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LA IMPARABLE A SCENSIÓN DE DOLF HITLER

Viena, 1909. Un joven austríaco que ha probado suerte sin ningún éxito en el ambiente artístico de la capital, de talante escasamente proclive al trabajo físico, que prefiere deambular por los parques, acudir a comedores sociales para poder tomar un poco de sopa y dormir en los portales o los refugios para indigentes, pide limosna, y los transeúntes que se la dan no pueden imaginar de ninguna manera que, veinticuatro años después, ese individuo harapiento se transformará nada menos que en el presidente del país vecino, el gigante alemán.

La peripecia del mendigo que llegó a presidente resultaría ejemplar si no fuera porque su protagonista llevó hasta la máxima magistratura de uno de los Estados más poderosos de Europa el rencor y el odio que le inculcó esa etapa de sufrimiento y exclusión social y lo transformó en un huracán de venganza violenta contra diversas etnias, ideologías y naciones, provocando con ello el mayor desastre de la historia contemporánea.

DE INFORMANTE A MILITANTE

Tras dar estos y otros tumbos juveniles por la vida [ver recuadro 1], Adolf Hitler, que había nacido cerca de la frontera austríaca con Baviera, se alistó voluntario en el ejército alemán en la Primera Guerra Mundial. Lo hizo porque consideraba a Alemania la esencia de la comunidad cultural germánica, su auténtica patria. Tuvo un comportamiento destacado e incluso fue herido dos veces, la última al final de la guerra en Francia. Todavía convaleciente por las heridas con cloro gaseoso, que casi le dejan ciego, le informaron de la rendición alemana de 1918, un hecho que nunca pudo entender y que le llevó a incubar un odio atroz contra las potencias vencedoras, las fuerzas políticas a las que consideraba culpables de la humillante derrota –comunistas y socialdemócratas– y los judíos, a quienes identificaba con los partidos citados.

A comienzos del otoño de 1919, el capitán Karl Mayr tomó una decisión

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