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¡Nosotros Mismos!
¡Nosotros Mismos!
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¡Nosotros Mismos!

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About this ebook

Naci el 21 de Diciembre de 1959, en San Juan, Puerto Rico.
Graduado de la Universidad de Puerto Rico en 1981 con un
Bachillerato en Artes en Educacin General. Se gradu de
la Escuela de Derecho de esa Universidad en 1984. Soltero,
tiene dos hijos, Arturo Javier y Ana Isabel Dvila Martnez.
Ejerci la profesin del derecho, especializndose en el
Derecho Penal y fue Juez de 1992 al 1997. Fue profesor
de la Escuela de Justicia Criminal de la Universidad
Interamericana de Puerto Rico hasta el 2003 y adems ha
sido conferenciante. Siente especial fascinacin por el estudio
de la historia y le interesa el anlisis de hiptesis histricas,
basadas en alteraciones a eventos.
Esta es su primera novela y est en proceso de una segunda.
LanguageEspañol
PublisherXlibris US
Release dateMay 17, 2012
ISBN9781462896745
¡Nosotros Mismos!
Author

Arturo-Luis Dávila-Toro

Nació el 21 de Diciembre de 1959, en San Juan, Puerto Rico. Graduado de la Universidad de Puerto Rico en 1981 con un Bachillerato en Artes en Educación General. Se graduó de la Escuela de Derecho de esa Universidad en 1984. Soltero, tiene dos hijos, Arturo Javier y Ana Isabel Dávila Martínez. Ejerció la profesión del derecho, especializándose en el Derecho Penal y fue Juez de 1992 al 1997. Fue profesor de la Escuela de Justicia Criminal de la Universidad Interamericana de Puerto Rico hasta el 2003 y además ha sido conferenciante. Siente especial fascinación por el estudio de la historia y le interesa el análisis de hipótesis históricas, basadas en alteraciones a eventos. Esta es su primera novela y está en proceso de una segunda.

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    ¡Nosotros Mismos! - Arturo-Luis Dávila-Toro

    Copyright © 2012 by Arturo-Luis Dávila-Toro.

    Library of Congress Control Number: 2011910863

    All rights reserved. No part of this book may be reproduced or transmitted in any form or by any means, electronic or mechanical, including photocopying, recording, or by any information storage and retrieval system, without permission in writing from the copyright owner.

    Xlibris Corporation

    1-888-795-4274

    www.Xlibris.com

    101534

    Contents

    Primera Parte

    21 De Marzo De 1987, 8:30 Am

    El Muchacho De Tenerías

    El Vate

    Pobre Puerto Rico Pobre

    Las Dos Peregrinaciones

    La Turbulencia

    La Tormenta Coge Fuerza

    El Nuevo Trato

    La Huelga Cañera De 1934

    La Sombra Funesta

    Ni Nuevo, Ni Trato

    Comienza La Guerra

    El Ajusticiamiento

    Contra-Golpe

    Arise, You Prisoners Of Starvation!

    Los Disparos Que Le Dieron La Vuelta A Puerto Rico

    Segunda Parte

    21 De Marzo De 1937

    Segundo Dia Del Alzamiento

    La Toma De Ponce

    La Voz De La Causa

    Luis Toro

    La Batalla Del Salmon

    Las Fichas Se Alinean

    El Plan De Las Mil Cabezas

    El Bando Contrario

    La Tabla

    Margarita Maldonado

    La Guerra Total

    Consolidación Política Y Militar

    La Ofensiva Del Occupation Day

    Puente Roto

    Omega

    Cae El Telón

    21 De Marzo De 1987, Ponce

    DEDICATORIA

    A Arturo Javier y Ana Isabel, mis hijos, mis héroes

    Primera Parte

    Nuestra Patria será una Nación libre y soberana… Su independencia sin limitaciones así como la de las naciones del Caribe y de Centro América… se impondrá como una necesidad universal que sostenga el equilibrio entre las naciones, y un estado de derecho entre ellas en este hemisferio…

    … está constituido el ejercito libertador que cuenta con 5,000 plazas, bajo el lema: ¡valor y sacrificio!

    PEDRO ALBIZU CAMPOS

    Yo soy el panfletista de Dios, El agitador de Dios y voy con la turba de estrellas y hombres hambrientos Hacia la gran aurora…

    LUÍS MUÑOZ MARIN

    CAPITULO I

    21 De Marzo De 1987, 8:30 Am

    1%202%203.jpg

    E RA MUY TEMPRANO en la mañana cuando la antigua ciudad de San Juan despertó ante un nuevo día. Una vez más el vetusto bastión se preparaba para recibir la gran cantidad de turistas que desembarcaban de los magníficos cruceros de placer que estaban anclados en los diversos muelles de la bahía.

    Por doquier, el aire se nutría de la amalgama de olores y colores que se fugaban de los diversos restaurantes, floristerías, galerías de arte y perfumerías. Todos estaban preparándose para sacarles el más mínimo provecho a los visitantes. Más allá de los bastiones, el pueblo de Puerto Rico también se preparaba para comenzar un nuevo día.

    Una esquina del recinto amurallado era ocupada por el Palacio de Santa Catalina, residencia oficial del gobernante del País, conocida comúnmente como la Fortaleza. La estructura, que había iniciado su vida como fortín militar, con el tiempo se había convertido en la mansión ejecutiva en uso más antigua del continente americano. Una gran verja de hierro bellamente elaborada separaba los predios del edificio de la otra parte de San Juan. En el portón principal de la misma comenzaba una estrecha calle adoquinada de nombre Fortaleza, que era la principal arteria de la vieja ciudad.

    En Santa Catalina todo era bullicio y movimiento. Mucha gente bien vestida caminaba de un lado a otro. En el patio, un grupo de personas, que parecían ser secretarios, ayudantes y demás servidores, hablaban todos a la vez y en voz alta. Ese día el gobierno llevaría a cabo unos actos en Ponce, en el sur de la isla y todos querían salir temprano de San Juan. El aullar de las sirenas de las motoras y patrullas de la policía presagiaban la partida de la comitiva ejecutiva.

    Al otro lado de la verja, los curiosos se asomaban, intentando ver a su gobernante, quien era la primera mujer electa a ese puesto en la historia de Puerto Rico.

    Por la puerta lateral del palacio apareció una elegante señora. De pelo oscuro, ojos profundos, mirada aguda y penetrante, como de águila, vestía un sobrio pero elegante traje. Después de bajar las escaleras se dirigió al grupo de funcionarios quienes hicieron silencio de inmediato.

    Los curiosos, al verla, gritaron fuertemente su nombre y aplaudieron, buscando captar su atención. Ella, muy diplomática, devolviendo el gesto, sonrió y los saludó. Era evidente que ella tenía el control absoluto de la situación y su entorno.

    Después de dar los buenos días, la mandataria y sus acompañantes se dirigieron hacia unos grandes vehículos negros y los abordaron. Minutos más tarde, la caravana de motocicletas y automóviles abandonó rápido el lugar.

    La comitiva oficial tenía prioridad sobre todo los demás vehículos para transitar por las vías de rodaje, pero la incomodidad de la tricentenaria calle, construida en una época donde nadie ni siquiera se imaginaba el concepto de una bicicleta, ayudaba a obstaculizar el paso. La situación empeoraba con la gran cantidad de automóviles estacionados que reducían aun más el ancho de la vía, así como por la infinidad de transeúntes que no utilizaban las aceras.

    Los vehículos tuvieron que transitar lentamente y en determinado sitio, se detuvieron. La primera mandataria, para capitalizar sobre la adversidad, aprovechó la ocasión para bajar el cristal de su puerta, y hablarle a los ciudadanos.

    Mucha gente se sorprendió con el gesto y se acercaron a la ventana del automóvil para intentar saludar o ver a su líder.

    En muchísimos lugares se podían apreciar construcciones, porque las autoridades municipales habían prometido remozar totalmente esta antigua zona de la capital. Tal parecía que tras ese espíritu rehabilitador del alcalde, afloraba cierto interés de éste en aspirar a la Fortaleza en las próximas elecciones generales. La gobernante se viró hacia su secretario personal y le instruyó para que a la brevedad enviara una nota a los periódicos. En la misma se felicitaría al alcalde por su gestión de restauración arquitectónica de la zona histórica, y se enfatizaría el hecho de que él cumplía al pie de la letra con las instrucciones de la administración central.

    Con este gesto, el ambicioso alcalde sabría quién era la persona que tenía, por buen tiempo, agarrada la sartén por el mango.

    El desfile automovilístico oficial logró salir de la calle Fortaleza y tomó la avenida Constitución. Pasaron frente al lado sur del Capitolio, la casa de las leyes. La ausencia de movimiento en sus alrededores era indicio de que los legisladores ya se habían marchado hacia Ponce.

    Llegaron al final de la isleta de San Juan y cruzaron el puente Dos Hermanos, que la conectaba con la tierra firme puertorriqueña. De allí continuaron por la avenida Baldorioty de Castro hasta llegar al túnel del sector Minillas, donde se toparon con el primer gran embotellamiento de automóviles, símbolo indirecto de la modernidad contemporánea del País.

    En vano, las escoltas de la Policía trataron de abrir paso con sirena y biombo prendido, pero como era tradición popular, los conductores hacían caso omiso y nadie cedía el paso a la caravana. Las víctimas del embotellamiento querían hacerle saber a los Jerarcas gubernamentales cuan sabroso era disfrutar, aunque fuera por unos segundos, de esa tortura matutina. Claro está, si la sirena fuera de una ambulancia en urgencia, todos se hubieran echado a un lado para que esta pasara.

    Una vez recorrido el angustioso tramo, entraron al expreso de las Américas. Desde esa gran vía, se podía distinguir el artificial bosque de altos edificios que formaban parte de la conocida milla de oro en el sector de Hato Rey.

    Ese conglomerado de cristal, acero y concreto, ocupaba un área denominada como nuevo centro de San Juan, lugar donde poco tiempo atrás había pastado ganado y se había cosechado caña de azúcar. Era la antítesis del viejo San Juan, simbolizando el futuro y la esperanza, la meta hacia donde el pueblo de Puerto Rico pretendía dirigirse. El nuevo centro era la imagen del nuevo Puerto Rico.

    El secretario personal de la Gobernante, único otro pasajero en el vehículo oficial, contemplaba las siluetas de esos grandes edificios y reflexionaba. Trataba de adivinar si lo de identificar el área como "milla de oro" era por el resplandor dorado del reflejo del rubio Sol caribeño en las ventanas de las estructuras o por el rio de dinero que se movía en esa zona.

    Para él, no podía haber una representación más clara de la transformación sufrida por este País.

    La gobernante, que no estaba pendiente de los símbolos de progreso, le preguntó a su secretario: -Ariel, ¿sabes qué día es hoy?-

    -Por supuesto, jefa, el día de la recordación de la masacre de Ponce.-, contestó el funcionario. -Y usted, ¿se acuerda de lo que pasó?-

    -No hombre, yo nací en el 40, pero… crecí oyendo infinidad de historias sobre lo ocurrido.- Suspiró y continuó -… cincuenta años, cómo pasa el tiempo, para que tu veas lo rápido que corre; parecería que fue ayer que sucedió.-

    Continuó preguntándole: -¿Todo está listo para la actividad?, ¿va a quedar bien?-

    -Espectacular-, afirmó el Secretario.

    -Y… ¿llegaremos a tiempo al homenaje?-

    El secretario le respondió, sin mostrar dudas en lo que aseveraba, "-claro que sí, este tapón lo vamos a torear en unos momentos más, pero si hubiéramos usado el helicóptero…-"

    -De eso te dije que ni me hables-, riposto su jefa, "-acuérdate que le tengo respeto a las alturas, cosa que heredé de papá, pa…-"

    Ahora fue el secretario quien habló primero: "-Jefa, para que el viaje se le haga más corto, le traje copia del discurso del evento y unos resúmenes que saqué del libro ‘Puerto Rico en la Encrucijada’ del profesor Rafael Palacios Mendoza, para que los repase; por si acaso la prensa le hace una que otra pregunta técnica para que usted se las batee.

    A la verdad que cada vez que leo sobre la situación económica y política de Puerto Rico durante los años treinta, me deprimo.

    Usted sabe lo que sería vivir en un país con una población de 1, 700,000 habitantes de los cuales 900,000 personas en edad productiva subsistían en la más extrema pobreza; con un desempleo de 65% del total de la de la fuerza hábil trabajadora y un ingreso per cápita que había descendido a un 29.5% del ingreso normal de la época, mientras que el costo de vida aumentaba en un tercio. Era serio, que en esos años de 1930, menos de 10 % de la población era dueña de más del 95% de nuestra tierra y que por capricho de esos pocos nuestra economía agrícola tuviera que depender exclusivamente de la siembra y cosecha de un solo fruto, la caña. ¿Cómo se podía vivir en un lugar así?

    Para colmo de males, nos azotaron dos temporales, el huracán San Felipe en septiembre de 1928 y el huracán San Ciprian en 1932, que devastaron lo poco que nos quedaba.

    Este cuadro era desolador y eso, sin contar con el hecho de que desde octubre de 1929 la economía de los Estados Unidos de América, había colapsado a causa de la gran depresión. Cualquiera se entristece…"

    Mientras Ariel exponía su conocimiento de la historia, casualmente, en la radio del automóvil se oyó la triste melodía del lamento borincano, obra del maestro compositor Rafael Hernández. Precisamente era esta la canción que mejor resumía la tragedia económica de aquel Puerto Rico de las primeras décadas del siglo XX.

    Como si la canción le hubiera dado más animo, continuo el secretario diciendo: -… y que me dice usted que para acabar la cosa, gobernándonos teníamos una serie de personajes que nos querían obligar a dejar de ser puertorriqueños, ‘a la cañona’, con los medios más drásticos. Cuando no nos estaban tratando de convertir en ‘americanos’, muchos de estos ‘tipos’ estaban tratando de llevarse ‘hasta los clavos de la cruz’. A la verdad que no había quien lo aguantara y no sé como nuestros padres pudieron… -

    "-… Como pudieron…-", se repitió para sí la gobernante mientras seguía escuchando a su subalterno. Recordó a su padre contándole sobre las tragedias del puertorriqueño; de cómo el gobierno de los Estados Unidos trataba a la isla.

    Comenzó a ojear los documentos ante sí, repasando, estudiando primero los resúmenes…

    … En las primeras décadas del siglo XX, los americanos convirtieron el Mar Caribe en su ‘mare nostrum’; intervinieron militarmente en Santo Domingo, Haití, Panamá, México, además de tener a la isla de Puerto Rico como ‘posesión’. Sobre esta isla ejercían un gobierno férreo. El gobernador era nombrado por el Presidente de Estados Unidos y ejercería un poder absoluto que nada tenía que envidiarles a los más absolutistas de los gobernantes del antiguo régimen español; mantenía un poder de veto sobre cualquier ley que la legislatura puertorriqueña aprobara, si la misma no era de la satisfacción del nuevo régimen; podía, sin autorización superior, utilizar las fuerzas militares norteamericanas destacadas en la Isla para prevenir cualquier violencia ilegal, insurrección o rebelión; tenía la facultad de suprimir el derecho al ‘habeas corpus’ y colocar a la Isla, en todo o en parte, bajo Ley Marcial…

    Sobre la relación política entre Puerto Rico y Estados Unidos, su padre siempre le repitió una frase del senador norteamericano Joseph Foraker que lo resumía todo, -Puerto Rico pertenece a los Estados Unidos, pero no son los Estados Unidos, ni parte de los Estados Unidos-

    Levantó su vista del papel porque había comenzado a sentir las consecuencias terribles de leer dentro de un vehículo en movimiento. Descansó unos minutos más y cuando se encontró reposada retomó el estudio:

    "… Después de sufrir serios enfrentamientos en varios de lugares de Centro América, los Estados Unidos estaban habían decididos a hacer todo lo que estuviera en sus manos para mantener a los puertorriqueños ‘dóciles’ y ‘callados’, pues no podían darse el lujo de tener más ‘cubanos’ en el Mar Caribe.

    Basándose en la teoría de que todo lo que tocaba Estados Unidos lo santificaba, concluyeron que la mejor manera de solucionar la cuestión puertorriqueña era convirtiéndonos en ‘norteamericanos’. Así que se inició un proceso de transculturación que envolvió drásticas imposiciones de nuevos aspectos a nuestra cultura, incluyendo la imposición absoluta de una nueva ‘lengua madre’, el inglés.

    Tras el fin de la gobernación militar, la administración pública ejecutiva puertorriqueña permanecería en las manos de los norteamericanos, aunque la asamblea legislativa estaría compuesta por puertorriqueños…

    Fue así como, en medio de esta catástrofe, el clamor por la independencia que había sido ahogado con la correa que simbolizaba la dominación de Estados Unidos aquí, renació.

    Pero esta vez sería diferente, el movimiento de liberación comenzaría a crecer a lo largo y lo ancho de toda la población y estaría acompañado por un movimiento de concientización y afirmación nacional, que en su momento decisivo sería capitaneado por un puertorriqueño, quien dio esperanza a su pueblo y lo enseñó a amarse por sobre todas las cosas…"

    Nuevamente la líder interrumpió su lectura, pero esta vez no era por mareo, sino porque su mente divagó hacia ese oscuro pasado, el de los cuentos terribles, donde los puertorriqueños se hallaban, sobreviviendo, en el más fatídico de los infiernos.

    CAPITULO II

    El Muchacho De Tenerías

    1%202%203.jpg

    Pedro Albizu Campos

    E N EL SUR de Puerto Rico era la sexta hora del día cuando el sol de media tarde comenzó a dorar el batey, asemejándolo más a la brasa donde martirizaron a san Lorenzo que al típico lugar de reunión de la ruralía puertorriqueña. En ese momento, el purísimo y rubio Helios mostraba su mayor esplendor en ese paraje de la Isla. Era la hora de la lentitud, del apaciguamiento humano, de la monótona sumisión a Morfeo, en que las gentes hacían un alto en sus vidas para recuperar energías.

    Cerca del lugar dominaban el paisaje altísimos arboles de roble y almendros cuyas raíces desgarraban la epidermis terrenal, como si quisieran patentizar a quien esta pertenecía. Solo a la sombra de estos robustos titanes se podía encontrar alivio ese esplendoroso día tropical. De vez en cuando, una ventisca furtiva pasaba ligero, haciendo gruñir a los vetustos arboles al juguetear y danzar con sus extendidas ramas.

    A unos metros, el rio Bucaná retorcía con gracia su cauce azul mientras se deslizaba hacía su inevitable encuentro con el benevolente Mar Caribe.

    A la voz del ronco murmullo del torrente, los nobles y fieles bambudales hacían su particular reverencia ante el cuerpo plateado. Sobre una alfombrita de musgo, un viejo buey bayo descansaba, en un receso bien ganado tras una ardua jornada de arado en la tala.

    Hacia el otro lado, a lo lejos, en la polvorienta carretera que conducía hacia el pueblo de Ponce, de cuando en vez se sentía el chirrido de los gastados muelles de un carretón lleno de provisiones para los citadinos, o se oía cantar a un grupo de caminantes o el irritante ruido que causaba el paso de uno de esos mentados coches sin caballo, que era la más reciente moda entre los acaudalados señoritos Ponceños.

    El silencioso y simétrico rectángulo de tierra se hallaba entre un grupo de casuchas y una que otra choza pordiosera, todas de madera o de palma seca.

    Recostada de un árbol de mangó al final se apreciaba una casita modesta, que no decía mucho pero lo decía todo. Era viejita y aparentaba haber sido muy usada, pero todavía aguantaba par de años más. El techo de hojas de palma estaba recién puesto y resplandecía en un verde esperanzador.

    De una de sus ventanas salía un cordón criollo que a esa hora se hallaba cundido de ropa bien mojada, que de vez en cuando bailaban al son del juguetón viento.

    Adentro se podían apreciar todas las comodidades que la pobreza permitía, porque lo que era lata para los potentados, era oro para los humildes. Una palideciente mesa coja de madera con rustico banco hecho de sobrantes de tablas servían de mobiliario del comedor, lugar de reunión y escritorio para estudiar. En ese momento descansaba sobre ella un sombrero de mujer acompañando un quinqué y una linterna, que esperaban impasibles el crepúsculo para cumplir con su misión. Un banco de madera bordeaba la pared y servía como la única silla en toda la casa.

    Un crucifijo, tallado en el barrio, velaba por todos desde la pared medianera y frente a este, una mesita donde descansaba una Biblia abierta en la página que contenía el último versículo leído. Pero el mayor tesoro del hogar eran un camastro y un catre de segunda que estaban recogidos e inmaculados y que adornaban la primera y única habitación de la vivienda.

    En una esquina del área de cocinar, que se encontraba al final de la frágil estructura, un antiguo y grandísimo pilón mostraba orgullosamente las cicatrices que los años de uso habían dejado en su tronco. También se apreciaba el rustico fogón, que aunque prendido a esa hora, no mostraba indicios de cocina. A su lado una mujer madura, recia, de piel acaramelada, planchaba sin descansar sobre un tablón que había rescatado de algún abandonado derelicto vecino.

    Ella parecía brillar por la gran cantidad de sudor que el exagerado calor le hacía botar, mas el humo de la leña le nublaba la vista. A sus descalzos pies, una banasta llena de ropa acabada de lavar en el rio. La paleta de lavar estaba recostada en su usual sitio, mientras que la pastilla de jabón estaba bien asegurada.

    Vestida de punta en blanco, siempre con la camisa abrochada hasta el cuello, era evidente que cuando joven había sido muy bonita; de su cuerpo de muñeca y su delicada delgadez solo quedaba el recuerdo, porque los años habían ido cubriendo y gastando sus redondeces y curvas. Era Rosa Campos, planchadora de profesión.

    Ella, como casi todos los vecinos de aquel barrio Tenerías del sector Machuelo abajo eran negros libertos, antiguos esclavos de los ingenios vecinos, fundadores de esa localidad a las afueras de Ponce o descendientes de ellos.

    Su hermana Juliana había llegado primero a Machuelo. Ambas habían venido al mundo como esclavas en una hacienda del señor Adolfo Campos, ubicada en la localidad de Juana Díaz.

    Al llegar la abolición y fallecer su antiguo amo, Juliana decidió abandonar Juana Díaz y marcharse a Ponce, para establecerse allí. En las postrimerías del siglo XIX, mientras trabajaba de jornalera, Juliana se enamoró de Alejandro Albizu y Romero. Alejandro era mayordomo de la hacienda Rita, propiedad de su papá Antonio Albizu Ordoñez, ubicada entre la calle Atocha y Comercio y el rio Portugués de Ponce en el desaparecido barrio Tercero. Era de ascendencia vasca y aunque su familia tenía dinero, no pertenecía a la rural aristocracia del sur. Participó en la política cuando fue uno de los fundadores del Partido Liberal Fusionista Autonómico en 1898.

    Mientras vivía ese idilio con Juliana, Alejandro estaba casado con la señora Cristina Antonsanti Romero.

    Fruto de esa relación prohibida nació un crio a quien Juliana le puso de nombre Pedro, tal vez en memoria del apóstol o tal vez porque él también sería la piedra. Al inscribirlo solo le puso un apellido, Campos, porque Alejandro le había suplicado que no usara el apellido de Albizu, por no ofender a su esposa. No empece esa petición, él, feliz con la noticia del nacimiento de su hijo, le prometió a su amante que el día en que su esposa no estuviera viva daría su apellido al bebé. Desde ese momento en adelante, Alejandro permaneció pendiente de Pedro y siempre que pudo, lo ayudó económicamente.

    Pedro tenía dos hermanos maternos mayores, Filomena y Francisco.

    Por desdicha, o más bien por los sinsabores de la cruel existencia, Juliana perdió la mente. Testigo de ello eran las pocas imborrables manchas de humo que se podían apreciar en una de las paredes interiores de la vivienda, producto de una de sus quemas de hojas secas de guineo en el interior de la casita.

    En otra ocasión ella trató de llevarse a sus hijos a una charca aledaña para ahogarse con ellos, pero gracias a la intervención de Rosa, regresaron de vuelta vivos a la casa.

    Finalmente la desdichada vio sus deseos hacerse realidad cuando una noche tormentosa, en el sector Cuatro Calles, intentó cruzar el otro rio sureño, el indomable rio Portugués. Las tablas del improvisado puente cedieron ante su peso y la fuerza del agua, haciéndola caer a los brazos del caudaloso cuerpo de agua. Su cadáver fue encontrado en la playa; por fin descansaba en paz.

    Tras la muerte de Juliana, Rosa, tomó las riendas de la familia de la infortunada. Siendo una mujer humilde, no pudo hacerse cargo de todos los niños de su hermana y a los mayores los dio en adopción. Con el más pequeño descubrió su destino, hacer de Pedro un hombre de bien. Ellos dos sobrevivirían con lo ella ganaba planchando, mas los reales que Alejandro podía enviar mensualmente.

    Así, aquella Diosa de ébano renunció a cualquier beneficio que su belleza ofrecía, a cambio de criar al niño de su desdichada hermana. Su amor por la vida había sido sustituido por el amor a la vida de aquel niño que ella adoraba. -¡Como si lo hubiera pario!-, así de inmensa fue su pasión maternal.

    No solo le enseñaba mucho sobre la vida al nene, si no que siendo una persona muy devota, lo llevaba todos los domingos a misa.

    La mujer dejó de planchar por un momento y examinó la hora en un viejo reloj de leontina, recuerdo de aquel amor pasajero con un idílico soldado, que marchó a su tierra cuando los americanos se hicieron dueños de esta Isla. Él catalán le había enseñado a leer las manecillas del reloj y por eso pudo concluir que era pasado el medio día, hora de la siesta para su muchachito, quien tenía que descansar antes de seguir con las demás tareas del hogar.

    Se asomó al batey y lo vio vacio, volvió al área de cocinar y abrió las dos jaguas que formaban su mal recortada ventana y miró a la parte de atrás de su pequeña parcela de tierra; no lo vio en el rincón de las verduras ni donde ubicaba la desvencijada letrina.

    Decidió llamarlo: -¡PEDRITO… , PEDRITOOOO VENTE, QUE ES HORA, ES HORA DE LA SIEHTAH, VENTE MIJITOO!-, gritaba desde su ventana, esperando que el viento llevara su mensaje hasta el lugar donde se encontraba su sobrino.

    No muy lejos de allí, un grupo de niños y niñas habían convertido un terraplén en un monumental campo de beisbol y se encontraban enfrascados en un juego que a ese momento se encontraba empatado. Todos descalzos y con sus ropitas polvorientas, utilizaban una media llena de papel como bola, un pedazo de bambú como bate, y la imaginación proveía todo lo demás.

    Los que estaban en el "campo de juego" esperaban nerviosos y ansiosos, los que estaban en el turno de bateo, se encontraban tranquilos y confiados, ya que aquí se decidía el resultado; le tocaba el turno al bate de su arma secreta, el gran Pito.

    Él era un niño más alto que los otros, flaco, de largas extremidades, poco mayor en edad, de piel cobriza y una mirada profunda, que siempre parecía tener una sonrisa a flor de labios. Tenía mucha agudeza mental para su edad y mucha imaginación; lo amaba todo con el candor que solo un niño podía tener. Era imposible no notar a ese mozalbete de entre la multitud de muchachitos.

    Pito estaba consciente de mantenerse en forma física y por eso hacía "ejercicios", levantando grandes y redondas piedras de rio, que hacían las veces de pesas, siendo su cabecita testigo de varios encuentros con las piedras resbaladizas. Asimismo, corría de la esquina de la casa hasta la carretera y de vuelta.

    Juguetón y pícaro, no dejaba de hacerle burlas al -pícher-, buscando ver si lo intimidaba y sacaba de concentración.

    -¡DALE PITO, BOTALA, DA UN PALO, PIIIIIIITO, QUE CONTIGO GANAMOS!-, decían sus compañeritos de equipo, seguros del trabuco del team. A su vez, mientras esperaba acabar con el baile, el niño soñaba y claramente oía los vítores de la fantástica multitud que colmaba el imaginario estadio; todos venían a ver a su héroe.

    En el mismo instante del lanzamiento, un chorrito, fácil de batear, oyó una voz que a los lejos decía su nombre; era su tía, su madre. Falló darle a la bola, cosa que sorprendió a todos, soltó el bate y dijo a los presentes, -me tengo que ir, tía Rosa me busca.-

    -Aaaaah, chiiiico-, gritaron abrumados sus compañeros de equipo, porque sabían que con él se marchaban todas las esperanzas de triunfo. Unos desesperados rogaban, -no te vayas pito, por favor, sin ti perdemos, no te vayas, noooooo… -

    Decidido el toletero replicó, -me tengo que ir, mi tía me llama-. Todos los demás niños callaron, Pito estaba convencido, aunque fuera en una etapa crucial del juego, de que tenía que cumplir con su obligación.

    Resignados y en silencio, el grupo vio a su ídolo alejarse del terreno de juego, corriendo por la vereda.

    A la larga ninguno le guardaría rencor, -no faltaba más-, ya que todos lo adoraban, no solo por ser el mejor atleta, sino porque siempre los ayudaba con sus tareas escolares. En el peor momento, todos podían contar con él.

    Así era Pedrito Campos, tan obediente de sus mayores como leal de sus amigos.

    Entre sonrojados Flamboyanes y recios Tamarindos se movía el mozalbete con una agilidad increíble. Sus pies descalzos parecían ignorar los obstáculos que la naturaleza le interponía. Llegando a la comunidad vio a un adulto sentado a los pies de un Tamarindo, disfrutando de los regalos que el árbol hacía a los otros seres vivos. De inmediato lo reconoció, era su tío Tomás, a quien llamaba abuelo.

    Cuando estuvo cerca de su pariente, gritó sin detenerse, -abuuelllooo-; el hombre sorprendido por el celaje, reconoció la voz y contestó, -Coquitoooo-, orgulloso de la habilidad atlética de su joven pariente.

    Llegó a la entrada de su casa, se sacudió los pies y fue donde su tía.

    -Bendición mamá-

    Contenta de verlo y de oír cómo se refería a ella, contestó: "-Dios te bendiga y te favorezca, mijo querido; recuéstate un rato que tienes que llevarle las ropas a Don Monchito y al seño Anselmo…-"

    "-pero que…-"

    -Ehhh, y vamos a enpezal con lo mihmoh-, Rosa cambió el semblante y puso cara de pocos amigos.

    El muchachito, tratando de convencer a su tía, intentaba explicarle "-Pero, madrecita, es que a la orilla usteh sabe que se paran los rufianes a burlar…-"

    "-Nada de peros, Pedro Campos…-" replicaba la señora, sabiendo que a la larga el niño haría el recado, "-… que sin ti no puedo cumplir con los planchaos; esos

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