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Narraciones Extraordinarias: (33 HISTORIAS) - (El Corazón Delator, El Gato Negro, El Cuervo, Manuscrito Encontrado En Una Botella, Los Asesinatos De La Rue Morgue, El Misterio De Marie Roget, La Carta Robada, El Escarabajo De Oro, El Barril Del Amontillado, El Retrato Oval)
Narraciones Extraordinarias: (33 HISTORIAS) - (El Corazón Delator, El Gato Negro, El Cuervo, Manuscrito Encontrado En Una Botella, Los Asesinatos De La Rue Morgue, El Misterio De Marie Roget, La Carta Robada, El Escarabajo De Oro, El Barril Del Amontillado, El Retrato Oval)
Narraciones Extraordinarias: (33 HISTORIAS) - (El Corazón Delator, El Gato Negro, El Cuervo, Manuscrito Encontrado En Una Botella, Los Asesinatos De La Rue Morgue, El Misterio De Marie Roget, La Carta Robada, El Escarabajo De Oro, El Barril Del Amontillado, El Retrato Oval)
Ebook967 pages18 hours

Narraciones Extraordinarias: (33 HISTORIAS) - (El Corazón Delator, El Gato Negro, El Cuervo, Manuscrito Encontrado En Una Botella, Los Asesinatos De La Rue Morgue, El Misterio De Marie Roget, La Carta Robada, El Escarabajo De Oro, El Barril Del Amontillado, El Retrato Oval)

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About this ebook

Narraciones Extraordinarias es una serie de los más famosos y mejores 33 cuentos, relatos y poemas del famoso escritor Edgar Allan Poe, que abarca diferentes géneros desde terror, horror, historias góticas, paranormal, fantasmas, ocultismo y sobrenatural hasta Misterio de detectives.


El Corazón Delator

El Gato Negro

El Cuervo

Manuscrito Encontrado En Una Botella

Los Asesinatos De La Rue Morgue

El Misterio De Marie Roget

La Carta Robada

El Escarabajo De Oro

El Barril Del Amontillado

El Retrato Oval

El Pozo y El péndulo

La Caída De La Casa Usher

Silencio

El Caso Del Sr. Valdemar

El Demonio De La Perversidad

El Entierro Prematuro

La Máscara De La Muerte Roja

Eureka

Ligeia

La Narración De Arthur Gordon Pym

Nunca Apuestes Tu Cabeza Al Diablo

Un Sueño En Un Sueño

Eleonora

William Wilson

Ulalume

Annabel Lee

Berenice

Un Descenso Por El Maelström

El Hombre De La Multitud

Las Campanas

La Incomparable Aventura De Un Tal Hans Pfaall

El Sistema Del Dr. Tarr y El Profesor Fether

Hop Frog

LanguageEspañol
PublisherRealPremium32
Release dateSep 26, 2021
ISBN9791220854580
Narraciones Extraordinarias: (33 HISTORIAS) - (El Corazón Delator, El Gato Negro, El Cuervo, Manuscrito Encontrado En Una Botella, Los Asesinatos De La Rue Morgue, El Misterio De Marie Roget, La Carta Robada, El Escarabajo De Oro, El Barril Del Amontillado, El Retrato Oval)
Author

Edgar Allan Poe

Edgar Allan Poe (1809–49) reigned unrivaled in his mastery of mystery during his lifetime and is now widely held to be a central figure of Romanticism and gothic horror in American literature. Born in Boston, he was orphaned at age three, was expelled from West Point for gambling, and later became a well-regarded literary critic and editor. The Raven, published in 1845, made Poe famous. He died in 1849 under what remain mysterious circumstances and is buried in Baltimore, Maryland.

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    Narraciones Extraordinarias - Edgar Allan Poe

    El Corazón Delator

    ¡Es cierto! Siempre he sido nervioso, muy nervioso, terriblemente nervioso. ¿Pero por qué afirman ustedes que estoy loco? La enfermedad había agudizado mis sentidos, en vez de destruirlos o embotarlos. Y mi oído era el más agudo de todos. Oía todo lo que puede oírse en la tierra y en el cielo. Muchas cosas oí en el infierno. ¿Cómo puedo estar loco, entonces? Escuchen... y observen con cuánta cordura, con cuánta tranquilidad les cuento mi historia.

    Me es imposible decir cómo aquella idea me entró en la cabeza por primera vez; pero, una vez concebida, me acosó noche y día. Yo no perseguía ningún propósito. Ni tampoco estaba colérico. Quería mucho al viejo. Jamás me había hecho nada malo. Jamás me insultó. Su dinero no me interesaba. Me parece que fue su ojo. ¡Sí, eso fue! Tenía un ojo semejante al de un buitre... Un ojo celeste, y velado por una tela. Cada vez que lo clavaba en mí se me helaba la sangre. Y así, poco a poco, muy gradualmente, me fui decidiendo a matar al viejo y librarme de aquel ojo para siempre.

    Presten atención ahora. Ustedes me toman por loco. Pero los locos no saben nada. En cambio... ¡Si hubieran podido verme! ¡Si hubieran podido ver con qué habilidad procedí! ¡Con qué cuidado... con qué previsión... con qué disimulo me puse a la obra! Jamás fui más amable con el viejo que la semana antes de matarlo. Todas las noches, hacia las doce, hacía yo girar el picaporte de su puerta y la abría... ¡oh, tan suavemente! Y entonces, cuando la abertura era lo bastante grande para pasar la cabeza, levantaba una linterna sorda, cerrada, completamente cerrada, de manera que no se viera ninguna luz, y tras ella pasaba la cabeza.

    ¡Oh, ustedes se hubieran reído al ver cuán astutamente pasaba la cabeza! La movía lentamente... muy, muy lentamente, a fin de no perturbar el sueño del viejo. Me llevaba una hora entera introducir completamente la cabeza por la abertura de la puerta, hasta verlo tendido en su cama. ¿Eh? ¿Es que un loco hubiera sido tan prudente como yo? Y entonces, cuando tenía la cabeza completamente dentro del cuarto, abría la linterna cautelosamente... ¡oh, tan cautelosamente! Sí, cautelosamente iba abriendo la linterna (pues crujían las bisagras), la iba abriendo lo suficiente para que un solo rayo de luz cayera sobre el ojo de buitre. Y esto lo hice durante siete largas noches... cada noche, a las doce... pero siempre encontré el ojo cerrado, y por eso me era imposible cumplir mi obra, porque no era el viejo quien me irritaba, sino el mal de ojo. Y por la mañana, apenas iniciado el día, entraba sin miedo en su habitación y le hablaba resueltamente, llamándolo por su nombre con voz cordial y preguntándole cómo había pasado la noche. Ya ven ustedes que tendría que haber sido un viejo muy astuto para sospechar que todas las noches, justamente a las doce, iba yo a mirarlo mientras dormía.

    Al llegar la octava noche, procedí con mayor cautela que de costumbre al abrir la puerta. El minutero de un reloj se mueve con más rapidez de lo que se movía mi mano. Jamás, antes de aquella noche, había sentido el alcance de mis facultades, de mi sagacidad. Apenas lograba contener mi impresión de triunfo. ¡Pensar que estaba ahí, abriendo poco a poco la puerta, y que él ni siquiera soñaba con mis secretas intenciones o pensamientos! Me reí entre dientes ante esta idea, y quizá me oyó, porque lo sentí moverse repentinamente en la cama, como si se sobresaltara. Ustedes pensarán que me eché hacia atrás... pero no. Su cuarto estaba tan negro como la pez, ya que el viejo cerraba completamente las persianas por miedo a los ladrones; yo sabía que le era imposible distinguir la abertura de la puerta, y seguí empujando suavemente, suavemente.

    Había ya pasado la cabeza y me disponía a abrir la linterna, cuando mi pulgar resbaló en el cierre metálico y el viejo se enderezó en el lecho, gritando:

    -¿Quién está ahí?

    Permanecí inmóvil, sin decir palabra. Durante una hora entera no moví un solo músculo, y en todo ese tiempo no oí que volviera a tenderse en la cama. Seguía sentado, escuchando... tal como yo lo había hecho, noche tras noche, mientras escuchaba en la pared los taladros cuyo sonido anuncia la muerte.

    Oí de pronto un leve quejido, y supe que era el quejido que nace del terror. No expresaba dolor o pena... ¡oh, no! Era el ahogado sonido que brota del fondo del alma cuando el espanto la sobrecoge. Bien conocía yo ese sonido. Muchas noches, justamente a las doce, cuando el mundo entero dormía, surgió de mi pecho, ahondando con su espantoso eco los terrores que me enloquecían. Repito que lo conocía bien. Comprendí lo que estaba sintiendo el viejo y le tuve lástima, aunque me reía en el fondo de mi corazón. Comprendí que había estado despierto desde el primer leve ruido, cuando se movió en la cama. Había tratado de decirse que aquel ruido no era nada, pero sin conseguirlo. Pensaba: No es más que el viento en la chimenea... o un grillo que chirrió una sola vez. Sí, había tratado de darse ánimo con esas suposiciones, pero todo era en vano. Todo era en vano, porque la Muerte se había aproximado a él, deslizándose furtiva, y envolvía a su víctima. Y la fúnebre influencia de aquella sombra imperceptible era la que lo movía a sentir -aunque no podía verla ni oírla-, a sentir la presencia de mi cabeza dentro de la habitación.

    Después de haber esperado largo tiempo, con toda paciencia, sin oír que volviera a acostarse, resolví abrir una pequeña, una pequeñísima ranura en la linterna.

    Así lo hice -no pueden imaginarse ustedes con qué cuidado, con qué inmenso cuidado-, hasta que un fino rayo de luz, semejante al hilo de la araña, brotó de la ranura y cayó de lleno sobre el ojo de buitre.

    Estaba abierto, abierto de par en par... y yo empecé a enfurecerme mientras lo miraba. Lo vi con toda claridad, de un azul apagado y con aquella horrible tela que me helaba hasta el tuétano. Pero no podía ver nada de la cara o del cuerpo del viejo, pues, como movido por un instinto, había orientado el haz de luz exactamente hacia el punto maldito.

    ¿No les he dicho ya que lo que toman erradamente por locura es sólo una excesiva agudeza de los sentidos? En aquel momento llegó a mis oídos un resonar apagado y presuroso, como el que podría hacer un reloj envuelto en algodón. Aquel sonido también me era familiar.

    Era el latir del corazón del viejo. Aumentó aún más mi furia, tal como el redoblar de un tambor estimula el coraje de un soldado.

    Pero, incluso entonces, me contuve y seguí callado. Apenas si respiraba. Sostenía la linterna de modo que no se moviera, tratando de mantener con toda la firmeza posible el haz de luz sobre el ojo. Entretanto, el infernal latir del corazón iba en aumento. Se hacía cada vez más rápido, cada vez más fuerte, momento a momento. El espanto del viejo tenía que ser terrible. ¡Cada vez más fuerte, más fuerte! ¿Me siguen ustedes con atención? Les he dicho que soy nervioso. Sí, lo soy. Y ahora, a medianoche, en el terrible silencio de aquella antigua casa, un resonar tan extraño como aquél me llenó de un horror incontrolable. Sin embargo, me contuve todavía algunos minutos y permanecí inmóvil. ¡Pero el latido crecía cada vez más fuerte, más fuerte! Me pareció que aquel corazón iba a estallar. Y una nueva ansiedad se apoderó de mí... ¡Algún vecino podía escuchar aquel sonido! ¡La hora del viejo había sonado! Lanzando un alarido, abrí del todo la linterna y me precipité en la habitación. El viejo clamó una vez... nada más que una vez. Me bastó un segundo para arrojarlo al suelo y echarle encima el pesado colchón. Sonreí alegremente al ver lo fácil que me había resultado todo. Pero, durante varios minutos, el corazón siguió latiendo con un sonido ahogado. Claro que no me preocupaba, pues nadie podría escucharlo a través de las paredes. Cesó, por fin, de latir. El viejo había muerto. Levanté el colchón y examiné el cadáver. Sí, estaba muerto, completamente muerto. Apoyé la mano sobre el corazón y la mantuve así largo tiempo. No se sentía el menor latido. El viejo estaba bien muerto. Su ojo no volvería a molestarme.

    Si ustedes continúan tomándome por loco dejarán de hacerlo cuando les describa las astutas precauciones que adopté para esconder el cadáver. La noche avanzaba, mientras yo cumplía mi trabajo con rapidez, pero en silencio. Ante todo, descuarticé el cadáver. Le corté la cabeza, brazos y piernas.

    Levanté luego tres planchas del piso de la habitación y escondí los restos en el hueco. Volví a colocar los tablones con tanta habilidad que ningún ojo humano -ni siquiera el suyohubiera podido advertir la menor diferencia. No había nada que lavar... ninguna mancha... ningún rastro de sangre. Yo era demasiado precavido para eso. Una cuba había recogido todo... ¡ja, ja!

    Cuando hube terminado mi tarea eran las cuatro de la madrugada, pero seguía tan oscuro como a medianoche. En momentos en que se oían las campanadas de la hora, golpearon a la puerta de la calle. Acudí a abrir con toda tranquilidad, pues ¿qué podía temer ahora?

    Hallé a tres caballeros, que se presentaron muy civilmente como oficiales de policía.

    Durante la noche, un vecino había escuchado un alarido, por lo cual se sospechaba la posibilidad de algún atentado. Al recibir este informe en el puesto de policía, habían comisionado a los tres agentes para que registraran el lugar.

    Sonreí, pues... ¿qué tenía que temer? Di la bienvenida a los oficiales y les expliqué que yo había lanzado aquel grito durante una pesadilla. Les hice saber que el viejo se había ausentado a la campaña. Llevé a los visitantes a recorrer la casa y los invité a que revisaran, a que revisaran bien. Finalmente, acabé conduciéndolos a la habitación del muerto. Les mostré sus caudales intactos y cómo cada cosa se hallaba en su lugar. En el entusiasmo de mis confidencias traje sillas a la habitación y pedí a los tres caballeros que descansaran allí de su fatiga, mientras yo mismo, con la audacia de mi perfecto triunfo, colocaba mi silla en el exacto punto bajo el cual reposaba el cadáver de mi víctima.

    Los oficiales se sentían satisfechos. Mis modales los habían convencido. Por mi parte, me hallaba perfectamente cómodo. Sentáronse y hablaron de cosas comunes, mientras yo les contestaba con animación. Mas, al cabo de un rato, empecé a notar que me ponía pálido y deseé que se marcharan. Me dolía la cabeza y creía percibir un zumbido en los oídos; pero los policías continuaban sentados y charlando. El zumbido se hizo más intenso; seguía resonando y era cada vez más intenso. Hablé en voz muy alta para librarme de esa sensación, pero continuaba lo mismo y se iba haciendo cada vez más clara... hasta que, al fin, me di cuenta de que aquel sonido no se producía dentro de mis oídos.

    Sin duda, debí de ponerme muy pálido, pero seguí hablando con creciente soltura y levantando mucho la voz. Empero, el sonido aumentaba... ¿y que podía hacer yo? Era un resonar apagado y presuroso..., un sonido como el que podría hacer un reloj envuelto en algodón. Yo jadeaba, tratando de recobrar el aliento, y, sin embargo, los policías no habían oído nada. Hablé con mayor rapidez, con vehemencia, pero el sonido crecía continuamente.

    Me puse en pie y discutí sobre insignificancias en voz muy alta y con violentas gesticulaciones; pero el sonido crecía continuamente. ¿Por qué no se iban? Anduve de un lado a otro, a grandes pasos, como si las observaciones de aquellos hombres me enfurecieran; pero el sonido crecía continuamente. ¡Oh, Dios! ¿Qué podía hacer yo? Lancé espumarajos de rabia... maldije... juré... Balanceando la silla sobre la cual me había sentado, raspé con ella las tablas del piso, pero el sonido sobrepujaba todos los otros y crecía sin cesar. ¡Más alto... más alto... más alto! Y entretanto los hombres seguían charlando plácidamente y sonriendo. ¿Era posible que no oyeran? ¡Santo Dios! ¡No, no!

    ¡Claro que oían y que sospechaban! ¡Sabían... y se estaban burlando de mi horror! ¡Sí, así lo pensé y así lo pienso hoy! ¡Pero cualquier cosa era preferible a aquella agonía! ¡Cualquier cosa sería más tolerable que aquel escarnio! ¡No podía soportar más tiempo sus sonrisas hipócritas! ¡Sentí que tenía que gritar o morir, y entonces... otra vez... escuchen... más fuerte... más fuerte... más fuerte... más fuerte!

    -¡Basta ya de fingir, malvados! -aullé-. ¡Confieso que lo maté! ¡Levanten esos tablones! ¡Ahí... ahí!¡Donde está latiendo su horrible corazón!

    El Gato Negro

    No espero ni pido que alguien crea en el extraño, aunque simple relato que me dispongo a escribir. Loco estaría si lo esperara, cuando mis sentidos rechazan su propia evidencia. Pero no estoy loco y sé muy bien que esto no es un sueño. Mañana voy a morir y quisiera aliviar hoy mi alma. Mi propósito inmediato consiste en poner de manifiesto, simple, sucintamente y sin comentarios, una serie de episodios domésticos. Las consecuencias de esos episodios me han aterrorizado, me han torturado y, por fin, me han destruido. Pero no intentaré explicarlos. Si para mí han sido horribles, para otros resultarán menos espantosos que barrocos. Más adelante, tal vez, aparecerá alguien cuya inteligencia reduzca mis fantasmas a lugares comunes; una inteligencia más serena, más lógica y mucho menos excitable que la mía, capaz de ver en las circunstancias que temerosamente describiré, una vulgar sucesión de causas y efectos naturales.

    Desde la infancia me destaqué por la docilidad y bondad de mi carácter. La ternura que abrigaba mi corazón era tan grande que llegaba a convertirme en objeto de burla para mis compañeros. Me gustaban especialmente los animales, y mis padres me permitían tener una gran variedad. Pasaba a su lado la mayor parte del tiempo, y jamás me sentía más feliz que cuando les daba de comer y los acariciaba. Este rasgo de mi carácter creció conmigo y, cuando llegué a la virilidad, se convirtió en una de mis principales fuentes de placer.

    Aquellos que alguna vez han experimentado cariño hacia un perro fiel y sagaz no necesitan que me moleste en explicarles la naturaleza o la intensidad de la retribución que recibía. Hay algo en el generoso y abnegado amor de un animal que llega directamente al corazón de aquel que con frecuencia ha probado la falsa amistad y la frágil fidelidad del hombre.

    Me casé joven y tuve la alegría de que mi esposa compartiera mis preferencias. Al observar mi gusto por los animales domésticos, no perdía oportunidad de procurarme los más agradables de entre ellos. Teníamos pájaros, peces de colores, un hermoso perro, conejos, un monito y un gato.

    Este último era un animal de notable tamaño y hermosura, completamente negro y de una sagacidad asombrosa. Al referirse a su inteligencia, mi mujer, que en el fondo era no poco supersticiosa, aludía con frecuencia a la antigua creencia popular de que todos los gatos negros son brujas metamorfoseadas. No quiero decir que lo creyera seriamente, y sólo menciono la cosa porque acabo de recordarla.

    Plutón -tal era el nombre del gato- se había convertido en mi favorito y mi camarada. Sólo yo le daba de comer y él me seguía por todas partes en casa. Me costaba mucho impedir que anduviera tras de mí en la calle.

    Nuestra amistad duró así varios años, en el curso de los cuales (enrojezco al confesarlo) mi temperamento y mi carácter se alteraron radicalmente por culpa del demonio.

    Intemperancia. Día a día me fui volviendo más melancólico, irritable e indiferente hacia los sentimientos ajenos. Llegué, incluso, a hablar descomedidamente a mi mujer y terminé por infligirle violencias personales. Mis favoritos, claro está, sintieron igualmente el cambio de mi carácter. No sólo los descuidaba, sino que llegué a hacerles daño. Hacia Plutón, sin embargo, conservé suficiente consideración como para abstenerme de maltratarlo, cosa que hacía con los conejos, el mono y hasta el perro cuando, por casualidad o movidos por el afecto, se cruzaban en mi camino. Mi enfermedad, empero, se agravaba -pues, ¿qué enfermedad es comparable al alcohol?-, y finalmente el mismo Plutón, que ya estaba viejo y, por tanto, algo enojadizo, empezó a sufrir las consecuencias de mi mal humor.

    Una noche en que volvía a casa completamente embriagado, después de una de mis correrías por la ciudad, me pareció que el gato evitaba mi presencia. Lo alcé en brazos, pero, asustado por mi violencia, me mordió ligeramente en la mano. Al punto se apoderó de mí una furia demoníaca y ya no supe lo que hacía. Fue como si la raíz de mi alma se separara de golpe de mi cuerpo; una maldad más que diabólica, alimentada por la ginebra, estremeció cada fibra de mi ser. Sacando del bolsillo del chaleco un cortaplumas, lo abrí mientras sujetaba al pobre animal por el pescuezo y, deliberadamente, le hice saltar un ojo.

    Enrojezco, me abraso, tiemblo mientras escribo tan condenable atrocidad.

    Cuando la razón retornó con la mañana, cuando hube disipado en el sueño los vapores de la orgía nocturna, sentí que el horror se mezclaba con el remordimiento ante el crimen cometido; pero mi sentimiento era débil y ambiguo, no alcanzaba a interesar al alma. Una vez más me hundí en los excesos y muy pronto ahogué en vino los recuerdos de lo sucedido.

    El gato, entretanto, mejoraba poco a poco. Cierto que la órbita donde faltaba el ojo presentaba un horrible aspecto, pero el animal no parecía sufrir ya. Se paseaba, como de costumbre, por la casa, aunque, como es de imaginar, huía aterrorizado al verme. Me quedaba aún bastante de mi antigua manera de ser para sentirme agraviado por la evidente antipatía de un animal que alguna vez me había querido tanto. Pero ese sentimiento no tardó en ceder paso a la irritación. Y entonces, para mi caída final e irrevocable, se presentó el espíritu de la perversidad. La filosofía no tiene en cuenta a este espíritu; y, sin embargo, tan seguro estoy de que mi alma existe como de que la perversidad es uno de los impulsos primordiales del corazón humano, una de las facultades primarias indivisibles, uno de esos sentimientos que dirigen el carácter del hombre. ¿Quién no se ha sorprendido a sí mismo cien veces en momentos en que cometía una acción tonta o malvada por la simple razón de que no debía cometerla? ¿No hay en nosotros una tendencia permanente, que enfrenta descaradamente al buen sentido, una tendencia a transgredir lo que constituye la Ley por el solo hecho de serlo? Este espíritu de perversidad se presentó, como he dicho, en mi caída final.

    Y el insondable anhelo que tenía mi alma de vejarse a sí misma, de violentar su propia naturaleza, de hacer mal por el mal mismo, me incitó a continuar y, finalmente, a consumar el suplicio que había infligido a la inocente bestia. Una mañana, obrando a sangre fría, le pasé un lazo por el pescuezo y lo ahorqué en la rama de un árbol; lo ahorqué mientras las lágrimas manaban de mis ojos y el más amargo remordimiento me apretaba el corazón; lo ahorqué porque recordaba que me había querido y porque estaba seguro de que no me había dado motivo para matarlo; lo ahorqué porque sabía que, al hacerlo, cometía un pecado, un pecado mortal que comprometería mi alma hasta llevarla -si ello fuera posible más allá del alcance de la infinita misericordia del Dios más misericordioso y más terrible.

    La noche de aquel mismo día en que cometí tan cruel acción me despertaron gritos de: ¡Incendio! Las cortinas de mi cama eran una llama viva y toda la casa estaba ardiendo.

    Con gran dificultad pudimos escapar de la conflagración mi mujer, un sirviente y yo. Todo quedó destruido. Mis bienes terrenales se perdieron y desde ese momento tuve que resignarme a la desesperanza.

    No incurriré en la debilidad de establecer una relación de causa y efecto entre el desastre y mi criminal acción. Pero estoy detallando una cadena de hechos y no quiero dejar ningún eslabón incompleto. Al día siguiente del incendio acudí a visitar las ruinas. Salvo una, las paredes se habían desplomado. La que quedaba en pie era un tabique divisorio de poco espesor, situado en el centro de la casa, y contra el cual se apoyaba antes la cabecera de mi lecho. El enlucido había quedado a salvo de la acción del fuego, cosa que atribuí a su reciente aplicación. Una densa muchedumbre habíase reunido frente a la pared y varias personas parecían examinar parte de la misma con gran atención y detalle. Las palabras ¡extraño!, ¡curioso! y otras similares excitaron mi curiosidad. Al aproximarme vi que, en la blanca superficie, grabada como un bajorrelieve, aparecía la imagen de un gigantesco gato. El contorno tenía una nitidez verdaderamente maravillosa. Había una soga alrededor del pescuezo del animal.

    Al descubrir esta aparición -ya que no podía considerarla otra cosa- me sentí dominado por el asombro y el terror.

    Pero la reflexión vino luego en mi ayuda. Recordé que había ahorcado al gato en un jardín contiguo a la casa. Al producirse la alarma del incendio, la multitud había invadido inmediatamente el jardín: alguien debió de cortar la soga y tirar al gato en mi habitación por la ventana abierta. Sin duda, habían tratado de despertarme en esa forma. Probablemente la caída de las paredes comprimió a la víctima de mi crueldad contra el enlucido recién aplicado, cuya cal, junto con la acción de las llamas y el amoniaco del cadáver, produjo la imagen que acababa de ver.

    Si bien en esta forma quedó satisfecha mi razón, ya que no mi conciencia, sobre el extraño episodio, lo ocurrido impresionó profundamente mi imaginación. Durante muchos meses no pude librarme del fantasma del gato, y en todo ese tiempo dominó mi espíritu un sentimiento informe que se parecía, sin serlo, al remordimiento. Llegué al punto de lamentar la pérdida del animal y buscar, en los viles antros que habitualmente frecuentaba, algún otro de la misma especie y apariencia que pudiera ocupar su lugar.

    Una noche en que, borracho a medias, me hallaba en una taberna más que infame, reclamó mi atención algo negro posado sobre uno de los enormes toneles de ginebra que constituían el principal moblaje del lugar. Durante algunos minutos había estado mirando dicho tonel y me sorprendió no haber advertido antes la presencia de la mancha negra en lo alto. Me aproximé y la toqué con la mano. Era un gato negro muy grande, tan grande como Plutón y absolutamente igual a éste, salvo un detalle. Plutón no tenía el menor pelo blanco en el cuerpo, mientras este gato mostraba una vasta, aunque indefinida mancha blanca que le cubría casi todo el pecho.

    Al sentirse acariciado se enderezó prontamente, ronroneando con fuerza, se frotó contra mi mano y pareció encantado de mis atenciones. Acababa, pues, de encontrar el animal que precisamente andaba buscando. De inmediato, propuse su compra al tabernero, pero me contestó que el animal no era suyo y que jamás lo había visto antes ni sabía nada de él.

    Continué acariciando al gato y, cuando me disponía a volver a casa, el animal pareció dispuesto a acompañarme. Le permití que lo hiciera, deteniéndome una y otra vez para inclinarme y acariciarlo. Cuando estuvo en casa, se acostumbró a ella de inmediato y se convirtió en el gran favorito de mi mujer.

    Por mi parte, pronto sentí nacer en mí una antipatía hacia aquel animal. Era exactamente lo contrario de lo que había anticipado, pero -sin que pueda decir cómo ni por qué- su marcado cariño por mí me disgustaba y me fatigaba.

    Gradualmente, el sentimiento de disgusto y fatiga creció hasta alcanzar la amargura del odio. Evitaba encontrarme con el animal; un resto de vergüenza y el recuerdo de mi crueldad de antaño me vedaban maltratarlo. Durante algunas semanas me abstuve de pegarle o de hacerlo víctima de cualquier violencia; pero gradualmente -muy gradualmente- llegué a mirarlo con inexpresable odio y a huir en silencio de su detestable presencia, como si fuera una emanación de la peste.

    Lo que, sin duda, contribuyó a aumentar mi odio fue descubrir, a la mañana siguiente de haberlo traído a casa, que aquel gato, igual que Plutón, era tuerto. Esta circunstancia fue precisamente la que lo hizo más grato a mi mujer, quien, como ya dije, poseía en alto grado esos sentimientos humanitarios que alguna vez habían sido mi rasgo distintivo y la fuente de mis placeres más simples y más puros.

    El cariño del gato por mí parecía aumentar en el mismo grado que mi aversión. Seguía mis pasos con una pertinencia que me costaría hacer entender al lector. Dondequiera que me sentara venía a ovillarse bajo mi silla o saltaba a mis rodillas, prodigándome sus odiosas caricias. Si echaba a caminar, se metía entre mis pies, amenazando con hacerme caer, o bien clavaba sus largas y afiladas uñas en mis ropas, para poder trepar hasta mi pecho. En esos momentos, aunque ansiaba aniquilarlo de un solo golpe, me sentía paralizado por el recuerdo de mi primer crimen, pero, sobre todo -quiero confesarlo ahora mismo- por un espantoso temor al animal.

    Aquel temor no era precisamente miedo de un mal físico y, sin embargo, me sería imposible definirlo de otra manera. Me siento casi avergonzado de reconocer, sí, aún en esta celda de criminales me siento casi avergonzado de reconocer que el terror, el espanto que aquel animal me inspiraba, era intensificado por una de las más insensatas quimeras que sería dado concebir. Más de una vez mi mujer me había llamado la atención sobre la forma de la mancha blanca de la cual ya he hablado, y que constituía la única diferencia entre el extraño animal y el que yo había matado. El lector recordará que esta mancha, aunque grande, me había parecido al principio de forma indefinida; pero gradualmente, de manera tan imperceptible que mi razón luchó durante largo tiempo por rechazarla como fantástica, la mancha fue asumiendo un contorno de rigurosa precisión. Representaba ahora algo que me estremezco al nombrar, y por ello odiaba, temía y hubiera querido librarme del monstruo si hubiese sido capaz de atreverme; representaba, digo, la imagen de una cosa atroz, siniestra..., ¡la imagen del patíbulo! ¡Oh lúgubre y terrible máquina del horror y del crimen, de la agonía y de la muerte!

    Me sentí entonces más miserable que todas las miserias humanas. ¡Pensar que una bestia, cuyo semejante había yo destruido desdeñosamente, una bestia era capaz de producir tan insoportable angustia en un hombre creado a imagen y semejanza de Dios! ¡Ay, ni de día ni de noche pude ya gozar de la bendición del reposo! De día, aquella criatura no me dejaba un instante solo; de noche, despertaba hora a hora de los más horrorosos sueños, para sentir el ardiente aliento de la cosa en mi rostro y su terrible peso -pesadilla encarnada de la que no me era posible desprenderme- apoyado eternamente sobre mi corazón.

    Bajo el agobio de tormentos semejantes, sucumbió en mí lo poco que me quedaba de bueno. Sólo los malos pensamientos disfrutaban ya de mi intimidad; los más tenebrosos, los más perversos pensamientos. La melancolía habitual de mi humor creció hasta convertirse en aborrecimiento de todo lo que me rodeaba y de la entera humanidad; y mi pobre mujer, que de nada se quejaba, llegó a ser la habitual y paciente víctima de los repentinos y frecuentes arrebatos de ciega cólera a que me abandonaba.

    Cierto día, para cumplir una tarea doméstica, me acompañó al sótano de la vieja casa donde nuestra pobreza nos obligaba a vivir. El gato me siguió mientras bajaba la empinada escalera y estuvo a punto de tirarme cabeza abajo, lo cual me exasperó hasta la locura. Alzando un hacha y olvidando en mi rabia los pueriles temores que hasta entonces habían detenido mi mano, descargué un golpe que hubiera matado instantáneamente al animal de haberlo alcanzado. Pero la mano de mi mujer detuvo su trayectoria. Entonces, llevado por su intervención a una rabia más que demoníaca, me zafé de su abrazo y le hundí el hacha en la cabeza. Sin un solo quejido, cayó muerta a mis pies.

    Cumplido este espantoso asesinato, me entregué al punto y con toda sangre fría a la tarea de ocultar el cadáver. Sabía que era imposible sacarlo de casa, tanto de día como de noche, sin correr el riesgo de que algún vecino me observara. Diversos proyectos cruzaron mi mente. Por un momento pensé en descuartizar el cuerpo y quemar los pedazos. Luego se me ocurrió cavar una tumba en el piso del sótano. Pensé también si no convenía arrojar el cuerpo al pozo del patio o meterlo en un cajón, como si se tratara de una mercadería común, y llamar a un mozo de cordel para que lo retirara de casa. Pero, al fin, di con lo que me pareció el mejor expediente y decidí emparedar el cadáver en el sótano, tal como se dice que los monjes de la Edad Media emparedaban a sus víctimas.

    El sótano se adaptaba bien a este propósito. Sus muros eran de material poco resistente y estaban recién revocados con un mortero ordinario, que la humedad de la atmósfera no había dejado endurecer. Además, en una de las paredes se veía la saliencia de una falsa chimenea, la cual había sido rellenada y tratada de manera semejante al resto del sótano. Sin lugar a dudas, sería muy fácil sacar los ladrillos en esa parte, introducir el cadáver y tapar el agujero como antes, de manera que ninguna mirada pudiese descubrir algo sospechoso.

    No me equivocaba en mis cálculos. Fácilmente saqué los ladrillos con ayuda de una palanca y, luego de colocar cuidadosamente el cuerpo contra la pared interna, lo mantuve en esa posición mientras aplicaba de nuevo la mampostería en su forma original. Después de procurarme argamasa, arena y cerda, preparé un enlucido que no se distinguía del anterior y revoqué cuidadosamente el nuevo enladrillado. Concluida la tarea, me sentí seguro de que todo estaba bien. La pared no mostraba la menor señal de haber sido tocada.

    Había barrido hasta el menor fragmento de material suelto. Miré en torno, triunfante, y me dije: Aquí, por lo menos, no he trabajado en vano.

    Mi paso siguiente consistió en buscar a la bestia causante de tanta desgracia, pues al final me había decidido a matarla. Si en aquel momento el gato hubiera surgido ante mí, su destino habría quedado sellado, pero, por lo visto, el astuto animal, alarmado por la violencia de mi primer acceso de cólera, se cuidaba de aparecer mientras no cambiara mi humor. Imposible describir o imaginar el profundo, el maravilloso alivio que la ausencia de la detestada criatura trajo a mi pecho. No se presentó aquella noche, y así, por primera vez desde su llegada a la casa, pude dormir profunda y tranquilamente; sí, pude dormir, aun con el peso del crimen sobre mi alma.

    Pasaron el segundo y el tercer día y mi atormentador no volvía. Una vez más respiré como un hombre libre. ¡Aterrado, el monstruo había huido de casa para siempre! ¡Ya no volvería a contemplarlo! Gozaba de una suprema felicidad, y la culpa de mi negra acción me preocupaba muy poco. Se practicaron algunas averiguaciones, a las que no me costó mucho responder. Incluso hubo una perquisición en la casa; pero, naturalmente, no se descubrió nada. Mi tranquilidad futura me parecía asegurada.

    Al cuarto día del asesinato, un grupo de policías se presentó inesperadamente y procedió a una nueva y rigurosa inspección. Convencido de que mi escondrijo era impenetrable, no sentí la más leve inquietud. Los oficiales me pidieron que los acompañara en su examen.

    No dejaron hueco ni rincón sin revisar. Al final, por tercera o cuarta vez, bajaron al sótano.

    Los seguí sin que me temblara un solo músculo. Mi corazón latía tranquilamente, como el de aquel que duerme en la inocencia. Me paseé de un lado al otro del sótano. Había cruzado los brazos sobre el pecho y andaba tranquilamente de aquí para allá. Los policías estaban completamente satisfechos y se disponían a marcharse. La alegría de mi corazón era demasiado grande para reprimirla. Ardía en deseos de decirles, por lo menos, una palabra como prueba de triunfo y confirmar doblemente mi inocencia.

    -Caballeros -dije, por fin, cuando el grupo subía la escalera-, me alegro mucho de haber disipado sus sospechas. Les deseo felicidad y un poco más de cortesía. Dicho sea de paso, caballeros, esta casa está muy bien construida... (En mi frenético deseo de decir alguna cosa con naturalidad, casi no me daba cuenta de mis palabras). Repito que es una casa de excelente construcción. Estas paredes... ¿ya se marchan ustedes, caballeros?... tienen una gran solidez.

    Y entonces, arrastrado por mis propias bravatas, golpeé fuertemente con el bastón que llevaba en la mano sobre la pared del enladrillado tras de la cual se hallaba el cadáver de la esposa de mi corazón.

    ¡Que Dios me proteja y me libre de las garras del archidemonio! Apenas había cesado el eco de mis golpes cuando una voz respondió desde dentro de la tumba. Un quejido, sordo y entrecortado al comienzo, semejante al sollozar de un niño, que luego creció rápidamente hasta convertirse en un largo, agudo y continuo alarido, anormal, como inhumano, un aullido, un clamor de lamentación, mitad de horror, mitad de triunfo, como sólo puede haber brotado en el infierno de la garganta de los condenados en su agonía y de los demonios exultantes en la condenación.

    Hablar de lo que pensé en ese momento sería locura. Presa de vértigo, fui tambaleándome hasta la pared opuesta. Por un instante el grupo de hombres en la escalera quedó paralizado por el terror. Luego, una docena de robustos brazos atacaron la pared, que cayó de una pieza. El cadáver, ya muy corrompido y manchado de sangre coagulada, apareció de pie ante los ojos de los espectadores. Sobre su cabeza, con la roja boca abierta y el único ojo como de fuego, estaba agazapada la horrible bestia cuya astucia me había inducido al asesinato y cuya voz delatadora me entregaba al verdugo. ¡Había emparedado al monstruo en la tumba!

    El Cuervo

    Cierta noche aciaga, cuando, con la mente cansada, meditaba sobre varios libracos de sabiduría ancestral y asentía, adormecido, de pronto se oyó un rasguido, como si alguien muy suavemente llamara a mi portal. Es un visitante -me dije-, que está llamando al portal; sólo eso y nada más.

    ¡Ah, recuerdo tan claramente aquel desolado diciembre! Cada chispa resplandeciente dejaba un rastro espectral. Yo esperaba ansioso el alba, pues no había hallado calma en mis libros, ni consuelo a la pérdida abismal de aquella a quien los ángeles Leonor podrán llamar y aquí nadie nombrará.

    Cada crujido de las cortinas purpúreas y cetrinas me embargaba de dañinas dudas y mi sobresalto era tal que, para calmar mi angustia repetí con voz mustia: No es sino un visitante que ha llegado a mi portal; un tardío visitante esperando en mi portal. Sólo eso y nada más.

    Más de pronto me animé y sin vacilación hablé: Caballero -dije-, o señora, me tendréis que disculpar pues estaba adormecido cuando oí vuestro rasguido y tan suave había sido vuestro golpe en mi portal que dudé de haberlo oído..., y abrí de golpe el portal: sólo sombras, nada más.

    La noche miré de lleno, de temor y dudas pleno, y soñé sueños que nadie osó soñar jamás; pero en este silencio atroz, superior a toda voz, sólo se oyó la palabra Leonor, que yo me atreví a susurrar... sí, susurré la palabra Leonor y un eco volvió la a nombrar. Sólo eso y nada más.

    Aunque mi alma ardía por dentro regresé a mis aposentos, pero pronto aquel rasguido se escuchó más pertinaz. Esta vez quien sea que llama ha llamado a mi ventana; veré pues de qué se trata, que misterio habrá detrás. Si mi corazón se aplaca lo podré desentrañar. ¡Es el viento y nada más!.

    Más cuando abrí la persiana se coló por la ventana, agitando el plumaje, un cuervo muy solemne y ancestral. Sin cumplido o miramiento, sin detenerse un momento, con aire envarado y grave fue a posarse en mi portal, en un pálido busto de palas que hay encima del umbral; fue, posóse y nada más.

    Esta negra y torva ave tocó, con su aire grave, en sonriente extrañeza mi gris solemnidad. "Ese penacho rapado -le dije-, no te impide ser osado, viejo cuervo desterrado de la negrura abisal;

    ¿Cuál es tu tétrico nombre en el abismo infernal? Dijo el cuervo: Nunca más. Que una ave zarrapastrosa tuviera esa voz virtuosa sorprendióme aunque el sentido fuera tan poco cabal, pues acordaréis conmigo que pocos habrán tenido ocasión de ver posado tal pájaro en su portal. Ni ave ni bestia alguna en la estatua del portal que se llamara Nunca más".

    Mas el cuervo, altivo, adusto, no pronunció desde el busto, como si en ello le fuera el alma, ni una sílaba más. No movió una sola pluma ni dijo palabra alguna hasta que al fin musité: Vi a otros amigos volar; por la mañana él también, cual mis anhelos, volará. Dijo entonces: Nunca más.

    Esta certera respuesta dejó mi alma traspuesta; Sin duda - dije-, repite lo que ha podido acopiar del repertorio olvidado de algún amo desgraciado que en su caída redujo sus canciones a un refrán: Nunca, nunca más".

    Como el cuervo aún convertía en sonrisa mi porfía planté una silla mullida frente al ave y el portal; y hundido en el terciopelo me afané con recelo en descubrir que quería la funesta ave ancestral al repetir: Nunca más.

    Esto, sentado, pensaba, aunque sin decir palabra al ave que ahora quemaba mi pecho con su mirar; eso y más cosas pensaba, con la cabeza apoyada sobre el cojín purpúreo que el candil hacía brillar. ¡Sobre aquel cojín purpúreo que ella gustaba de usar, y ya no usará nunca más!

    Luego el aire se hizo denso, como si ardiera un incienso mecido por serafines de leve andar musical. ¡Miserable! -Me dije-. ¡Tú Dios estos ángeles dirige hacia ti con el filtro que a Leonor te hará olvidar! ¡Bebe, bebe el dulce filtro, y a Leonor olvidarás!. Dijo el cuervo: Nunca más.

    ¡Profeta! -grité-, ser malvado, profeta eres, diablo alado! ¿Del Tentador enviado o acaso una tempestad trajo tu torvo plumaje hasta este yermo paraje, a esta morada espectral? ¡Más te imploro, dime ya, dime, te imploro, si existe algún bálsamo en Galaad! Dijo el cuervo: Nunca más.

    ¡Profeta! -grité-, ser malvado, profeta eres, diablo alado! Por el dios que veneramos, por el manto celestial, dile a este desventurado si en el edén lejano a Leonor, ahora entre ángeles, un día podré abrazar. Dijo el cuervo: ¡Nunca más!.

    ¡Diablo alado, no hables más!, dije, dando un paso atrás; ¡Que la tromba te devuelva a la negrura abisal! ¡Ni rastro de tu plumaje en recuerdo de tu ultraje quiero en mi portal! ¡Deja en paz mi soledad! ¡Quita el pico de mi pecho y tu sombra del portal! Dijo el cuervo: Nunca más".

    Y el impávido cuervo osado aún sigue, sigue posado, en el pálido busto de palas que hay encima del portal; y su mirada aguileña es la de un demonio que sueña, cuya sombra el candil en el suelo proyecta fantasmal; y mi alma, de esa sombra que allí flota fantasmal, no se alzará... ¡nunca más!

    Un Sueño en un Sueño

    ¡Recibe en la frente este beso! Y, por librarme de un peso antes de partir, confieso que acertaste si creías que han sido un sueño mis días; ¿Pero es acaso menos grave que la esperanza se acabe de noche o a pleno sol, con o sin una visión? Hasta nuestro último empeño es sólo un sueño en un sueño.

    Me encuentro en la costa fría. Que agita la mar bravía, oprimiendo entre mis manos, como arenas, oro en granos. ¡Que pocos son! y allí mismo, de mis dedos al abismo se desliza mi tesoro mientras lloro, ¡mientras lloro!

    ¿Evitare ¡Oh Dios! su suerte oprimiéndolos más fuertes? ¿Del vacío despiadado? ¿Ni uno solo habré salvado? ¿Cuánto hay de grande o pequeño? ¿Solo es un sueño en un sueño?

    Annabel Lee

    Hace muchos, muchos años, en un reino junto al mar, habitaba una doncella cuyo nombre os he de dar, y el nombre que daros puedo es el de Annabel Lee, quien vivía para amarme y ser amada por mí.

    Yo era un niño y era ella una niña junto al mar, en el reino prodigioso que os acabo de evocar. Más nuestro amor fue tan grande cual jamás yo presentí, más que el amor compartimos con mi bella Annabel Lee, y los nobles de su estirpe de abolengo señorial los ángeles en el cielo envidiaban tal amor, Los alados serafines nos miraban con rencor.

    Aquel fue el solo motivo, ¡hace tanto tiempo ya!, por el cual, de los confines del océano y más allá, un gélido viento vino de una nube y yo sentí congelarse entre mis brazos a mi bella Annabel Lee.

    La llevaron de mi lado en solemne funeral. A encerrarla la llevaron por la orilla de la mar a un sepulcro en ese reino que se alza junto al mar, Los arcángeles que no eran tan felices cual los dos, con envidia nos miraban desde el reino que es de Dios.

    Ese fue el solo motivo, bien lo podéis preguntar, pues lo saben los hidalgos de aquel reino junto al mar, por el cual un viento vino de una nube carmesí congelando una noche a mi bella Annabel Lee.

    Nuestro amor era tan grande y aún más firme en su candor que aquel de nuestros mayores, más sabios en el amor. Ni los ángeles que moran en su cielo tutelar, ni los demonios que habitan negros abismos del mar podrán apartarme nunca del alma que mora en mí, espíritu luminoso de mi hermosa Annabel Lee.

    Pues los astros no se elevan sin traerme la mirada celestial que, yo adivino, son los ojos de mi amada. Y la luna vaporosa jamás brilla baladí pues su fulgor es ensueño de mi bella Annabel Lee.

    Yazgo al lado de mi amada, mi novia bien amada, mientras retumba en la playa la nocturna marejada, yazgo en su tumba labrada cerca del mar rumoroso, en su sepulcro a la orilla del océano proceloso.

    La durmiente Era la medianoche, en junio, tibia, bruna. Yo estaba bajo un rayo de la mística luna, Que de su blanco disco como un encantamiento vertía sobre el valle un vapor soñoliento.

    Dormitaba en las tumbas el romero fragante, y al lago se inclinaba el lirio agonizante, y envueltas en la niebla en el ropaje acuoso, las ruinas descansaban en vetusto reposo. ¡Mirad! También el lago semejante al leteo, gormita entre las sombras con lento cabeceo, y del sopor consciente despertarse no quiere para el mundo que en torno lánguidamente muere

    Duerme toda belleza y ved dónde reposa Irene, dulcemente, en calma deleitosa. Con la ventana abierta a los cielos serenos, de claros luminares y de misterios llenos. ¡Oh, mi gentil señora, ¿no te asalta el espanto? ¿Por qué está tu ventana, así, en la noche abierta? Los aires juguetones desde el bosque frondoso, Risueños y lascivos en tropel rumoroso inundan tu aposento y agitan la cortina del lecho en que tú hermosa cabeza se reclina, sobre los bellos ojos de copiosas pestañas, tras los que el alma duerme en regiones extrañas, como fantasmas tétricos, por el sueño y los muros se deslizan las sombras de perfiles oscuros.

    Oh, mi gentil señora, ¿no te asalta el espanto? ¿Cuál es, di, de tu ensueño el poderoso encanto? Debes de haber venido de los lejanos mares a este jardín hermoso de troncos seculares. Extraños son, mujer, tu palidez, tu traje, y de tus largas trenzas el flotante homenaje; Pero aún es más extraño el silencio solemne en que envuelves tu sueño misterioso y perenne.

    La dama gentil duerme. ¡Que duerman para el mundo! Todo lo que es eterno tiene que ser profundo. El cielo lo ha amparado bajo su dulce manto, trocando este aposento por otro que es más santo, y por otro más triste, el lecho en que reposa. Yo le ruego al señor, que con mano piadosa, la deje descansar con sueño no turbado, mientras que los difuntos desfilan por su lado. Ella duerme, amor mío. ¡Oh!, mi alma le desea que así como es eterno, profundo el sueño sea; Que los viles gusanos se arrastren suavemente

    En torno de sus manos y en torno de su frente; que en la lejana selva, sombría y centenaria, le alcen una alta tumba tranquila y solitaria donde flotan al viento, altivos y triunfales, de su ilustre familia los paños funerales; Una lejana tumba, a cuya puerta fuerte piedras tiró, de niña, sin temor a la muerte, y a cuyo duro bronce no arrancará más sones, ni los fúnebres ecos de tan tristes mansiones ¡Qué triste imaginarse pobre hija del pecado. ¡Que el sonido fatídico a la puerta arrancado, y que quizá con gozo resonara en tu oído, de la muerte terrífica era el triste gemido!

    Leonora

    ¡El vaso se hizo trizas! Desapareció su esencia ¡Se fue; se fue! ¡Se fue; se fue! Doblad, doblad campanas, con ecos plañideros, Que un alma inmaculada de estigia en los linderos flotar se ve. Y tú, Guy de Vere, ¿qué hiciste de tus lágrimas? ¡Ah, déjalas correr! Mira, el angosto féretro encierra a tu Leonora; Oye los cantos fúnebres que entona el fraile; ahora.

    Ven a su lado, ven. Antífonas salmodien a la que un noble cetro Fue digna de regir; Un ronco de profundis a la que yace inerte, Que con morir Indignos, los que amábais en ella solamente las formas de mujer, pues su altivez nativa os imponía tanto, dejasteis que muriera, cuando el fatal quebranto posó sobre su sien. ¿Quién abre los rituales?

    ¿Quién va a cantar el réquiem? Quiero saberlo, ¿quién? ¿Vosotros miserables de lengua ponzoñosa Y ojos de basilisco? ¡Mataron a la hermosa, que tan hermosa fue! ¿Peccavimus cantasteis? Cantasteis en mala hora el Sabbath entonad; Que su solemne acento suba al excelso trono como un sollozo amargo que no suscite encono En la que duerme en paz.

    Ella, la hermosa, la gentil Leonora, emprendió el vuelo en su primer aurora; Ella, tu novia, en soledad profunda ¡Huérfano te dejó! Ella, la gracia misma ora reposa en rígida quietud; en sus cabellos hay vida aún; más en sus ojos bellos ¡No hay vida, no, no, no! ¡Atrás! Mi corazón late de prisa y en alegre compás.

    ¡Atrás! No quiero cantar el de profundis majadero, porque es inútil ya. Tenderé el vuelo y al celeste espacio me lanzaré en su noble compañía. ¡Voy contigo, alma mía, sí, alma mía! ¡Y un peán te cantaré! ¡Silencio las campanas! Sus ecos plañideros acaso lo hagan mal. No turben con sus voces la beatitud de un alma que vaga sobre el mundo con misteriosa calma y en plena libertad.

    Respeto para el alma que los terrenos lazos triunfante desató; Que ahora luminosa flotando en el abismo Ve amigos y contrarios; que del infierno mismo al cielo se lanzó.

    Si el vaso se hizo trizas, su eterna esencia libre ¡Se va, se va! ¡Callad, callad campanas de acentos plañideros, que su alma inmaculada del cielo en los linderos tocando está!

    Las Campanas

    I

    ¡Escuchad el tintineo! ¡La sonata Del trineo con cascabeles de plata! ¡Qué alegría tan jocunda nos inunda al escuchar la errabunda melodía de su agudo tintinear! ¡Es como una epifanía, En la ruda racha fría, la ligera melodía! ¡Cómo fulgen los luceros! - ¡Verdaderos Reverberos! -Con idéntica armonía a la clara melodía cintilando, cintilando, cintilando, ¡Cómo los cascabeles van sonando!

    Y en un mismo son, son único, que igualiza un ritmo rúnico, los luceros siguen fieles cascabeles, cascabeles, cascabeles el son de los cascabeles, Cascabeles, cascabeles, cascabeles cascabeles, ¡El son grato, que a rebato, surge en los cascabeles!

    II

    Escuchar el almo coro sonoro que hacen las campanas todas: ¡Son las campanadas de oro de las bodas! ¡Oh, qué dicha tan profunda nos inunda al escuchar la errabunda melodía de su claro repicar! ¡Cómo revuela al desgaire esta música en el aire! ¡Cómo a su feliz murmullo sonoro, con sus claras notas de oro, se aúna la tórtola con su arrullo, bajo la luz de la luna!

    ¡Qué armonía se vacía de la alegre sinfonía de este día! ¡Cómo brota cada nota!: Fervorosamente, dice la felicidad remota que predice. Y a la voz de una campana, siguen las de sus hermanas las campanas, las campanas, las campanas, las campanas, las campanas, las campanas, las campanas, las campanas, en sonoro ritmo de oro, de almo coro, ¡las campanas!

    III

    ¡Oíd cual suena el bordón!: el bordón de son bronco que pone en el corazón El espanto con su son, con su son de bronce, ronco. ¡Que tristeza tan profunda nos apresa al escuchar cómo reza, gemebunda, la fiereza del llamar! Cómo su son taciturno, en el silencio nocturno es grito desesperado que no es casi pronunciado ¡De aterrado!

    Grito de espanto ante el fuego y agudo alarido luego, es un clamor que se extiende, que el espacio ronco, hiende y que llama; que defiende y que clama, clama, clama, que clama pidiendo auxilio en tanto que ve el exilio de aquellos que el fuego, ciego y arrollador, empobrece y el fuego que ataca y crece, mientras se oye el ronco son, el somatén del bordón, del bordón, bordón, bordón ¡Del bordón!

    ¡Cómo el alma se desgarra cuando el son del bordón narra la aflicción ¡De aquellos que arruina el fuego! Y, cómo nos dice luego los progresos que hace el fuego.

    -Que va a tientas como ciego. -El somatén del bordón, ¡Que es toda una narración! ¡Oh, la tempestad de ira en la que el bordón delira y en que convulso, delira! El alma escucha anhelante la queja que da el bordón con su son; El bordón que da su son, el bordón, bordón, bordón, ¡El bordón!

    Que es toda una narración el somatén del bordón del bordón, del bordón, del bordón del bordón, del bordón, del bordón ¡Del bordón! El grito ante el infinito, cual proscrito, ¡Del bordón!

    IV

    ¡Escuchad cómo la esquila, cómo el esquilón de hierro, llama con voz que vacila, al entierro! Qué meditación profunda nos inunda al escuchar la errabunda y gemebunda melodía del sonar ¡Cómo llena de pavura su son en la noche obscura! ¡Cómo un estremecimiento nos recorre el pensamiento que provoca su lamento!

    Cuando sueña la grave esquila de hierro, con su lúgubre toquido, con su lúgubre toquido que la medianoche llena. ¡Es que las almas en pena se han reunido! ¡Oh, la danza al son que toda la esquila, en una noche intranquila, su tijera de luz lila, tocando en visión del Juicio la noche sin esperanza!

    Entonces, ya no vacila la grave voz de la esquila, de la esquila, de la esquila, de la esquila, de la esquila, de la esquila, sino que suena furiosa, con su voz cavernosa, y, en un mismo son, son único, que igualiza un ritmo rúnico, algún ronco rayo truena y se alumbra con relámpagos la noche sin esperanza, mientras las almas en pena giran, giran su danza bajo la triste luz lila.

    Y en tanto se oye la grave, la grave voz de la esquila, de la esquila, de la esquila, de la esquila, de la esquila, de la esquila, de la esquila, y en el mismo son, son único, que igualiza un ritmo rúnico, mientras se oye, la triste, la triste voz de la esquila, de la esquila, furibundo rayo truena, el relámpago cintila.

    Y los espectros en pena danzan al son de la esquila, de la esquila, de la esquila, de la esquila, de la esquila, de la esquila, y en un mismo son, son único, que igualiza un ritmo rúnico, danzan al son de la esquila, de la esquila, de la esquila, de la esquila, de la esquila, de la esquila, ¡De la esquila!

    Y mientras que el rayo truena, que el relámpago cintila y que, con furor terrible, danzan las almas en pena, se oye la voz de la esquila, de la esquila, de la esquila, de la esquila, de la esquila, de la esquila, la voz de cuento lamento ¡de la esquila!

    Manuscrito Encontrado En Una Botella

    Qui n'a plus qu'un moment à vivre N'a plus rien à dissimuler.

    Auinault – Atys

    A quien sólo le queda un momento de vida, Ya no tiene que disimular nada

    Sobre mi país y mi familia tengo poco que decir. Un trato injusto y el paso de los años me han alejado de uno y malquistado con la otra. Mi patrimonio me permitió recibir una educación poco común y una inclinación contemplativa permitió que convirtiera en metódicos los conocimientos diligentemente adquiridos en tempranos estudios. Pero por sobre todas las cosas me proporcionaba gran placer el estudio de los moralistas alemanes; no por una desatinada admiración a su elocuente locura, sino por la facilidad con que mis rígidos hábitos mentales me permitían detectar sus falsedades. A menudo se me ha reprochado la aridez de mi talento; la falta de imaginación se me ha imputado como un crimen; y el escepticismo de mis opiniones me ha hecho notorio en todo momento. En realidad, temo que una fuerte inclinación por la filosofía física haya teñido mi mente con un error muy común en esta época: hablo de la costumbre de referir sucesos, aun los menos susceptibles de dicha referencia, a los principios de esa disciplina. En definitiva, no creo que nadie haya menos propenso que yo a alejarse de los severos límites de la verdad, dejándose llevar por el ignes fatui de la superstición. Me ha parecido conveniente sentar esta premisa, para que la historia increíble que debo narrar no sea considerada el desvarío de una imaginación desbocada, sino la experiencia auténtica de una mente para quien los ensueños de la fantasía han sido letra muerta y nulidad.

    Después de muchos años de viajar por el extranjero, en el año 18... me embarqué en el puerto de Batavia, en la próspera y populosa isla de Java, en un crucero por el archipiélago de las islas Sonda. Iba en calidad de pasajero, sólo inducido por una especie de nerviosa inquietud que me acosaba como un espíritu malévolo.

    Nuestro hermoso navío, de unas cuatrocientas toneladas, había sido construido en Bombay en madera de teca de Malabar con remaches de cobre. Transportaba una carga de algodón en rama y aceite, de las islas Laquevidas. También llevábamos a bordo fibra de corteza de coco, azúcar morena de las Islas Orientales, manteca clarificada de leche de búfalo, granos de cacao y algunos cajones de opio. La carga había sido mal estibada y el barco escoraba.

    Zarpamos apenas impulsados por una leve brisa, y durante muchos días permanecimos cerca de la costa oriental de Java, sin otro incidente que quebrara la monotonía de nuestro curso que el ocasional encuentro con los pequeños barquitos de dos mástiles del archipiélago al que nos dirigíamos.

    Una tarde, apoyado sobre el pasamanos de la borda de popa, vi hacia el noroeste una nube muy singular y aislada. Era notable, no sólo por su color, sino por ser la primera que veíamos desde nuestra partida de Batavia. La observé con atención hasta la puesta del sol, cuando de repente se extendió hacia este y oeste, ciñendo el horizonte con una angosta franja de vapor y adquiriendo la forma de una larga línea de playa. Pronto atrajo mi atención la coloración de un tono rojo oscuro de la luna, y la extraña apariencia del mar.

    Éste sufría una rápida transformación y el agua parecía más transparente que de costumbre.

    Pese a que alcanzaba a ver claramente el fondo, al echar la sonda comprobé que el barco navegaba a quince brazas de profundidad. Entonces el aire se puso intolerablemente caluroso y cargado de exhalaciones en espiral, similares a las que surgen del hierro al rojo.

    A medida que fue cayendo la noche, desapareció todo vestigio de brisa y resultaba imposible concebir una calma mayor. Sobre la toldilla ardía la llama de una vela sin el más imperceptible movimiento, y un largo cabello, sostenido entre dos dedos, colgaba sin que se advirtiera la menor vibración. Sin embargo, el capitán dijo que no percibía indicación alguna de peligro, pero como navegábamos a la deriva en dirección a la costa, ordenó arriar las velas y echar el ancla. No apostó vigías y la tripulación, compuesta en su mayoría por malayos, se tendió deliberadamente sobre cubierta. Yo bajé... sobrecogido por un mal presentimiento. En verdad, todas las apariencias me advertían la inminencia de un simún.

    Transmití mis temores al capitán, pero él no prestó atención a mis palabras y se alejó sin dignarse a responderme. Sin embargo, mi inquietud me impedía dormir y alrededor de medianoche subí a cubierta. Al apoyar el pie sobre el último peldaño de la escalera de cámara me sobresaltó un ruido fuerte e intenso, semejante al producido por el giro veloz de la rueda de un molino, y antes de que pudiera averiguar su significado, percibí una vibración en el centro del barco. Instantes después se desplomó sobre nosotros un furioso mar de espuma que, pasando por sobre el puente, barrió la cubierta de proa a popa.

    La extrema violencia de la ráfaga fue, en gran medida, la salvación del barco. Aunque totalmente cubierto por el agua, como sus mástiles habían volado por la borda, después de un minuto se enderezó pesadamente, salió a la superficie, y luego de vacilar algunos instantes bajo la presión de la tempestad, se enderezó por fin.

    Me resultaría imposible explicar qué milagro me salvó de la destrucción. Aturdido por el choque del agua, al volver en mí me encontré estrujado entre el mástil de popa y el timón.

    Me puse de pie con gran dificultad y, al mirar, mareado, a mi alrededor, mi primera impresión fue que nos encontrábamos entre arrecifes, tan tremendo e inimaginable era el remolino de olas enormes y llenas de espuma en que estábamos sumidos. Instantes después oí la voz de un anciano sueco que había embarcado poco antes de que el barco zarpara. Lo llamé con todas mis fuerzas y al rato se me acercó tambaleante. No tardamos en descubrir que éramos los únicos sobrevivientes. Con excepción de nosotros, las olas acababan de barrer con todo lo que se hallaba en cubierta; el capitán y los oficiales debían haber muerto mientras dormían, porque los camarotes estaban totalmente anegados. Sin ayuda era poco lo que podíamos hacer por la seguridad del barco y nos paralizó la convicción de que no tardaríamos en zozobrar. Por cierto, que el primer embate del huracán destrozó el cable del ancla, porque de no ser así nos habríamos hundido instantáneamente. Navegábamos a una velocidad tremenda, y las olas rompían sobre nosotros. El maderamen de popa estaba hecho añicos y todo el barco había sufrido gravísimas averías; pero comprobamos con júbilo que las bombas no estaban atascadas y que el lastre no parecía haberse descentrado. La primera ráfaga había amainado, y la violencia del viento ya no entrañaba gran peligro; pero la posibilidad de que cesara por completo nos aterrorizaba, convencidos de que, en medio del oleaje siguiente, sin duda, moriríamos. Pero no parecía probable que el justificado temor se convirtiera en una pronta realidad. Durante cinco días y noches completos -en los cuales nuestro único alimento consistió en una pequeña

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