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Crónica de un inocente
Crónica de un inocente
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Crónica de un inocente

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About this ebook

Cuando la injusticia se ensaña con un ingenuo.

Crónica de un inocente trata de un joven que trabaja para un casino donde conoce a Gavilán, notable narco. La injusticia se ensaña con él. Lo arresta su vecino, Luis, un policía que le «planta pruebas» para quedarse con su novia. Lo condenan a cadena perpetua e intenta ahorcase. Mario, celador contratado por el narcotraficante para protegerlo, lo descuelga y lleva con su profesor de leyes. Don Guillén cree en su inocencia, lo ayuda con su caso y le enseña yoga. Estudia leyes y se convierte en abogado.

Ha pasado lamitad de su vida preso. La noticia de su libertad le trastorna el juicio. Decide regresar persuadiendo a las autoridades, lo tomanpor demente. Se une a una banda de salteadores. Termina en la segunda cárcel de su vida: el psiquiátrico.

LanguageEspañol
PublisherCaligrama
Release dateJun 25, 2021
ISBN9788418722790
Crónica de un inocente
Author

Pedro López

Soy Pedro López, nací en Lima (Perú). Resido en California (EEUU). Estudié Derecho, la maestría en Literatura la hice en la Universidad de California. El último concurso literario en el que participé, Adolescencia Revolucionaria de José Martí, lo gané.

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    Crónica de un inocente - Pedro López

    Primera parte

    Capítulo 1

    En su celda, ejercicios matinales

    El viernes que le anunciaron su libertad, Tirso Vásquez se levantó al alba. Entre los barrotes de acero de su celda, vio una fina capa de neblina en las faldas del cerro. Tenía de mobiliario en la pared norte una pequeña estantería que había surtido a lo largo de veinte años de encierro con libros de yoga, literatura y derecho. Las paredes estaban hechas de bloques macizos de concreto.

    Colocó su manta en el suelo, su almohada en medio, se sentó encima con las rodillas sobre su esterilla, puso el talón izquierdo pegado al cojín y el derecho delante. Con el tronco erguido, trató por varios minutos de dirigir la atención a su respiración sin poder conseguirlo. Recordó que esa pérdida de concentración solo la había experimentado en sus inicios, cuando era un principiante. Y, como una señal de mal agüero, se le vino a la memoria la primera refriega que presenció veinte años atrás, en su primer día en el penal.

    Entonces, el pabellón que le asignaron estaba diseñado para ciento veinte internos, pero tenía cerca de ochocientos; era el más sucio, violento y sobrepoblado. Los jóvenes estaban apoyados en las paredes y sentados. Los que caminaban se miraban con cara de pocos amigos, escupiendo en el suelo como marcando su territorio. Los narcóticos que consumían generaban asaltos, abusos, violaciones y peleas a cuchilladas entre ellos. Las drogas que más usaban eran la pasta básica de cocaína y la mariguana. La mezcla de estos dos estupefacientes y el hacinamiento hacían a los presos sumamente agresivos. Los más impetuosos se comunicaban con gestos ratonescos y palabras humillantes. Un griterío de ofensas y amenazas, entre bromas, se oían por todos lados. Había radios con música a todo volumen por doquier.

    Tirso esperaba que le asignasen su celda. Estaba sentado sobre el piso de concreto, apoyado contra la pared, al lado de la única entrada al edificio. Tenía las rodillas abrazadas y los pies hacia dentro para evitar que lo pisotearan. Desde fuera, el guardia tenía la puerta de rejas verdes cerrada. Al otro lado de esa entrada, había un quiosco donde vendían bebidas en botellas y golosinas. Dos personas elegantes y alegres tenían a cargo el manejo del pabellón y atendían el puesto. Uno llevaba un reloj de oro en la muñeca derecha y camisa blanca. Como a las tres de la tarde, cuatro hombres, que empuñaban sables artesanales ceñidos al cuerpo, se acercaron al puesto sigilosamente. Tirso se alarmó al escuchar un barullo estruendoso. Se levantó como un resorte. Entonces contempló el primer enfrentamiento a puñaladas entre bandas rivales. Todos se apartaron lo más lejos que pudieron y fueron testigos de la sangrienta embestida. Cuando terminó la pelea, el más bajo había recibido cuarenta y siete puñaladas; cuarenta y siete agujeros lo habían convertido en una coladera. El que portaba el Rolex había recibido solo ocho, pero más profundas. Se habían atrincherado detrás del quiosco y se habían defendido con las botellas de vidrio, aventándolas con desesperación unas tras otras. Los atacantes se habían esfumado entre la multitud antes de que entraran los custodios siete minutos después.

    —¡Puta madre! —suspiraba el del reloj en tanto que dos guardias lo llevaban afuera—. Hijueputas, primo, tienen que pagar esos malparidos.

    ¡Qué fatal! —gemía el otro mientras un par de custodios lo sacaban, uno de los pies y el otro de las manos, ensopadas en sangre—, ¡qué fatal!

    Habían pasado dos décadas de esa reyerta y todavía a Tirso se le hacía un nudo en la garganta cuando se le venía a la memoria. Tensó los puños y sintió la necesidad de golpear la pared de concreto. Apretó los párpados con fuerza y sacudió la cabeza de lado a lado con rapidez, tratando de borrar esa visión. Abrió los ojos, se acomodó, irguió más la columna, le prestó atención a su respiración y tomó unos minutos para calmarse. Se acostó de espaldas con la mirada fija, viendo más allá, con una tristeza irreconocible. Descartó delicadamente esa imagen violenta hasta llegar a reducir la tensión.

    A partir de ese viernes, su vida no sería igual, lo intuía. Esas representaciones y voces mentales que había superado ahora volvieron. Las tomó como una premonición. Se puso sus alpargatas, enrolló su manta de caucho natural y se fue a asear. Comió un banano, y salió con su toalla y esterilla colgadas de una tira al hombro. Caminó por el pasillo del tercer piso hacia las escaleras, bajó y se dirigió a la puerta principal de rejas. El guardia de uniforme verde oscuro, desde el otro lado de las rejas, lo esperaba con la puerta abierta.

    —Buenos días, profesor —saludó el celador con alegría—, ¿camino al entrenamiento?

    —Sí, Juan, allá lo veo —dijo Tirso. Y, tras una breve pausa, añadió—: No olvide su colchoneta esta vez.

    —Sí, he comprado una nueva —dijo el carcelero—. Iré a la sala ni bien llegue mi relevo.

    Esa mañana, el sol había salido más temprano que el día anterior; su brillo anunciaba la llegada de la primavera. La niebla se había disipado rápidamente. Tirso levantó los ojos mientras caminaba entre los pabellones y no vio ni una sola nube, solo pájaros volando muy en lo alto. Eran las seis y treinta y se dirigía alegre al comedor de los empleados del penal, cerca de la entrada principal. Ningún reo se encontraba en la arteria que dividía los pabellones, solo entraban apurados los policías de relevo con sus uniformes y sus termos de café en la mano.

    El penal estaba ubicado en las faldas de un cerro en San Juan de Lurigancho, a diez kilómetros al noreste de Lima. Era conocido inicialmente como CRAS (Centro de Readaptación Social), con áreas dedicadas al estudio y al trabajo. Tenía una población de 12 553 reclusos, aunque su capacidad era para solo 2600. Sus veintiún pabellones se dividían en dos zonas: la zona más «acomodada» se llamaba El Jardín; y la zona donde pululaban los ladrones, pobres, drogadictos y asesinos, La Pampa. A ambos sectores los dividía una calle, el Jirón de la Unión, a imitación de una muy frecuentada del centro de la metrópoli. A los internos los separaban en una de esas dos áreas, seleccionados por su poder económico y por su salud física y mental. Las autoridades habían otorgado la seguridad interna a los mismos reos. Todos los presos participaban en las elecciones internas de delegados. Tirso tenía su celda en el edificio dirigido por Gavilán, el más seguro y desahogado del presidio. Y se mantenía al margen de los comicios.

    Los más violentos de La Pampa estaban controlados por los más avezados delincuentes que mantenían el orden imponiendo el miedo y cobrando cupos hasta para ir al baño; asimismo, el control de los de El Jardín estaba gobernado por un comité de los más temidos. Los que salían elegidos tenían el control de la venta de alcohol, internet, celulares, comida, drogas, celdas privadas y de las visitas de las mujeres que ingresaban para tener relaciones sexuales con los que podían pagar. Desde allí salían las llamadas que extorsionaban a empresarios con la ayuda de sus compinches fuera.

    A los reos más ruidosos y agresivos de los distritos más populares los separaban en diferentes pabellones de La Pampa para evitar broncas entre ellos. La paz dentro estaba garantizada por los mismos reclusos; sin embargo, en ocasiones, las trifulcas eran iniciadas por cuadrillas que entraban en territorio enemigo y se imponían a sable limpio. Algunas veces, los delegados llamaban a Tirso y, otras, los mismos custodios le pedían que fuera a calmar los ánimos. Así, con su don de pacificador, Tirso había salvado vidas.

    Clases de yoga con los internos

    Todos los viernes, a las siete, Tirso daba su clase de yoga. Era lo que más lo ilusionaba del encierro. Ese día, antes de que le notificasen su libertad, estaba particularmente motivado porque, a petición del director, dirigiría su primera clase para instructores. Caminaba maravillado con la claridad de una mañana resplandeciente y con la riqueza de los cantos de las aves que le acariciaban el oído.

    Por la doble puerta de vidrio entró al comedor donde impartía sus clases. Observó a una veintena de sus alumnos; los más entusiastas, moviendo las treinta mesas del comedor a ambos extremos, también quitaban las sillas blancas de plástico y las amontonaban unas sobre otras. Los grandes ventanales, a ambos lados del salón, dejaban entrar la luz solar que iluminaba prácticamente todo el recinto. El techo y las paredes eran de color blanco; y el piso, plomo de cemento pulido.

    Intercambiaron saludos cordiales y Tirso se dirigió al fondo de la sala, cerca de la puerta que daba a la cocina. Volteó y se ubicó alineado con la entrada principal por la que entró. Tendió su manta sobre el suelo y se sentó en posición de yoga. Esperaba, como el viernes anterior, que la clase se llenase de nuevos practicantes. Cuando los alumnos terminaron de mover el mobiliario, tendieron sus esterillas frente a Tirso, de espaldas al acceso. Ocuparon las dos primeras líneas a lo ancho del comedor, uno a un paso del otro. Los que iban llegando se ubicaban detrás, formando diez hileras que pronto llegaron a topar con la pared de ingreso.

    Los practicantes esperaban escapar, con la mente, de las cadenas de la prisión; los policías y empleados que asistían deseaban relajarse, bajar el estrés del trabajo, fortalecer el cuerpo y aumentar la flexibilidad. En una prisión en la que todos los internos usaban su ropa de calle, Tirso les había recomendado vestir de blanco durante las prácticas; símbolo de pureza, paz, claridad, neutralidad y luminosidad. Todos cumplían. Incluso los principiantes llegaban con pantalones y camisetas blancos. Las esterillas que les otorgaban al inscribirse eran de colores.

    A las siete en punto de la mañana en que empezó su clase, el local estaba abarrotado con aproximadamente doscientos estudiantes. Todos estaban sentados sobre sus colchonetas y descalzos. Sus clases eran de una hora. Tirso, sentado con la espina dorsal erguida y la cabeza levemente hacia dentro, se dirigió al grupo con la misma pasión que otras veces; les aconsejó dejar el encierro con el pensamiento y disfrutar de la postura de inicio, sentados con las piernas cruzadas. Empezó con ejercicios de respiración. Luego les recomendó estar conscientes de sus mentes y de sus cuerpos en contacto con el suelo. Continuó con estiramientos suaves. Poco a poco, fue aumentando la intensidad de los movimientos. Después del calentamiento de veinte minutos, llevó a sus alumnos de postura en postura en una secuencia mucho más dinámica. Se levantó y caminó entre las estrechas colas, yendo y viniendo entre unas y otras.

    La temperatura del salón aumentaba, los vidrios empezaban a empañarse; todos sudaban. Les explicó las posiciones con un tono de voz alto pero pausado. Cambiaron de pie con las piernas separadas a flexión hacia delante, luego hacia atrás. Sentados, continuaban con torsión haciendo giro de la columna. Después, sobre un solo pie, y el otro hacia atrás, con las manos sobre la cabeza. Pasó a mantener el equilibrio y Tirso les pidió que armonizaran los movimientos con la respiración. Evitaba tropezar con las toallas que los alumnos descuidados dejaban en los pasillos, y no sobre sus esterillas, como les repetía. En todo momento, corregía a los estudiantes y les daba ánimos. Ellos, en general, se esforzaban e iban al mismo ritmo. Se oían los gemidos de la fatiga y transpiraban con los ejercicios de estiramientos. Los más motivados estaban en las primeras líneas.

    La mayoría de los practicantes mostraban tatuajes hasta en el rostro, y cortes en brazos, antebrazos y piernas. Pero uno le llamó la atención a Tirso, sobre los tatuajes tenía marcas profundas de cortes en ambos brazos y en el rostro, a tal punto que no le quedaba un espacio sin un tajo. Del ojo derecho se desprendían lágrimas, tres gotas dibujadas sobre una piel morocha. Del ojo izquierdo, a la altura de la sien, empezaba un corte fresco que se extendía a lo largo del rostro y terminaba en la parte derecha del labio inferior. Era una herida reciente que a Tirso le hizo perder por un par de segundos la concentración y recordar que estaba en la prisión más violenta del Perú. Incluso los celadores y demás empleados, mimetizados con los internos, llevaban dibujos.

    Tirso regresó a su esterilla, y se sacudió de la cabeza la imagen de ese joven tatuado y cortado hasta el tuétano. Bajó la intensidad del entrenamiento. Los últimos diez minutos los dedicó a las técnicas de relajamiento y meditación. Les recordó que, con el poder de su imaginación, podían alcanzar un estado de relajación profunda que los ayudaría a liberarse de la tensión de la prisión. Después, les indicó que soltasen los músculos y dejasen ir los pensamientos insanos.

    Mientras estaban sentados en postura de relajación y meditación, Tirso les contó que estaba en conversaciones con las autoridades para que le permitiesen enseñar dos clases a la semana. A continuación, les recomendó seguir practicando todos los días por su cuenta, un mínimo de veinte minutos, recordándoles que meditar era descansar la mente para encontrarse consigo mismo. Los despidió poniéndose las manos frente al corazón y, con una reverencia, les deseó que la paz en cuerpo, alma y mente los acompañase: «Om, shanti, shanti, shanti».

    Los practicantes, con regocijo en el rostro, empezaron a salir lentamente. Se despedían con mucha cortesía. Unos se quedaban hasta el final, ayudando a colocar en su lugar mesas y sillas. El yoga ejercía un poder pacificador y liberador en ellos. Después de su lección regular, a Tirso lo rodearon en semicírculo ocho candidatos a instructores.

    Clases para instructores

    Era el primer viernes de clases para este seleccionado grupo: dos policías, dos trabajadores civiles del penal y cuatro reos. El mismo jefe del penal, el coronel Tomás Garay, le había pedido que estableciera un cupo límite. Tirso no se atrevía a prohibirle el ingreso a nadie y estaba dispuesto a darles las clases al aire libre si se lo autorizaban. Decía que para una población penitenciaria de más de doce mil internos, no era suficiente el horario que le habían asignado. Le avisó al jefe de que, en una prisión sobrepoblada y violenta como aquella, necesitaban más clases de yoga; más participantes, no menos. Entonces, el coronel, persuadido, le pidió que preparase maestros y que continuase escribiendo a congresistas. Él hablaría con el director del Instituto Nacional Penitenciario para que lo apoyase con el proyecto y fondos para un mejor local.

    Con mucha ilusión, Tirso puso manos a la obra. Seleccionó a los aspirantes a profesores después de una conversación previa con cada uno de ellos. Sin embargo, hubo un solicitante advenedizo que no se lo esperaba y amenazaba la coherencia del programa de yoga que con tanto esfuerzo había creado. Fue entonces cuando les habló sin rodeos.

    —Tengo que decirles, Gavilán me ha pedido asistir a las clases para instructores —soltó Tirso con resignación—. Quiero decir que, primero, tomará en privado con uno de ustedes las clases para principiantes.

    —¡Tan bien que íbamos! —cortó con dureza un trabajador.

    —Vamos, no es para tanto. Le dije que podía venir, que el yoga también era para él.

    —¿Y qué de malo tiene si de pronto desea volverse bueno? —preguntó con sarcasmo un policía.

    Las expresiones faciales de los candidatos cambiaron de sonrisas a unas de angustia y tristeza. Bajaron los hombros.

    —Vamos, seamos serios —dijo el Loco Mame con tono grave—. Si esa disciplina ha logrado aplacarme a mí, podría con cualquier fiera.

    Tirso no creía que Gavilán cumpliera con asistir. Lo conocía, no era disciplinado; además, nunca lo había visto ejercitarse. Sin embargo, pensó que era una buena oportunidad, decírselo a los futuros educadores para explicarles lo que era el yoga, que tanto le había ayudado a él. Por sus prácticas, Tirso había logrado nuevamente encontrarle sentido a la vida. Había alcanzado el perfeccionamiento y el equilibrio de la mente y el cuerpo. Gracias a las técnicas de meditación y relajación, se sentía libre.

    —¿No creen que hace cambios positivos en las personas? —preguntó Tirso retóricamente. Y con la idea de aprovechar este hecho para profundizar en el significado de esta disciplina, añadió—: El yoga es una potente herramienta para el cambio físico y mental. Es necesario que tengan en mente la frase de Buda: «Ni tu peor enemigo puede hacerte tanto daño como tus propios pensamientos».

    De pronto, por las puertas espaciosas apareció un cuerpo opaco. Todos voltearon y levantaron la vista al escuchar el eco de las pisadas toscas de unos zapatos nuevos en el piso de concreto. Cuando pasó el umbral, se desdibujó en una gran sombra que tapaba la luz del sol detrás; en cada andar, sus zapatos de cuero generaban en el suelo un eco que retumbaba en las cabezas de los practicantes.

    —Hablando del rey de Roma —expresó con fastidio y entre dientes el trabajador más joven.

    Capítulo 2

    Gavilán entra, crea tensión y envía a Tirso a mediar

    Gavilán irrumpió en la sala, llevaba un pantalón suelto verduzco y una camiseta morada que daba la apariencia de un pijama. Todos miraron en su dirección. Se acercó al grupo con unas ojeras bien pronunciadas y sus labios delgados saludaron con cara de pocos amigos. Llamó a Tirso con un «ven cuando hayas acabado». No lo hizo esperar, desconcertado, se disculpó de sus estudiantes y siguió a Gavilán, que se encaminaba hacia el fondo de la sala. Entraron en la cocina y Gavilán cerró la puerta por

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