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Encrucijada
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Encrucijada

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About this ebook

Encrucijada no tiene magistrado; no lo necesita. La guarnición de la villa, dirigida por la centurión Órdube Demáquera Lequetia, es más que suficiente para resolver cualquier conflicto que pueda surgir. De ahí la sorpresa de Lequetia cuando una noche el optio Árgulo la informa de que la casa del magistrado está ocupada. Minutos más tarde conocerá a Árgida Intrubio Polio, patricio de Urbe que acaba de ser nombrado magistrado de Encrucijada.
Antes de que la centurión tenga tiempo de digerir lo que está pasando, recibe aviso de una muerte violenta en el cercano cenobio. El magistrado se enfrascará enseguida en la investigación del asesinato acompañado de Lequetia, quien no tarda en quedar asombrada ante sus extraordinarias capacidades deductivas.
Más intrigante que el asesinato que investigan juntos es la personalidad de Polio y el que alguien como él, un patricio, haya acabado como magistrado en una villa anodina y carente de importancia.
En Encrucijada, Rodolfo Martínez se adentra con pulso firme en el terreno del policiaco costumbrista... con la curiosa circunstancia de que en este caso, la sociedad que se analiza es un lugar irreal, una suerte de Roma ficticia por la que transitan personajes a cual más variopinto.
LanguageEspañol
Release dateDec 13, 2021
ISBN9788418878152
Encrucijada
Author

Rodolfo Martínez

Rodolfo Martínez (Candás, Asturias, 1965) publica su primer relato en 1987 y no tarda en convertirse en uno de los autores indispensables de la literatura fantástica española, aunque si una característica define su obra es la del mestizaje de géneros, mezclando con engañosa sencillez y sin ningún rubor numerosos registros, desde la ciencia ficción y la fantasía hasta la novela negra y el thriller, consiguiendo que sus obras sean difícilmente encasillables.Ganador del premio Minotauro (otorgado por la editorial Planeta) por «Los sicarios del cielo», ha cosechado numerosos galardones a lo largo de su carrera literaria, como el Asturias de Novela, el UPV de relato fantástico y, en varias ocasiones, el Ignotus (en sus categorías de novela, novela corta y cuento).Su obra holmesiana, compuesta hasta el momento de cuatro libros, ha sido traducida al portugués, al polaco, al turco y al francés y varios de sus relatos han aparecido en publicaciones francesas.En 2009 y con «El adepto de la Reina», inició un nuevo ciclo narrativo en el que conviven elementos de la novela de espías de acción con algunos de los temas y escenarios más característicos de la fantasía.Recientemente ha empezado a recopilar su ciclo narrativo de Drímar en cuatro volúmenes, todos ellos publicados por Sportula.

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    Encrucijada - Rodolfo Martínez

    9788418878152.jpg

    Rodolfo Martínez

    ENCRUCIJADA

    Primera edición: Diciembre, 2021

    © 2021, Sportula por la presente edición

    © 2014, 2015, 2021, Rodolfo Martínez

    Ilustración de cubierta: Marina Vidal

    Diseño de cubierta: Sportula

    ISBN tapa dura: 978-84-18878-13-8

    ISBN rústica: 978-84-18878-14-5

    ISBN ebook: 978-84-18878-15-2

    SPORTULA

    www.sportula.es

    sportula@sportula.es

    SPORTULA y sus logos asociados son marca registrada de Rodolfo Martínez

    Prohibida la reproducción sin permiso previo de los titulares de los derechos de autor. Para obtener más información al respecto, diríjase al editor en sportula@sportula.es

    PRIMERA PARTE

    EL CADÁVER QUE SOÑABA

    1

    Un magistrado

    —¡Centurión! ¡Despierta, centurión!

    Demáquera Lequetia abrió los ojos, masculló una maldición e intentó enfocar la vista. El optio Árgulo la zarandeaba de un lado a otro y su rostro redondo y simple parecía una oda a la preocupación.

    Parpadeó y se incorporó en el lecho.

    —¿Qué sucede, optio? —preguntó con voz pastosa.

    Árgulo se cuadró, o, al menos, lo intentó, mientras Lequetia se ponía en pie y llenaba la palangana con agua.

    —La casa del magistrado —dijo Árgulo—. Alguien… Está ocupada.

    Lequetia terminó de lavarse la cara y el cuello y se miró unos segundos en el espejo antes de volverse hacia su subordinado. Como de costumbre, no reconoció del todo a la mujer de treinta y cinco años que le devolvía la mirada.

    —¿Por quién? —preguntó.

    El optio Árgulo miró a su alrededor, como si alguien pudiera darle la respuesta.

    —No lo sé.

    Lequetia se puso la túnica, se calzó las botas y se ciñó la espada. En un extremo de la habitación, acumulando polvo, había un yelmo. Lo pensó unos instantes y echó a andar hacia la puerta tras mascullar una maldición.

    —Sígueme, optio.

    Al salir alzó la vista. Acababa de amanecer y el horizonte perdía los últimos rastros de rojo mientras el sol ascendía con pereza. El frío de la mañana se le metió en los huesos y estuvo a punto de dar media vuelta y ponerse una capa. Se encogió de hombros y miró de nuevo al cielo: apenas había nubes, y en unas horas el calor iba a ser insoportable. Odiaba el verano; claro, que tampoco le gustaba demasiado el invierno. En cuanto a la primavera y el otoño, cargados de viento y lluvia, eran una molestia que soportaba a regañadientes.

    —¿Cuándo ha sido?

    El optio Árgulo dudó unos instantes.

    —Ahora mismo, centurión. Tuvo que ser ahora mismo. La última ronda pasó por allí hace poco más de media hora y no había nadie en la casa.

    Asintió, aunque le parecía absurdo. La casa del magistrado llevaba más de diez años vacía, y en ese tiempo había desaparecido casi todo lo que pudiera haber quedado de valor en ella. Además, nadie se mete a robar justo después del amanecer, cuando la gente empieza a despertar y cualquiera puede ver al ladrón, sino de noche, en silencio y de un modo discreto. Quien quiera que estuviese en la casa era un completo imbécil; o bien… 

    No, absurdo.

    No tardaron en llegar. Era una villa regia y sólida en las afueras del pueblo, concebida para ser un refugio y no para impresionar. A pesar del aire de decrepitud que flotaba a su alrededor, la casa se mantenía en pie de un modo casi desafiante, como si el tiempo y el abandono no fueran más que molestias a las que hacía frente con dignidad.  

    Dieron la vuelta al edificio y vieron la puerta principal abierta, dos caballos atados al poste y una luz vacilante que salía del interior.

    Meneó la cabeza.

    No, eso no era un ladrón. Tampoco un imbécil.

    Solo que no era posible.

    Con un gesto de la mano, le indicó a Árgulo que esperase. El optio asintió, nervioso, y agarró la lanza con fuerza.

    Se acercó a los caballos y les echó un vistazo. Habían estado viajando, desde luego, pero el dueño no los había forzado más de lo necesario y, aunque necesitaban un buen cepillado, parecían descansados. Buenos animales, sin la menor duda: dóciles y resistentes.

    Comprobó los arreos y la silla: buena calidad y excelente artesanía. No era un trabajo barato y seguro que había valido cada as pagado.

    Se acercó luego a las alforjas. El cuero, repujado, estaba desgastado por los años y los viajes. Con la yema de los dedos siguió el contorno medio borrado de lo que podía ser un blasón familiar.

    —No esperaba tanta diligencia a una hora tan temprana —dijo una voz a su espalda.

    Se volvió. En el umbral de la puerta, un hombre la contemplaba con un candil en la mano, una ceja alzada y el asomo de una sonrisa en el rostro. Aparentaba unos cincuenta años, y la ropa que vestía, si bien arrugada y sucia por el viaje, era de primera calidad.

    —Yo tampoco —respondió Lequetia.

    La sonrisa terminó de materializarse en el rostro del desconocido.

    —Lamento mi llegada a una hora tan intempestiva —dijo—. Me temo que calculé mal la distancia y llegué antes de lo que esperaba.

    Se echó la mano a la manga y de ella extrajo un rollo lacrado.

    —Debes de ser la centurión Órdube Demáquera Lequetia.

    La interpelada asintió. Nadie había usado su nombre completo en mucho tiempo y tuvo una extraña sensación al oírlo pronunciar de un modo tan formal.

    —Mis credenciales —dijo el desconocido mientras le tendía el rollo.

    Lequetia lo tomó, rompió con cuidado el lacre y leyó con los ojos entrecerrados exactamente lo que esperaba leer y no acababa de creerse. Se detuvo un instante al final, en la línea que revelaba el nombre del nuevo magistrado: Árgida Intrubio Polio.

    Tomó aire y trató de permanecer impasible mientras luchaba por asimilar que la ciudad tenía de nuevo un magistrado y que era nada menos que un Intrubio del clan de los Árgidas. Reaccionó de pronto, alzó la vista y devolvió el rollo a su propietario.

    —Hace más de diez años que estamos sin magistrado —dijo, y odió el tono de disculpa que cabalgaba en sus palabras—. No esperábamos… 

    —Claro que no —respondió el nuevo magistrado, comprensivo—. Como te he dicho, lamento lo intempestivo de mi llegada, centurión. No es mi intención alterar vuestra rutina. Estoy aquí para ayudar, no para ser una molestia.

    Lequetia asintió, sin saber qué pensar de las últimas palabras del magistrado, y se volvió hacia Árgulo, que seguía en la esquina del edificio agarrado a la lanza.

    —¡Optio! No te quedes ahí parado como un pasmarote. Despierta a dos de los muchachos y que vengan a echar una mano con los caballos.

    Tras una temblorosa inclinación de cabeza, Árgulo dio media vuelta y echó a correr hacia el cuartel.  

    —Gracias, centurión —dijo el magistrado—. He conseguido habilitar la sala junto a la puerta y de momento cubre mis necesidades a la perfección. Pero confieso que no me vendría mal que se le pegase un buen repaso a la casa. Y supongo que necesitaré contratar los servicios de alguien de forma permanente. Para su mantenimiento… y el mío, claro.

    —Me encargaré de ello. ¿El resto de tu equipaje está en camino?

    —¿El resto? No hay ningún resto. —Señaló hacia el segundo caballo con un gesto de la cabeza—. En cuanto haya descargado las últimas alforjas de mi montura, habré acabado con el equipaje. Me gusta viajar ligero —añadió, dando por sentado que aquello lo explicaba todo.

    —Comprendo —respondió Lequetia, quien no entendía nada de nada.

    Entretanto, Árgulo había regresado con un par de guardias. Lequetia los asignó a las órdenes del magistrado (quien contemplaba con un deje de distante diversión toda la escena), se despidió de él y volvió al cuartel acompañada del optio.

    Un magistrado en una ciudad sin importancia que se las había apañado muy bien sin él durante los últimos diez años. ¿Por qué? Y, sobre todo, ¿por qué un patricio para el cargo?

    Malditos sean los tiempos interesantes, pensó mientras entraba en su habitación.

    2

    Un cadáver

    Sequía o diluvio, no hay términos medios, decía el viejo dicho. Y no podía ser más cierto. Por si no hubiera sido suficiente la llegada de un magistrado al pueblo después de tanto tiempo sin uno, por la tarde apareció el herborista del cercano cenobio de Bibio en un estado de evidente agitación.

    —Salve, centurión; paz contigo.

    —Y contigo, frate.

    —Ojalá, centurión, ojalá. Pero me temo que la paz se encuentra muy lejos de mí en este momento.

    Lequetia sonrió y le indicó con un gesto al herborista que se sentara.

    —Quizá un poco de vino pueda traerla —dijo.

    —Nada querría más que compartir contigo un buen caldo, pero me temo que no podrá ser, al menos hoy. Tu presencia y la de tu gente es requerida en el cenobio.

    —¿Por quién?

    —El Sumo Frate, quién si no.

    Lequetia tomó aire y entrecerró los ojos. El cenobio estaba a poco más de una legua de Encrucijada y, aunque los contactos entre ambos lugares eran frecuentes (y beneficiosos, por lo general), no lo era tanto que el superior del cenobio solicitara la presencia de la guarnición del pueblo. El Sumo Frate era un individuo orgulloso y altivo tras sus humildes modales monásticos y prefería lavar en privado los trapos sucios del cenobio sin involucrar a la autoridad civil.

    —¿Qué ha pasado?

    El herborista sacó un pañuelo de entre los pliegues del hábito y se secó el copioso sudor que le descendía por la frente.

    —Algo que entra en tu jurisdicción y escapa a la nuestra, me temo. Un asesinato.

    Lequetia asintió y frunció el ceño.

    —¿De un frate? —preguntó.

    —No.

    —¿Un habitante de Encrucijada, un peregrino, un ladrón, un artesano de los gremios?

    —No lo sabemos. No conocemos al muerto. Sospecho que ni su madre lo reconocería en el estado en el que se encuentra. Lo poco que le queda de rostro es… Aún me estremezco al pensar en ello.

    Lequetia se mordió el labio inferior.

    —¡Optio! —gritó de repente.

    Árgulo asomó la cabeza.

    —Envía a alguien a casa del magistrado —dijo—. Va a tener oportunidad de iniciar su trabajo antes de lo que esperaba.

    Árgulo parpadeó, tratando de entender lo que acababa de oír.

    —¿Quieres que te lo ponga por escrito? ¡Vamos, manda a alguien!

    —Sí, centurión.

    El rostro de Árgulo desapareció del umbral tan rápido como había aparecido. Lequetia contuvo una sonrisa ante el gesto de estupor del herborista.

    —¿Magistrado? —preguntó.

    —Desde esta misma mañana.

    El herborista meneó la cabeza, incrédulo.

    —La Señora viaja por caminos ignotos, desde luego —dijo al fin—. Y como de costumbre, el Señor tiene una forma un tanto singular de responder a las plegarias.

    —Eso parece, frate; eso parece.

    El magistrado detuvo el caballo a las puertas del cenobio. Miró a su alrededor, asintió meditabundo y luego reanudó el camino con un ligero golpe de los talones.

    Lequetia cabalgaba al lado, mucho menos cómoda en su montura. Para empezar, no acababa de entender qué hacía allí el magistrado ni por qué se había empeñado en ir hasta el cenobio con ella como única compañía. Tampoco comprendía por qué no se había limitado a darles las órdenes pertinentes ni había esperado después, instalado con comodidad en su oficina, a que Lequetia lo informase de lo ocurrido.

    Sumida en sus pensamientos, casi no fue consciente de que trasponían el enorme portón y salían a una amplísima plaza en cuyo centro se alzaba un edificio alto y estilizado, rematado por una torre delgada en la que ondeaba un estandarte con el símbolo del Dios Dual.

    A un lado de la torre se veía un pequeño domo y, como le pasaba siempre que lo divisaba, Lequetia no pudo quitarse de encima la idea de que al edificio le había salido una joroba. A la izquierda, bastante menos imponente, había un complejo de diversas construcciones destinadas a los frates y sores en sus quehaceres diarios. Al otro lado del templo, más lejos, abrigados por las murallas, casi acurrucados contra ellas, se distinguían los talleres de los artesanos.

    Era la cuarta vez que Lequetia visitaba el cenobio desde que se había hecho cargo de la guarnición de la ciudad y, como las tres veces anteriores, se maravilló ante la cantidad de espacio con el que contaban. Por no mencionar todos los campos y bosques de los que el cenobio era el dueño, y cuyo usufructo arrendaba a los campesinos.  

    Dos frates se acercaron a los recién llegados, los ayudaron a descabalgar y se ocuparon de las monturas.

    —Salve, visitantes; paz con vosotros —dijo el mayor de los frates.

    —Y con vosotros —respondió el magistrado con una inclinación cortés de cabeza.

    —El Sumo Frate os espera, si tenéis a bien acompañarme.

    El magistrado dudó unos instantes, pero acabó asintiendo.

    —Por supuesto. Guíanos, por favor.

    El frate los llevó hacia el alto y estilizado templo. La centurión se dio cuenta de que el magistrado no perdía detalle de cuanto ocurría a su alrededor. Nada escapaba a su mirada, deliberadamente benévola: ni el humo en los talleres, ni los paseos de los monjes, ni las miradas que se intercambiaban a su paso las personas con las que se cruzaron.

    Entrar en el templo fue como pasar a otro mundo. De pronto, la realidad quedó fuera, mantenida a raya por las paredes elevadas, y se sumergieron en un cosmos de frescor, penumbra y tranquilidad. Las sandalias del frate que los guiaba apenas hacían ruido sobre el embaldosado y, a cada paso, la centurión tenía la sensación de estar rompiendo algo precioso y delicado con sus bastas botas de montar. Era difícil saber qué pensaba el magistrado.

    El Sumo Frate era un hombre de unos sesenta años, bajo, regordete y calvo como una pelota. Estaba no muy lejos del altar mayor, bajo una de las vidrieras, y la luz coloreada lo hacía parecer un personaje irreal.

    A su izquierda se alzaba imponente la estatua que representaba al Dios Dual: de perfil, con los brazos extendidos casi en cruz, la doble imagen de un hombre y una mujer alzaba el rostro hacia el cielo. Estaban espalda contra espalda, medio fusionados el uno contra el otro, siempre a punto de convertirse en un único ser, pero sin terminar jamás el proceso.

    Lequetia había oído que en otras partes de la República la interpretación que se daba a la doble naturaleza de Dios era justo la contraria. Las dos figuras, decían, no estaban a punto de fusionarse en una, sino a mitad del proceso de separarse en dos. En el pasado, le habían dicho, se habían librado guerras para decidir cuál de las dos interpretaciones era correcta. Lequetia sospechaba que volverían a librarse en el futuro por el mismo motivo.

    Mejor después de mi muerte.

    Con un gesto de la mano, el Sumo Frate despidió al monje que había guiado a los dos visitantes, se puso en pie y les tendió la mano con el dorso hacia ellos y con el anillo rematado con un rubí en el dedo anular bien a la vista.

    Lequetia no hizo nada, a la espera de la reacción del magistrado.

    Este fingió no ver la mano en espera del beso; se limitó a inclinar la cabeza y dijo:

    —Árgida Intrubio Polio, équite de la República y, desde hoy mismo, magistrado de Encrucijada. Paz contigo.

    —Y contigo, hijo mío —respondió el Sumo Frate mientras retiraba la mano como si nada hubiera pasado.

    A Lequetia, que lo conocía bien, no se le escapó el modo cuidadoso y concentrado en que el hombre ocultaba la rabia. Miró a Polio y comprendió que el magistrado también se había dado cuenta.

    Polio no fue a ver de inmediato al cadáver que estaba en el laboratorio del herborista, sino que pidió que le mostraran dónde lo habían encontrado. A Lequetia le pareció una preferencia extraña, pero había decidido que lo mejor que podía hacer en aquellos momentos era estar atenta, obedecer con diligencia las órdenes de Polio y guardar silencio a menos que fuera requerida su opinión.

    El herborista los guio a la parte posterior del templo, donde se extendía una amplia zona de huertos que iba casi de muralla a muralla. La huella del cadáver aún era visible en medio del huerto de repollos; tanto que casi se habría podido trazar el contorno con solo seguir el rastro de verduras aplastadas.

    Polio le indicó con un gesto a Lequetia que esperase justo al borde del pequeño huerto y luego, con una prudencia exagerada, se internó en él. De vez en cuando se detenía y miraba a su

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