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El gen rebelde
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El gen rebelde

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La verdad más absoluta puede ocultarse entre las líneas de esta novela.

El gen rebelde trata de buscar respuestas a las preguntas más trascendentales del ser humano. Puede que nada de lo que nos han contado hasta ahora sea del todo cierto. El autor propone una tesis extraordinaria sobre el origen del hombre, sobre los primeros pobladores de la Tierra y sobre el destino final de nuestro espíritu. Pero, sobre todo, esta fantástica novela nos indica cuál esla razón de ser de nuestra existencia.

LanguageEspañol
PublisherCaligrama
Release dateMay 21, 2018
ISBN9788417447571
El gen rebelde
Author

Karl de Kamora

Karl de Kamora nace en el seno de una familia humilde entre las verdes hojas de olivares andaluces, en un pueblo de la campiña cordobesa. Funcionario de oposición, cursa estudios de Derecho, desarrolla variadas iniciativas empresariales y, aunque desde muy temprana edad demuestra interés por expresar su pensamiento mediante la escritura, es finalmente a una edad tardía cuando encuentra su vocación de escritor y dedica parte de su tiempo a comunicar, a través del papel color «ahuesado», aquellas reflexiones, ideas y propuestas literarias que pueden aportar nuevas perspectivas al lector.

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    El gen rebelde - Karl de Kamora

    Introducción

    Aunque es ci erto que la prudencia es una buena consejera al tratar de exponer teorías que se escapan, en muchos casos, a la imaginación del común de los seres humanos, admi tidas o anali zadas tan solo por quienes estamos conven cidos de que la naturaleza, como e lemento físico, esconde muchos secretos aún por desc ubrir , no es menos ci erto que necesitamos comprender el funcio namiento del mundo que nos rodea, el más próximo a nosotros y el más re moto , y proyectar nuestra imaginación hacia el exterior de ese mundo, el que va más allá de nuestra v ista , de nuestro cono cimiento y de nuestros sen tidos ; inc luso de nuestra propia capacidad para representar ment almente sucesos, historias o imágenes de cosas que no existen en la realidad.

    La física cuántica predice comportamientos increíbles, de pura paradoja, o, al menos, eso es lo que nos enseña su teoría. Como sabemos a día de hoy, una partícula cuántica no posee solo un valor de una cantidad física, sino todos los valores al mismo tiempo, lo que se ha dado en llamar la superposición. Hasta el punto de que dos de ellas pueden estar entrelazadas, unidas a distancias ilimitadas y sin ningún tipo de conexión física. Además, poseen la propiedad de la teletransportación a través del espacio vacío. Aunque eso nos cueste trabajo entenderlo, tenemos que hacer un esfuerzo para comprender que son conceptos que se oponen a nuestra capacidad de entender el comportamiento de la física.

    También hay que tener en cuenta que la teoría cuántica no predice valores definitivos para las propiedades físicas a día de hoy, no porque no se pueda medir, sino porque no contamos con tecnología apropiada para ello. De ahí que esta teoría se mueva solo dentro del campo de las probabilidades, aunque llegará el día en que estos valores podrán determinarse y medirse. Podemos afirmar así que en la actualidad todo lo cuántico está más cerca de lo místico que de lo científico.

    Por otro lado, y para ayudarnos a comprender mejor este tipo de afirmaciones sobre lo que no se puede medir, decía Fischler en su libro La inteligencia; el ojo, el cerebro y la computadora: «La inteligencia es más fácil de reconocer que de definir o medir». Tal vez la biología, los investigadores genetistas o cualquier otra especialidad científica relacionada con el conocimiento del cuerpo y la mente del ser humano pueda medir la inteligencia en el futuro, pero a día de hoy, aparte de conocerse el mito —leyenda urbana a la sazón— que circula por todo el mundo de que el ser humano solo aprovecha el 10% de su inteligencia, ni sabemos el grado de inteligencia que utilizamos los seres humanos, ni sabemos hasta dónde podemos evolucionar intelectualmente.

    Es verdad que hay científicos, como el equipo de Thomas Hills de la Universidad de Warwick, en el Reino Unido, y Ralph Hertwig, de la Universidad de Basilea, en Suiza, que afirman que aumentar nuestra capacidad intelectual tiene algunas desventajas físicas. Por ejemplo, el que el tamaño del cerebro del bebé se considera que está limitado, entre otras cosas, por el tamaño de la pelvis de la madre. Cerebros más grandes significarían cabezas más grandes, y por tanto más muertes durante el parto. Y la pelvis no se puede cambiar sustancialmente sin cambiar la forma en que caminamos.

    No obstante, considero que nada se ha dicho ni se ha investigado sobre la posibilidad de que podamos evolucionar físicamente para que paralelamente se vaya desarrollando nuestra capacidad intelectual. Tampoco existen investigaciones sobre la probabilidad de que nuestra capacidad intelectual actual pueda desarrollar nuevas actitudes que nos permitan llegar a comprender mejor la naturaleza y el origen de las cosas, sin necesidad de tener que almacenar más datos en nuestro cerebro, porque para eso ya existen inteligencias artificiales que podrían ayudarnos en estas tareas. Así evitaríamos el almacenamiento inútil de datos que solo utilizamos para determinadas acciones o momentos, y ese espacio intelectual podría utilizarse para desarrollar nuevas actitudes desconocidas en la actualidad.

    Sin embargo, a día de hoy, con nuestra inteligencia potencial, con la única inteligencia de la que podemos valernos, necesitamos comprender cuál es nuestro origen, hasta dónde llega nuestra «inteligencia», qué puede haber detrás de los confines del universo o los universos que imaginamos, o de aquel otro mundo que nunca podrá alcanzar nuestra consciencia, en qué grado de evolución natural se encuentran los seres que nos rodean, hasta dónde podría llegar la evolución del ser humano... Nuestra propia naturaleza curiosa, y a veces poco imaginativa, preocupada por el conocimiento, busca permanentemente respuestas ante cualquier situación o hecho desconocido. Nuestra inconsciencia debe ser completada para buscar sentido a nuestra existencia, porque las respuestas nos proporcionan seguridad ante lo desconocido o lo inimaginable, tranquilizan nuestro espíritu y nos aportan paz interior.

    Ignoramos la importancia y trascendencia de lo que desconocemos, pero el desconocimiento no debe suponer una barrera para forzar la ilimitada imaginación del ser humano. Buscando podremos llegar hasta los confines de la comprensión que nos está permitida; a partir de ahí, solo quedará una nueva verdad remota no apta para seres como nosotros.

    La puerta de nuestra inteligencia, que daría acceso a la verdad absoluta sobre cualquier aspecto natural, debemos dejarla siempre abierta para poder comprender aquello que nos sea dado a conocer, disponiendo, a lo largo de toda nuestra vida, de la paciencia y la tolerancia necesarias para que lo que haya de llegar un día no represente un obstáculo a la hora de iniciar la subida de la escalera de la evolución. Si somos capaces de admitir más verdades que las que cada uno de nosotros conocemos, podremos llegar a comprender todo aquello que llegue a nuestros sentidos.

    Capítulo I

    La habitación de Dios

    Eran las s iete de la mañana en la cap ital de España. Los madrileños se levantaban con una temperatura de 3,8º; el día era muy espe cial para todos , pues comenzaba el último día de ese añ o de 1953.

    Tal vez por la señalada fecha de aquel día, los más entendidos, los que sabían leer y escribir y quienes tenían conciencia de la necesidad de que nuestro país evolucionara económicamente, en la calle, en los bares y en algunos círculos sociales de reunión para los más privilegiados, se comenzaba a hablar sobre los rumores que circulaban desde hacía unos meses entre la población. La economía comenzaba a mejorar la situación del país. La renta per cápita estaba superando el valor de 1935, lo que hacía mirar al futuro con más esperanza después de haber pasado la etapa de los fatídicos años cuarenta.

    La guerra fría y el posterior cambio en la política internacional norteamericana favorecían a nuestro país. En el marco de la firma de los Acuerdos de Madrid, España recibió una ayuda de EE. UU. que consistía en un total de mil quinientos millones de dólares a cambio de permitir a los americanos instalar las bases aéreas de Morón, Zaragoza y Torrejón de Ardoz, y la base naval de Rota. Aunque distaba mucho de las prestaciones recibidas por otros países europeos beneficiados por el Plan Marshall, aquella ayuda representó un balón de oxígeno para la empobrecida economía española.

    Durante esta década, las zonas rurales de todo el país sufrieron con mayor intensidad el empobrecimiento y la ralentización del crecimiento del PIB; los trabajadores del campo se veían obligados a trabajar por sueldos miserables que apenas les permitían mantener a sus familias. Debemos recordar que se acababan de liberalizar parcialmente los precios y el comercio en el año 1952, poniendo fin así a la fatídica cartilla de racionamiento para los alimentos de primera necesidad. Los españoles, a partir de ese momento, pudieron comprar libremente cosas tan básicas como el pan; sin embargo, el hambre tardó en desaparecer de las vidas de estos españoles de la época.

    Después de terminar sus largas y duras jornadas de trabajo, sin tener en cuenta el cansancio, para poder cubrir las necesidades familiares más elementales, los hombres y mujeres del campo dedicaban todavía alguna hora —mientras la luz solar se lo permitía— a buscar leña para calentar sus hogares o para venderla en algunos casos, y así complementar las miserables remuneraciones que percibían. No había tiempo para dejar que a la gente de esa etapa de nuestra historia le invadiera la moderna depresión que aparece en escena, entiendo yo, a partir de los años sesenta del siglo xx, cuando se inicia el proceso del consumo desmedido con el que entramos en el siglo xxi y que aumenta progresivamente a medida que fuimos ganando en «bienestar social».

    Muchos de estos toscos hombres del campo también aprovechaban los pequeños descansos que los patronos establecían para comer y distribuían sus trampas pajareras —conocidas como «costillas» en algunas regiones de nuestro país— o lazos para cazar conejos. Esto que hoy entendemos como un ataque a nuestro sistema ecológico o «homeostasis», como se ha dado en llamar a la teoría que propone que los sistemas ecológicos estén en un equilibrio estable y permanente, no era más que una necesidad imperiosa para algunos españoles que solo buscaban sacar adelante a sus familias, llevar algo de comida o dinero para poder comprarla. Aun así, muchas de estas familias tenían que sobrevivir con el beneplácito del tendero del barrio, que les iba dando crédito hasta que cobraban sus míseros jornales. Muchos de estos hombres y mujeres podían perder su dignidad para llevar algo de comida a la boca de sus hijos. La arrogancia, la soberbia o el orgullo eran cosa de ricos; los pobres no se podían permitir derroche de sentimientos innobles.

    Puede que para comprender mejor a estas generaciones de los años cincuenta haya que decir, sobre todo para los jóvenes del siglo xxi, que, en muchos casos, estas familias estaban compuestas por un gran número de miembros. Eran muy raras las parejas con uno o dos hijos —la mayoría tenían cuatro o cinco hijos, si no más—, a cuyo núcleo familiar se sumaban, de manera casi inexorable, los abuelos e incluso los tíos abuelos solteros o que no habían tenido hijos, todos de procedencia humilde. En casas sin red de saneamiento ni agua corriente se alojaban ocho o diez personas de, al menos, tres generaciones distintas.

    En muchos casos, sobre todo en la España rural, ya que en las metrópolis y grandes ciudades la vida discurría con otras reglas, las familias se veían obligadas a habilitar dormitorios de superficies reducidas para acoger a cuatro o seis hijos. A veces, en el mismo dormitorio de los padres dormían algunos hijos, y en el dormitorio de los abuelos también se hacía hueco para introducir la cama de alguno de sus nietos. Esta situación, que no era de las peores que vivían los empobrecidos españoles, se daba en la inmensa mayoría de las clases sociales bajas.

    Pero aun pensando que podía ser esta la peor de las situaciones que se daban en estos primeros años de la década, todavía había una —por fortuna— escasa minoría que estaba por debajo de estos «privilegiados» que se cobijaban bajo techumbres de teja y hacían tres empobrecidas comidas diarias. Hubo familias que se vieron obligadas a vivir y a criar a su prole en una cueva sin ningún acondicionamiento especial; hubo incluso quienes lo hicieron en improvisados chozos construidos en los arrabales de los pueblos agrícolas, con superficies que iban de los ocho a diez metros cuadrados para albergar a siete, ocho o diez miembros de una misma familia, cuando no había que sumar algún burro o mulo que poseyera el cabeza de familia y que también se cobijaba en el mismo chozo.

    Las regiones más desfavorecidas entre las que componen todo el territorio nacional y con mayor índice de analfabetismo, se localizaban en Galicia, Andalucía, Extremadura, las mesetas de las dos Castillas de la época (Castilla la Nueva y Castilla la Vieja), parte de Aragón (Teruel y Huesca) y algunos otros territorios. Esta situación genera un movimiento de emigración importante en estas zonas, que se desplaza hacia Cataluña, País Vasco y distintos países europeos.

    En contraposición a las zonas rurales, en las ciudades de treinta mil, cincuenta mil o más habitantes, esa misma vida cotidiana discurría con algo más de holgura económica. Coexistían personas adineradas con gente de distintos oficios que facilitaban sus vidas; las mujeres «servían» en las casas de economías más desahogadas. Había hombres que, sin oficio, salían al campo a hacer carbón para las cocinas con hornilla y picón para los braseros, cuando no para acarrear leña que alimentara las chimeneas. También había niños que se colocaban de aprendices y a los que se les pagaba arbitrariamente —y por exclusiva generosidad del patrono— una peseta a la semana o cantidades similares, con la que contribuían a la economía familiar.

    No existían en esos tiempos, al menos de forma generalizada, viviendas familiares como las actuales. En las grandes ciudades, las familias se agolpaban en una o dos habitaciones alquiladas en una casa de vecinos o corrala, como se llamaban en algunas ciudades, como Madrid, Sevilla y otras provincias españolas. Su modelo de vecindad populosa y castiza nace en el siglo xvii. En muchas de estas casas, solo existía un váter comunitario con una puerta carcomida en el que había que guardar turno. La cocina, que en muchos casos giraba en torno a un patio central, rodeado también del imprescindible lavadero, se convertía en obligado lugar de encuentro para las amas de casa, y ofrecía varias hornillas de leña o carbón a las que acudían para hacer los «sustanciosos» guisos con los ingredientes que permitieran las circunstancias. El secreto de la dieta familiar era compartido día a día. Algunos de los ingredientes para condimentar el estofado para los días más afortunados y proporcionarle el aroma y el sabor de una comida apetecible, tenían que pedirlos a la vecina: «Doña Juana, ¿puede usted dejarme un ajito y una hojita de laurel para el guiso? Mañana voy a comprar y se lo devuelvo, que mi marido cobra esta noche». La ducha se improvisaba en un barreño de zinc, que mamá llenaba con agua templada en verano y algo más caliente en invierno, donde semanalmente «se libraban de las pieles muertas» —gracias a las esponjas que escamaban agresivamente todo el cuerpo— todos los miembros de la casa.

    Muchos de ustedes puede que no sepan —porque no les haya llegado información— que en esa etapa de la historia de España no existían las coberturas sociales para la vejez, amparo en el infortunio y asistencia sanitaria como hoy las conocemos. Es en 1963 cuando aparece la llamada Ley de Bases de la Seguridad Social, que busca implantar un modelo unitario e integrado de protección social, que, aunque sufrirá después numerosas modificaciones para corregir los problemas financieros y adaptarla a las nuevas necesidades sociales, no cabe duda de que se trata del embrión de la Seguridad Social que hoy conocemos.

    Pero volvamos a ese último día de 1953. El periódico ABC de la época, que ponía a la venta su número 14.920 por el precio de setenta céntimos, ya estaba en los quioscos. Entre otras muchas noticias y anuncios para finalizar el año, informaba sobre la brusca caída de las temperaturas en el territorio nacional y sobre las copiosas nevadas que sufría Cataluña. Destacaba la noticia sobre la posición política de Estados Unidos, personalizada en su secretario de Estado, Foster Dulles. A través de los medios de comunicación, prevenía a la China comunista sobre las represalias norteamericanas que provocaría cualquier intervención roja en Corea.

    En esta misma fecha, un escritor español moría: Cristóbal de Castro Gutiérrez, natural de la localidad de Iznájar, provincia de Córdoba. En Granada estudió medicina sin llegar a terminar la carrera, aunque más tarde finalizó sus estudios de derecho en la capital de España. Había cultivado la amistad con Alcalá—Zamora, los hermanos Manuel y Antonio Machado, Mariano Miguel de Val y Julio Romero de Torres. Fue autor de obras como Luna, lunera (1908), Las insaciables (1908 o 1909), La bonita y la fea (1909), El amor que pasa (1903) y Cancionero galante (1909), entre otras muchas que escribió.

    Ajenos a todos estos acontecimientos de escaso interés para la vida cotidiana de quienes tenían la suerte de contar con un puesto de trabajo cualificado, en el hospital materno—infantil madrileño —conocido durante mucho tiempo como la popular Maternidad de O’Donnell, que tiene su antecedente remoto en la Casa de Maternidad de Madrid, cuyo origen se remonta a 1837 y que será conocido más adelante como Hospital General Universitario Gregorio Marañón—, discurren las incidencias y nacimientos como cualquier otro día del año, a no ser que se perciba el ambiente festivalero del inminente cambio de año. Médicos y enfermeras se trasladan de una habitación a otra con una especial sonrisa involuntaria dibujada en sus labios; la noche será muy especial para quienes tienen el turno de día. La alegría y la euforia se convierten en moneda de cambio entre enfermos y personal sanitario. Todos ansían dejar atrás el viejo año para entrar en un bisoño 1954, que seguro que les traería unas nuevas corrientes de acontecimientos mejorados.

    Sobre las doce de la mañana —mientras la cadena SER emitía uno de los capítulos de la recién estrenada serie de aventuras interplanetarias Diego Valor y atrapaba a una parte importante de los españoles, que permanecían pegados a la radio—, se registra el ingreso de doña Mercedes Morales, una dama de origen humilde beneficiada por los progresos profesionales de su esposo, un médico desaparecido en el mes de octubre de ese mismo año por causas que no se han podido determinar. Sin dejar lugar a dudas, se trata de una hermosa mujer morena, de unos veinticinco años de edad, que refleja en su cara una expresión de destacada nobleza. Mercedes, acompañada por su hermana Lucía, acuden a la zona de admisión del hospital para ser atendidas por su comadrona, pues presiente que en pocas horas tendrá lugar el alumbramiento de su hijo. Todavía desconoce su sexo, aunque, debido a la desaparición de su marido, ella desea tener un hijo varón. En pocos minutos, Lourdes, su comadrona, una mujer de unos cincuenta años que, a través de su carácter y su personalidad —aunque algo arrogante en el estilo—, transmite generosidad, deja muy claro la satisfacción que siente de ser útil para sus semejantes; diariamente reparte felicidad entre los prolíferos padres de la época, que acuden al centro para alumbrar nuevas vidas. Con hechura corpulenta pero elegante, esboza a su paso una sonrisa permanente que inspira confianza. Aparece, ufana, por la puerta de salida de los quirófanos y se dirige a la habitación impregnada de la alegría que se respira en el centro hospitalario.

    —¡Vaya! Mercedes, te dije que podía ser para finales de año, pero no esperaba que fuera tan exacto. Este niño parece que quiere traernos un mensaje especial para el nuevo año, porque, por lo que veo, se le va a ocurrir asomar antes de que tomemos las uvas.

    —Al menos entrarás en el nuevo año con alegría y la inmensa felicidad de tener a tu hijo entre tus brazos cuando despidamos al viejo 1953. ¡Vamos a ver a mi parturienta favorita! Pasemos a la consulta para que te reconozca. ¿Qué tal te encuentras? ¿Vas superando la muerte de tu marido?

    —Bien, físicamente no me encuentro nada mal, Lourdes. En cuanto a superar la desaparición de un ser tan querido, es más difícil, pero no queda más remedio que seguir para sacar a mi hijo adelante cuando nazca. A mi marido ya lo conocías, tenía sus defectillos como todos los tenemos, pero luego era un buen hombre. Aunque, si no te importa, prefiero cambiar de tema. Hablando de mi hijo, llevo varias horas con contracciones y creo que pronto nacerá. En estos momentos estoy muy molesta, para qué negarlo; pero con una doble sensación que contrasta, estoy muy ilusionada, pero tengo un miedo tremendo.

    —Veamos. Súbete a la camilla para que te explore. Miedo no hay que tenerle a nada de este mundo, ¡puñetas! ¡¡Anda!! Sube, sube y veamos cómo estás.

    La exploración se convierte en una simple mirada de útero para confirmar lo que era evidente para la sanitaria.

    —Uffff, pero si lo tenemos casi en el mundo. Venga, voy a rellenar el papeleo para ingresarte, que no creo que tardes mucho en parir. Por lo que veo, todo viene bien, así que no te preocupes. Brindaremos esta noche por el futuro ingeniero, ja, ja, ja, ja, ja, ja.

    La carcajada se contagia a las presentes en la sala, que ríen con la expresión forzada en las caras.

    —¿Sabes ya cómo le vas a poner al bebé?

    —Bueno, ya que mi marido nos dejó hace poco tiempo, a mi niño le pondré Alfredo, como él, y si es niña le pondré Esperanza, como mi madre. Así recordaré siempre que debo ser optimista ante la adversidad y ante todo lo que me parezca imposible. ¡¡Ay!! Lourdes, me ha dado un dolor más fuerte que los anteriores.

    —Ya está todo preparado, no te preocupes. Te suben a la planta en un periquete. No creas que todo es tan rápido. Al ser primeriza, tendrás un parto más lento, pero tienes la pelvis muy ancha, eso facilitará la salida del bebé. Como ya te he venido informando, los dolores irán llegando con la dilatación, las contracciones de parto son más prolongadas, más intensas y más frecuentes, esto indica que tu cuello uterino se está dilatando. Yo soy partera desde hace muchos años —añade con voz socarrona—. Sé lo que digo.

    —Relájate. Voy a dejar que tu hermana esté a tu lado en todo momento. También estarán pendientes de ti las enfermeras de la planta, ya sabes que todos queríamos mucho a tu marido, tienes la suerte de disfrutar de un trato especial en este hospital. Cuando vean que los síntomas son de parto real, me avisarán. Hoy no me queda más remedio que estar aquí hasta las diez de la noche, porque mi compañera se ha tomado unos días libres para irse a Granada a pasar las navidades con su familia, así que me vas a tener muy cerca.

    —¡Hasta luego, Mercedes! —se despide la comadrona con una dulce y alentadora sonrisa que parece tranquilizar a la parturienta—. Ya mismo vuelvo a verte.

    Sobre las tres de la tarde, sin que hubiera ingerido comida o bebida hasta ese momento por prescripción de la propia comadrona, Mercedes comienza a sentir fuertes dolores abdominales. Su hermana Lucía se dirige al mostrador del pasillo para dar aviso a la enfermera que en ese momento se encuentra de guardia. Al entrar esta en la habitación, ocupada con dos camas, la segunda de las cuales se encuentra vacía, percibe que el parto no tardará mucho en llegar.

    Desde el propio mostrador localiza a la comadrona, que se encontraba en el comedor del centro hospitalario. Lourdes, después de comprobar el estado de su paciente, ordena que se le ponga un enema:

    —Como está indicado en estos casos —declara, dirigiéndose a la enfermera—. Así aseguramos la higiene durante el parto. Ponedle también un gotero —continúa organizando su tarea preparatoria—, porque este bebé viene empujando fuerte. Que la bajen a la sala de partos, que yo voy para allá.

    A las cuatro y diez minutos de la tarde, el bebé nace sin especiales complicaciones. Después de unos merecidos azotes en el recién extraído trasero, resuena en el quirófano el llanto de un varón que se esfuerza por presentar el poder de sus pulmones. Su abundante pelo negro y piel morena atrapan la atención de las enfermeras, que no se separan de la partera para asistirla en sus tareas.

    Mientras la comadrona se encarga de cortar el cordón umbilical y extraer la placenta, va informando a la nueva madre de que el bebé, aunque en las revisiones todo parecía normal, había nacido con dos vueltas de cordón umbilical en el cuello, lo que había provocado que hubiera defecado dentro del vientre.

    Las dos enfermeras que acompañan a la directora de la operación natal dejan sobre el pecho de la madre al recién nacido y, con demostrada experiencia, pasan a limpiarlo en un balde de agua templada. Al secarlo, salta la alarma: el nuevo ser no se mueve, no llora. La comadrona comienza a hacerle masajes cardiacos de reanimación, pero no responde a los estímulos.

    Aparecen por la puerta de la sala de partos dos médicos, que han sido avisados de la urgencia. Buscan una y otra vez la reanimación del cuerpo inerte con nuevos masajes cardiacos complementados con ayudas respiratorias, pero todo parece inútil, nada se puede hacer ya.

    Todavía en la camilla del paritorio, la madre llora desconsoladamente mientras su hermana Lucía, que ya había vivido la misma situación el año anterior al dar a luz un bebé muerto, se esfuerza para contener las lágrimas y darle ánimo.

    —¡¡No puede ser, tantas desgracias seguidas!! —se lamenta Mercedes con un grito desgarrador—. ¡¡No puede ser!!

    —De un solo golpe se me han terminado las ilusiones que me había vuelto a hacer tras la desaparición de mi marido, las esperanzas que tenía de conservar una parte de Alfredo en la vida de mi hijo, los sueños que tenía para vivir con algo de felicidad junto a lo que más se quiere en el mundo. Esperaba hacerme vieja compartiendo mi vida con la de él mientras me necesitara. Todo se ha ido al garete. En estos momentos, mi vida es como un palacio vacío invadido por la tristeza.

    —No te preocupes, eres muy joven todavía, tienes toda la vida por delante para ser madre. Dios lo habrá querido así. Seguramente habrá sufrido mucho con las vueltas del cordón que traía —interviene Lourdes en un intento para consolar a la desfallecida madre—, porque otra cosa no creemos que haya sido.

    —¡¡Nada!! no se puede hacer nada más —exclama en ese momento uno de los médicos que ha asistido a la urgencia—. Hemos hecho todo lo posible, pero los recién nacidos son muy vulnerables a cualquier problema sobrevenido durante el parto. Puede ser que le haya faltado oxígeno en el cerebro y eso haya provocado el fallo generalizado. Lo siento.

    Con el cuerpo del bebé sobre la encimera de mármol blanco de la sala, envuelto en una toalla, los médicos salen sin poder dirigir la mirada a la madre, para evitar el contagio emocional del momento. Mientras, las enfermeras terminan su aseo, que había quedado interrumpido. Lucía agarra fuertemente la mano de su hermana, intentando transmitirle fuerza y consuelo.

    —Nosotros nos encargaremos de su entierro. Mercedes, estas son cosas que no se pueden controlar. Todo el embarazo fue bien, pero ya ves cómo puede ocurrir una desgracia en el último momento —continúa la comadrona para ayudar a Mercedes a aceptar lo inevitable—. Por desgracia, nosotras vivimos esta experiencia más veces de las que nos gustaría.

    Entre maniobras de reanimación y muestras de consuelo para la madre, ha transcurrido ya más de una hora desde que se anunciara lo que aparentaba ser la muerte sobrevenida del bebé durante el parto. Las enfermeras han cambiado a la madre del paritorio a una camilla para subirla a la planta séptima, habitación setenta. En un lógico ambiente de tensión contenida, el silencio solo se ve interrumpido por los sollozos de la madre del bebé. Todos los presentes mantienen un respetuoso silencio que a cualquiera de ellos le gustaría romper.

    —¡¡Anda!! Mercedes, los días que tengas que estar ingresada permanecerás en la habitación que llamamos de Dios. El siete es el número que se cita en la Biblia cuando, a las preguntas de Pedro sobre las veces que tenía que perdonar a su hermano, al que creía que debía perdonar hasta siete veces para alcanzar la perfección, Jesús le responde: «No te digo hasta siete, sino aun hasta setenta veces siete». Como ves, te alojaremos en una habitación con connotaciones bíblicas —declara Lourdes, invadida por el estrés, en un intento de consolar a la abatida madre—. Eso puede que te ayude. ¡¡Quién sabe!!

    —En este momento de tanto dolor, ni eso me anima, Lourdes —responde Mercedes, de manera casi imperceptible entre sollozos y lágrimas—. Dejadme que vea a mi bebé por última vez, quiero darle un beso de despedida. Se ha roto mi corazón para siempre. ¡¡No puede ser!! ¡¡¿Por qué tengo que ser tan desgraciada?!! ¡¡Dios mío!!

    En el momento en que la camilla que transporta a Mercedes va a traspasar el umbral de la puerta de la sala de partos, un grito de Lourdes hace que todas las cabezas vuelvan la mirada hacia atrás.

    —¡¡Ay, Dios mío!! ¡¡No puede ser!! Esto es increíble, es la primera vez que me pasa, tiene que ser un milagro.

    —¿Qué ocurre? —pregunta una de las enfermeras.

    —¡¡El bebé se está moviendo!! —responde a voz en grito, sin poder contener la emoción—. Acabo de ver una sacudida de su cuerpo que casi ha levantado el pequeño cuerpecito de la encimera. Ha sido como si volviera violentamente la vida a su interior. ¡No me lo puedo creer! Dios mío, seguro que Dios ha escuchado tus lamentos, Mercedes.

    Retira la toalla de la cara del bebé y, efectivamente, se mueve; parece haber revivido. Su manoteo y agitado pataleo podrían parecer la reacción de quien ha estado privado de oxígeno durante un largo periodo de tiempo. Instintivamente, el recién nacido lucha para salvar la vida, la fuerza de la naturaleza por sobrevivir es superior a los daños físicos que hubiera podido sufrir durante el parto. Al menos así es como lo interpreta la comadrona.

    La madre no acierta a ordenar sus pensamientos, vive unos momentos de confusión y desorientación que le impiden articular palabra. Se aferra fuertemente a la mano de su hermana, hasta que irrumpe en un llanto de expresiva alegría que comparte con gestos de felicidad en su rostro. Tira del brazo de su hermana para fundirse con ella en un abrazo y ambas permanecen largo rato llorando sin que medie palabra alguna.

    Transcurridos unos minutos de desconcertante confusión, intercambian palabras de incredulidad entre todas las mujeres; sus miradas no aciertan a definir sus pensamientos con serenidad. Las profesionales de la medicina balbucean palabras que resulta imposible entender, intentan encontrar respuesta más allá de lo que su experiencia técnica les ha enseñado, como si de un episodio personal se tratara.

    —Avisad al médico, rápido —ordena la comadrona a las enfermeras que, como consecuencia de la inconcebible situación, con caras de estupefacción y muecas de sorpresa, acaban chocando entre ellas al intentar alcanzar la puerta de salida para llevar una noticia de tal calado—. ¡¡Venga, vamos!!

    Los médicos aparecen corriendo por el pasillo. Al entrar en la sala, tampoco pueden creer lo que ven. Sus rostros, las miradas interrogantes entre ellos y sus expresiones de pasmo no dejan paso a sus palabras. No aciertan a encontrar una explicación lógica.

    —La medicina no tiene explicación para esto —conviene el doctor Romero, que resulta ser el más experimentado de los dos—. En un adulto y por pocos minutos, son algo más frecuentes este tipo de episodios, pero en un bebé recién nacido y durante tanto tiempo no había tenido noticias de que pudiera suceder. Aunque los médicos somos los que más entendemos de medicina, es cierto que todavía sabemos muy poco sobre el funcionamiento del cuerpo. Hay cosas de la naturaleza humana para las que no tenemos explicación alguna.

    El propio doctor Romero, ayudado por su compañero, el doctor Contreras, inicia una exploración concienzuda de todos los órganos del recién nacido. Con especial delicadeza, y ante la mirada todavía perpleja de la madre, ausculta el pecho y comprueba que el tipo de respiración es sincrónico, lo que es normal en los neonatos. Observa un leve aumento de las ventanas nasales, probablemente ocasionado por la falta de oxígeno que ha sufrido. Examina los labios, su lengua y la piel para comprobar si sufre alguna disfunción pulmonar; palpa la parte frontal y posterior del cráneo para evaluar su tamaño o las deformaciones que pudiera haber sufrido en el nacimiento. Pero todo indica que su estado de salud es

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