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La narración de Arthur Gordon Pym
La narración de Arthur Gordon Pym
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Ebook268 pages3 hours

La narración de Arthur Gordon Pym

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About this ebook

Edgar Alla Poe –en su única novela– nos presenta, como un suceso real que llegó a sus manos, la historia de Arthur Gordon Pym; un joven, hijo de un comerciante que, cegado por las historias que le contaba August Barnard, decide embarcarse a escondidas en el ballenero Grampus, dirigido por el padre de su amigo. Tras muchas experiencias y desgracias
LanguageEspañol
Release dateMay 13, 2021
ISBN9789585162341
La narración de Arthur Gordon Pym
Author

Edgar Allan Poe

Edgar Allan Poe nació en Boston el 19 de enero de 1809. Sus padres murieron cuando era niño y fue recogido por un matrimonio adinerado de Richmond, Virginia, aunque nunca fue adoptado oficialmente. Pasó un curso académico en la Universidad de Virginia y posteriormente se enlistó en el ejército. Su carrera literaria se inició con un libro de poemas, «Tamerlane and Other Poems» (1827), pero, por motivos económicos, pronto dirigió sus esfuerzos a la prosa, escribiendo relatos y crítica literaria para algunos periódicos de la época. Debido a su trabajo, vivió en varias ciudades como Baltimore, donde contrajo matrimonio en 1835 con su prima Virginia Clemm de trece años que murió de tuberculosis dos años más tarde. Poe murió el 7 de octubre de 1849 con apenas cuarenta años, pero la causa exacta de su muerte nunca fue aclarada. Es generalmente reconocido como uno de los maestros universales del relato corto, renovador de la novela gótica e inventor del relato detectivesco. Es recordado especialmente por sus cuentos de terror y por su contribución con varias obras al género emergente de la ciencia ficción.

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    La narración de Arthur Gordon Pym - Edgar Allan Poe

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    Trilogía de la Antártida

    Título original: Narrative of Arthur Gordon Pym of Nantucket

    Autor: Edgar Allan Poe

    HISTORIA DE LAS PUBLICACIONES

    Publicado primero por entregas en el Southern Literary Messenger, enero-febrero de 1837 y en forma de libro en 1838 con el título original de Narrative of Arthur Gordon Pym of Nantucket.

    Editado por: ©Calixta Editores S.A.S

    E-mail: miau@calixtaeditores.com

    Teléfono: (571) 3476648

    Web: www.calixtaeditores.com

    ISBN: 978-958-5162-35-8

    Editor en jefe: María Fernanda Medrano Prado

    Coordinador de la trilogía: Natalia Garzón Camacho

    Adaptación y traducción: Ana María Rodríguez Sánchez

    Corrección de estilo: Natalia Garzón Camacho

    Corrección de planchas: María Fernanda Carvajal Peña

    Maqueta de cubierta: David Andrés Avendaño @davidrolea

    Ilustración: The Tempest (1851), Iván Aivazovsky

    Diseño y diagramación: Juan Daniel Ramirez @Rice_Thief_

    Primera edición: Colombia 2021

    Impreso en Colombia – Printed in Colombia

    Todos los derechos reservados:

    Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño e ilustración de la cubierta ni las ilustraciones internas, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin previo aviso del editor.

    Contenido

    Contenido

    PREFACIO

    I

    II

    III

    IV

    V

    VI

    VII

    VIII

    IX

    X

    XI

    XII

    XIII

    XIV

    XV

    XVI

    XVII

    XVIII

    XIX

    XX

    XXI

    XXII

    XXIII

    XXIV

    XXV

    PREFACIO

    Cuando regresé, hace algunos meses,

    de los Estados Unidos, después de la extraordinaria serie de aventuras en los mares del sur y otras partes, cuyo relato doy en las páginas siguientes, la casualidad me hizo conocer a varios caballeros de Richmond (Virginia), quienes, tomando un profundo interés en todo cuanto se relaciona con los parajes que había visitado, me apremiaban sin cesar a cumplir con lo que ya constituía en mí un deber –decían– de dar mi relato al público. Sin embargo, yo tenía varias razones para rehusarme: unas de naturaleza personal, las otras, es cierto, algo diferentes.

    Una de las consideraciones que en particular me retraía era el hecho de que, al no haber escrito un diario durante la mayor parte de mi ausencia, temía no poder redactar de memoria una narración lo bastante minuciosa, con suficiente deducción para obtener toda la fisonomía de la verdad –relato que sería, no obstante, la expresión real–, que conlleva aquella natural e inevitable exageración, hacia la cual estamos todos inclinados cuando describimos acontecimientos cuya influencia ha ejercido su poder activo sobre las facultades de la imaginación. Otra de las razones era que los incidentes dignos de ser mencionados resultaban de una naturaleza tan maravillosa que no podía esperar que se me diera crédito, ya que mis afirmaciones no tenían más base que ellas mismas –salvo el testimonio de un solo individuo que es mitad indio–, solo podría esperar que mi familia y mis amigos, quienes en el curso de mi vida tuvieron ocasión de alabar mi veracidad, creyeran en mi palabra; pero, según todas las probabilidades, gran parte del público lo tomaría como un engaño imprudente e ingenioso. Debo admitir que la desconfianza en mi talento como escritor era una de las causas principales que me impedían ceder a las sugerencias de mis consejeros.

    Entre los caballeros de Virginia que tenían un notable interés en mi relato, en particular por la parte relativa al océano Antártico, se encontraba M. Poe, recién nombrado editor en el Southern Literary Messenger, revista mensual publicada en Richmond por M. Thomas W. White. Me comprometió, él entre otros, a redactar desde luego un relato completo de todo lo que había visto y soportado, y me impulsó a confiar en la sagacidad y al sentido común público, al afirmar, no sin razón, que por ordinaria que fuera mi obra desde el punto de vista literario, su misma singularidad, si es que la hubiera, sería para ella la mejor oportunidad de ser aceptada como cosa verdadera.

    A pesar de esta observación, no pude resolverme a obedecer sus consejos. Me propuso en seguida, viendo mis negativas, que le permitiera redactar a su modo un relato de la primera parte de mis aventuras, según los hechos mencionados por mí y publicarlo bajo el manto de la ficción en el Southern Messenger. No tuve objeciones y mi única condición fue que mi verdadero nombre sería conservado. Por lo tanto, dos partes de la pretendida ficción aparecieron en el Messenger, en los números de enero y febrero de 1837 y, con el propósito de que quedara bien establecido de que se trataba de una mera ficción, el nombre de M. Poe figuró enfrente de los artículos en el índice de materias de la revista.

    La manera en que este delirio fue recibido, me indujo a emprender una compilación regular y a la publicación de dichas aventuras, descubrí que a pesar de la apariencia de fábula que con tanto ingenio se había revestido esa parte de mi relato aparecido en el Messenger, en donde ni uno solo de los acontecimientos había sido alterado o desfigurado, el público no estaba dispuesto de ninguna manera a aceptarlo como un mero cuento y varias cartas fueron dirigidas a M. Poe, que atestiguaban convicciones del todo contrarias. Concluí que los sucesos de mi narración eran de tal naturaleza que llevaban en ellos mismos la prueba suficiente de su autenticidad, y que, por consiguiente, no tenía que temer a la incredulidad popular.

    Después de esta explicación, se verá desde el principio lo que me pertenece, lo que es del todo de mi mano en el relato que sigue y también se ha de comprender que nada ha sido disfrazado en algunas de las páginas escritas por M. Poe. Aún para los lectores que no han podido leer los números del Messenger, sería superfluo señalar en dónde termina su parte o en dónde empieza la mía, la diferencia de estilo hablará por sí sola.

    A. G. Pym

    Nueva York, julio de 1838

    I

    Me llamo Arthur Gordon Pym.

    Mi padre era un respetable comerciante que trabajaba en tiendas marítimas de Nantucket, donde yo nací. Mi abuelo materno era un procurador reconocido. Hombre afortunado en todo, había ganado bastante dinero especulando con las acciones del Edgarton New Bank, como se llamaba antaño, con estos y otros medios había logrado reunir un buen capital. Creo que me quería más que a nadie en el mundo y yo esperaba heredar a su muerte la mayor parte de sus bienes. Al cumplir los seis años, me envió a la escuela del viejo señor Ricketts, un hombre manco y de costumbres excéntricas, muy conocido por casi todos los que han visitado New Bedford. Permanecí en su colegio hasta los dieciséis años y de allí salí para la academia que el señor E. Ronald tenía en la montaña. Aquí me hice amigo íntimo del hijo del señor Barnard, capitán de fragata que solía navegar por cuenta de la casa Lloyd y Vredenburgh. Barnard también era muy conocido en New Bedford y estoy seguro de que tenía muchos parientes en Edgarton. Su hijo se llamaba Augustus y tenía casi dos años más que yo. Había ido a pescar ballenas con su padre a bordo del John Donaldson y siempre me estaba hablando de sus aventuras en el océano Pacífico del Sur.

    Yo solía ir a su casa con frecuencia, donde permanecía todo el día y a veces pasaba allí la noche. Dormíamos en la misma cama y Augustus se las ingeniaba para mantenerme despierto casi hasta el alba, me contaba historias de los indígenas de la isla de Tinian y de otros lugares que había visitado en sus viajes. Al fin, acabé por interesarme por lo que me contaba y poco a poco fui sintiendo el mayor deseo por hacerme a la mar. Yo poseía un barco de vela llamado Ariel que valdría unos setenta y cinco dólares, tenía media cubierta y una cabina, y estaba aparejado como una balandra; no recuerdo su tonelaje, pero con facilidad cabían en él diez personas. Con esta embarcación cometíamos las locuras más temerarias del mundo y al recordarlas ahora me maravillo de contarme entre los vivos.

    Voy a narrar una de estas aventuras a modo de introducción de un relato más extenso y trascendental.

    Una noche hubo una fiesta en casa del señor Barnard y, al final de ella, Augustus y yo estábamos bastante mareados. Como de costumbre, preferí quedarme a dormir allí que regresar a mi casa. Augustus se acostó muy tranquilo, a mi parecer –era cerca de la una cuando se acabó la reunión–, sin hablar ni una palabra de su tema favorito. Llevaríamos acostados media hora y ya me iba a quedar dormido, cuando se levantó de repente y, lanzando un terrible juramento, dijo que no dormiría ni por todos los Arthur Pym de la cristiandad cuando soplaba una brisa tan hermosa del sudoeste.

    Me quedé más asombrado que nunca en mi vida, pues no sabía lo que intentaba y pensé que el vino y los otros tragos lo habían trastornado por completo. Mas siguió hablando muy sereno, diciendo que yo me imaginaba que él estaba borracho, pero que jamás en su vida había tenido más despejada la cabeza. Añadió que tan solo estaba cansado de estar echado en la cama como un perro en una noche tan hermosa y que había decidido levantarse, vestirse y salir a hacer una travesura en mi barca. No sé decir lo que se apoderó de mí, pero apenas había acabado de pronunciar sus palabras, sentí el escalofrío de una inmensa alegría y de una gran excitación, aquella idea loca me pareció la cosa más deliciosa y razonable del mundo. Soplaba un viento fresco y hacía frío, pues estábamos a finales de octubre, pero salté de la cama en una especie de éxtasis, y le dije que yo era tan valiente como él y que estaba tan harto como él de estar en la cama como un perro y que me hallaba tan dispuesto a divertirme o cometer cualquier locura como cualquier Augustus Barnard de Nantucket.

    Nos vestimos sin pérdida de tiempo y corrimos a donde estaba amarrada la barca. Se hallaba en el viejo muelle, cerca del depósito de maderas de Pankey & Co., dando bandazos contra los toscos maderos. Augustus saltó dentro y se puso a sacar agua de la embarcación, pues estaba medio llena. Una vez hecho esto, izamos el foque y la vela mayor, los mantuvimos desplegados y sin un ápice de miedo nos metimos mar adentro.

    Como he dicho antes, soplaba un viento fresco del sudoeste y la noche estaba despejada y fría. Augustus se puso al timón y yo me situé junto al mástil, sobre la cubierta del camarote. Surcábamos las aguas a gran velocidad, sin decirnos palabra desde que habíamos soltado las amarras en el muelle. Al fin, le pregunté a mi compañero qué derrotero pensaba tomar y cuándo calculaba que estaríamos de vuelta. Se puso a silbar durante unos instantes y luego me dijo secamente:

    —Yo voy al mar. Tú puedes irte a casa si te parece bien.

    Al volver la vista hacia él, me di cuenta en seguida de que, a pesar de su fingida indiferencia, estaba muy agitado. Lo veía con claridad a la luz de la luna: tenía el rostro más pálido que el mármol y las manos le temblaban de tal modo que apenas podía sujetar la caña del timón. Comprendí que algo no marchaba bien y me alarmé. Por aquel entonces yo sabía muy poco del manejo de una barca y, por tanto, dependía por completo de la pericia náutica de mi amigo. Además, el viento había arreciado con brusquedad y nos íbamos alejando a gran velocidad de tierra por sotavento¹, pero sentí vergüenza de mostrar miedo alguno y, durante casi media hora, guardé un silencio absoluto. Sin embargo, no pude contenerme más y le hablé a Augustus de la conveniencia de regresar. Como antes, tardó casi un minuto en responderme o en dar muestras de haber escuchado mi indicación.

    —Sí, en seguida —dijo al fin—. Ya es hora... enseguida regresamos.

    Esperaba esa respuesta, pero había algo en el tono de sus palabras que me infundió una indescriptible sensación de miedo. Volví a mirar a mi amigo con atención, tenía los labios lívidos y las rodillas se entrechocaban con tal violencia que apenas podía tenerse en pie.

    —¡Por Dios, Augustus! —exclamé asustado—. ¿Qué te duele? ¿Qué te sucede? ¿Qué vas a hacer?

    —¿Qué me sucede? —balbuceó con la mayor sorpresa aparente y, soltando al mismo tiempo la caña del timón, cayó al fondo de la barca—. ¿Qué me sucede? Nada. ¿Por qué? Nos vamos a casa, ¿no lo estás viendo?

    Comprendí entonces toda la verdad. Corrí hacia él para levantarlo. Estaba borracho, ebrio a más no poder. Ya no podía tenerse en pie, ni hablar, ni ver. Tenía los ojos vidriosos y cuando en mi acceso de desesperación lo solté, rodó como un tronco hasta la cloaca, de donde acababa de levantarlo. Era evidente que durante la noche había bebido más de lo que yo sospeché y que su conducta en la cama había sido el resultado de un estado de embriaguez muy acentuado, estado que, como sucede con la demencia, permite a la víctima imitar con frecuencia el comportamiento exterior de una persona en plena posesión de su juicio. Mas la frialdad del ambiente había producido su efecto natural: la energía mental comenzó a acusar su influencia antes, y la confusa percepción que sin duda tuvo entonces de su peligrosa situación contribuyó a apresurar la catástrofe. Augustus se hallaba ahora sin sentido y no había probabilidad alguna de que lo recobrase en muchas horas.

    Tal vez sea muy difícil que el lector se dé cuenta del terror que sentía. Los efectos del vino se habían disipado, dejándome a la par atemorizado e irresoluto. Sabía que era incapaz de dirigir la barca y que un viento recio y una fuerte bajamar nos precipitaban a la destrucción. Era evidente que se estaba levantando una tempestad detrás de nosotros; no teníamos brújula ni provisiones y era claro que, si manteníamos nuestro derrotero, perderíamos de vista la tierra antes de romper el día. Esos pensamientos, con otros muchos igual de espantosos, pasaban por mi mente con desconcertante rapidez y durante unos momentos me tuvieron paralizado e incapaz de hacer nada. La barca cortaba las aguas con terrorífica velocidad, desplegada al viento, sin poder tomar rizos, ni el foque, ni la vela mayor, con las bordas deslizándose por completo bajo la espuma.

    Fue en verdad maravilloso que no zozobrase, pues Augustus, como he dicho antes, había abandonado el timón y yo estaba muy agitado para pensar en cogerlo. Mas, por fortuna, la barca se mantuvo a flote y, poco a poco, fui recobrando mi presencia de ánimo. El viento seguía arreciando y cada vez que nos alzábamos por un cabeceo de la barca, sentíamos romper las olas sobre nuestra bovedilla, inundándonos; pero yo tenía los miembros tan entumecidos que casi ni me daba cuenta de ello.

    Al fin, aguijoneado por la resolución que da la desesperación, corrí al mástil y solté toda la vela mayor. Como era de esperar, cayó volando por fuera de la borda y, al empaparse de agua, arrastró consigo al mástil. Ese último accidente fue lo único que me salvó de la muerte inminente. Solo con el foque, navegué a gran velocidad arrastrado por el viento, embarcando agua de cuando en cuando, pero libre del temor de una muerte inmediata. Empuñé el timón y respiré con más libertad al ver que aún nos quedaba una esperanza de salvación. Augustus seguía sin sentido en el fondo de la barca, y como corría inminente peligro de ahogarse, pues había unos treinta centímetros de agua donde él yacía, me las ingenié para medio incorporarlo, dejándolo sentado y pasándole por el pecho una cuerda que até a la argolla de la cubierta del tumbadillo. Arregladas así las cosas del mejor modo posible, en mi estado de agitación y entumecimiento, me encomendé a Dios y me preparé para soportar lo que ocurriera con toda la fortaleza de mi voluntad.

    Apenas había tomado esta resolución, cuando de improviso un estrepitoso y prolongado alarido, como si procediera de las gargantas de mil demonios, pareció envolver a la barca por todas partes. Jamás en la vida olvidaré la intensa angustia y el terror que experimenté en aquel momento. Se me erizó el cabello, sentí que la sangre se me helaba en las venas y que mi corazón cesaba de latir y, sin ni siquiera alzar la vista para averiguar la causa de mí alarma, me desplomé sin sentido, cuan largo era, sobre el cuerpo de mi compañero.

    Al volver en sí, me hallaba en la cámara² de un ballenero, el Penguin, que se dirigía a Nantucket. Varias personas se inclinaban sobre mí y Augustus, más pálido que la muerte, me daba fricciones en las manos. Al verme abrir los ojos, sus exclamaciones de gratitud y alegría se alternaban entre la risa y el llanto de los rudos personajes allí presentes. Entonces, se nos explicó el misterio de nuestra salvación. Habíamos sido arrollados por el ballenero, que iba muy ceñido por el viento, para acercarse a Nantucket con todas las velas que podía aventurar desplegadas y, en consecuencia, venía casi en ángulo recto en nuestro sentido.

    En la altura de proa iban varios vigías, pero ninguno vio nuestra barca hasta el momento en que era ya imposible evitar el choque y sus gritos de aviso eran los que me habían asustado de un modo tan terrible. Según me contaron, el enorme barco pasó de inmediato sobre nosotros, con tal facilidad como si nuestra pequeña embarcación hubiera pasado por encima de una pluma y sin disminuir ni un poco su marcha. Ni un grito surgió de la cubierta de la víctima, solo se oyó un débil y áspero chasquido mezclado con el rugir del viento y del agua, al ser sumergida la frágil barca y rozar por un instante la quilla³ de su destructor. Y eso fue todo.

    Creyeron que nuestra barca –que, como se recordará, estaba desmantelada– era un simple e inútil casco a la deriva, por lo que el capitán –capitán E. T. Block, de New London– siguió su ruta sin preocuparse más del asunto. Por fortuna, dos de los vigías afirmaron con toda seguridad que habían visto a una persona en el timón y hablaron de la posibilidad de salvarla. Siguió una discusión, cuando Block se encolerizó y, después de un rato, dijo que no tenía ninguna obligación de estar vigilando una y otra vez los cascarones de nuez, que su barco no estaba destinado a una tontería semejante y que, si había algún hombre en el agua, nadie tenía la culpa más que el propio interesado y que podía ahogarse e irse al diablo, o cosa por el estilo.

    Henderson, el primer piloto, se hizo cargo del asunto, al indignarse junto con toda la tripulación ante aquellas palabras que revelaban una horrenda crueldad. Habló claro, al verse apoyado por los marineros, le dijo al capitán que era digno de estar en galeras y que desobedecería sus órdenes, aunque lo ahorcaran al poner pie en tierra. Zarandeó a Block, «que se puso muy pálido y no respondió nada», se dirigió a grandes zancadas a la popa, empuñó el timón y con voz firme dijo: «¡Vira a la banda!» La gente voló a sus puestos y el barco giró con destreza. Todo eso había llevado casi cinco minutos y las posibilidades de salvar a cualquiera eran muy escasas, admitiendo que hubiera alguien a bordo de la barca. Sin embargo, como el lector ha visto, Augustus y yo fuimos salvados y nuestra salvación pareció deberse a dos de esas casualidades inconcebibles y afortunadas que los sabios y los piadosos atribuyen a la especial intervención de la providencia.

    Mientras el barco permanecía al pairo, el piloto mandó descargar el bote auxiliar y saltó dentro de él con los dos hombres que, según creo, afirmaban haberme visto al timón. Acababan de apartarse del costado del ballenero –la luna seguía brillando resplandeciente–, cuando el barco dio un violento bandazo a barlovento⁴ y Henderson, en el mismo instante, levantándose de su asiento, gritaba a la tripulación que retrocedieran. No decía nada más, repetía con impaciencia su grito: «¡Retrocedan, retrocedan!». La tripulación cumplió la orden con la mayor presteza, mas ya el barco había dado la vuelta y lanzado de lleno en su marcha, aunque todos los marineros se esforzaban por acortar velas. A pesar del riesgo del intento, el piloto se asió a las cadenas mayores en cuanto estuvieron a su alcance.

    Un nuevo y violento bandazo sacó el costado de estribor del barco fuera del

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