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ETA: Del cese del terrorismo a la disolución
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ETA: Del cese del terrorismo a la disolución

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El 20 de octubre de 2011, ETA anunció el cese definitivo de la violencia. Fue realmente su final. En aquel momento, el Gobierno socialista de Rodríguez Zapatero no descartaba una escisión debida a las disidencias en el mundo abertzale; su sucesor un mes después, Mariano Rajoy, desoyó los consejos que abogaban por el diálogo y por una flexibilización de la política penitenciaria. Era obvio que ETA pretendía por esta vía difuminar su derrota, pues el terrorismo había cesado sin lograr ninguno de sus objetivos políticos. Afortunadamente, el 3 de mayo de 2018 tuvo lugar su disolución unilateral. En ese periodo de siete años, los cambios sociales y políticos en Euskadi, tras casi cinco décadas de terrorismo con 854 víctimas mortales (más de un millar si se añaden los de la guerra sucia y las extralimitaciones policiales) transformaron Euskadi subordinando la cuestión identitaria a los problemas reales de la ciudadanía. Este libro pasa revista al proceso de disolución de ETA profundizando tanto en las interioridades y tensiones dentro del campo abertzale como en el papel de los gobiernos de Madrid y Vitoria. Ahora, el desafío más serio y de difícil resolución consistirá en abordar una paz con memoria que impida que la historia se repita.
Luis R. Aizpeolea formó parte de la primera redacción de Egin y fue corresponsal político de El Diario Vasco. También ha sido el responsable de la sección de Nacional en El País y posteriormente corresponsal político en ese mismo periódico. En Los Libros de la Catarata ha publicado Los entresijos del final de ETA (2013).
LanguageEspañol
Release dateJun 16, 2021
ISBN9788413522616
ETA: Del cese del terrorismo a la disolución
Author

Luis R. Aizpeolea

Licenciado en Ciencias Empresariales por la Universidad de Deusto. Formó parte de la primera redacción de Egin en 1977 en el País Vasco y del semanario Ere en 1979. Fue corresponsal político de El Diario Vasco de 1981 a 1989. Desde entonces a 2012 fue, primero, responsable de la sección de Nacional en El País y posteriormente corresponsal político. Colabora en El País. Ha participado en Los desayunos de TVE, en El Debate de La 1, el Canal 24 Horas, Radio Nacional de España, además de en la radio y televisión vascas (EITB). Ha escrito varios libros sobre temas vascos.

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    ETA - Luis R. Aizpeolea

    autoría.

    Prólogo

    El historiador vasco Juan Pablo Fusi decía en una entrevista al diario El País¹ que hoy vivimos la excitación del momento y lo ocurrido hace un mes, por importante que sea, deja de ser relevante. Una noticia arrasa la siguiente y no da respiro para reflexionar sobre lo sucedido. Es lo que ha ocurrido con el terrorismo, particularmente el de ETA, que fue el gran desafío de la Transición del que se derivaron otros, subrayaba el historiador.

    Es verdad que los periodistas escribimos mucho sobre ETA y sobre el desafío soberanista en Euskadi al calor de los acontecimientos que generaban. Pero creo que los periodistas, y también los políticos, no hemos extraído todas las conclusiones sobre lo sucedido. Pienso, por ejemplo, que si los principales responsables políticos que han dirigido en la segunda década de este siglo el Ejecutivo central y la Generalitat catalana hubieran extraído conclusiones claras de lo sucedido con el desafío soberanista en Euskadi, en el que ETA jugó un papel clave, habrían evitado, al menos, algunos de los errores que cometieron. Asimismo, son aún muchos los periodistas que siguen repitiendo los tópicos dominantes sobre el final del terrorismo en la prensa conservadora.

    Este libro narra lo sucedido en Euskadi entre el cese definitivo del terrorismo el 20 de octubre de 2011 y la disolución de ETA el 3 de mayo de 2018, incluida la repercusión de la crisis catalana, y señala asimismo algunos cambios sociales y políticos acaecidos en la comunidad que sufrió como ninguna otra el terrorismo durante cinco décadas, la tensión territorial con el Estado y una grave fractura interna. Hoy, tras una década sin terrorismo, ha aminorado sus viejas tensiones; ha subordinado la cuestión identitaria a los problemas reales de la ciudadanía; ha aumentado la conciencia de que Euskadi vivió una radicalidad artificial y su desafío más serio y de difícil resolución consiste en abordar una paz con memoria que impida que la historia se repita.

    El 20 de octubre de 2011 ETA anunció el cese definitivo del terrorismo. Fue realmente el final de ETA, pero en aquellos momentos la gran preocupación ciudadana era asegurarlo, consolidarlo. El Gobierno socialista de José Luis Rodríguez Zapatero, que había gestionado dicho cese, sabía que aquel logro no estaba exento de riesgos porque en el mundo abertzale había disidencias sobre un cese de la violencia en el que ETA no había logrado contrapartidas políticas. No se descartaba una escisión.

    Le sucedió Mariano Rajoy, que ganó las elecciones por mayoría absoluta justo un mes después, el 20 de noviembre. Za­­­­patero pretendió convencer a Rajoy de que asegurara el desarme pendiente de ETA y abordara la situación de sus presos por la vía dialogada. Rajoy no le hizo caso. Suponía darle un giro de 180 grados a su política opositora al Gobierno de Zapatero, que hizo del rechazo al final dialogado del terrorismo una bandera, elevada a cuestión de principios democráticos.

    Tampoco hizo caso a los líderes vascos del momento, el socialista Patxi López y el peneuvista Iñigo Urkullu, que le pidieron que activara la vía de reinserción de los presos etarras, con un acercamiento a cárceles vascas de los reclusos predispuestos a rechazar el terrorismo con el objetivo de aislar a los nostálgicos de la violencia, que contaban con un núcleo sólido en las prisiones.

    Rajoy, en su libro Una España mejor², publicado en diciembre de 2019, se ufana de no haber atendido ninguno de aquellos consejos elevando su actitud, una vez más, a la categoría de los principios democráticos. Podía haber activado la reinserción de los presos proclives al rechazo del terrorismo sin necesidad de hablar con ETA y debilitar de ese modo a los nostálgicos de la violencia. Podía haber dado esa batalla. Pero tampoco quiso hacerlo.

    La actitud de Rajoy no se explicaba por cuestión de principios sino por algo más sencillo y nada épico: su temor a la respuesta del sector más intransigente de su partido y de su apoyo mediático si tomaba alguna iniciativa sobre los presos de ETA. Ese temor estaba por encima de los riesgos de una posible escisión de ETA. Algunos de esos intransigentes hoy están en Vox. Rajoy se lo reconoció al lehendakari Urkullu, con quien mantuvo una relación fluida durante su mandato.

    Hubo riesgos, pero, finalmente, hubo suerte y, pese a algunos atentados aislados, la disidencia de ETA no llegó a consumar ningún asesinato —a diferencia de la del IRA en Irlanda del Norte— y la organización armada terminó desarmándose y disolviéndose un año después mientras la disidencia estaba bajo mínimos. Tardó mucho, pero sucedió.

    Pero el inmovilismo de Rajoy acarreó unas consecuencias más allá del riesgo que corrió al no neutralizar a la disidencia con medidas políticas. Una es evidente: la enorme desafección del Partido Popular en Euskadi. Para una abrumadora mayoría de vascos, el PP fue el partido que desde la oposición obstruyó el proceso dialogado del Gobierno de Zapatero con ETA. Después, en el Gobierno, con Rajoy como presidente, fue el par­­tido del inmovilismo político cuando ETA había cesado el terrorismo. Su ejecutiva nacional destituyó a tres presidentes del PP vasco por discrepancias con su estrategia inmovilista; el último de ellos, Alfonso Alonso, con Pablo Casado al frente del partido, que desde la oposición al Gobierno de Sánchez vuelve a oponerse al ministro Grande-Marlaska cuando decide acercar presos de ETA a cárceles próximas a Euskadi y flexibilizar la política penitenciaria tras la disolución de la organización terrorista.

    Otra consecuencia es que la disolución de ETA no ha tenido un reconocimiento oficial ni se ha solemnizado en las Cortes, pese a ser una victoria de la democracia frente al reto más grave de la Transición democrática española, el terrorismo. Rajoy sostiene también en su libro que estuvo pensando en dejar pasar la jornada de la disolución de ETA en silencio para quitarle importancia porque, además, no quería apuntarse nin­­gún tanto, pero que, al final, su entorno le convenció de lo contrario pensando en las víctimas del terrorismo.

    Las víctimas del terrorismo, aunque tardíamente, han tenido un reconocimiento de la democracia española. Pero Francia, por ejemplo, ante un fenómeno de una envergadura como la disolución de ETA, no hay duda de que lo hubiera solemni­­zado, condecorando a todos los policías que contribuyeron a ella, a sus resistentes, empezando por los concejales que aguan­­taron durante años los ataques, y hubiera cerrado la conmemoración con un acto especial en las Cortes subrayándolo como una conquista de la democracia.

    El Gobierno del PP no lo hizo cuando ETA se disolvió. Es un partido proclive a la exhibición de banderas españolas, pero poco consistente a la hora de reafirmar las conquistas democráticas auténticas. Para ello hay que tener sentido de Estado y ha carecido de él en el tratamiento histórico del terrorismo vasco. Lo ha manejado en clave partidista desde que José María Aznar, siendo presidente del partido, decidiera sacar el terrorismo del consenso e introducirlo como un elemento más de la política de oposición. El reconocimiento a los resistentes es una asignatura pendiente de la democracia española.

    Rajoy raya la impostura cuando alardea de que el desarme y la disolución de ETA llegaron sin haberse contaminado en conversaciones con la izquierda abertzale o la organización terrorista. Lo hicieron otros por él: el Gobierno francés y el autonómico vasco que lo mantuvieron puntualmente informado. Ambos gobiernos tuvieron que conversar con la Comisión Internacional de Verificación (CIV) y con la izquierda abertzale —conectados ambos con ETA— para conseguir que el proceso de desarme llegara a buen puerto en suelo francés. No obstante, Urkullu está agradecido a Rajoy por no haber obstruido el desarme, algo que podía haber sucedido si al frente del Gobierno del PP hubiera estado José María Aznar con sus actuales posiciones.

    La izquierda abertzale repitió su juego habitual. ETA hizo la declaración del final del terrorismo el 20 de octubre de 2011 cuando Sortu, el grupo de Arnaldo Otegi y Rufi Etxeberria, se hizo con el control de su dirección. Pero en ese momento no controlaba todo el mundo abertzale. Había disidencias dentro de ETA y en las cárceles. Con el aval del cese del terrorismo, pretendía que el Gobierno y la dirección de ETA negociaran un acuerdo sobre desarme y presos que ni siquiera llegó a esbozarse.

    Era obvio que ETA pretendía por la vía del diálogo difuminar su derrota pues el terrorismo había cesado sin lograr ninguno de sus objetivos políticos: el derecho a la autodeterminación y la fusión de Navarra y Euskadi. A lo máximo a lo que podía aspirar, con aval internacional, era a aliviar la situación de sus presos.

    Año y medio después del cese del terrorismo, Rajoy aclaró definitivamente que no habría proceso dialogado. Pero la izquierda abertzale y ETA siguieron confiando en que, dada la volatilidad política española, podía haber un cambio gubernamental que propiciase el final dialogado. Hasta 2016 no se convencieron de que esa etapa estaba agotada. También les costó varios años controlar las cárceles y convencer a una mayoría de presos que asumiera la legalidad penitenciaria. De este mo­­do, retrasaron el desarme y disolución; sus presos fueron sus principales víctimas.

    Fue un desarme unilateral, sin contrapartidas de ningún tipo, en el que colaboraron los gobiernos francés y autónomo vasco. El Gobierno de Rajoy no lo obstruyó. Hizo lo mismo que seis años antes, con el cese del terrorismo. No participó, pero lo validó. Los participantes —Zapatero en un caso y Urkullu en otro— se lo agradecieron porque otro líder más radical de la derecha lo podría haber bloqueado.

    Hasta el final, ETA trató de camuflar su derrota con un escenario ilusorio. Entregó por mandato judicial su armamento en suelo francés a la policía y ante un pequeño grupo de gente que simbolizaba al pueblo vasco. Unos meses después se disolvió sin reconocer la injusticia de sus 854 asesinatos.

    Capítulo 1

    El inmovilismo de Rajoy

    El 20 de noviembre de 2011, justo un mes después de la declaración de cese definitivo del terrorismo de ETA, se celebraron elecciones generales y, pese a que el socialista José Luis Rodríguez Zapatero era el presidente que había gestionado dicho final, las ganó el candidato del PP Mariano Rajoy por mayoría absoluta frente al candidato del PSOE Alfredo Pérez Rubalcaba, anterior ministro del Interior que había acompañado al presidente del Gobierno en aquella empresa excepcional. Ni Zapatero ni Pérez Rubalcaba ni Rajoy se sorprendieron. Zapatero sabía por el ex primer ministro británico Tony Blair que la gestión del final del terrorismo no rendía efectos electorales. Ya había sucedido en Irlanda. Además, los sondeos predecían unánimemente la derrota socialista por la intensidad de la recesión económica en España.

    La confirmación de las predicciones facilitó un rápido traspaso de poderes de Zapatero a Rajoy y las tensas relaciones que ambos políticos habían mantenido por su diferente modo de concebir el fin de ETA se habían relajado al final. El recono­­cimiento de Rajoy, el mismo 20 de octubre, de la declaración de ETA del cese definitivo del terrorismo y de la inexistencia de pago de precio político por parte del Gobierno de Zapatero frente a la opinión de la mayoría de los medios conservadores aproximaron al presidente saliente y al nuevo inquilino de La Moncloa.

    Rajoy había tensado mucho las relaciones con Zapatero por el tratamiento de la cuestión de ETA durante la primera legislatura del presidente socialista (2004-2008). Se opuso frontalmente al proceso de diálogo que Zapatero mantuvo con ETA, un diálogo de paz por presos, inspirado en los pactos de Ajuria Enea y de Madrid de 1988, respaldados entonces por todos los partidos democráticos, y ratificado por mayoría en el Congreso de los Diputados en 2006, con la única ausencia del PP.

    De tal manera, Rajoy y su partido protagonizaron una decena de manifestaciones callejeras, la mayoría en Madrid, junto con las asociaciones de víctimas del terrorismo y un fuerte acompañamiento de los medios de comunicación conservadores contra el Gobierno de Zapatero, que tuvo que soportar una du­­ra campaña desde la derecha política y mediática con una fuerte carga emocional al haber arrastrado el PP de Rajoy a algunas asociaciones de víctimas del terrorismo. Rajoy llegó a acusar a Zapatero en el Congreso de romper España, traicionar a los muertos y resucitar una ETA moribunda.

    La tensión amainó cuando ETA rompió unilateralmente el diálogo con el Gobierno de Zapatero, en junio de 2007, y Rajoy comprobó que la organización terrorista no había obtenido ninguna cesión gubernamental. Ni siquiera un acercamiento de presos a cárceles vascas como el que había protagonizado José María Aznar en 1999 —120 reclusos— cuando abrió un proceso de diálogo con ETA. No obstante, Rajoy se opuso, también, a la decisión del Tribunal Constitucional en 2011 de legalizar a la coalición abertzale Bildu, pese a que en sus estatutos rechazaba el terrorismo, incluido el de ETA. El Gobierno de Zapatero había respaldado la decisión judicial porque un objetivo clave de los pactos contra ETA era que la izquierda abertzale, como expresión del independentismo, hiciera política y la organización terrorista desapareciera.

    Rajoy cambió claramente de actitud hacia el final de ETA cuando, según todas las encuestas, se veía en La Moncloa en muy pocas semanas. Rajoy había sido informado puntualmente por Zapatero de la veracidad del cese del terrorismo de ETA. Le había contado que la única concesión a ETA era la Declaración de Aiete (San Sebastián), el 17 de octubre de 2011, que consistía en una escenificación de los partidos vascos, con la participación de personalidades extranjeras —el expresidente irlandés Bertie Ahern, la ex primera ministra noruega Gro Harlem Brundtland, el exministro francés de Interior Pierre Joxe, el líder del Sinn Féin Gerry Adams…—, encabezadas por el ex secretario general de la ONU Kofi Annan, que reclamaron a ETA el final del terrorismo para que la organización armada emitiera un comunicado unos días después, donde lo asumía.

    La escenificación internacional era una manera de envolver el final del terrorismo que el Gobierno de Zapatero asumió para que su contenido, que ETA abandonara la violencia, se produjera de una vez por todas. Fue lo que sucedió tres días después con el comunicado del 20 de octubre de la organización terrorista. Fue la única concesión que el Gobierno de Zapatero hizo a ETA para que declarase el final del terrorismo y Rajoy la asumió.

    También el presidente del PP vasco, Antonio Basagoiti, había sido informado por el lehendakari socialista Patxi López, cuyas relaciones eran estrechas porque los populares vascos sostenían al Gobierno socialista de Euskadi, tras desbancar dos años antes, en 2009, al lehendakari soberanista Ibarretxe del palacio de Ajuria Enea. Las buenas relaciones entre socialistas y populares vascos habían influido en el acercamiento de posiciones entre Zapatero y Rajoy en las cuestiones del País Vasco.

    De modo que cuando Rajoy comprobó que el comunicado de ETA declaraba el cese del terrorismo sin contrapartidas políticas dio por válida la declaración etarra en contraposición con los sectores más radicales del PP —como Jaime Mayor Oreja— y buena parte de la derecha mediática que la calificaba, erróneamente, de nueva tregua trampa.

    El final de ETA fue un elemento clave en el traspaso de poderes entre Zapatero y Rajoy, celebrado en sendas reuniones en La Moncloa el 23 de noviembre y el 16 de diciembre de 2011. Pero Zapatero le contó algo más a Rajoy. Le informó que tres representantes de ETA —Josu Urrutikoetxea (Josu Ternera), David Pla e Iratxe Sorzabal— permanecían en Oslo, protegidos por el Gobierno noruego, dispuestos a abrir un diálogo con el nuevo Ejecutivo para abordar el desarme de la organización terrorista y la situación de sus presos.

    Josu Ternera era la figura más relevante de los tres interlocutores por sus pasadas responsabilidades al frente de ETA y por su trayectoria histórica. Tenía entonces 60 años. Había participado en el atentado mortal contra el presidente del Gobierno Carrero Blanco, en 1973, había sido dirigente de la organización terrorista durante años y había participado en el fallido proceso de diálogo entre el Gobierno y ETA. Se opuso a la decisión de ETA de romper el diálogo en 2007 y emergió cuando la izquierda abertzale controló la dirección de la organización terrorista para lograr el cese definitivo de la

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