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El cine de pensamiento: Formas de la imaginación técno-estética
El cine de pensamiento: Formas de la imaginación técno-estética
El cine de pensamiento: Formas de la imaginación técno-estética
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El cine de pensamiento: Formas de la imaginación técno-estética

By AAVV

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La imagen en movimiento, que nació inaugurando un nuevo régimen de la representación visual, implica la aparición de una novedosa forma de retórica audiovisual que supera los límites del lenguaje cinematográfico clásico y favorece el desarrollo de formas de pensamiento inéditas que amplían el régimen del pensar basado en la palabra. Este volumen presenta una serie de aproximaciones a distintas facetas del fenómeno cinematográfico que van desde la práctica de las vanguardias, pasando por el acercamiento a cineastas relacionados con el ensayo fílmico, como Herzog, Farocki o Rossellini, así como por el análisis de territorios conectados con la memoria o con el cine popular. Mediante estos enfoques diversos, se cubren las distintas facetas del pensar cinematográfico, que van desde la posibilidad de un pensamiento esencialmente fílmico al desarrollo de un pensar con el cine.
LanguageEspañol
Release dateMar 3, 2014
ISBN9788437094328
El cine de pensamiento: Formas de la imaginación técno-estética

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    El cine de pensamiento - AAVV

    Prólogo

    Josep M. Català

    Una de las suposiciones más arriesgadas de Griffith acerca del cine era que podía hacer que el público «viera pensamientos» en la pantalla.

    Joyce E. Jesionowski

    No deja de ser curioso el hecho de que la promoción del concepto de sociedad del conocimiento, por parte de los poderes fácticos durante la última década, haya coincidido con un claro retroceso del valor que se otorga al pensamiento en la mayor parte de los ámbitos donde ese tan alabado conocimiento debe ser producido, desde la academia a la política, pasando por el arte y la tecnología. ¿Será quizá porque el conocimiento que se pretende impulsar ya no es el mismo que aquel que antes de la promoción se apreciaba? Seguramente, puesto que da la impresión de que el conocimiento que circula ahora diligentemente por la sociedad se parece más a una mercancía que a un verdadero saber.

    Este ejercicio no debe resultarnos sorprendente en un mundo en el que se dan con frecuencia transmutaciones de este tipo, un mundo que está viendo por ejemplo cómo la idea de democracia se expande poderosamente al tiempo que se vacía de contenido real, de la misma manera que la universidad se dispone a colmar el sueño democrático de poner el saber al alcance de todos cuando la mentalidad académica y política, fomentando al unísono un mismo delirio, confunde las necesidades sociales con las empresariales. El fenómeno concierne a unas sociedades como las nuestras que no han sabido articular su creciente complejidad y se han encontrado prisioneras de una dialéctica perversa por la que cualquier acción con voluntad generalizadora se debe efectuar, al parecer compulsivamente, en detrimento del valor particular de lo que se generaliza. La evolución de la oferta televisiva es un buen ejemplo de esta deriva, pero ni mucho menos el más importante. Estamos ante un caso claro de relación entre el todo y las partes cuyo desenlace Edgar Morin considera fundamental para articular cualquier modelo de pensamiento complejo.

    Hago este inciso para poner de manifiesto que nuestra racionalidad ha alcanzado lo que Patrick Chabal denomina «los límites de su valor instrumental» (2012: 23). Ello le impide hacerse cargo de muchos de los problemas que la nueva situación –global, poscolonial y por lo tanto compleja– le plantea. Unas palabras del sociólogo alemán Ulrich Beck acerca de la figura trágica de la canciller Angela Merkel ilustran certeramente el problema: «como persona formada en las ciencias naturales, Merkel parece incapaz de ver las consecuencias laterales de su política» (El País, 5-5-2013). Este libro no trata directamente de estos fenómenos, pero su intención de estudiar el cine como forma de pensamiento se instala en la frontera de la racionalidad actual para vislumbrar lo que puede haber al otro lado, un lugar en el que es urgente adentrarse.

    Puede que parezca insólito emprender una reflexión sobre el pensamiento cinematográfico en medio de un panorama cultural caracterizado por el travestismo y en el que el conocimiento ha llegado a interpretarse precisamente como lo opuesto del pensamiento. Sin embargo, hay varias razones que no solo justifican esta tentativa sino que además advierten sobre su imperiosa necesidad. Para empezar, el cine ha sido la referencia a partir de la cual se han desarrollado a lo largo del siglo XX las distintas formas de la expresión audiovisual: todos los medios surgidos con posterioridad al invento del cinematógrafo y a la implantación de sus lenguajes han evolucionado desde los presupuestos estéticos, narrativos y cognitivos que instauró esa formación paradigmática. Por ello, cuando la imagen digital y las estructuras en red parecen anunciar el establecimiento de nuevos territorios formales y mentales, que suponen un salto cualitativo con respecto a la situación anterior, se hace más necesario que nunca regresar al cine para pensarlo de nuevo, a través de parámetros que parecen serle ajenos pero que en realidad le incumben directamente, puesto que en gran medida las nuevas herramientas tecnológicas nos impelen a pensar cinematográficamente o quizá, mejor dicho, poscinematográficamente, entendiendo que el prefijo pos no implica superación sino continuación ampliada y paulatinamente transformada.

    A la pregunta de qué significa pensar cinematográficamente pretenden responder los artículos que componen este volumen desde muy distintas perspectivas e intereses no menos diversos. Pero la cuestión principal que debe ser planteada de inicio es la de la importancia del pensamiento en momentos de crisis y transición como los que estamos viviendo. La ciencia y la tecnología nos han llevado hasta las orillas de un nuevo mundo pero no nos dejan allí con la sensación de estar a las puertas de un deslumbrante descubrimiento, sino con el desasosiego que supone intuir que se viene de un fatal naufragio. A pesar de su aparente oposición, ambas impresiones están fundamentadas y son, de alguna forma, complementarias.

    La ciencia ha desarrollado una nueva y poderosa forma de pensamiento a lo largo de más de cuatro siglos, pero a la postre el proceso ha culminado en una negación del pensamiento creativo cuando esa misma ciencia se ha aliado con la tecnología para formar una tecnociencia destinada fundamentalmente a satisfacer los intereses del poder financiero. Al mismo tiempo, durante el último siglo, la tecnología se ha desarrollado a una velocidad cada vez más creciente, poniendo en nuestras manos instrumentos que unidos a la imaginación en cuyo potencial se basan nos están abriendo horizontes hasta hace poco insospechados. Sin embargo, el uso que se da a esa tecnología tiende a ser en gran parte alienante y empobrecedor de las verdaderas capacidades humanas a las que está destinada a servir. El problema principal reside en que hemos creído, al amparo de la desquiciada idea modernista de que un progreso a ultranza era necesariamente progresista, que la tecnociencia podía reemplazar al humanismo y a las formas de pensamiento con él relacionadas.

    El indicio más destacado de esta tendencia se ha dado en las ciencias sociales, que en su empecinamiento por parecerse a las ciencias puras, se han convertido en el caballo de Troya que ha facilitado el desmantelamiento del edificio humanista, cuando hubieran tenido que promover su necesaria renovación y a través de ella su supervivencia.

    La supuesta disputa entre las ciencias sociales y las ciencias puras, que en su fase moderna se remonta por lo menos a Dilthey, no es tal, desde el momento en que aquellas han decidido entregarse con armas y bagajes en las manos de estas, a cambio de un pálido reconocimiento formal. Se trata de un debate que, como digo, es antiguo pero que ha sido enfocado erróneamente desde sus inicios tanto por la facción de los críticos como por la de los conversos. No se trata de parecerse forzadamente a la ciencia ni tampoco de renunciar a ella o a la tecnología que produce y que tantos beneficios aporta y sobre todo augura, sino de utilizar esta tecnología en beneficio de un proyecto humanista irrenunciable, al tiempo que se diseña una nueva racionalidad para estas mal llamadas ciencias sociales. Si, como indica Habermas, el proyecto de la modernidad aún no ha sido culminado, será porque debe prolongar ineludiblemente sus ideales por los ámbitos de una posmodernidad aliada con las formas tecnológicas y con ello promover el surgimiento de nuevas formas de pensar. No puede ser de otra manera, a menos de adoptar una postura reaccionaria que a nada conduce. Estas nuevas formas de pensar y de imaginar, tecnológicamente promocionadas, se sitúan más allá del método científico, que solo permite pensar, científicamente, el perfil científico del mundo, pero oscurece, al tiempo que desdeña, su vertiente social y humanista. En una situación como esta, es necesario recuperar la libertad de pensamiento y emplearla a fondo a través de la palabra pero también por medio de la imagen tecnológicamente activada. Y este proyecto parte forzosamente del paradigma tecno-artístico que inauguró el cinematógrafo.

    El cine, en sus distintas variantes, nunca se apartó por completo (quizá solo lo hicieron en cierta medida las vanguardias) del humanismo a pesar de que sus raíces maquínicas e industriales podían hacer temer todo lo contrario. Y no se desvió de esa tradición ancestral puesto que, entre otras cosas, se propuso adaptar gran parte de sus productos. Pero está claro que ese seguimiento se hacía al tiempo que se iban desarrollando poderosas formas de representación de base tecnológica y ello pudo producir la creciente ilusión de que el futuro estaba en una razón tecnológica de carácter instrumental que se avenía muy bien con las formas mecanicistas del pensamiento científico exportado a otros ámbitos del conocimiento. El error estaba en considerar que en la razón científica estaba la medida de todas las cosas, sin apercibirse que esa misma razón había fabricado su antídoto y que este se encontraba en las nuevas tecnologías basadas en procedimientos fluidos, opuestos al funcionamiento maquinal que anteriormente fundamentaba tanto la técnica como el pensamiento. Decía Bachelard que si «la ciencia occidental hubiera empezado históricamente con el estudio de la electricidad –lo cual era epistemológicamente posible–, y no por la mecánica de los sólidos, tendríamos hoy una física cuyos conceptos serían muy distintos de los heredados de Galileo y Descartes» (2011: 50). Pues bien, el cine, que confecciona imágenes espacio-temporales de carácter fluido, es un arte que corresponde a esa física posible en cuyo universo nos adentramos ahora, puede que con casi quinientos años de retraso, aunque seguramente ese retraso era inevitable e incluso necesario.

    La estética cinematográfica, así como su dramaturgia, ha evolucionado a través de una constante alianza entre arte y tecnología, de manera que una y otra no solo se han complementado, sino que también se han alimentado mutuamente, permitiendo la aparición de nuevas formas expositivas a la vez que se desarrollaban herramientas insólitas acorde con esas necesidades, o viceversa. El cine promovía, pues, en su esencia, una superación sintética del célebre enfrentamiento entre las dos culturas que pasado el ecuador del siglo pasado diagnosticaba Charles Snow. Este, sin embargo, recetaba un remedio que, si bien no era peor que la enfermedad, por lo menos sí que la prolongaba por otros derroteros al recomendar que los humanistas aprendieran ciencia sin demandar a los científicos un esfuerzo consecuente en sentido contrario. Los ecos de esta sesgada receta resuenan todavía hoy en cada nuevo plan de estudios que pergeña el ministerio de turno, a medida que la cultura se va hundiendo en la miseria, ya que no comprenden los detentadores de esa utopía cientifista a la que Snow le puso titular que la única forma en que la ciencia puede penetrar en la cultura general es por la vía de la mentalidad humanista. La práctica de la ciencia solo es útil a los profesionales de la ciencia, pero eso no es cultura en el sentido estricto. La cultura implica algo más que acumulación de conocimientos, supone instrumentos para pensar, y en este sentido la ciencia ya ha penetrado en la cultura produciendo un tipo de racionalidad hegemónica y finalmente problemática. Solo una mentalidad humanista abierta prepara la mente humana para asumir los avances de todo tipo sin caer prisionera de la instrumentalidad de los mismos. La ciencia no puede penetrar en la escuela, o en la universidad, mecánicamente como suponen los políticos de la pedagogía, excepto en aquellos ámbitos que se enseñe de forma expresa una ciencia determinada y aun entonces hay que suministrar también un antídoto. Cuando se reclaman más matemáticas o más física en detrimento de la historia, la literatura o la música para salvar no se sabe qué, se está haciendo un flaco favor a la ciencia y a sus intentos de formar parte básica de la cultura. La creación de legiones enteras de operarios científicos puede que aumente la competitividad industrial de las naciones y, en última instancia, puede que también produzca aumentos de sueldo, aunque esto no es ni mucho menos tan seguro como el aumento de los beneficios de las grandes y pequeñas corporaciones multinacionales. Pero este no es el camino del progreso y el bienestar de la humanidad, que pueden lograrse mediante mentalidades armónicas, basadas en una imaginación creativa y crítica, algo que la ciencia empresarial, la tecnociencia, en estos momentos no puede generar.

    Nos encontramos, pues, ante una aporía, la aporía científica según la cual el progreso científico no puede seguir creando progreso «científico» por agotamiento de la mentalidad y la razón que sustentaba ese progreso. Pero al mismo tiempo, el resultado de ese progreso científico nos ha suministrado una tecnología en la que se encuentran los gérmenes de la solución al problema. Y esta solución se materializa por primera vez con el cinematógrafo.

    El cine ofrecía, pues, la solución a las contradicciones de la modernidad con su sola existencia: de hecho era precisamente esa existencia, el invento del cine, la solución a la dicotomía modernista entre las dos culturas cuyos perfiles más severos estaban aún por plantear. Y lo hacía justo en un momento en que el progreso parecía señalar un camino hacia el que la tecnología y, con ella, la razón científica a ultranza, debían avanzar arrasando todo cuanto obstaculizara su avance. Algunas voces, entre ellas la de Walter Benjamin, ya indicaron alarmadas lo que implicaba esta historia de vencedores y vencidos.

    El paradigma cinematográfico, con su alianza entre humanismo, tecnología y estética (visualidad), fue desarrollando, pues, a lo largo de su historia una poderosa formación expresiva que, en el futuro (es decir, ahora), serviría de base para establecer y pensar las nuevas racionalidades. En este sentido, el cine fue siempre pensamiento, aunque este se situara en la base del proceso de sus formas, sin verdadera conciencia de su efectividad. En este sentido, no se diferenciaría demasiado de las otras artes, lo cual no deja de ser significativo, puesto que la tendencia de nuestra cultura ha sido la de suponer que arte e irracionalidad estaban íntimamente relacionados, sobre todo cuando el método artístico se contraponía al método científico o incluso al método filosófico: en resumidas cuentas, cuando empezó a enfrentarse a cualquier metodología después de haber culminado su fase neoclásica intrínsecamente ligada a la Ilustración. Como indica Chabal, «nuestra forma de pensar, refinada durante las pasadas centurias, se basa en la noción de que es racional aquello que puede ser testado por la teoría, tal como la definen las ciencias duras» (2011: 27). Todo cuanto queda fuera de esta razón limitada, se considera prácticamente irracional, promoviendo así otra de las típicas aporías de la modernidad que solo se resuelven en la posmodernidad. Decían Adorno y Horkheimer en su Dialéctica del Iluminismo que Kant había anticipado «intuitivamente lo que ha sido realizado conscientemente por Hollywood: las imágenes son censuradas de forma anticipada, en el momento mismo en que se las produce, según los modelos del intelecto conforme al que deberán ser contempladas», y con ello definían acertadamente los planteamientos de la razón ilustrada a los que, en efecto, Hollywood se adaptó fielmente aunque fuera a nivel de la epidermis cinematográfica.

    El cine se vio naturalmente imbuido por la racionalidad ilustrada y su deriva tecno-científica, e incluso por la razón industrial concomitante, aunque ello iba a ser filtrado por los temas humanísticos de los que se alimentaba y por las formas artísticas que debía ampliar. Ahí, en el seno de esa nueva conformación, se gestaba la posibilidad de renovadas racionalidades que no alcanzarían su verdadero potencial hasta que la digitalización y las estructuras en red se desarrollaran satisfactoriamente. Y en este momento, en el que nos encontramos, sería necesario comprender un territorio desconocido, el territorio que ahora se despliega ante nuestros ojos.

    Avanzar por esta terra incognita sin perdernos solo será posible si recogemos los frutos que el paradigma cinematográfico nos ha legado, pero para ello es necesario que repasemos el proceso más allá del arte, la tecnología y la temática estricta de los films que conforman la historia del cine: hay que contemplar el fenómeno cinematográfico desde la vía de los procesos de pensamiento que alberga, para fundamentar con las intuiciones extraídas de este procedimiento las posibilidades de una nueva e imprescindible racionalidad.

    Pero ello no puede lograrse, obviamente, acudiendo a metodologías ajenas y, en gran medida, periclitadas. La razón, afirmaban Adorno y Horkheimer en el escrito citado, «se ha convertido en una finalidad sin fin que, precisamente por ello, se puede convertir en cualquier fin» (1971: 111). Y es por ello que la razón restringida y hegemónica de la actualidad ha derivado hacia fines insostenibles. La alternativa no es la irracionalidad como se pregona a veces catastróficamente y otras veces con satisfacción. Es cierto que la posmodernidad puede considerarse, en este sentido, un nuevo romanticismo, de la misma manera que, desde otro ángulo, se contempla como un episodio neobarroco. La clave se encuentra en cómo leamos esas definiciones, si como un regreso a una idealidad perdida o como una alternativa a una situación estancada. Tanto el Barroco como el Romanticismo, tantas veces denigrados, pueden ser ahora, mediante una comprensión distinta y más profunda de sus presupuestos, el antídoto a una Ilustración que no solo no ha cumplido sus promesas, sino que nos ha sumido en la bancarrota. Las promesas siguen siendo válidas, pero hay que buscar otra forma de cumplirlas. Según Todorov, Goya ya manifestaba algo muy nuevo e inquietante para la razón ilustrada en su apogeo, que «lo imaginario no se opone a lo real, sino que, al contrario, permite ponerlo de manifiesto». ¿No fue el cinematógrafo –melodramático, abarrocado y onírico en sus formas básicas– el primer agujero, sociológicamente importante, que se produjo para bien y para mal en el tejido impoluto de la modernidad ilustrada?

    Este libro recoge distintas perspectivas sobre el cine a partir de una voluntad de pensarlo como forma de pensamiento. En primer lugar, he intentado establecer, en un amplio texto que puede servir a modo de introducción al problema, los parámetros a través de los que es posible comprender un pensamiento genuinamente cinematográfico, es decir, un pensamiento generado por un sujeto que utiliza el dispositivo cinematográfico, la imagen en movimiento, para reflexionar. He querido explorar estas zonas limítrofes para esbozar con ello un primer mapa de un territorio cuya extensión solo puede ser de momento intuida.

    A partir de este marco inicial, animé al resto de autores a que se acercaran al pensamiento cinematográfico libremente, sin ideas preconcebidas, como no podía ser de otra manera en los prolegómenos de una era que será posmetodológica o no será. La respuesta ha sido una serie de artículos que han acudido al cine para reflexionar a través del mismo sobre aspectos y problemas que atañen muy directamente a nuestra cultura, como son el sujeto, la memoria, la relaciones con la tecnología, el inconsciente cinematográfico, el espacio real y el espacio fílmico, las posibilidades del ensayo fílmico, etcétera.

    M.ª Soliña Barreiro y Jacobo Sucari plantean, en sendos capítulos en cierta manera simétricos y complementarios, la importancia de las vanguardias en la elaboración de una determinada forma de pensamiento cinematográfico: uno de ellos centrándose más en el trabajo de las vanguardias históricas, el otro, en la expansión de estas hacia nuevas fronteras. Barreiro analiza la función del dispositivo fílmico en la configuración de la conciencia moderna en relación a la posibilidad de conocimiento del entorno. Para ello estudia el trabajo de tres cineastas de vanguardia concernidos por esta capacidad cognoscitiva y revelacionista de la imagen fílmica: Jean Epstein, Dziga Vértov y Nemesio Sobrevila. Sucari, por su parte, se plantea el fin de algunas dualidades que nos han acompañado en nuestras propuestas sobre el arte y su relación con la realidad: la solución estará en la imagen técnica como forma de acomodar la expresión al ritmo del propio pensamiento. En su texto, se acerca acertadamente a la figura un tanto olvidada de Hugo Münsterberg, que asoció el cine y la experiencia cinematográfica a procesos mentales y que, por lo tanto, supone un destacado antecedente de los planteamientos que hace este libro.

    Los escritos de Fabiola Alcalá y de Ludovico Longhi examinan la obra de varios cineastas diversos que tienen en común su interés por las posibilidades que contiene el cine para ir más allá de su simple mimetismo de carácter espectacular. Así, mientras Longhi repasa la figura alegórica de Rossellini, Alcalá acude a los planteamientos ensayísticos de Kluge, Herzog y Farocki. Mediante una contraposición básica entre los conceptos de cine documental y cine de lo real, Alcalá se adentra en la obra de esta serie de cineastas alemanes que buscan reflexionar sobre la realidad desde un plano filosófico transportado por la imagen. Longhi, por su parte, efectúa un ejercicio biográfico complejo que no desdeña articular ninguno de los factores que determinan las decisiones humanas, sobre todo cuando estas coinciden en un punto de inflexión que, como sucedió con Rossellini al final de su etapa neorrealista, sobrepasa el alcance de lo individual y refleja problemas sociales muy diversos. De esta manera, Longhi efectúa una radiografía del pensamiento del director italiano en el momento de su cambio de registro del cine a la televisión, un pensamiento que se genera, entre el entusiasmo y el desánimo, en los últimos estertores de un episodio amoroso que tuvo repercusión popular.

    Los escritos de Elisabet Cabeza y José Antonio Palao se dedican a «psicoanalizar», cada cual a su manera, dos películas muy contemporáneas y referidas a dos mitos: uno de ficción, James Bond, y el otro de la realidad, la figura de Bin Laden y su repercusión en la cultura apocalíptica norteamericana. Skyfall de Sam Mendes, la última película de la serie de Bond, nos muestra un cine que se ve impelido no solo a autorreflexionar, sino también a autoanalizarse, mientras que Zero Dark Thirty, la inquietante propuesta de Kathryn Bigelow, plantea la recomposición estética de formas alegóricas y sintomáticas que constituyen el sustrato de lo real, un inconsciente que solo el cine puede sacar a relucir de forma adecuada. Así como Cabeza nos advierte de que las sagas cinematográficas acaban creando una realidad propia que es necesario acotar en todas sus dimensiones cuando penetran profundamente en los imaginarios sociales, Palao denuncia la operación contraria por la que cierta cultura contemporánea elimina el pensamiento y lo sustituye por un recurso a los archivos de datos. Si por un lado, Skyfall propone la recuperación del sujeto más allá del mito estereotipado, Palao indica hasta qué punto determinada cultura pretende eliminarlo infructuosa y traumáticamente.

    Efrén Cuevas, por su parte, se plantea el problema de la memoria en el cine, a través de un film emblemático en este sentido como es Memento de Christopher Nolan. El problema del sujeto, constituido por su memoria o desestructurado por la descomposición de la misma, da paso al problema del rememorar en el propio cine. Se trata de una incursión intensa en los procesos memorísticos de las ficciones fílmicas que se acaba convirtiendo en una reflexión sobre la esencia de la memoria cinematográfica y sus modos de recordar y olvidar.

    Por último, los planteamientos de Maria Luna y Carlos Muguiro nos acercan al problema de la representación del espacio en el cine, pero lo hacen desde la perspectiva de su pensamiento. Muguiro efectúa su incursión a través de una comparación entre la idea de paisaje en Eisenstein y Béla Balázs, teniendo en cuenta que este último consideraba precisamente que los rusos siempre tienden a hacer del cine una operación de pensamiento. El paisaje, un elemento comúnmente olvidado en los análisis fílmicos, se revela así como una figuración esencial para comprender en profundidad algunas elaboraciones fílmicas. Por otro lado, el acercamiento al concepto de paisaje que efectúa Muguiro permite barajar las ideas de dos autores como Eisenstein y Balázs que no podían faltar en un volumen que se propone examinar las relaciones entre cine y pensamiento, puesto que ambos representan dos hitos de la teoría fílmica más ambiciosa que se planteó, desde un principio, las necesarias relaciones entre el cine y otras disciplinas. Luna, por su parte, se propone trascender la tendencia a encarar el texto ficcional cinematográfico desde la perspectiva del discurso y la narración para llevarlo al terreno de una mirada documental que potencia el espacio físico donde se producen los acontecimientos. Aquí aparece de nuevo el concepto de paisaje y muestra de forma más fehaciente sus valores alegóricos que le permiten a la autora transcender el simple mimetismo y proceder a un análisis antropológico por medio del cual relaciona la forma del paisaje con las heterotopías, es decir, con un espacio-otro, o no lugar, relacionado con el denominado cine del mundo, a través del que se universalizaría la mirada sobre lo local.

    Se trata, como se ve, de acercamientos muy diversos que, a pesar de su profundidad y alcance, no pueden ni mucho menos cubrir todos los rasgos de una problemática, la de las relaciones entre cine y pensamiento, cuya importancia en estos momentos solo puede ser intuida, si bien muchos cineastas ya han plasmado a través de sus producciones algunas de sus posibilidades. Pero, como he indicado al principio de este prólogo, el tema es crucial, ya que solo el cine y sus derivados actuales pueden iluminar el camino que conduce a la necesaria hibridación entre las culturas humanista y científica a través de una tecnología de la imaginación, cuyo alcance apenas si empieza a comprenderse. Como también he dicho antes, el tiempo apremia puesto que las tendencias sociales y políticas de la actualidad van en una dirección que solo conduce a un mayor desconcierto y a un incremento de la frustración en muchos ámbitos. La resistencia tiene, por supuesto muchos rostros, pero el estético, en un sentido amplio, no es el menos importante, algo que resulta obvio si se examinan atentamente las variables que confluyen en la crisis actual, dominada por un pensamiento económico que ha sido deshumanizado por una idea deshumanizada de la ciencia y su sirvienta, la matemática. Puede parecer extraño que a esto se le pueda oponer el cine y, en concreto, un hipotético pensamiento cinematográfico, pero no lo resulta tanto si se tiene en cuenta que el cine baraja un tecno-humanismo antitético a la tecnociencia del capitalismo financiero y sus adláteres. Pensar el cine es pensar la realidad, del mismo modo que pensar cinematográficamente es, como lo demuestran las tecnologías digitales, comprender mejor esa misma realidad.

    Deseo expresar mi agradecimiento a todos los autores por haberse sumado tan entusiásticamente a este proyecto y haber contribuido al mismo con sus magníficos textos, a pesar de que la propuesta no era fácil ni se ajustaba a los temas que tradicionalmente frecuentamos los que nos dedicamos a escribir sobre el cine. Además, quiero agradecer especialmente a M.ª Soliña Barreiro el haberse preocupado por leer el original y hacer las oportunas correcciones tipográficas, aparte de haber contribuido al mismo con su escrito. Pero me gustaría destacar sobre todo la labor de Fabiola Alcalá, que es la verdadera alma de este proyecto. Es ella quien con su tesón y su entusiasmo, generado primero en Barcelona y continuado después desde México, ha hecho posible que el libro, que en su momento fue solo una conversación posdoctoral entre nosotros, acabara siendo una realidad.

    Bibliografía

    ADORNO, T. W. y M. HORKEIMER (1971 [1944]): Dialéctica del Iluminismo, Buenos Aires, Sur, p. 105.

    CHABAL, P. (2012): The End of Conceit, Londres, Zed Books, p. 23.

    DURAN, G. (2011): La crisis espiritual de Occidente, Madrid, Siruela, p. 50.

    JESIONOWSKI, J. E. (1987): Thinking in pictures, Berkeley, University of California Press.

    TODOROV, T. (2011): Goya, a la sombra de las luces, Barcelona, Galaxia

    Gutenberg, p. 40.

    El cine y la hermenéutica del movimiento: retórica y tecnología

    Josep M. Català

    La forma del cine solo puede ser

    forma de un movimiento.

    Jean Epstein

    El filósofo es la forma de la filosofía.

    Franz Rosenzweig

    Es conocida la idea de John Austin de que al hablar hacemos cosas con palabras, que las frases que componemos no solo implican afirmaciones o descripciones, sino que tienen también una función performativa. Lo cierto es que la posibilidad de que las palabras tengan un poder directo sobre la realidad parece, de entrada, algo misterioso, incluso mágico. Sin embargo, es obvio que, si una de las funciones primordiales del lenguaje es la comunicación, no cabe duda de que el valor comunicacional de las palabras implica siempre la posibilidad de una incidencia en el mundo, aunque solo sea el mundo del interlocutor. Pero Austin va más allá al insistir en una función directamente performativa del habla por la cual ciertas frases equivaldrían a acciones. Según ello, el habla incidiría en el orden de las cosas, o por lo menos en el orden mental de las mismas, aunque a veces también en su orden fáctico. Lo cual implica la posibilidad de un tipo de pensamiento que no sería únicamente interno, privado, sino que se ejercería a través de la realidad externa, a través de las cosas: emergería de la interioridad a través del habla, incurriría en el orden de las cosas, y regresaría a partir de ellas y su transformación a la subjetividad primaria. No es seguro que Austin estuviera del todo de acuerdo con esta interpretación de su propuesta, pero creo que es una posibilidad que se desprende efectivamente de la misma.

    Si las palabras son capaces de hacer cosas, ¿no podrán las imágenes hacer lo mismo con mayor motivo? Pero este planteamiento topa de inmediato con la concepción tradicional de las imágenes, según la cual estas parecen destinadas solo a constatar los actos efectuados por las palabras o a certificar la presencia de un mundo esencialmente ajeno a su visualización. Sin embargo, es precisamente con las imágenes que realmente hacemos cosas o, según Nelson Goodman, mundos (1990). Cualquier imagen, al ser confeccionada, construye un mundo propio y, por lo tanto, hace muchas cosas relacionadas con ese mundo, aunque luego al ser contemplada dé la impresión de que solo lo describe o constata su presencia real o imaginaria. Sin embargo, en el campo de las imágenes, el nexo entre los términos de la ecuación que componen el pensamiento, la acción y el mundo es parecido al que se establece en el del lenguaje entre los mismos procesos. Y en ambos casos, se construyen mundos que mantienen una relación compleja con el mundo real. En este sentido, las ideas de Goodman matizan la aserción de

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