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En Colombia Nunca llueve
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En Colombia Nunca llueve

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About this ebook

En Colombia nunca llueve

Harlow, una chica de dieciséis años, se enamora del chico más popular de su nuevo y prestigioso colegio, pero descubre un secreto que cambiará para siempre la vida de ambos.

Harlow emprende un viaje que la llevará al corazón más peligroso del pasado tenebroso de otros estudiantes.

En Colombia nunca llueve es una emocionante historia de amistad, amor y desengaño.

LanguageEspañol
PublisherW H Benjamin
Release dateMay 6, 2021
ISBN9798201660383
En Colombia Nunca llueve
Author

W H Benjamin

Tendo começado a escrever desde cedo, iniciando o primeiro romance aos dezesseis anos de idade, o autor completou desde então: - Uma coleção de poesias; "O Sino da Revolução", da qual um poema foi selecionado e apresentado na seção Poemas de Amor, Forbidden Love, no popular app de leitura Wattpad para promover o lançamento do filme Romeu e Julieta. - Assim como o romance "Não chove na Colômbia", um best-seller do Amazon Kindle, que alcançou o número 13 na categoria Literatura e Ficção YA (Top 100 gratuito no Dia dos Namorados), - O livro infantil, história de aventura e ação, "Thomas e A Máquina do Tempo", e - "Minha Princesa", um Thriller Jovem Adulto ambientado em um internato suíço. W.H. Benjamin gosta de pintar, desenhar, ler, livros de ficção e história, e adora escrever em todas as suas formas

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    En Colombia Nunca llueve - W H Benjamin

    Índice

    Capítulo 1 – La última heredera

    Capítulo 2 – Una cálida bienvenida

    Capítulo 3 – El comienzo de una bonita amistad

    Capítulo 4 – Antes de conocerte

    Capítulo 5 – Nunca digas morir / La verdad de las abejas

    Capítulo 6 – La chica que se enamoró del amor

    Capítulo 7 – Se acabó la fiesta ... Estuvimos en el baile

    Capítulo 8 – La leyenda

    Capítulo 9 – Lo que pasa con Christian

    Capítulo 10 – El jueves por la noche 

    Capítulo 11 – Chica perdida

    Capítulo 12 – La chica del viernes

    Capítulo 13 – El hijo del zapatero

    Capítulo 14 – Las chicas buenas y los fantasmas

    Capítulo 15 - ¿Qué significa V?

    Capítulo 16 – Lo que tendría que haber dicho

    Capítulo 17 - Lo que tendría que haber dicho (2)

    Capítulo 18 – Hyde Park

    Capítulo 19 – CNN

    Capítulo 20 – Toda la verdad

    Dedicatoria

    Dedico este libro a mis padres, que siempre nos han animado a mí, a mi hermano y a mi hermana, que para mí son mi mundo. Todos vosotros me inspiráis día a día.

    Capítulo 1 – La última heredera

    Medellín, Colombia

    Los fotógrafos y periodistas se apiñaban a la puerta del Hospital Bolívar, a la espera de más novedades acerca de la estrella que allí dentro se encontraba a las puertas de la muerte. En muy raras ocasiones un suceso había atraído tanta atención en todas las partes del cosmos, pero así de antojadizo es el mundo de la fama. 

    Dentro del edificio, en una habitación bien custodiada del hospital, había una mesa llena de flores y tarjetas con buenos deseos. Una María esquelética cogió la mano de su hijo de once años con tanta intensidad y fuerza que no parecían posibles en aquellos últimos momentos. El deterioro de su salud amplificaba los recuerdos de juventud llena de vida; la asaltaban cuando dormía, durante aquellas horas de inconsciencia en las que pensaba en sus errores, en sus triunfos y en su conducta intolerable. Esas horas aumentaban a medida que su cuerpo intensificaba la lucha contra el feroz cáncer. Roberto mantuvo agarrada la mano de su madre mucho rato aun después de notar que ya no quedaba vida alguna en ella. Su dolor era tan intenso que se olvidó de la carta que su madre le había confiado. Siguió allí, con la frente apoyada en el brazo sin vida de su madre. Silenciosas lágrimas humedecían la manga del pijama. Tardó en recordar dónde estaba. Uno a uno volvieron a entrar el cura, los médicos, los guardaespaldas y luego la enfermera. Annette, la enfermera que había intimado mucho con su madre desde el descubrimiento de la enfermedad, se sentó a su lado y lo consoló con un abrazo.

    —Has vuelto —logró articular él con voz áspera.

    Las lágrimas seguían surcando su cara.

    —Le dije que no se puede despedir a una amiga. Es algo de por vida. Sabía que no hablaba en serio —contestó Annette.

    Roberto asintió aturdido.

    Unas semanas más tarde seguía sintiendo los efectos de la muerte de su madre. Originó murmullos y cambios en la vida de los demás a pesar de que todavía no eran visibles. A muchas millas de distancia, muy lejos de Medellín, al otro lado del océano, tuvo lugar un acontecimiento que aparentemente no guardaba relación alguna con ellos.

    Londres, GB

    En Londres Oeste, en Notting Hill, en una calle tranquila del casco urbano, llamaron con fuerza a la puerta principal. La habitación de Harlow estaba arriba, en aquella casa sencilla de dos pisos. Serían sobre las nueve de la mañana del sábado cuando Alice, su hermana de ocho años, escuchó el golpe en la puerta. Apartó la cortina un poco en una esquina para poder ver mejor. Casi se le salieron los ojos de las órbitas. Allí en el porche había cuatro coches negros, unas cuantas motos y una enorme limusina alineados todos a lo largo de la calle. Alice no paraba de saltar en la cama de Harlow mientras gritaba emocionada:

    —¡La policía! ¡La policía!

    —¿Qué dices? —preguntó Harlow a la vez que entraba corriendo en la habitación.

    Alice solía emocionarse con cualquier tontería. Su hermanita tenía un carácter tan bueno que su emoción solía más bien contagiarse a los demás que no enfadarlos.

    —Harlow —gritó su padrastro.

    Harlow bajó corriendo y dejó la cortina ondeando a su aire. Alice la adelantó. Harlow llegó a ver dos fornidos hombres a ambos lados de la entrada de la casa, como si estuvieran vigilando la entrada a un palacio.

    —¿Qué está pasando? —preguntó Alice dando saltos escaleras abajo.

    Por un instante la casa entera quedó en silencio.

    Al bajar por la escalera en sus mullidas zapatillas con forma de elefante, Alice oyó murmuros sordos procedentes del salón. De repente tropezó con la trompa de uno de sus elefantes. Harlow la agarró por el cuello del pijama evitando así su caída y Alice se agarró a tiempo al pasamanos.

    —Uf —jadeó al ver lo cerca del suelo que había quedado su cara.

    —No corras —la amonestó Harlow. Bajó con cuidado los últimos peldaños. Agarró la manija de la puerta del salón. Oyó el sonido de un llanto apagado. Se detuvo sin saber qué hacer, al oír hablar a su padrastro.

    —Estáis aquí —exclamó su madre al verlas entrar.

    —¿Qué pasa? —quiso saber Alice.

    Su madre se dejó caer contra el respaldo del sofá, como si le hubieran disparado y dado. Cuando unas lágrimas indomables empezaron a anegarle los ojos, se cubrió la cara con las manos.

    —Alice, por favor, vete a tu cuarto. Tenemos que hablar con tu hermana.

    —Pero quiero quedarme —protestó la pequeña.

    —Por favor —le pidió su padre.

    La niña salió abatida y subió la escalera dando taconazos.

    Olvidó el desaire rápidamente. Segundos más tarde estaba dando golpecitos en la ventana del piso de arriba para llamar la atención de los visitantes. Cuando miraban hacia arriba, se escondía y reía.

    En el salón, Harlow vio a una señora mayor sentada en el sofá.

    —Hola —la saludó.

    La señora se levantó de golpe. Harlow se sorprendió.

    —Emma, esta es Harlow —la presentó su madre.

    Todos se la quedaron mirando y tuvo la sensación de que algo raro estaba pasando. Se sentó en el único sitio que quedaba libre, al lado de Emma, que le dedicó una amable sonrisa.

    —Harlow.

    Su madre se aclaró la garganta. Se la notaba incómoda. Miró a su marido y este le apretó la mano tranquilizadoramente.

    —Harlow, nosotros ... —a su padre le falló la voz.

    Harlow se fijó en las fotos de su infancia que estaban extendidas sobre la mesa. La más cercana a Emma era una foto de Harlow cuando tenía tres años, en Hyde Park, a media carrera tras un pájaro que acababa de coger vuelo. Al lado estaba la foto del campeonato regional de natación, a los nueve años, de pie al lado del agua luciendo una amplia sonrisa.

    —Lo hemos estado hablando con Emma y creemos que lo mejor será que este verano lo pases con tus abuelos.

    Harlow levantó la cabeza de golpe.

    —¿Los abuelos? Creía que estaban todos muertos, los abuelos, quiero decir —miró a Emma—. Lo siento.

    —No pasa nada, querida.

    Desde que había entrado Harlow, Emma no le había quitado ojo de encima.

    —Me alegro mucho de verte —dijo Emma.

    —¿Por qué? —preguntó Harlow.

    —Será por poco tiempo —le explicó su madre.

    Emma apartó la mirada, de repente muy interesada en las fotos.

    —A tus abuelos les encantaría poder verte —dijo Emma fijándose en una foto de Harlow a los cinco años en los columpios del parque.

    Harlow estaba confusa.

    —Pero, ¿entonces usted no es mi abuela? —le preguntó a Emma.

    La señora sonrió.

    —Oh, no. Yo soy tu doncella.

    —Mi ¿qué?

    —¿Puede por lo menos esperar a que haga sus maletas? —quiso saber el padrastro.

    —No hace falta —contestó Emma—. Mandaré a Jonathan a por sus cosas.

    —¿A qué viene tanta prisa? —preguntó Harlow.

    Emma sonrió.

    —Están impacientes por verte —dijo, dándole unos cariñosos golpecitos en la mano—. Ni siquiera sabían que existías.

    —¿A dónde vamos?

    —A la mansión en Cornwall —contestó Emma.

    —¿Por cuánto tiempo? —se dirigió a sus padres.

    Su padrastro parecía decidido, pero su madre no era capaz de mirarla a los ojos.

    —Por poco tiempo —le aseguró su madre con la vista clavada en la alfombra.

    —¿Lista para irnos? —preguntó Emma a la vez que se levantaba del sofá.

    Harlow la siguió hasta la entrada con sus padres a la zaga. Un hombre con uniforme de chófer les abrió el portal. Harlow se giró hacia su madre y le preguntó:

    —¿Cómo se llaman?

    Pero en vez de con su madre se topó con el pecho del guardaespaldas. Este se detuvo y bajó los ojos hacia el pequeño rostro.

    —¿Quiénes, señorita? —preguntó, aparentemente igual de sorprendido que ella.

    Los guardaespaldas formaban un frente cerrado que le impedía ver a sus padres. Pudo vislumbrarlos por una estrecha rendija entre el brazo y el cuerpo de uno de los guardaespaldas. Parecían muy solos allí de pie en medio del porche. Su padre parecía igual de desorientado que ella. Su madre estaba luchando por controlar las lágrimas que habían vuelto a asomarse. Harlow esquivó el cuerpo de seguridad y corrió hacia ellos. Emma se giró rápidamente al verla regresar a la casa y alejarse de la imponente limusina negra.

    —¿Vosotros no venís? —le preguntó Harlow a su madre.

    —No. Esto es algo que tienes que hacer tú sola —contestó la madre.

    Esto se pone cada vez más raro pensó Harlow. Regresó al coche con todo el séquito detrás.

    —Volveré pronto —les gritó a la vez que los saludaba con la mano y entraba en el coche.

    Se oyó un golpe en la ventana del piso de arriba. Harlow miró hacia arriba y vio desaparecer bajo el alféizar la coleta castaña de su hermana. Nada más sentarse Harlow en el coche, el chófer cerró la puerta.  Cuando se hubo colocado tras el volante, Emma le ordenó:

    —Philipe, llévanos a casa.

    Harlow se pasó casi todo el trayecto dormida; no pudo evitarlo. No había más que preguntas rondándole la cabeza, pero a medida que el viaje avanzaba, cada una de ellas había sido esquivada con una vaga respuesta por parte de Emma:

    —Mejor pregúntaselo a tu abuelo.

    Las colinas verdes iban pasando al otro lado de los cristales tintados. Seguía allí sentada en silencio escuchando a Emma. Emma trataba con mucho cuidado de evitar precisamente aquellos temas que a Harlow más le interesaban. Entraba y salía en la conversación, mirando más allá de Emma para echarles un vistazo a los caballos que pastaban en los verdes prados. La limusina redujo la velocidad al llegar a un atasco de coches. En un campo cercano, un caballo color ébano avanzó titubeante antes de mirar a su alrededor picado por la curiosidad, para luego bajar la cabeza, estirar su cuello y arrancar un bocado de hierba. La limusina salió disparada, cual horrible gigante brillante interrumpido en su sueño, haciendo que el caballo alzara atemorizado la cabeza. A continuación, la limusina estableció un ritmo rápido y suave.

    —¿Va todo bien? —quiso saber Emma al ver que Harlow se recostaba en el asiento y cerraba los ojos.

    —Sí —contestó esta sin abrirlos—. A veces me mareo en el coche.

    —¡Oh, querida, no lo sabía!

    —No se preocupe, estoy bien —le aseguró Harlow—. Tampoco me pasa siempre, solo en los viajes largos.

    Pudo oír el rechinar del cuero del asiento al girarse Emma hacia ella.

    —Se me pasará pronto —volvió a tranquilizarla Harlow desde la oscuridad de sus párpados.

    Y enseguida se quedó dormida, como un gato al sol, relajado, tranquilo. Desde pequeña tenía la costumbre de dormir en los viajes largos.

    A Emma le costó despertarla cuando llegaron. Abrió los ojos somnolienta. El coche se movía rápido por entre un largo pasillo de árboles. El sol del mediodía atravesaba la cortina formada por las frondosas hojas en las copas de los árboles, arrojando sombras con forma de diamante sobre el asfalto. Las sombras cruzaban la carretera y, cuando el coche las atravesaba, se formaba un efecto persiana en el interior del coche. Oscuridad, claridad y de nuevo oscuridad. Harlow tuvo que parpadear ante la luz cambiante mientras trataba de recordar dónde estaba. En la carretera no había más que árboles, lo que la hizo pensar en Caperucita Roja sola en el bosque de camino a la casa de su abuela.

    Ante ellos apareció una luz brillante que se hizo más grande a medida que dejaban atrás la imponente valla de hierro forjado que rodeaba la propiedad. El sol se reflejó en el escudo de oro y carmesí del centro de los portales al abrirse estos y permitirle la entrada a la cabalgata de limusina y motos.

    Harlow salió del coche sintiéndose fresca, aunque aturdida. Al ver la gran finca que tenía en frente, se frotó los ojos para poder ver con más nitidez la impresionante mansión de ladrillo rojo que se alzaba ante ella. Volvió a frotarse los ojos y se fijó en la enorme extensión de césped verde. Era del tamaño de un campo de fútbol. Había un sendero largo que iba desde el portal frontal de hierro negro hasta la casa. Miró de nuevo la casa como esperando que hubiera cambiado, impresionada por su mero tamaño.

    Emma la animó a entrar y, resistiendo las ganas de quedarse allí plantada y seguir mirando embobada como una paleta de campo, la acompañó.

    Una vez dentro, una comitiva de personas guió a Harlow por los pasillos. Iba rodeada por guardaespaldas y sirvientas, como el núcleo de un átomo. Emma caminaba veloz por delante, abriendo el camino. Los dos guardaespaldas que la habían recogido en casa iban a su lado, y dos miembros del servicio doméstico cuyos nombres desconocía corrían detrás. Llegaron a un par de puertas dobles que Emma abrió de un empujón, aunque sosteniéndolas para que pudiera pasar Harlow. La habitación era impresionante. Parecía ocupar un ala entera de la casa.

    —Esta es tu habitación —le anunció Emma, cerrando las puertas tras de sí. Dejó a los miembros de seguridad y a los demás empleados fuera de modo que sólo ella y Harlow se encontraban allí en aquella enorme estancia. Cruzó la habitación seguida por Harlow, que no entendía nada. Pasaron por una puerta a un dormitorio presidido por una cama antigua con dosel de madera oscura y con complicadas filigranas talladas en los postes y hermosas cortinas en los laterales. A sus pies había una lujosa alfombra blanca. En la pared del fondo, un televisor enorme. Toda la habitación era enorme, y nadie en el coche había contestado a sus preguntas. Empezó a sentirse incómoda en aquel entorno y pensando en unos abuelos que para ella llevaban muertos once años.

    Tras irse Emma, se sentó en la entrada a la espera de que la llamasen mientras jugueteaba con los distintos mandos a distancia, accionando el botón de encendido del televisor. Se levantó de un salto cuando la habitación se quedó a oscuras. Las cortinas se cerraron. La luz se apagó. Las puertas se cerraron, quedando sumida en una absoluta oscuridad. Quiso reírse, pero allí no había nadie más que pudiera reírse con ella. Alice se había quedado en casa. En la habitación no se oía nada más que su propia respiración.

    Toqueteó el mando a distancia hasta que por fin volvió a darle al botón y la habitación resucitó.

    Alguien llamó a la puerta. Era Emma con una suave sonrisa:

    —Ha llegado la hora —dijo de forma conspirativa.

    Emma y un guardaespaldas la llevaron por los pasillos. Harlow se acordó de la princesa Leia cuando la habían hecho ir por los pasillos de la Estrella de la Muerte. Tuvo que sonreír al imaginarse a la alegre anciana como una stormtrooper. Tras un viaje en un ascensor de oro, llegaron a otro par de imponentes puertas dobles. Dos lacayos las abrieron para que pudieran entrar.

    —¡Harlow! —se oyó una alegre voz. La mujer era toda sonrisas y la abrazó nada más entrar Harlow.

    En el otro extremo de la habitación, al verla, un señor mayor se levantó de un sillón. Parecía estar alegre. Tenía un aspecto frágil. Su cara había sido azotada por el paso del tiempo y los efectos de una vida dura. Pero sus ojos estaban alertos y brillaban. De vez en cuando se le formaban finas arrugas alrededor de los ojos, como si algo le estuviera haciendo gracia todo el tiempo y le hiciera sonreír, algo que ella no logró captar. El anciano se acercó a ella y también le dio un abrazo. Cuando la volvió a soltar, dijo:

    —He estado esperando durante mucho tiempo a que llegara este momento: poder verte al fin.

    La mujer se sentó en una butaca al lado de una ornamentada chimenea. Harlow tuvo la sensación de que el anciano estaba a punto de llorar. Sus ojos ya no sonreían. Cuando no sonreía, su rostro era duro, autoritario y serio. Volvió despacio al sillón donde había estado sentado, llevándola a ella a otra butaca que había al lado.

    —Ven, ven y siéntate.

    El anciano se sentó con cuidado como si un dolor le atenazara las articulaciones al doblarlas y sentarse en el lujoso sillón marrón. Con sus rápidos y brillantes ojos castaños miró al mayordomo que estaba esperando al lado de la puerta. Antes de empezar a hablar ladeó pensativo la cabeza.

    —Harlow, gracias por haber venido. Estoy seguro de que te estarás preguntando por qué te hemos pedido que vinieras.

    Harlow asintió con timidez.

    —Soy Simon Beauvoir. Esta es mi esposa Julia. Nuestro hijo Peter era tu padre. Regresaba a casa desde Moscú cuando su avión se estrelló.

    Simon hizo una pausa y tomó aire como si le hubieran extraído todo el oxígeno de los pulmones. Los ojos se le nublaron.

    —Nadie sobrevivió —murmuró mientras observaba intensamente el fuego—. No teníamos ni idea de lo serio que iba con tu madre. Nos fuimos distanciando —reconoció con tristeza—. Por aquel entonces no me hacía ninguna gracia que mi hijo se hubiera liado con una mujer así. Pensé que se le pasaría. Cuando vi que no era el caso,

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