Notó que su corazón se recuperaba del esfuerzo, que podía iniciar, otra vez, el rito de machacar olas con los pies. Miró hacia el mar y vio que la luz ya penetraba en las olas. El agua no había perdido su ímpetu, su garra, ni disminuido el tamaño del oleaje. Se sentó de nuevo para quitarse las zapatillas, retirar los calcetines…Volvió a meter todo en la mochila. Retiró el sudor de su cara, pese al frío del amanecer. Caminó hacia la orilla, como quien se dirige a celebrar una ceremonia, como un acto religioso, como un tributo a Poseidón, dios de los mares, como si ella fuera una nereida.

    El dolor estaba con ella como su fiel acompañante; sin embargo, había perdido la necesidad de castigarse hiriendo más sus pies al aporrear el agua y hundirlos en la arena. Los lamentos proseguían como una letanía, pero ya no eran aullidos. Eran gritos en susurro. Los pies empezaron a sentir el helador contacto con la mar, lo que no impedía que el camino continuara. Otras veces, otras muchas veces, el agua había amansado su ira. No ahora. Sabía que no sería como en las anteriores ocasiones, porque las causas y motivos de los otros paseos en furia por la playa de Ereaga en el silencio de la madrugada, cuando la noche cubre todo, hasta los clamores, eran puras nimiedades, naderías, si se atreviera, que no lo haría, a compararlo con el porqué de ahora. Allí estaba y ya era mucho. El mar, su mar; la playa, su playa, le habían devuelto al redil, le habían puesto en pie, le habían sacado de su cama–refugio de Madrid. Había regresado, desde la cama búnker y tras el paseo por Ereaga, a esa parte del mundo donde a nadie le importa tu asco, tu ira, tus preocupaciones, tus lamentos o tus quejas.

    El dolor es intransferible, auténtica propiedad privada. Estaba allí, en Ereaga. Y estaba viva. Con su sufrimiento y su amargura, pero estaba. El mar no devoraría, esta vez no, su desolación, ni la libraría de su culpa.

    Ni el mar se podrá llevar nunca la razón del dolor. Tendrá que vivir con él. Estará con ella y en ella hasta que suspire por última vez. Marcada se fue de su País Vasco; marcada regresa, aunque quizá no de forma definitiva, no lo ha decidido, ni siquiera se lo ha planteado. Pasa por la fase de ganarle un segundo a la vida, con el exclusivo propósito de responder a un par de preguntas, tal vez dos pares.

    De niña lo hacía con botas de agua, que chapoteaban bien. Se vestía para el paseo purificador. Siempre desde el camino que lleva desde el faro hasta el Puerto Viejo y regreso. En el principio era solo el mar, con el tiempo hubo variables, pero siempre eran dos veces, ir y volver, como un acto sagrado, con solemnidad y furia.

    Amanece, pero las nubes vuelven. Nubes que anuncian lluvias inmediatas y apresura el paso para regresar. El Serantes es el mejor meteorólogo de esa zona del planeta. Cambia la dirección de su marcha. No volverá de nuevo al Puerto Viejo. No iniciará una carrera otra vez. Quiere llegar al hotel antes de que la lluvia proclame su fuerza.

    Abandona Ereaga recompuesta, que no sana. Se le ha ido el dolor de estómago y el corazón no se aloja fuera del tiesto, pero la pena es permanente. El odio, infinito. Se culpa, pero no hay hueco para el arrepentimiento ni sacerdote que escuche su pena. Hace tiempo que no cree en curas y ni en sus entretenidos cuentos que convierten a un dios único en tres. Su psicóloga de cabecera, argentina, por supuesto, se perdió en una nube de recuerdos y ve a Videla en sueños torturándola. Aquella mujer bebía con sobresaliente. Como amiga era notable, pero como terapeuta solo alcanzaba el aprobado raspado: un cinco. Pero a ella le servía su psiquiatra argentina, porque le escuchaba sin prisa, sin horario, sin preguntas excesivas. Tomaba nota y escuchaba. Las sesiones, si se las pueden llamar así, estaban fuera de los horarios laborales de ambas. Podían hablar en un jardín, al borde del mar, sentadas en una terraza de Rosales o en un pub de Londres. Incluso en los aviones, durante algunos viajes largos que hicieron juntas. Ninguno a Argentina. Nunca quiso regresar. El recuerdo de lo ocurrido, torturas, palizas, le paralizaba y en la actualidad, a sus casi ochenta años, el desvarío le hace recordar los tormentos padecidos y, lo que es peor, un espanto, le convierte a ella en torturadora. Dicen que no se entera, que su extravío es de tal calibre que no se da cuenta, pero su paciente de ayer, la señora que golpea olas, ha asistido a alguno de sus episodios de regreso al ayer y ha visto el suplicio en sus ojos.

    Camino del hotel, la mujer que da patadas al mar sabe que está sola. Prefiere, cierto es, sentir que está sola. Diez de sus dieciséis hermanos todavía viven, la quieren y desearían saber de ella. Su madre también; luce galas y buena planta a sus noventa y ocho años. Se mueve bien y sin ayuda, aunque tiene vigilancia permanente. Su madre y sus tres vidas.

    Ni su madre, ni sus hermanos saben que ha vuelto a Getxo. Tiene casa en Neguri, pero ha optado por un hotel frente al mar, en el muelle del embarcadero, en Zugazarte. Necesita muchos paseos de madrugada antes de enfrentarse a los suyos, de calibrar las maneras, de cuidar las emociones.

    Jurista experta, con publicaciones, prestigio profesional y sentencias certeras, no encuentra ningún atenuante a su realidad. Se condena, si bien no hay materia para elevar su caso a los tribunales, ella se condena.

    Entra en el hotel a desayunar. Por primera vez en seis meses tiene hambre y no come por obligación. Busca un rincón. No quiere ser reconocida, cosa difícil con el aspecto que tiene. Se contempla mirando la taza de café en su mano en busca de su boca. La boca que se entregó, sin resistencias y enamorada, a ese hombre que le ha proporcionado un final de vida de dolores inmensos, incurables. Tiene una sola certeza, no se matará en su tierra, no obstante, cree que morir es la única solución a su pena. Jamás pensó que sentiría lástima por ella misma. La tiene. Un horror. Se le escapa en voz alta ese pensamiento, que solo iba dirigido a ella. Un horror dicho en voz alta, que una mano colocada con brío y rauda sobre sus labios no impide que salga nítida de su boca.

    «¡Un horror!»; se oye bien en el comedor casi vacío. Se pone la servilleta en la boca, a modo de mordaza, para impedir que salgan más palabras de su boca. Los rostros de los pocos humanos presentes le miran, una camarera hace movimiento de aproximación, que ella agradece y rechaza con un gesto. Toma de nuevo la taza y camino de su boca queda detenida la mano, como si todo, incluido el tiempo, se hubiera frenado.

    Entonces recuerda. Recuerda cómo acudió a la playa aquella vez primera en el cincuenta y tres, con casi ocho años, cuando le echaron la culpa del estallido del vaso de coñac favorito de su padre. Ni idea cuál. Escuchó el ruido de la copa al hacerse añicos. Acudió a ver y le echaron la culpa. Su padre, habitualmente cariñoso y afable, fue muy duro con ella. Le llamó caprichosa, inútil y lo hizo a voces. De forma muy desabrida. Quedó tan perpleja por la acusación embustera, por la bronca inmerecida recibida, que se tapó la cara con una servilleta que por allí reposaba. Se tapó la cara para evitar que nadie viera su vergüenza y sus lágrimas. Mordió la tela para no decir palabra. Huyó de la estancia. Se fue al cuarto de los trastos viejos, en el ala oeste de la casa, en el torreón. Allí se encerró y no atendió ni a amenazas, ni a disculpas. Se arrebujó sobre un colchón, de puro viejo, prehistórico. Se tapó con un abrigo gastado y desteñido. Durmió poco y mal. Olvidada de todos y por todos. Salió del cuarto de los trastos viejos, bajó las escaleras con sigilo. El reloj de pared de la cocina indicaba las cuatro menos cuarto de la madrugada. Se puso unas botas de agua y un choto. Se fue de la casa. Corrió, nada fácil de hacer así calzada y apareció en Ereaga. Era un día de mayo y todavía era noche caída cuando comenzó a andar. Se desembarazó de las botas en la creencia de que todo le estorbaba y nada era útil, dejó los calcetines dentro de las botas y corrió hacia el agua. Frenó su entusiasmo cuando sus pies dieron fe de la frialdad de la mar. Empezó a andar. Dirección Puerto Viejo. Saltaba, brincaba. El primer paseo curativo fue en la noche que cerraba el ciclo, como lo fueron la inmensa mayoría de las caminatas sanadoras. Pocos, muy pocos, han sido los paseos curativos en la puesta del sol. Anoche, cuando llegó de Madrid, pese al cansancio de la conducción, tuvo la tentación de acudir a su cita con las aguas saladas. Pensó que en el ocaso total de su vida, nada más coherente que gritarle al sol en su crepúsculo.

    Aquella marcha primera, aquella ausencia de la casa, aquel vacío en la cama, aquel cuarto de los trastos viejos sin niña, la ausencia de las botas de agua, alarmó a los mayores de la casa. No fue al colegio; desde Ereaga se fue a Las Arenas y luego a Portugalete; los nervios y la tensión subieron el tono. Ya había puesto su padre en alerta a la Guardia Civil, cuando Ignacia de Loyola Fernández Uriarte Gómez Iruretagoyena (de sus cuatro primeros apellidos) regresó al hogar dulce hogar, donde su padre Rafael Fernández Gómez, abrazó a la tercera de sus hijas y le pidió perdón por su tono abrupto de casi veinticuatro horas antes. Ese ser cariñoso y tierno sí era su padre. Nada le reprochó por la rotura del vaso de coñac, su fuga, su ausencia del colegio, de tal manera que Ignacia de Loyola casi da las gracias a su padre por la bronca inmotivada. Gracias a eso había hecho un gran descubrimiento: el mar como terapia, el mar como cura, como sanación. Manera perfecta de sacar las penas de cuerpo esa de pegar patadas al agua que viene y va.

    No solo se dan golpes a las olas furtivas, se puede también gritar de rabia o de alegría entre la arena solitaria. Su ama, Mar (Itxaso) Uriarte Iruretagoyena (Rh negativo por todos los poros) dormía al regreso de la tercera de sus hijas al hogar, seguramente agotada de no hacer nada o llena de pastillas para dormir. La copa rota era propiedad de su familia desde el siglo XVIII, de cristal de Bohemia. Aquel paseo inaugural tuvo lugar hace sesenta y ocho años. Las tradiciones se empiezan por menos. La causa primera fue baladí comparada —cosa que bien es sabido no debe hacerse en caso alguno— con la causa de este febrero de 2021, el año en que Loyola —ese es el nombre que utiliza, el Ignacia ha decaído por desuso— cumplirá setenta y seis años.

    Necesita meter los pies en agua cálida. Darles friegas. Cuidarlos de las heridas. Los ataques de ira los pagan ellos. Están destrozados. Hasta hay restos de sangre. Llena la bañera de agua. Pone en la puerta de la habitación el cartel de no molesten. Echa el pestillo. Se desnuda. El deporte y la delgadez permiten que no cuelgue en exceso su piel pese a la edad longeva. Solo agua caliente. Entra. Se escalda. Se tumba sobre el suelo de la bañera. Cierra los ojos. Se ausenta. No se evade. No podría. El tamaño de su desconsuelo es tan extenso como la mar océana.

    Le persigue una frase. Una máxima contra la que siempre ha luchado, porque considera que manifestarla, creer en ella, propagarla, es señal inequívoca de envejecimiento. Debe de estar vieja, de pronto le han caído los años, todos, setenta y cinco. En el vacío de esa realidad, en la soledad abandonada de la bañera verbaliza unos versos viejos pero sabios: cualquier tiempo pasado fue mejor. Loyola sabe que se engaña al recitar ese verso, aunque a lo mejor era menos malo, menos horrorosamente malo que este tiempo del baño junto al mar Cantábrico.

    Al fin —se dice con un estremecimiento que le hace sangre negra, sangre podrida en los intestinos— el mal de hoy es consecuencia del error de antes de ayer, que condujo a la tragedia ayer. Aquella causa ha tenido este efecto. Aquella acción primera le condujo fuera de su País Vasco, de sus montañas, de sus olores, de su mar, de su lluvia, de su color verde. Ha vuelto a ese aroma, a esa tierra siempre que la nostalgia le ha vencido, siempre que ha tenido una duda, siempre que el infierno ha acompañado sus pasos. Creyó, desde que leyó la primera tragedia griega, que ella podía vencer a los augures, que ella sería capaz de vencer el veredicto del oráculo de Delfos siempre que se lo propusiera, que todo era vencible, menos la muerte. Por supuesto. Allí, sumergida en el agua, ausente, alejada incluso de su mismo presente, es capaz de maldecir a los augures y con ellos a Esquilo que, con su Orestiada, le hizo entrar en el mundo de la lectura y más tarde en el universo del teatro, del que sigue siendo una perspicaz aficionada, tanto que algún pinito ya ha hecho, como amateur. Empezó en la Universidad en Derecho en Madrid. Un sombrero bajo la lluvia de Michael V. Gazzo fue su debut. Una obra sobre dolores y morfina para evitarlos; sobre adicción al remedio. Hace tres años hizo de Bernarda en su casa con palabras de Federico García Lorca. Quizás haya sido la última vez. Le divertía mucho dejar la toga de magistrado y andar los caminos de la farándula, nuevos cómicos de la legua, que recorrían pueblos para representar clásicos en teatros proporcionados por los gobiernos municipales. Era tan actriz, se adaptaba tan bien a la representación, que no decía llamarse Loyola, aunque sí dejaba meridiano que era vasca y en muchos de aquellos años no era fácil ser vasco en la mayor parte de España. Loyola es vasca, la actriz aficionada, Agurtxane, con más motivo y evidencia. Es vasca. En su biografía de actriz figura que trabaja en Madrid de secretaria de una multinacional dedicada a la exportación e importación de bienes de equipo. Es algo que suena estupendo, que otorga mucho crédito y nadie pregunta qué es exactamente. En el teatro era otra, como una segunda vida, como una vida paralela. Era refugio, diversión, solaz y relajación. No hacía amistades. No duraba mucho en una misma compañía por temor a ser descubierta como juez. Trabajaba bien. No pensaba dedicarse al teatro como profesión y eso le retiraba obstáculos y envidias de su sendero, porque muchos de sus compañeros aspiraban a ser Fernando Fernán Gómez o Nuria Espert. Algunos no solo aspiraban a ello, pensaban que lo eran. Loyola no era así y era afable, cordial, de buenas maneras para todo el mundo. Acataba las órdenes del director de turno —todos ellos vestidos de Fellini o John Ford— en público. Luego, discutía en privado. Por norma, se sometían a su mejor criterio. Le encantaba Antígona o Virginia Wolf, también Bernarda, en un escalón inferior a las anteriores. No le gustaba nada Lady Macbeth, que representó dos veces. De los personajes femeninos de Shakespeare su preferida era Cordelia, la hija desheredada del rey Lear. El teatro que dejó, casi seguro, hace tres años, el trabajo como juez, que tuvo que abandonar por jubilación un año después de lo previsto, para cerrar un caso, le habían dejado sin asideros. Su asidero, su hombre con quien pensaba viajar, cantar, reír en los últimos años ya no era, ni estaba. Su vida estaba tan ausente como ella en el baño, tan desnuda como ella en la tina. Y no, no hay forma de empezar de nuevo, de darle cuerda al reloj, de ponerle una batería nueva. Hay nada y ganas de morir. Hay también miedo a morir. De eso no falta. Casi el mismo que tuvo cuando cayó entre espinos en su intento de alcanzar el mar en la playa de Kantarepe. Tenía nueve años e iba con su intrépida hermana Juana, también ella con un nombre destinado a varón. Juana, por Juan, el abuelo paterno. Juana debería haber sido varón, tal y como sus padres habían vaticinado, pero se equivocaron como lo hicieron cuando decidieron que ella sería Ignacio, como el abuelo materno, el aitite, si a la tercera va la vencida, el tercero sería varón. Se equivocaron un vez más y hubo que aplicar el no hay dos sin tres. Nacieron ellas y les calzaron los nombres previstos para los varones, en castellano, por supuesto. En aquellos años cuarenta que les vieron nacer, no se llevaba el euskera, estaba prohibido. Padre y madre buscaban heredero varón para todo, pero nacían niñas. Las mujeres son para unir empresas, hacer reinos, crear imperios. Los hombres nacen para dirigir, gobernar, mandar. Fruto del matrimonio de conveniencia y desigual que formaron sus padres, nació, con la primogenitura en la mano para decepción de una y otro: Begoña. Fue la primera, un desengaño, aunque ambos padres colocaron su alegre cara para la galería, esa carita de matrimonio bien avenido, amoroso y feliz, manifestaron, alto y claro, en el bautizo en las Mercedes de Las Arenas, que les era igual. Ya tenían pensado que si era niña sería Begoña, para el niño dudaban entre Ignacio o Juan. Cuando la triste amatxu de puertas para adentro quedó embarazada de nuevo a los dos meses de parir a Begoña, resonaron campanas de mediodía y los veintidós cañones que anuncian varón se pusieron en posición de disparo. No obstante, llegó Juana. No Juan. Hicieron ambos de tripas corazón. En realidad, eso hacían cada día desde que se entendió por unos y por otros, por la familia vasca del ama y la familia política (de la política triunfante, del caudillismo vencedor, de la camisa nueva bordada en rojo ayer) que lo más coherente, lo más satisfactorio, lo ideal era la boda. En 1941 en la capilla de la finca familiar se ungieron en sagrado matrimonio Rafael y Mar. Abundaban las victoriosas camisas azules y los apellidos vizcaínos de alcurnia y pasado. El cura dijo «Itxaso, ¿quieres por esposo a Rafael?», pero también le preguntó a Rafael si quería a Mar por esposa. Hizo su papel. Ese que les mantiene con el cuento desde hace siglos, milenios ya. Nadie hizo mención, aunque a algún gerifalte brazo en alto le pidiera el cuerpo estamparle un cachete al curita. Sí se recuerda —fue muy comentado en todo Getxo— que los dos expresaron su asentimiento con su respectivo sí alto y claro. Sin atisbo de emoción ni de duda. Él entraba no solo en el mundo de las finanzas, donde se mueven los hilos del dinero, sino que asentaba, aún más, su poder impuesto por los cañones vencedores y los aviones de Hitler sobre Guernica y hallaba un lavado de cara. Ella evitaba la prisión, quizá muerte, a su padre, conmutada por el exilio, acompañado por sus hijos varones que abandonaron la cárcel para prosperar en Chile. Fue un pacto entre vencidos y vencedores, de los pocos que permitió el gélido dictador, pero necesario para llenar de actividad empresarial la autarquía imperial con la que soñaban los teóricos del fascismo a la española. Rafael era un tipo satisfecho y así se mostraba en el espléndido convite posterior a la ceremonia. Itxaso había cumplido con su deber de hija, pero ni amaba a ese hombre, a quien tampoco odiaba, ni se acostumbró a él. Aunque al menos en dieciséis ocasiones la visitó, al menos en esas resultó preñada. Puede que hubiera más. Durante los años en que Rafael vivió en Vizcaya no se le conocieron aventuras. A ella sí, porque la madre de Loyola estaba, estuvo, está y estará enamorada de Iban, su otro yo desde los juegos infantiles. Iban huyó por mar hacia Londres, luego se refugió en México. Desde allí mandaba cartas a su madre en Bayona, que contenían letras para Itxaso, quien las recibía en períodos diversos y por vías no ordinarias. En septiembre de 1959, poco después de la marcha a Madrid de Loyola, Iban e Itxaso se vieron y se amaron en Biarritz. Se repitió en el mismo lugar un año después. Iban supo de la marcha ignominiosa de Loyola a Madrid. Luego hubo silencios y desesperación, pero jamás sentido de la pérdida. En 1974, el año de la flebitis de Franco que anunciaba y proclamaba que no era inmortal el dictador, Itxaso e Iban pasaron una semana loca en París. Para entonces la segunda de las hijas de Mar/Itxaso, Juana, era Jone y estaba más allá de lo secreto. Loyola era juez, más acá de lo secreto. Las dos niñas que debieron, según las fantasías de sus padres, ser niños, estaban en dos campos diferentes, en un lado y otro de la pista de tenis, juego que practicaban de pequeñas y en el cual eran invencibles cuando formaban pareja contra el resto de las amigas de la cuadrilla. Eran inseparables, se llevaban once meses, noviembre de 1944 Juana y octubre del 45 Loyola. Parecían gemelas. Eran lo más parecido a la alegría en aquel rincón del mundo. Después fue otra cosa. Ahora le vendría bien a Loyola tenerla a su lado. Tras ellas, por fin, llegaron los varones. Siete seguidos. Próceres desde la cuna. Todos ellos con grandes carreras, cuatro en la Comercial de Deusto, tres ingenieros industriales. Prósperos. Begoña se casó en cuanto decidió que no podía pasarse la vida haciendo de madre suplente durante los vahídos de la auténtica. Los seis últimos hijos de Rafael y Mar fueron tres niñas y tres niños de forma alterna. Han muertos seis. Son hermanos, pero no han formado, con ella no, desde luego, una piña más que para hacerse la foto de familia numerosa o ganar algún concurso de natalidad. Loyola apenas conoce a sus hermanos pequeños, casi no ha tenido trato con ellos. Tres nacieron cuando ella vivía en Madrid en casa de la abuela paterna en la calle Luchana. Uno de ellos, Ignacio como ella, Iñaki, se presentó en el juzgado para verla, porque pasaba por allí y solo el carné de identidad evitó las dudas y malentendidos. Se llevan bien; ahora. Es probable e incluso posible que Loyola acuda a él en los próximos días, quizá sea él el elegido para el regreso, para salir del profundo pozo. Quiera o no, necesita contar, necesita ser escuchada, necesita cariño. Eso piensa, al menos, sumergida por el agua de la bañera, renovada muchas veces para que no se enfríe y para que ella no se resfríe.

    Nota la piel de serpiente cuando sale del baño. Se observa frente al espejo y piensa que está perfecta para la edad que tiene. Sí, le duelen las rodillas y tiene unos agudos y variados dolores en la espalda. Nada que no sea consecuencia de estar viva, aunque maldita la gracia estar viva. Se encoge de hombros. Se seca, como siempre, ante el espejo. Se viste. Se da masaje en los doloridos pies con una pomada para pieles muy delicadas. Se maquilla. Sorprendida de su acción, pero se maquilla. Se viste de negro por luto antiguo, pero por gusto por ese color. Pantalón, blusa, jersey, zapato bajo, cómodo que los pies andan dañados de ir y volver.

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