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Contramarcha
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Ebook142 pages2 hours

Contramarcha

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About this ebook

María Cristina Forero/María Moreno. En el principio fue el nombre, el barrio de Once, el conventillo repleto de historias, la voz proliferante de la abuela analfabeta y de la madre ansiosa que enseña a estudiar para el diez. En ese pasado hay tangos, radioteatros, libros prohibidos, maestras que maltratan, corazones vencidos. Hay una niña freak y proletaria que conoce bien las tretas para evitar el terror de leer en público. Así la autora persigue los traumas, alumbra las peripecias de un cuerpo en sus marchas y desvíos por el camino de las redacciones, la política y el feminismo. Hasta encontrar la propia voz, hasta dejar caer todas las máscaras que encubren los nombres.
LanguageEspañol
PublisherAmpersand
Release dateFeb 1, 2021
ISBN9789874161567
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    Contramarcha - María Moreno

    Imagen de portada

    Contramarcha

    Lectores

    Colección dirigida por Graciela Batticuore

    MARÍA MORENO

    CONTRAMARCHA

    Buenos Aires

    Índice de contenido

    Portada

    Portadilla

    Legales

    Prólogo

    Nombre falso

    Leer con los oídos

    Leer salteado

    Yo no leo (o poco): escribo

    El saque de leer

    El sexo de los libros

    Me dan a leer o escriben antes que yo

    Contramarcha

    Lista de obras mencionadas


    Moreno, María

    Contramarcha / María Moreno. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires: Ampersand, 2021.

    Libro digital, EPUB - (Lector&s / 12)

    Archivo Digital: descarga y online

    ISBN 978-987-4161-56-7

    1. Autobiografías. 2. Lectura. 3. Literatura. I. Título.

    CDD 808.8035


    Colección Lector&s

    Primera edición, Ampersand, 2020

    Derechos exclusivos reservados para todo el mundo

    Cavia 2985, 1 piso (C1425CFF)

    Ciudad Autónoma de Buenos Aires

    www.edicionesampersand.com

    © 2020 María Moreno

    © 2020 de la presente edición en español, Esperluette SRL,

    para su sello editorial Ampersand

    Edición al cuidado de Diego Erlan

    Corrección: Belén Petrecolla

    Diseño de colección y de tapa: Thölon Kunst

    Maquetación: Silvana Ferraro

    Versión: 1.0

    Digitalización: Proyecto451

    ISBN 978-987-4161-56-7

    Queda hecho el depósito que previene la Ley 11.723

    Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante el alquiler o el préstamo públicos.

    A Oscar Alonso

    Es cierto: donde otros se explayaron, yo puse el punto final. Al narrar la novela de mis lecturas, me detuve poco después de un episodio de apariencia trivial: el del día en que vi a mi profesora de Castellano, detrás de mí, en la cola para tomar el ómnibus que me traería del colegio. Entonces aturdida, como ciega, le ofrecí mi lugar –ella se negó con un leve golpecito en el hombro para impulsarme a subir–. Retrocedí espantada y terminé huyendo: no volví más a clase. Creo recordar el instante de vacilación sobre si tenía o no que pagar su boleto, el temor a la obligada charla de circunstancias, pero nada explica, en ese tropiezo por cortedad que seguramente habrá hecho sonreír a la profesora acostumbrada a las extravagancias de los tímidos, sus vastas consecuencias. Fue una contramarcha, lamento la jerga militar pero es precisa. En efecto, algo se puso en marcha entonces, algo, no por confuso, menos decidido: de hecho en la contramarcha se impone más la decisión por el desvío que su nuevo sentido. No hay plan ni deseo, sí lo que importa: al contrario que en la retirada, no es el otro el que nos obliga con su acción.

    Después vino una deriva gozosa entre caídos del siste­­­ma escolar, libertarios de poca monta, buscavidas amistosos que tomaban de la cultura lo que les venía bien, sin dis­ciplina impuesta ni peso de los ideales, en tiempos en que la palabra bohemia ya no se pronunciaba sin ironía. Eran mis compañeros del nocturno en el que terminé la escuela secundaria. Entonces leía con frecuencia, como quien devora, y sin comentarios; escuchaba sí, con atención curiosa, las improvisaciones de aquellos que, como yo, parecían no querer llegar a ninguna parte: vivían de trabajos esporádicos y completaban el nocturno por flojas cuestiones de currículum laboral, sin miras a la universidad. Afuera del afuera, yo, que tampoco trabajaba, hacía mi educación sentimental. Mucho más tarde, escribí en diversos artículos, en libros, sobre mis lecturas posteriores. Ahora prefiero contar la infancia y la adolescencia tardía de lo que he leído. Y con el resto, no insistir.

    NOMBRE FALSO

    Ana había muerto. Delante de la casa de sepelios, yo vacilaba al imaginar la angustia de tener que entrar y enfrentarme a sus hermanas y a sus hijas. No había logrado llevar preparadas las palabras que planeaba acompañar con un abrazo cuya fuerza y duración serían –calculaba– el verdadero mensaje, más que las palabras. Mi espontaneidad suele ser torpe, sobre todo, carente de tacto. En esos casos mi timidez es egoísta. Porque ¿importaba el protocolo? Solo debía evitar quebrarme en llanto, dando la nota y convirtiendo el imposible consuelo en indiscreción. Pero las bandejas de Sarkis y las visibles petacas que pasaban de mano en mano, el murmullo común y una música de fondo alegre y no demasiado baja transmitían el espíritu de Ana, ajeno a toda melancolía. Su hermano, el único varón entre las Amado, contaba anécdotas risueñas sobre ella. Evocaba su conocida distracción, su osadía para transgredir los espacios oficiales con frases inoportunas por lo informales, dichas con su acento santiagueño, que terminaban por calar, despeinando los ánimos y haciéndola alcanzar una popularidad de proporciones.

    Tamara y yo no habíamos coincidido en el velorio, pero de pronto nos encontramos, por la mañana, muy cerca del coche fúnebre ya cerrado y próximo a partir. Cada una leía en la otra una conmoción evidente: era como si nos hubiéramos desplomado sin caer. Quizás para sobreponernos, acudimos a lo que nos era familiar: pensar en el lenguaje. Entonces comenzamos a balbucear una hipótesis sobre aquello que nos había conmovido tanto –dentro de la ya enorme conmoción–, y acordamos que era el nombre trazado con provisorias letras blancas sobre el soporte de felpa negra del coche: Ana María Amado. Es el nombre, siempre es el nombre, decía Tamara, no sé con qué predicado, no lo recuerdo. Estábamos seguras de que la cruz no era una incongruencia, sino un pedido de Ana, que solía sorprendernos con su fe en esa comunidad de ateas –lo eran más por omisión que como práctica razonada–. Yo sentí que se nos confiaba un secreto: el segundo nombre, ese que los muertos suelen revelarnos cuando ya es tarde para preguntar si lo avalaban, lo mantenían oculto por vergüenza o simplemente lo dejaban de lado para resumir. Somos casi todo el tiempo para los otros, nuestro primer nombre, el de pila, si no se ha merecido un apodo, un diminutivo, un nombre de guerra y, en el peor de los casos, un alias. Ana María sería para la documentación, las actas de examen y, ahora, la inscripción en la tumba seguida por la fecha del día.

    Recuerdo haber ido caminando con Tamara del brazo de Ana por el cementerio alemán, durante el entierro de Nicolás, y que la conversación tenía una falsa ligereza a la que Ana parecía aferrarse y que el camino era hermoso y arbolado y a ninguna le pareció que señalarlo estuviera fuera de lugar y nos reímos –¿por qué no?– de que hubieran metido en la parcela a Nicolás junto a su hermana Martina y ya no quedara lugar para Ana. Sí, nos reímos. Y eso que Ana había dicho: Es como si me hubieran quitado una parte del cuerpo, pero no como una queja, sino como una observación para tener en cuenta y someter a juicio.

    Ana María Amado: pensé, pero mucho más tarde, en que esa pérdida de contención, el breve quiebre de Tamara y mío y al que nos sobrepusimos, se debía al hecho de saber que sería solamente Ana la que, para siempre, no podría acudir al llamado de su nombre, que serían otros los que lo dijeran en voz alta, los que lo escribieran para citarla, pero nunca para que ella viniera, se pusiera de pie o simplemente se diera vuelta, es decir, que su cuerpo volviera a moverse en determinada dirección por una voz que lo interpelaba.

    La radio ya no era de madera oscura y casi del tamaño de un mueble pequeño: ahora le cabía el adjetivo flamante de funcional, a tono con los muebles de patas puntiagudas y durísimos resortes fabricados por la línea escandinava, incomodísimos pero imprescindibles para ostentar un estatus que nosotros no respetábamos y seguíamos con nuestros provenzales desparejos, a menudo sin manijas, rayados y opacos, manteniendo la atmósfera del conventillo que pretendíamos haber modernizado. Era negra, pequeña y de plástico duro, con la rueda del dial color marfil y unos huecos en el borde para apoyar los dedos. La pequeña aguja tenía un ligero lomo y, lo juro, yo la asociaba a aquella forma que me veía entre las piernas cuando estaba sentada en el inodoro y alcanzaba a darme algún breve toqueteo, con su consecuente calentura antes de que la habitual interrupción –no me dejaban cerrar la puerta del baño– me obligara a apartar la mano. Será por eso que cuando mi abuela se ponía a girar el dial con una lentitud exasperante, como si el aparato, que ella consideraba casi mágico, fuera de una delicadeza extrema, yo me ponía nerviosa. Escuchábamos la versión adaptada de Los miserables de Víctor Hugo escrita por Abel Santa Cruz, ella sin dejar de preparar la cena –a veces, la caída de las arvejas que pelaba en el interior de una cacerola volvía confusos los parlamentos–, yo tirada en un sofá, con una atención intermitente. Recuerdo la ira que me invadía cuando mi abuela aprovechaba que las últimas sílabas de mi nombre coincidían con las de las protagonistas más desgraciadas del radioteatro para hacer rimas humillantes. Yo no quería saber nada con Baptistina, la criada del obispo que servía sopa de agua, aceite y ajo como si fuera un manjar. Menos con Fantina, de la que no me daba cuenta que era puta, pero sí que se había vuelto fea por vender sus cabellos por diez francos y, por dos napoleones, los incisivos, para comprarle un vestido a su hija asilada en una taberna. Y menos aún con Eponina, que era mala y se moría de miseria y allí mi abuela me cargaba una y otra vez, señalándome Cristina, como Eponina la sardina. Y se reía con una risa fingida, porque no sabía reír.

    Me gustaba un poco

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