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Dicen que están matando gente en Venezuela: Violencia armada y políticas de seguridad ciudadana
Dicen que están matando gente en Venezuela: Violencia armada y políticas de seguridad ciudadana
Dicen que están matando gente en Venezuela: Violencia armada y políticas de seguridad ciudadana
Ebook515 pages6 hours

Dicen que están matando gente en Venezuela: Violencia armada y políticas de seguridad ciudadana

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About this ebook

Este libro reúne la mayor investigación actual que se ha hecho en Venezuela sobre la criminalidad ciudadana

Dicen que están matando gente en Venezuela registra buena parte del horror que atraviesa Venezuela, la indiferencia ante las heridas que el atropello deja en el camino, la omnipotencia del poder que se exhibe con sorna frente a sus víctima
LanguageEspañol
PublisherDahbar
Release dateSep 27, 2023
ISBN9789804250460
Dicen que están matando gente en Venezuela: Violencia armada y políticas de seguridad ciudadana
Author

Verónica Zubillaga

Verónica Zubillaga: Doctora en Sociología por la Universidad Católica de Lovaina. Es profesora de la Universidad Simón Bolívar. En Caracas, fundó junto con colegas investigadores, la Red de Activismo e Investigación por la Convivencia REACIN. Ha sido profesora e investigadora visitante en Brown University; Harvard University y Notre Dame University en Estados Unidos. Manuel Llorens: Psicólogo, especializado en Clínica, Magister en Psicología Comunitaria de la Manchester Metropolitan University. Profesor de la Universidad Católica Andrés Bello desde 1995. Investigador y psicoterapeuta especializado en violencia. Co-fundador de REACIN.

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    Dicen que están matando gente en Venezuela - Verónica Zubillaga

    Dicen que están matando gente en Venezuela.

    Violencia armada y políticas de seguridad ciudadana

    © Editorial Dahbar

    © Cyngular Asesoría 357, C.A.

    Corrección de textos: Consuelo Iranzo

    Diseño de portada: Jaime Cruz

    Diagramación y montaje: Liliana Acosta & Gabriela Oquendo

    Todos los derechos reservados. Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, almacenada en sistema recuperable, o trasmitida en forma alguna o por ningún medio electrónico, mecánico, fotocopia, grabación u otros, sin el previo permiso de Cyngular Asesoría 357, C.A.

    Índice

    A propósito del título 

    Agradecimientos

    Introducción

    El juego en que andamos

    I. El padecimiento de la gente

    Capítulo 1. Militarización de la mente. 

    Violencia crónica y su impacto en la convivencia de las comunidades

    Manuel Llorens, John Souto, Manuel Zapata, Carlos Alzualde, Laura Escorcia, Marelia Armas, Kayré García y Roneisy González 

    Capítulo 2. Socialización en un contexto de violencia crónica

    El trauma psicosocial en la infancia

    Manuel Llorens y John Souto 

    II. Las madres no se resignan

    Capítulo 3. Violencia y subjetividad. 

    Experiencias de madres cuyos hijos fueron ejecutados extrajudicialmente por operativos policiales en Caracas

    Francisco Sánchez 

    Capítulo 4. Nuestra lucha es para que nos escuchen. 

    Mujer, violencia armada, agencia, resistencia política y la búsqueda de justicia en Venezuela

    Francisco Sánchez

    III. Los que lanzan balas desde diferentes lados

    Capítulo 5. Así fue como empezaron los problemas 

    Contextos, lógicas de acción y sentidos morales en trayectorias de homicidas

    Chelina Sepúlveda y Andrés Antillano 

    Capítulo 6. ¿Qué pasó con la reforma policial en Venezuela?

    Preguntas y respuestas básicas sobre el proceso en su etapa púber

    Keymer Ávila 

    Capítulo 7. Dan más balas de las que reciben

    Uso de la fuerza letal en la Venezuela post-Chávez

    Keymer Ávila 

    Capítulo 8. Del punitivismo carcelario a la matanza sistemática. 

    El avance de los operativos militarizados en la era post-Chávez

    Verónica Zubillaga y Rebecca Hanson 

    Capítulo 9. Crimen, violencia y frontera.

    Reconfiguraciones de las prácticas ilícitas y los grupos armados en la frontera San Antonio / Ureña-Cúcuta

    Andrés Antillano, Verónica Zubillaga, Francisco Sánchez y Luz Ortiz

    IV. Los números

    Capítulo 10. La violencia en Venezuela

    Rutas metodológicas para su abordaje cuantitativo

    José Luis Fernández-Shaw 

    Sobre los autores

    "Si me dieran a elegir, yo elegiría

    esta salud de saber que estamos muy enfermos

    esta dicha de andar tan infelices.

    Si me dieran a elegir, yo elegiría

    esta inocencia de no ser un inocente

    esta pureza en que ando por impuro.

    Si me dieran a elegir, yo elegiría

    este amor con que odio,

    esta esperanza que come panes desesperados.

    Aquí pasa, señores,

    que me juego la muerte".

    Juan Gelman

    El Juego en que Andamos

    A propósito del título

    En una de las conversaciones sostenidas por John Souto y Marelia Armas con un grupo de niñas y niños en las faenas investigativas, varios de ellos discutían sobre los operativos policiales. Relataron los investigadores que los niños no sabían si debían entenderlos como medida de seguridad oficial o temerlos por las matanzas. Una de las niñas del grupo concluyó: dicen que están matando gente, pero lo que están matando es malandros. Es una frase lapidaria que nos revela tanto la naturalización de las muertes perpetradas por agentes de las fuerzas de seguridad como la deshumanización instalada en el país*.

    La contundencia de la frase nos pareció, por un lado, sugerente para titular este libro que compendia los hallazgos de nuestras investigaciones. Por otro lado, sin duda, este título resuena al libro Y salimos a matar gente de Alejandro Moreno, quien nos dejó hace pocos meses, y sentimos el vacío de sus reflexiones siempre lúcidas y desafiantes. Alejandro Moreno y su equipo entrevistaron a hombres definidos como delincuentes y su título reseña su macabra empresa. Nos pareció que se establecía una interlocución trágica entre ese libro y el nuestro. El nuestro, reseñando a su vez la actual empresa aciaga por parte de agentes de las fuerzas del orden hacia la población vulnerable. Sentimos entonces que ese título invita a una interlocución y un homenaje a Alejandro Moreno y a los investigadores que nos han antecedido, así como al signo de estos tiempos que nos ha tocado vivir y registrar.

    Agradecimientos

    Este libro se basa en una serie de investigaciones realizadas por un grupo de investigadores muy diverso que venimos colaborando hace años y que decidimos juntarnos para constituir la Red de Activismo e Investigación por la Convivencia REACIN. Mayra Morrison nos regaló un logo vibrante lleno de colores y Marianela Zubillaga, nos asistió para que pudiésemos concretar esta aventura, a ellas toda nuestra gratitud por su generosa ayuda.

    Quisiéramos agradecer con muchísimo entusiasmo y afecto al Profesor David Smilde, quien ha sido un aliado en la realización de nuestros trabajos. Angélica Zamora; Mario Arriagada y Luc Athayde-Rizzaro han apostado siempre por nuestras investigaciones y han demostrado una paciencia importantísima para comprender los vaivenes y altibajos vinculados a investigar en Venezuela. A ellos toda nuestra gratitud.

    Un agradecimiento especial a las mujeres (madres y esposas) que continúan resistiendo y buscando justicia en el país. En especial a aquellas que compartieron sus experiencias con nosotros, para juntos construir el registro y la memoria de la violencia de nuestro país.

    Agradecemos profundamente al voluntariado de psicología de la Universidad Católica Andrés Bello. Un gran grupo de estudiantes dedicaron buena parte de su tiempo a la experiencia retadora y solidaria de adentrarse en las comunidades populares de La Vega, Catuche y San Agustín, para trabajar y compartir con niños, niñas, jóvenes y adultos, proporcionándonos algunos de los registros valiosos que nos han permitido repensar la violencia que vivimos. Sin el compromiso del voluntariado, el alcance de algunas de nuestras iniciativas hubiera sido muy limitado.

    Hemos contado con tantos aliados para poder llevar a cabo nuestros trabajos de terreno, a veces arduos y difíciles. Sin su apoyo, estos hallazgos no hubiesen visto luz. Queremos agradecer especialmente a Roberto Patiño, querido amigo y fundador de Caracas Mi Convive, por su gentileza en permitirnos trabajar y merodear con los jóvenes que trabajan en la organización y que nos abrieron tantos caminos para explorar y preguntar. Sin el acompañamiento de Juan Francisco Mejía, no hubiésemos logrado miradas y testimonios en nuestra investigación. Giorgina Cumarin, Neorelis Muñoz, Santiago García, Camila Oropeza y Doris Barreto fueron enlaces fundamentales para acceder a experiencias que registramos en nuestro trabajo.

    Por supuesto, la lista de queridos amigos y colegas con quienes hemos hablado todos estos años sobre nuestras investigaciones y que nos han inspirado búsquedas, sugerido pistas interpretativas e ideas fundamentales es larguísima; podemos sólo mencionar a: Miguel Mónaco; Roberto Briceño-León; Alberto Gruson; Marisela Hernández, Maria Elisa Hernández; Maria Teresa Urreiztieta; Aurelio Calvo; Abraham Salcedo; Leonardo Gómez; Richard Snyder; Alejandro Velasco; Cheo Carvajal; Elisa Silva; Desmond Arias; Robert Gay; Francine Jacome; Gabriel Kessler; Lissette González; Carlos Aponte; Hugo José Suárez, Marcela Meneses; Tosca Hernádez, Elizabeth Gallardo; Ana María Reyes; Katie Sampeck; Brenda Bellorín; Pancha Mayobre; Vicente Lecuna; Luis Gerardo Gabaldón; y amigos periodistas que nos aportaron miradas y observaciones del terreno: Ronna Rízquez; Luz Mely Reyes; Eligio Rojas y Vanessa Moreno.

    Y sin duda a nuestras familias que históricamente han sido fuente de apoyo incondicional.

    Introducción

    El juego en que andamos

    Una madre cuenta la ejecución de su hijo a manos de cuerpos de seguridad del Estado. Relata cómo, al salir de su hogar, el oficial le espetó: No nos comimos las caraotas porque les faltó guiso, queriendo decir que no se detuvieron a robarle la escasa comida que tenía guardada en la nevera, luego de asesinar a su hijo, porque no les resultó suficientemente gustosa¹.

    En ese fragmento se acumula todo el horror que atraviesa Venezuela: la indiferencia brutal ante las heridas que el atropello va dejando en el camino; la omnipotencia destemplada del poder que se pasea exhibiéndose con sorna frente a sus víctimas; la manera en que el Estado no solo es protagonista de muchos de estos asesinatos, sino que además se burla de muchas formas de los atropellados. Es un panorama desolador de deshumanización.

    Ante esta realidad asfixiante, nosotros, como investigadores, hemos decidido anteponer las herramientas que nos competen: el registro, el análisis, la reflexión y la denuncia. Apostamos a la resistencia que hemos conocido de cerca: en las madres que se unen para negociar acuerdos de paz con los jóvenes armados de sus barrios; en los maestros que insisten en trabajar por el futuro a pesar de la amenaza diaria; en los artistas que convierten el cinismo en huella anímica, para obligarnos a reflexionar en medio del ajetreo; en los activistas que no dejan de apoyar a las víctimas, a pesar de todos los riesgos que corren, y en la insistencia de muchos venezolanos de presionar y proponer salidas para el horror, pensando en una convivencia futura en la que podamos vivir con dignidad.

    Hace cuatro años fundamos la Red de Activismo e Investigación para la Convivencia (Reacin) con la intención de hermanar nuestro trabajo investigativo con los esfuerzos del activismo. La violencia que vivimos desde hace décadas, que se ha recrudecido en los últimos años, es una problemática de investigación, pero, también y más hondamente, un drama que afecta nuestras vidas. Buscamos potenciar ambos lados de la ecuación que pretende registrar, denunciar y construir alternativas a la violencia que se ha instalado en el país. Este libro es uno de los productos de esa iniciativa.

    Aquí reunimos a un equipo de investigadores que han venido estudiando, de muy cerca, la violencia armada en el país desde hace años. Intentamos ofrecer una mirada amplia y diversa que recorre, desde las secuelas íntimas en la vida concreta de los implicados, los impactos de la exacerbada militarización en el país, hasta los retos cuantitativos de medir la violencia, pasando por sus efectos en la convivencia.

    En la década de los ochenta, Venezuela fue considerada la excepción pacífica en una América plagada de violencia. Los eventos de extrema violencia y represión estatal durante el Caracazo, acaecido en febrero de 1989, nos despertaron bruscamente de ese sueño. Para finales de esa década, comenzamos a colocarnos a la par de los países sudamericanos más peligrosos. La continua progresión de la violencia venezolana, aunada a cierta estabilización de esa problemática en países como Brasil o la relativa pacificación de Colombia, ha invertido el orden. Los niveles de violencia en la Venezuela de hoy nos colocan junto a países como El Salvador y Guatemala, países que han experimentado los estragos de guerras civiles y de infaustas políticas de Mano Dura, como se conoce en la región a la violencia estatal expresada en los masivos operativos militarizados de guerra contra el crimen, donde prevalece el abuso por parte de las fuerzas del orden hacia la población.

    Venezuela no vivió una guerra civil, como esos países, pero vivió un proceso de transformación social, cultural, político y económico conocido como la Revolución Bolivariana –definida como revolución pacífica, pero armada– que desató una intensa disrupción en el seno del Estado y en la relación entre las agencias estatales y los diferentes sectores sociales. A partir del año 1999, con la llegada de Hugo Chávez a la presidencia, tuvieron lugar eventos de franca conflagración entre las élites tradicionales y las ascendentes: golpe de Estado; paro petrolero; protestas sociales. Asimismo, en el seno del Estado, este proceso de transformación originó fraccionamientos y luchas internas, en especial en el ámbito de las instituciones de seguridad ciudadana, ocasionando una severa disrupción en su capacidad de aplicar políticas públicas y en el Estado de derecho. Una permanente conflictividad social, con coyunturas de mayor o menor beligerancia, junto a la proliferación de armas sin control, multiplicaron la violencia interpersonal letal entre los ciudadanos. La persistente exclusión en la que han vivido los jóvenes varones, como en el pasado, los continuó expulsando hacia las redes de las economías ilícitas, acompañadas de armas, marcando sus trayectorias hacia un destino trágico.

    A partir del año 2010, en paralelo a una reforma policial que buscaba controlar la implicación de grupos policiales en crímenes, así como regular el abuso de la fuerza hacia la población más pobre, sobreviene una nueva ola de militarización y de planes de Mano Dura. Este avance militarizado, al mismo tiempo que truncaba la reforma policial, generó un encarcelamiento masivo y, en consecuencia, una reorganización del mundo criminal preparándose para reaccionar. Con la muerte de Hugo Chávez en el año 2013, la asunción de la presidencia por parte de Nicolás Maduro y, desde el año 2014, el colapso de los precios y de la producción petrolera, la violencia estatal pasó a ser brutal. Una nueva ola de planes represivos de Mano Dura iniciada en 2015 con los denominados Operativos de Liberación del Pueblo (OLP), como en El Salvador y Guatemala, lejos de aplacar el descontento y controlar una criminalidad más organizada, estimuló el mayor armamento entre los grupos criminales. Estos, dispuestos a responder a la guerra, arrastraron en ella a la población de los sectores populares, de donde mayormente provienen los muertos. En la era post Chávez se hace evidente el fracaso del proceso bolivariano por alcanzar la prometida inclusión de los pobres y fundar un nuevo Estado. Y, todavía más allá, se hace evidente la profunda contradicción de una revolución que dijo levantarse por los pobres, pero que, en sus postrimerías, los termina reprimiendo de manera cruenta.

    Una serie de trabajos, comenzando con La Violencia en Venezuela², han documentado el incremento a niveles epidémicos de la violencia en nuestro país durante los últimos treinta años. Estudiosos locales e internacionales han volcado su mirada hacia Venezuela intentando explicar este fenómeno.

    Este libro se suma al análisis de la violencia venezolana. Se propone develar la diversidad de expresiones que ha adquirido la violencia armada en el país en los últimos años, la cual incluye la multiplicación de los escenarios en que se presenta –desde los linchamientos en un vecindario de clase media caraqueño, hasta las fronteras del país, pasando por la violencia de las bandas delictivas y de los operativos militarizados del Estado–, las distintas maneras en que se ha organizado, las lógicas de los victimarios y las consecuencias que está produciendo en buena parte de la población.

    José Luis Fernández-Shaw ofrece un repaso de las maneras en que se ha intentado contabilizar la violencia y propone un marco tanto conceptual como numérico para afinar el registro y la comprensión de las dinámicas específicas locales. Su análisis permite mostrar como vale la pena estudiar las condiciones específicas que influyen en la violencia en las distintas zonas del país. Así, por ejemplo, lo que ocurre en torno al Arco Minero tiene particularidades distintas a lo que ocurre en la península de Paria. A pesar de ser el último capítulo, lo mencionamos de primero porque el libro sigue esta lógica, intentando mostrar un panorama nacional a través de registros que no pierdan de vista la experiencia local y la diversidad de las lógicas de la violencia.

    En ese sentido, en las primeras dos secciones, examinamos el impacto de la violencia en la vida íntima y en las comunidades. Un equipo levantó datos en tres zonas de la Gran Caracas en que registramos el impacto de la violencia en la vida de los más pequeños, en sus escuelas y comunidades. Discutimos cómo la violencia crónica influye en la manera en que nos vinculamos y cómo afecta el ejercicio de la ciudadanía. Luego, Francisco Sánchez nos proporciona el testimonio de las madres de hijos asesinados, las maneras en que tramitan su dolor y sus intentos de luchar contra la impunidad.

    En la tercera sección, Andrés Antillano y Chelina Sepúlveda nos ofrecen una indagación sobre las trayectorias vitales y las explicaciones que les dan a sus propias vidas asesinos convictos, a través del análisis de una serie de entrevistas. Los relatos recogidos de los victimarios permiten pensar tanto en los condicionamientos sociales que posibilitan la entrada a la violencia como en la interpretación que los perpetradores hacen de sus actos.

    La comprensión del fracaso de lo que comenzó como una propuesta gestionada por el gobierno para reformar a nivel nacional la policía, pero que derivó en el desmantelamiento de las instituciones que él mismo creó a manos de la militarización, es una pieza clave que nos ofrece Keymer Ávila en sus capítulos. Su análisis, que contrasta los datos de asesinatos de funcionarios policiales con los de ciudadanos tanto en el país como en otras latitudes, termina de evidenciar esta tendencia perversa.

    De manera seguida, Verónica Zubillaga y Rebecca Hanson examinan las lógicas represivas del Estado venezolano, que ha pasado de lo que ellas denominan un punitivismo carcelario a la matanza sistemática, a través de los operativos militarizados. A lo largo de todo el libro se evidencia la responsabilidad sombría del Estado tanto por abandono e ineficacia como por exceso de uso de la fuerza. Andrés Antillano, Verónica Zubillaga, Francisco Sánchez y Luz Ortiz cierran la sección con una descripción de las lógicas violentas que operan en la frontera colombo-venezolana.

    El último capítulo de José Luis Fernández-Shaw, como mencionamos anteriormente, además de proponer una aproximación cuantitativa al estudio de la violencia venezolana, sirve de marco organizador para las observaciones recogidas a lo largo del libro.

    A través de todos los trabajos se entrevé con claridad el desamparo de la población con escaso acceso a la justicia institucionalizada y el impacto de la militarización de la vida cotidiana. Con militarización nos referimos no solo al crecimiento del aparato militar sino a las lógicas bélicas manifiestas en discursos y prácticas desde el poder que definen a gran parte de la población como enemigo.

    La violencia, entonces, no solo hace alusión a la muerte armada que sufrimos a diario en proporciones desmedidas; también se refiere a la profunda herida que sufre la convivencia, tomada por la desconfianza, con una sociedad civil cada vez más desarticulada y acorralada, cada vez menos dispuesta a recurrir a instancias formales para dirimir sus diferencias.

    Estamos describiendo sin duda un panorama desolador, un país que se desangra con la muerte violenta de gran parte de su juventud, que clama al vacío por justicia. Pero no por ello escribimos desde el desaliento. Es también un país que se empeña en resistir: a través de las monjas de una escuela religiosa que conservan un espacio donde las familias pueden velar a sus muertos sin las bandas rivales que quieren entrar a sabotear el ritual; a través de las madres de jóvenes asesinados que se reúnen en el Cementerio General del Sur para celebrar los cumpleaños de los que ya no están y ofrecerse consuelo; y sí, a través de los periodistas, abogados e investigadores que no cesamos en nuestro empeño de mostrar lo que el poder quisiera mantener oculto.

    Este no es un libro que busca lamentarse, sino que busca ubicar un diagnóstico como hace el médico que intenta ordenar el sufrimiento para organizar un plan; como el poeta que intenta la palabra para acercarse a la salud de saberse muy enfermo, que escribe para ver cómo digerir los panes desesperados y enmohecidos de la muerte.

    I.

    El padecimiento de la gente

    Capítulo 1

    Militarización de la mente

    Violencia crónica y su impacto en la convivencia de las comunidades

    Manuel Llorens, John Souto,

    Manuel Zapata, Carlos Alzualde,

    Laura Escorcia, Marelia Armas

    Kayré García y Roneisy González

    Un hombre de unos cincuenta años de edad que vivió en Los Ruices, un vecindario de clase media profesional en el este de Caracas, nos contó la razón por la que se mudó de allí. Resulta que él participaba en la junta de condominio de su edificio y conocía a muchos vecinos, pues siempre le ha gustado estar activo en las comunidades en que ha vivido. Para ese entonces, tenía a su esposa y una hija de un año de edad con la que salía a menudo a pasear por el parque que quedaba al final de su cuadra. En uno de esos paseos vio a un joven, que varios de los vecinos identificaban como el jefe de una pequeña banda de venta de drogas, haciendo negocios en el parque. Al salir de allí con su hija, vio pasar una patrulla y les pidió a los policías que se acercaran a investigar lo que estaba sucediendo. Continuó su paseo hasta regresar a su edificio. Al llegar se encontró con una sorpresa: a la entrada lo esperaba el joven en tono amenazante, me echaste paja ¿verdad viejo?, le dijo para hacerle saber que ya la policía le había transmitido su denuncia. Ese evento aceleró la mudanza que ya tenía meses planeando.

    Sin embargo, sus problemas continuaron: al mudarse a un vecindario cercano, El Marqués, se encontró con que un vecino que vivía dos pisos más arriba de su apartamento, en medio de intoxicaciones de droga, le daba por lanzar objetos por la ventana, causando destrozos en los autos estacionados abajo. Esta vez, junto a varios vecinos, hizo el reclamo al joven, lo que condujo a una pelea, luego de la cual vino la policía, arrestó al muchacho y les pidió a los vecinos que fueran a declarar a la central policial. Estos pasaron la tarde declarando y, cuando regresaron, el joven ya estaba de vuelta en su casa. Había llegado antes que ellos.

    A los días, recuerda nuestro entrevistado, entrando a su edificio lo paró un desconocido preguntándole si él tenía problemas con algún vecino. Al indagar la razón de la pregunta, aquél le respondió que, por una suma de dinero, se ofrecía a resolverle el problema. Le contestó que no gracias, que no estaba interesado, pero que seguramente si se quedaba allí en la puerta, se toparía con algún otro vecino que sí lo estaría. A los meses supo que el joven con problemas de drogas había amanecido golpeado. Eso marcó la segunda mudanza de la familia.

    Estas anécdotas resultan relevantes porque muestran cómo los ciudadanos de Caracas intentan lidiar con los conflictos vecinales, su relación con las instituciones que administran justicia y lo que este entramado va produciendo en las respuestas comunitarias, las cuales hemos ido registrando con respecto a la violencia crónica que padece el país. Esfuerzos por organizarse y coordinarse con las instituciones gubernamentales se frustran y van abonando el camino para opciones que desmontan la posibilidad de una ciudad vivible.

    Violencia crónica

    La grave crisis venezolana tiene, entre sus condiciones más complejas, una situación que se puede caracterizar como violencia crónica. Pearce (2007) ha definido a la violencia crónica según su intensidad, duración y lugar. Un país sufre de violencia crónica si sus cifras de asesinato duplican las de los países que pertenecen a la misma categoría de ingresos (según la clasificación de la Organización Mundial de la Salud), si esa violencia ocurre en por lo menos tres escenarios distintos y si la situación se prolonga por cinco años o más. Esas tres condiciones las cumple Venezuela.

    Creemos que estos niveles sostenidos de violencia han dejado una huella en nuestra manera de relacionarnos como venezolanos. Nos interesa saber qué impacto tiene la violencia crónica en la vida de los ciudadanos y de las comunidades. Nos interesa entender qué adaptaciones, qué consecuencias trae a las maneras de vivir de los venezolanos. ¿Qué influencia tiene la violencia en nuestras maneras de sentir, de pensar y de relacionarnos?

    Para ello hemos realizado tres estudios etnográficos en tres comunidades distintas, tanto por sus características demográficas, como económicas y espaciales. Tres comunidades donde supimos de antemano de experiencias complejas de violencia, instauradas en la vida cotidiana, y en las que tuvimos acceso directo a las personas que la estaban padeciendo. En las tres comunidades la violencia es evidente, pero en cada una cobra características distintas.

    La primera comunidad, de la que nos habla el entrevistado citado, es Los Ruices, en donde ocurrió una cadena de linchamientos perpetrados por la misma comunidad. Nos interesó entender el fenómeno de los linchamientos, tanto por la gravedad de la violencia, como por el hecho de que se trata de un vecindario insertado en la ciudad, de un nivel socio-económico medio, distinto a lo que mucha de la literatura latinoamericana ha reportado.

    En segundo lugar, estudiamos a una barriada en el sector de La Vega, en el sudoeste de Caracas. Se trata de una comunidad de bajos recursos, cuya vida cotidiana se ha visto interferida por la presencia de pandillas que se disputan el control de los distintos territorios cercanos. Una invasión de una pandilla ajena al barrio, que se apoderó de un sector vecino, interrumpió la vida de esta comunidad y exacerbó las dinámicas de violencia allí presentes. Allí pudimos hacer un registro de la cotidianidad del barrio desde la perspectiva de lo que ocurre en la escuela local.

    Finalmente, estudiamos a Los Valles del Tuy, una zona periférica a Caracas, en donde se han reportado los incrementos más altos de violencia que se vienen dando en el país. La dinámica de bandas criminales que han tomado el control de varios sectores, aparece de manera reiterada tanto en las crónicas delincuenciales periodísticas como en los testimonios de los habitantes locales. Allí hemos tenido acceso a familias que han sido desplazadas de esos sectores por la violencia que amenaza sus vidas y la de los docentes de sus escuelas.

    Hemos registrado los testimonios de las personas de estas comunidades, sus experiencias en torno a la violencia que han vivido, así como las reacciones y respuestas que han articulado frente a las experiencias de victimización.

    Impactos de la violencia crónica

    La psicología y la psiquiatría han detallado ampliamente los efectos de la violencia en el individuo. La creación del diagnóstico de estrés postraumático proviene, entre otros, de la observación de la afectación emocional de personas que estuvieron en combate (Herman, 1992). En el camino se han podido especificar las consecuencias que sufren las personas sometidas no solo a situaciones de violencia sino a violencia crónica (Herman, 1992).

    Los trabajos de Kostelny y Gabarino (2007) han levantado datos en vecindarios peligrosos de Chicago en los que el 89% de los niños y niñas reportaron haber escuchado disparos, 38% haber visto cadáveres de personas asesinadas y 43% a alguien recibiendo un disparo, y un 21% ha sido amenazado con una pistola. Los autores han detallado cómo, a diferencia de la violencia aguda, la crónica produce cambios significativos en el funcionamiento de la personalidad y en la visión del mundo de los niños y niñas investigados. Las adaptaciones que hacen las personas bajo estas condiciones resultan lógicas para ambientes violentos, pero luego pasan a ser desadaptativas en contextos más sanos. Entre esas encontramos la hipervigilancia y la hiperagresividad. En esta misma línea, el miedo, los síntomas de ansiedad, aislamiento, problemas psicosomáticos, pérdida de la esperanza y desensibilización o anestesia emocional han sido ampliamente reportados en multitud de estudios (Rosario et al., 2008; Osofsky, 1997; Terr, 1990, 1991).

    Un hallazgo igualmente relevante para nuestro trabajo, es que el impacto que genera la violencia, está mediado tanto por la calidad del cuidado recibido por los padres como por la calidad de contención que ofrece la comunidad inmediata (Miller, 1996). De manera que la violencia tiene efectos directos, a través de las víctimas que los sufren, e indirectos, a través del deterioro de los mecanismos de contención que ofrecen las familias y las comunidades. Ambos son relevantes para pensar en los efectos a largo plazo que tiene la violencia sostenida.

    De manera más específica, investigaciones sobre el impacto de situaciones de violencia crónica, como lo puede ser una guerra civil, han confirmado reacciones emocionales intensas (Melville y Lykes, 1992). Así, por ejemplo, un trabajo reciente sobre el impacto en niños y niñas de la guerra en Siria encontró niveles muy altos de miedo constante y diversos síntomas de ansiedad (como la enuresis o la pérdida del habla), junto a reportes de disforia constante, rabia, acumulación de pérdidas de seres queridos, anestesia emocional, síntomas psicosomáticos y grave interrupción de las rutinas de la vida diaria (Save the Chihdren, 2017).

    Pero, más allá del amplio registro de los efectos en el individuo, también hay una serie de investigaciones que documentan los que se manifiestan en las comunidades (Adams, 2012a; Auyero y Kilanski, 2015; Bourgois, 2003; Vega, 2011). Benjamin y Crawford-Browne (2002) han descrito los efectos negativos de la violencia crónica en Sudáfrica. Moser y McIlwayne (2004) han documentado las secuelas de las guerras civiles en Colombia y Guatemala, encontrando el desarrollo de una cultura del miedo y del silencio, así como una normalización de la violencia que lleva a su perpetuación como herramienta principal de resolución de conflictos, que a su vez conduce a que la violencia mute de violencia política a otras expresiones, como lo es la violencia criminal, las bandas paramilitares que viven de la extorsión y la violencia intrafamiliar.

    Green (2004) ha descrito el vivir en un estado de miedo crónico como lo normal en El Salvador posterior a la guerra. Taussig (2004) a su vez, ha registrado un estado de consciencia doble que, por un lado, acepta el terror cotidiano como normal y, por el otro, entra cada cierto tiempo en pánico cuando un episodio de violencia atraviesa el umbral de lo habitual. Scheper-Hughes (2004a) hace observaciones similares en Brasil. Adams (2012a), quien ha trabajado en Centroamérica, ha llamado a esto la normalidad perversa.

    El miedo produce cambios en las comunidades. Han sido documentados cambios en las rutinas de desplazamiento de la ciudad para evitar lugares y horarios percibidos como peligrosos (Auyero & Kilanski, 2015; Kirmani, 2015). En investigaciones previas en Caracas, nuestro equipo encontró que las personas de una comunidad violenta tuvieron que renunciar a trabajos en horarios nocturnos para protegerse, desarrollar rutinas de llamar antes de llegar a su vecindario para averiguar si había o no peligro y, en ocasiones, mudar a familiares en riesgo a otras ciudades para alejarlos del peligro (Zubillaga, Llorens, Núñez y Souto, 2015).

    Bourgois (2004) quien investigó en El Salvador durante y después de la guerra civil, describe cómo la violencia de la guerra continuó manifestándose, más allá de los acuerdos de paz, de otras maneras, no menos destructivas. De hecho, El Salvador ha presentado cifras más altas de asesinatos anuales después del final de la guerra que durante la misma. Scheper-Hugues (2004b) observa algo similar en Sudáfrica. Parecería que la violencia produce efectos que tienden a perpetuarla, lo que lo ha llevado a hablar de un continuo de la violencia en la guerra y en la paz. Ella ha planteado que, quizás, la guerra y la paz no son dos entidades discretas, completamente distinguibles la una de la otra. Scheper-Hugues y Bourgois (2004) cuestionan las categorías simplistas de guerra y paz, y examinan el continuo de violencia que se expresa en ambas situaciones. Moser y McIlwayne (2004) comentan que en Guatemala los campesinos a menudo se quejaban de la atención que se le daba a la violencia sufrida durante la guerra, cuando muchos de ellos sentían que, durante la paz que se había decretado, sus vidas seguían igualmente en riesgo.

    Nos interesa pensar, entonces, cómo se instala la violencia en un colectivo y cómo comienza a generar efectos que la auto-perpetúan. Queremos examinar qué consecuencias tiene la violencia crónica en la manera de funcionar de una comunidad. Además de las consecuencias mencionadas anteriormente, de culturas de miedo, de silencio, de terror, que se instalan en las comunidades, se han podido precisar elementos más específicos de funcionamiento social que parecerían contribuir a la instalación de esas culturas.

    Una de las consecuencias comunitarias encontradas usualmente, luego de violencia colectiva sostenida, es la desconfianza generalizada tanto en los vecinos como en las instituciones (Green, 2004; Vega, 2011). La violencia crónica hace que la gente tome medidas para protegerse, que, en la mayoría de los casos, produce aislamiento y fragmentación del tejido social.

    La obra de Gambetta (1990) describe con detalle las condiciones históricas que produjeron una desconfianza intensa y crónica en el sur de Italia y cómo esta fue el caldo de cultivo para el surgimiento de la mafia. El fortalecimiento de esta se fue produciendo por la perpetuación del recelo y de la violencia. Esas dinámicas violentas que giran en torno a la mafia en el sur de Italia se han sostenido por más de dos siglos. La violencia produce desconfianza y, a la vez, se cimienta en ella.

    La desconfianza y la fragmentación van de la mano. A menudo conduce a que pequeños grupos se retraigan sobre sí mismos, formando subgrupos de gran cohesión, pero aislados del resto de la sociedad. En situaciones de conflicto crónico se ha descrito cómo los procesos de identidad pueden volverse más intensos, como si la identidad fuese una última barrera protectora (Volkan, 2006). Las dinámicas de nosotros-ellos y de la polarización se vuelven más frecuentes, conduciendo en ocasiones a identificar al otro, al foráneo o distinto como el enemigo. A menudo, también los conflictos se exacerban entre grupos de aliados y la violencia se puede volcar sobre la misma comunidad, entre sus propios miembros (Adams, 2012b).

    La frase de Primo Levi de la Zona Gris (1988) referida a que, las mismas víctimas de crímenes atroces –como los recluidos en campos de concentración– en su desespero por sobrevivir se pueden volver también victimarios, es un ejemplo dramático de esto. La zona gris implica que la línea entre lo lícito y lo ilícito, entre lo moral y lo inmoral, se vuelve difusa. El desamparo puede conducir a sentirse alienado del Estado de derecho, a pensar que las soluciones fuera de la ley son válidas mientras permitan recuperar alguna sensación de seguridad. Las alianzas con las bandas violentas locales se convierten en una opción, el surgimiento de grupos que extorsionan a cambio de protección se vuelve habitual. La corrupción se normaliza. Los oprimidos, observó Levi, pueden perder su humanidad esencial, su capacidad de empatizar hasta con los que sufren de la misma manera.

    Estos efectos pueden reflejarse, por ejemplo, en el cierre de vías públicas, en lo que se ha denominado la sociedad enrejada, separada por garitas y bloqueos a las calles. Así como en el aumento de compañías de seguridad privada y la creación de organizaciones locales de vigilancia vecinal (Adams, 2012a; Mollericona, Tinini y Paredes, 2007). Los linchamientos han surgido en varias latitudes como respuesta extrema de las comunidades ante las experiencias de vulnerabilidad (Mollericona, Tinini y Paredes, 2007; Scheper-Hugues, 2004b).

    Trauma psicosocial y el marco ecológico de desarrollo humano

    Resultan útiles dos formulaciones teóricas que han intentado reunir los hallazgos de los efectos de la violencia crónica en una sociedad. Más allá de los diagnósticos individuales, la violencia atraviesa varias dimensiones, hiriendo a los individuos, pero también la manera en que estos se relacionan y, por ende, la manera en que las comunidades conviven.

    Ignacio Martín-Baró (1990) estudió en El Salvador el impacto de la guerra civil, detallando cómo afectó profundamente a los individuos y a la población general. De esta manera planteó que los diagnósticos de trauma eran, en el mejor de los casos, insuficientes y, en el peor de los casos, engañosos, porque dirigían la mirada de fenómenos sociales hacia el ámbito reducido del individuo. El trauma ni es causado solo por individuos, ni tiene efectos solo en estos. Es por eso que propuso el término de trauma psicosocial que definió como la cristalización traumática en las personas y grupos de las relaciones sociales deshumanizadas (1990). La deshumanización se refiere a la incapacidad de registrar el sufrimiento ajeno y la pérdida de la esperanza.

    El trauma psicosocial, tiene además que ver con la polarización, que se refiere a la rigidización del pensamiento que atiende selectivamente a la realidad para defender la posición propia. La polarización evalúa todo en

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