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Paulina y sus contiguas
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Paulina y sus contiguas

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About this ebook

"Para Paulina la felicidad radicaba en que su padre trenzara su pelo dorado  todas las mañanas antes de irse a la escuela, jugar con su hermano o cocinar  al lado de su madre, sin embargo, la familia Dussan y la guerra decidieron que ella no era digna de esa tranquilidad y acabaron con su familia, empujándola
LanguageEspañol
Release dateDec 15, 2021
ISBN9789585162921
Paulina y sus contiguas
Author

Carlosé Velasco Angulo

Carlosé Velasco Angulo es payanés; fue jesuita en su juventud, licenciado en Literatura y en Filosofía, maestro en Economía, empresario y profesor universitario durante años, amigable componedor en empresas con dificultades económicas, padre y abuelo orgulloso. Desde hace unos veinte años decidió sacar del magín de sus ensueños a personajes que lo atormentaban porque querían vivir. Ha publicado tres novelas y una cuarta está en gestación. «Paulina y sus contiguas» es su primera novela publicada con Calixta Editores.

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    Paulina y sus contiguas - Carlosé Velasco Angulo

    PORTADA_PLANA_-_PAULINA_Y_SUS_CONTIGUAS.png

    ©2021 Carlosé Velasco Angulo

    Reservados todos los derechos

    Calixta Editores S.A.S

    Primera Edición Noviembre 2021

    Bogotá, Colombia

    Editado por: ©Calixta Editores S.A.S E-mail: miau@calixtaeditores.com Teléfono: (571) 3476648 Web: www.calixtaeditores.com ISBN: 978-958-5162-92-1 Editor en jefe: María Fernanda Medrano Prado Editor: Natalia Garzón Camacho Corrección de estilo: María Fernanda Carvajal Corrección de planchas: Ana María Rodríguez Sánchez Maqueta de cubierta: Juanita María Mogollón @cizy.gd Diagramación: Julián R. Tusso @tuxonimo Impreso en Colombia – Printed in Colombia

    Todos los derechos reservados:

    Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño e ilustración de la cubierta ni las ilustraciones internas, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin previo aviso del editor.

    Cualquier parecido con la realidad NO es pura coincidencia

    A todas ellas,

    ¡por su dignidad!

    I. Quería soñar con mi padre

    Paulina

    Cuando la Casa de la Ceiba daba tregua, salía descalza a caminar por el malecón de la bahía. Quería que la brisa retozara con mi cabello y acariciara mi rostro, quería pisar la arena blanca que escondía en sus entrañas conchitas nacaradas remolcadas desde lejanos confines y que asicaban mis pies adormecidos. Me recostaba entonces en alguna de las palmeras que orgullosas soportaban los arrebatos de la creciente y al vaivén del agua que refrescaba mis pies me recogía entre el murmullo palpitante del mar. Me recluía en mí misma o al menos en la parte que de mí quedaba, si poca o mucha lo ignoro, pero sí sé que bastante menos de lo que yo era cuando mi padre tejía mis trenzas rubias en la mañana antes de acompañarme hasta la escuela azul de la vereda.

    Era esa la hora de mi recogimiento, la hora vespertina de mirar al cielo sin complejos y emborracharme con las variaciones tonales del atardecer, la hora de soñar en mundos de ilusiones cuando cada amanecer me ofrecería nuevas esperanzas. Quería soñar porque en mis horas nocturnas habían desaparecido ya ensueños e ilusiones. Quería soñar con mi padre, a quien adoré desde que nací y a quien seguía adorando y extrañando pese a que nos había abandonado hacía muchos años cuando escapó de los sicarios que lo perseguían y jamás lo volveríamos a ver.

    Tan solo tenía yo ocho años cuando mi padre Luis calzó las gruesas botas de cuero, cubrió su cabeza con el sombrero de vaquero, se echó al hombro el viejo morral militar que hacía tiempo le había regalado el tío Heladio, nos dio la bendición y se escabulló en la penumbra. Desde la puerta de la casa, esa pequeña casa campesina de paredes encaladas y pisos de cemento donde yo había nacido, observamos su silueta iluminada por la luna que ascendía la vertiente boscosa de la montaña, volteó a mirarnos para despedirse y lo vimos por última vez cuando se perdía entre las nieblas del altiplano. Sabía que él aún vivía porque mi corazón me lo decía; estaría en algún paraje sentado sobre una roca, o en el asiento de un bar, o en la banca de un parque, pensando en mí porque yo era el amor de su vida y pensaría también en mi madre y en mi hermano porque ignoraba quizás que ya ambos habían partido y que de ellos solo dos cruces blancas con sus nombres sobrevivían en el camposanto. Quizás llevaría en sus manos algún libro para mí porque sabía lo mucho que los disfrutaba cuando se aparecía con ellos al volver del pueblo. O tal vez regresó a Entrepuentes y se enteró de la tragedia y preguntó por mí y le dijeron que había escapado a la Capital y él me buscaría. Preguntaría por una niña de trenzas rubias, creería, quizás, que continuaba siendo la niña que dejó cuando partió, recorrería escuelas y orfanatos, vagaría por las calles con la esperanza de cruzarse conmigo en cualquier esquina y preguntaría, quizás, por Hermes o Heladio porque podría estar en su compañía. Ni supo él nunca de mí ni yo de él. Y subiría tal vez hasta nuestra granja sin imaginar que encontraría nuestra casa incendiada y destruida, la casa en donde habíamos nacido Antonio y yo, y desde donde partíamos cada mañana, tomados de su mano, por el camino empedrado que bordeaba la acequia del cafetal, para dirigirnos al altozano de nuestra escuela azul que lucía en su fachada un gran escudo patrio con su inmenso cóndor de alas extendidas y con pretensión de alzar vuelo sobre el altiplano vecino. De nuestra casa tan solo quedó indemne el manantial de agua cristalina que brotaba en la misma roca sobre la que me trepaba para apreciar, en la distancia, la frondosa avenida de árboles que llevaba a la inmensa casona de la hacienda vecina, rodeada de jardines y cuya chimenea emanaba desde los techos cenizos un humo espeso que se perdía en el firmamento para enredarse con las nubes.

    Sabía yo que mi papá no quería a los de la hacienda, que eran dueños de todas las tierras de su alrededor, sospechaba que habían sido los culpables de la muerte de sus padres y le indignaba también el atropello cuando sus vaqueros entraban a nuestra parcela a caballo y con carabinas, pisaban la huerta, dañaban el jardín, desbarataban los cercos y galopaban por los senderos del cafetal apaleando los arbustos, «Estamos buscando una res perdida», se disculpaban. Nuestra indefensión lo abrumaba y un odio febril brillaba en sus pupilas cuando se refería a los Dussán.

    Mi padre huyó porque había suscitado una protesta en la plaza del pueblo, y culpó al alcalde de la masacre en la vereda vecina. Solo una podría ser su sentencia. Los pobladores de Entrepuentes, horrorizados, presenciaron la macabra procesión de cadáveres mutilados que, como marionetas desjaretadas, empujaba la corriente del río. Por temor, nadie se decidió a recogerlos, hasta que horas más tarde los rescataron en la población siguiente río abajo, los reconocieron y los devolvieron a nuestro pueblo para que los familiares les dieran sepultura. Varios vehículos entraron hasta la plaza, traían los cadáveres envueltos en bolsas negras y los depositaron en hilera sobre las losas del atrio del templo. Quienes los vieron, reconocieron a los Rodríguez de la ladera, propietarios de una pequeña lechería que vendía sus quesos en el mercado del pueblo, y a los Sánchez, los dueños de la ladrillera, quizás porque no pagaron las coimas o porque no quisieron entregar –no vender– sus negocios. Los habían asesinado con sus hijos, como era ya costumbre entre nosotros. Enardecido, el pueblo los recogió y los llevó a hombros hasta el otro lado de la plaza, frente a la alcaldía, mientras vociferaba y acusaba al alcalde de asesino. Era mi padre quien presidía la manifestación.

    Pese a que mi madre se opuso, él insistió para que yo lo acompañase al día siguiente al entierro. Con un vestido negro de mamá, que ella me ajustó con dobladillos y costuras, bajé con el Míster por el camino de herradura que caía de la montaña y llevaba a Entrepuentes. Encontramos familias de amigos y de conocidos que descendían de ropa dominguera con el ceño fruncido y el corazón quejumbroso porque no soportaban más tantos asesinatos sin que se hiciera justicia alguna. Ese día habían sido los Rodríguez y los Sánchez, días antes, los Ortega, después serían los De Jesús.

    Apretujados, entramos por la puerta del colegio y en uno de los corredores del patio se acostaban sobre poyos siete ataúdes cobijados de flores. Conmovida, casi con temor, tomé la mano de mi padre al observar a muchos que lloraban y a otros que gritaban. Era la primera vez que asistía a un funeral y no comprendía bien lo que ocurría. No entendía por qué los habían asesinado, ni por qué la gente estaba enardecida, ni por qué todo el pueblo se había volcado sobre el colegio para acompañar a los muertos y a sus deudos. Quizás en ese momento no comprendía siquiera lo que era la muerte. No la conocía. Tal vez la de Petete, el galgo de mi padre que caminaba renqueando y ciego por el paso de los años, había sido la única presenciada en mi corta vida. Pero había sido una muerte esperada, como otro paso de su vida. Hasta ese momento la muerte había sido para mí un ser ignoto, solo había visto en la iglesia de mi pueblo alguna imagen disfrazada de esqueleto sin entender muy bien lo que significaba ese embrollo de huesos, pero faltaban pocos días, muy pocos, para que la muerte emergiera brutal de los cuerpos exangües de mi madre y de Antonio. En ese momento aprendí lo que representaba una separación sin esperanza de retorno, lo que significaba un adiós que no tenía respuesta y cuya única permanencia serían recuerdos y añoranzas sazonados de melancolía y de tristeza.

    Del colegio salimos en cortejo hasta la plaza principal, dimos la vuelta y nos detuvimos ante la alcaldía que aparecía con su puerta y ventanas cerradas y con la policía pertrechada de cascos y escudos alineada frente a ella. El pueblo estaba enardecido, respirábamos en el ambiente un aire de violencia a la espera de que alguien encendiera la chispa y la alcaldía fuera embestida por la multitud, ignominiosa sería la masacre si la policía se atrevía a disparar. El cura percibió el ambiente y al otro lado de la plaza el sonido luctuoso y triste de las campanas comenzó su repique lento e iterativo llamando al recogimiento e invitando a la ceremonia del funeral. El potencial tumulto se sosegó y nos dirigimos todos hacia el templo. Los féretros se acostaron en hilera sobre el presbiterio y el párroco dirigió la ceremonia; agradeció que las almas de los fallecidos estuvieran ante la presencia de Dios y gozaran de su gloria y sin mención alguna del crimen cometido, extraño silencio que nunca comprendí. Concluida la ceremonia, el cortejo abandonó, en sosiego, el templo al repique letárgico de las campanas y marchó al cementerio como rebaño llevado por su pastor.

    De religión poco sabía, salvo frases de algún catecismo que aprendía de memoria en la escuela porque mi maestra era poco afecta a rezos y a estampas de santos, prefería las fotografías de personajes de ideas libertarias camuflados de barbados héroes con fusiles al hombro. Cuando bajaba al pueblo con mis padres a la misa dominical, solo escuchaba sermones de amenazas y regaños porque éramos pecadores y el gesto inquieto de mi madre me decía que lo que se afirmaba en la prédica era algo de qué preocuparse porque sería muy fácil la condena eterna, ella me decía eso y yo poco entendía. Guardo de manera nebulosa la idea de un Dios justiciero y de una virgen madre amorosa que cuidaba de todos nosotros. Era esta la imagen que lucía la pared de la sala acompañada de las fotos de mis abuelos en marcos negros y redondos y de una veladora siempre encendida y ante la cual mi madre entonaba el rosario que servía de arrullo a mis sueños. Aún mantengo, avejentado y descolorido, el escapulario que ella colgó de mi cuello el primer día que salí de la mano de mi papá camino a la escuela. Era el amuleto de mi buena suerte, y aunque su bondad aún la ignoro, me mantiene firme la esperanza de superar mi penoso destino.

    Compadecido quizás por mi cansancio, mi padre no continuó con el cortejo, me tomó de la mano y en dirección contraria partimos rumbo a nuestra casa por el camino viejo. Poco tiempo faltó para que me sentara sobre sus hombros, la faena había sido ardua y pendiente era el camino de retorno.

    Era mi padre Luis el que halagaba mi hermosura, el que me llamaba la más bella, el que me prometía que sería la reina de Entrepuentes cuando creciera, como lo había sido Graciela, mi madre, a quien conoció durante el reinado; la enamoró, la preñó y poco tiempo después la llevó en una carroza llena de flores hasta la casa que acababa de reconstruir sobre las ruinas del rancho del abuelo. Mi madre tejía coronas con violetas silvestres que cosechaba entre peñas y barrancos para que mi padre las ciñese sobre mi cabeza, y con Antonio desfilábamos por el salón mientras escuchábamos los aplausos de una concurrencia imaginaria. Así me creí yo la quimera de mi reinado, el sueño iluso pero romántico de un futuro entre encomios y reconocimientos que alimentó mis fantasías e ilusiones de mi cortísima niñez. Para mis padres era un juego, para Antonio también, para mí era una ilusión que pronto la vida se robaría. Él me tejía las trenzas rubias y, fingiéndose arrobado me contemplaba, me tomaba del talle, me lanzaba al aire y me recogía, dándome un beso amoroso en la mejilla mientras me decía: «¡Eres la reina de mi vida!». Con su mano cálida y callosa me asía para llevarme en las madrugadas a la escuela azul y en el camino me señalaba el volcán nevado que comenzaba a enlucirse con el sol mañanero, y el páramo lejano, con frailejones de hojas afelpadas para protegerse del frío, me explicaba, mientras bajo el cielo planeaba algún cóndor como el de la escuela que pretendía en vano hacerle compañía. Mamá corría a recoger los huevos de las gallinas saratanas para el desayuno porque ya mi padre había madrugado al ordeño y la leche fresca se calentaba en la hornilla de leña.

    En ese entonces, me miraba al espejo y me reconocía, distinguía mi rostro, miraba

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