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Malditos perros del averno
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Malditos perros del averno

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About this ebook

Ay si los pobres humanos supieseis lo que se cuece entre bastidores. Ni todos los alados aparentan la bondad que predican, ni todos los demonios buscan la maldad. Algunos solo quieren descansar. Como Panzuma…
Esta es la historia de un demonio milenario, el viejo espíritu de las travesuras. Cuando es enviado para buscar una mísera alma fugada del Averno, todo se complica a su alrededor y acaba envuelto en la búsqueda de un objeto legendario: el Tridente.
Involucrado en la gran batalla de poder entre Las Tierras Baldías y Las Praderas Celestiales, Panzuma descubrirá que no todo es lo que parece… Y que todo tiene una razón de ser. Y eso que lo único que buscaba era comerse un donut…
Ay si los pobres humanos supieseis lo que se cuece entre bastidores. Ni todos los alados aparentan la bondad que predican, ni todos los demonios buscan la maldad. Algunos solo quieren descansar. Como Panzuma…
Esta es la historia de un demonio milenario, el viejo espíritu de las travesuras. Cuando es enviado para buscar una mísera alma fugada del Averno, todo se complica a su alrededor y acaba envuelto en la búsqueda de un objeto legendario: el Tridente.
Involucrado en la gran batalla de poder entre Las Tierras Baldías y Las Praderas Celestiales, Panzuma descubrirá que no todo es lo que parece… Y que todo tiene una razón de ser. Y eso que lo único que buscaba era comerse un donut…
LanguageEspañol
Release dateJun 10, 2020
ISBN9788412163933
Malditos perros del averno
Author

Damián Jesús Requena Muñoz

Damián Jesús Requena Muñoz nació en Pulpí (Almería) en el año 1984. Desde que leyó el primer cómic, siendo un niño, se aficionó a la lectura, sobre todo a la fantasía y al terror. Amante del cine, estudió Comunicación Audiovisual con la especialización en publicidad y ficción, desarrollando un particular interés por la narrativa audiovisual. En la actualidad compagina su carrera en la prensa escrita con su afición a la cultura friki, ya sean series, películas o literatura. Se confiesa seguidor de Tolkien y de los grandes autores de terror como Lovecraft, Poe o King. En su primera obra, Malditos Perros del Averno trata de unir todas sus devociones: el terror, el humor y la fantasía con un toque ligeramente friki.

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    Malditos perros del averno - Damián Jesús Requena Muñoz

    I

    Frank no es un mal tipo

    Regresó de la muerte. Otra vez.

    Lo primero que hizo fue tocarse la nariz, era raro volver a tener cara. Respirar le resultaba extraño, como si el alma que nunca tuvo se escapara poquito a poco.

    Sintió el impulso de partirle el cuello a aquel borrachuzo que estaba tirado en el callejón. Sonó como una rama al quebrarse. Debía ser alguien adinerado, ya que las ropas que le sustrajo eran caras; posiblemente un banquero en horas bajas. El dinero había calado muy profundo en ese mísero plano.

    Mientras se ponía la chaqueta larga decidió que se llamaría Mario. Había cogido el nombre de una telenovela latina con mucho glamour. El cuerpo que acababa de tomar prestado era decente; lo bastante apto para una misión tan sencilla como la que le habían asignado. No era muy musculoso, pero sí ágil y rápido.

    La ropa había cambiado mucho desde la última vez que visitó el mundo terrenal. Todo había cambiado en doscientos años, un periodo casi imperceptible para un ser como él. Antes, el mundo era más simple, más rudo. El progreso había sacrificado el verdadero propósito de la humanidad; la sociedad era políticamente correcta, pero el ser humano no era lo que estaba destinado a ser desde su creación.

    No quería quedarse mucho tiempo en aquel mundo pútrido, le parecía decadente y sin alma.

    A su memoria acudió la primera vez que torturó a un humano, un momento que le gustaba recordar. El empalamiento clásico fue un gran acierto; una estaca ardiente atravesaba el cuerpo desde las posaderas hasta la cabeza durante toda la eternidad. Eso sí que era un castigo. Incluso al Averno habían llegado nuevas y desilusionantes modas, empezando por la odiosa burocracia y terminando por el aburrido papeleo.

    Apresuró el paso, pues estaba amaneciendo y no disfrutaba de la luz del sol. Rebuscó en los bolsillos de la holgada y oscura chaqueta. Ni un triste alimento sintetizado que llevarse a la boca. El colesterol era una de las más perversas creaciones del ser humano.

    Estaba en una ciudad modesta, sin grandes edificios. Las pocas construcciones que recorrían aquella calle larga no tenían más de cuatro pisos. Cadenas de comida comercial, prostíbulos encubiertos como locales de masaje… La humanidad tenía la absurda creencia de que había evolucionado, pero en realidad eran los mismos tugurios que Mario conocía desde los albores de la civilización, pero con distinta apariencia.

    Como en todas las ciudades olía a putrefacción en las esquinas. Por suerte la luna empezaba a ocultarse tímidamente entre los edificios y, con ella, los borrachos que deambulaban por las calles. Sin duda una bendición para el viejo demonio, que odiaba todo contacto físico con esos odiosos.

    Todo había cambiado mucho desde el siglo XVIII, todo excepto el olor de la comida.

    Mario se detuvo ante el escaparate de una pastelería. Era de las pocas de la ciudad que todavía usaba el estilo artesanal y el delicioso aroma a repostería recién horneada cautivó sus sentidos; era algo que nunca podía dejar pasar.

    Sopesó la idea de robar unos cuantos pasteles de fresa. Pero decidió que aquel acto insignificante llamaría mucho la atención. Además, un producto que olía tan delicioso merecía ser pagado. Llevaba una cartera repleta de papeles mugrientos llamados euros. Suponía que tendría bastante para darse el capricho.

    Algo bueno debía tener ese odioso plano existencial.

    —Dinero, qué cosa tan banal y absurda —murmuró.

    Cinco minutos más tarde salió de la pastelería con un bollo relleno de fresa y, mientras lo mordisqueaba, extendió la mano y cogió un periódico del expositor del quiosco que se encontraba justo enfrente. Al quiosquero no le importó mucho que lo cogiese y se largara sin pagarlo. Se trataba de un anciano que ya no peinaba ni canas, solo un gran bigote blanco, cuyo rostro pintado de arrugas indicaba su avanzada edad. Su mirada se mantenía absorta en la televisión mientras mascaba chicle y veía a los tertulianos discutir quién se había acostado con quién. El aparato emitía un vocerío digno de los Campos del Castigo de las Tierras Baldías del Averno, donde las almas más despiadadas sufrían castigos por pecados casi inimaginables.

    Ojeó la portada y algunas páginas del interior. Comprobó el año: dos mil diecinueve. Ante su sorpresa, el mundo había progresado relativamente bien: asesinatos, políticos corruptos, guerras por petróleo…

    El entretenimiento duró poco, pues enseguida se aburrió y, con sus fuertes manos, convirtió el periódico en una bola inservible de papel. Debía ponerse manos a la obra y cumplir su encargo: encontrar a una de las muchas almas fugadas del Averno; o como lo conocían en aquel plano: el Infierno.

    Sabía que su presa no andaba muy lejos. Un retornado no duraba mucho antes de que reclamasen su alma. Además, el control sobre su cuerpo sería nulo. Cuando un alma escapaba por una grieta o por una puerta, el proceso no solía ser muy agradable que digamos. La humanización de un alma era algo que dolía bastante si no se trataba de un ser nativo del Inframundo.

    Otro hecho que no jugaba a favor de aquella pobre alma era que no disponía de recursos económicos, así que comenzaría la búsqueda por los sitios de costumbre: comedores sociales, barrios marginales… y otros lugares donde un ser con movilidad reducida y deforme no destacase mucho. Aquello era como una especie de «cláusula de seguridad» en caso de que alguien descubriese un atajo para salir del lío dimensional.

    Inmerso en sus pensamientos, su recién estrenada nariz captó el hedor de un alma putrefacta. Calculó que su presa se encontraba a pocos kilómetros.

    Detectó también olor a incienso.

    Detestaba preguntar a los sacos de carne, el mero hecho de interactuar con seres insignificantes le sacaba de quicio, pero no tenía más remedio. Preguntó a una pareja joven por la iglesia más próxima. Le dijeron que cogiese el autobús número tres. Mientras se alejaba, Mario escuchó cómo se reían de él y lo llamaban viejo carcamal.

    Estaba seguro de que iba a ser una noche entretenida para el basurero: un cadáver desnudo en el callejón y una pareja muerta en los contenedores. Sin sangre. No le gustaba mancharse sus nuevas manos. Nadie se reía de un demonio como él ni mucho menos de su ignorancia. Era de la vieja escuela. Aunque había sido degradado después de la Gran Guerra del Tridente, le gustaba hacer las cosas a su manera. No como esos nuevos engendros. A ellos les dejaba los asuntos mundanos, los viajes entre planos y las matanzas al estilo sangriento. Los tiempos en los que la guerra era algo sutil, planificado e influenciado habían pasado. Los nuevos jefes tenían otro estilo, más directo, quizás más acorde con los nuevos tiempos, sí, pero los entes viejos echaban de menos la época cuando las cosas eran más sencillas, cuando había más honor en el noble arte de hacer el mal en el mundo.

    Le tomó un tiempo comprender lo que era un autobús, pero cogió el número tres. Una vez dentro se dijo que no le sería difícil identificar la parada de la iglesia, ya que aquel viejo vehículo estaba lleno de beatas, delatadas por los rosarios y misales de sus manos. Tampoco había que ser muy listo para deducir a dónde se dirigían todas esas monjas.

    No le gustaba viajar en aquel cacharro con ruedas. Mucha gente parloteando, muchos niños acompañados de señoras mayores… Odiaba a los críos. Las cincuenta y cinco plazas estaban ocupadas por las servidoras de Dios, las amantes de la fe, y los niños a los que llevaban cada semana a adoctrinarse.

    Ante tal barullo, al conductor no le quedó más remedio que encender la radio. Su dedo rechoncho pulsó una de las teclas e inmediatamente sonó My Way, de Frank Sinatra.

    Mario se había sentado al lado de una de las beatas, que apretaba contra su fornida cintura el bolso de mano, temerosa de una sustracción. La miró detenidamente. Su pelo cardado y sus mejores ropas del armario indicaban que para aquella señora, de unos setenta años, el rezo semanal era algo que se tomaba muy en serio.

    —No es un mal tipo ¿sabe? Era un poco mujeriego, pero…

    —¿De quién está hablando? —preguntó la mujer, casi temiendo por su vida.

    —De Frank —señaló el altavoz situado encima—, ¿quién si no? No le gusta estar allí abajo…

    —¿Quién es usted? ¿Le conozco? —Se veía cada vez más atemorizada. Casi intentaba pedir auxilio con la mirada.

    —… Cuando está deprimido canta.

    El autobús se detuvo en la siguiente parada y la mujer no dudó ni un segundo en bajarse. La balada continuaba mientras Mario esbozaba una leve sonrisa por la cómica y precipitada huida. Empezaba a llover y, por suerte para él, el día se presentaba oscuro.

    El vehículo prosiguió su camino por la ciudad gris.

    II

    Esperanza, curiosa palabra

    La iglesia era oscura, como a él le gustaba. Tenía ventanales grandes con vidrieras que apenas filtraban la luz; incluso se podían ver las partículas de polvo revoloteando entre los arcos góticos, que formaban una cruz imperceptible. Todas las iglesias que se dignaban mostraban una en sus pasillos centrales, invisible para todos los fieles que acudían. Es curioso cómo una retahíla de expresiones mal traducidas de los antiguos idiomas moviliza a los estúpidos sacos de huesos.

    El olor a rancio indicaba la antigüedad de ese monumento santo. Hacía siglos que no entraba en una iglesia. Siempre pensó que eran bellas a su manera, pues representaban el culto hacia lo divino. Representaban la esperanza.

    Esperanza, curiosa palabra.

    La esperanza, al contrario de lo que pensaban los estúpidos humanos, no era algo a lo que aspirar ni algo que debía ser venerado o algo positivo que se ansiaba con gran anhelo. Aquello que los seres mortales llamaban «esperanza» era una de las leyendas más significativas del Averno. Incluso los demonios más vetustos rumoreaban que Esperanza había sido uno de los primeros moradores de las Tierras Baldías.

    Mario sumergió los dedos en el agua bendita de la pila bautismal y se los llevó a la boca. El sabor a sagrado siempre había sido su favorito. Era muy parecido al vino, con un ligero toque de incienso. Para él los sirvientes mortales de los alados olían a uvas. Raro era el sacerdote que no oliese al dulce néctar, frecuentemente comparado con la sangre de su salvador.

    Su olfato le había llevado hasta esa iglesia, que lentamente se llenaba de acólitos.

    En las alturas, la efigie de un gran león de piedra observaba todos sus pasos. Justo en el lado contrario, un toro del mismo tamaño contemplaba majestuoso al rey de la selva. Todo lo que rodeaba al cristianismo le resultaba muy absurdo. De todas las religiones de las que había sido testigo a lo largo de su existencia, aquella era sin duda la que planteaba más interrogantes insostenibles.

    Se paró delante de la talla de Jesucristo. El cuerpo fornido le hacía bastante gracia, más aún el hecho de que lo representaran como un varón blanco. Las representaciones bíblicas eran, como poco, curiosas. No habían dado ni una. Excepto en el caso de Miguel —el Matademonios lo llamaban en el Inframundo por su alargada leyenda, aunque nunca se le había visto matar a un demonio—. Se trataba de un alado de pelo rubio rizado, ojos azules y una masculinidad indigna de su especie (a casi todos los seres del Averno los alados les parecían una panda de asexuados inseguros de sí mismos). De hecho, era temido por casi todos los no corpóreos del submundo. Miguel era uno de los pocos seres que Mario respetaba. Su enemistad manifiesta se conocía en todos los planos de existencia creados al principio de los

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