Una gran mentira para contar una gran verdad
By Iván Méndez
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About this ebook
Esta novela aborda el mundo editorial con profunda ironía. @BlackCat_9153, con un agudo sentido crítico, devela el estancamiento creativo de los poetas malditos y apuesta por la creación de contenidos como una alternativa cultural y literaria que expone en el ensayo con que concluye la novela. Cabe destacar que el autor experimenta al desarrollar los antecedentes de sus personajes secundarios por medio de comic incluidos en la narración, así como con la constante hipertextualidad con elementos de la cultura popular.
Iván Méndez
Nació en Guatemala en 1983● Twitter: @BlackCat_9153● Instagram: @BlackCat_9153● YouTube: generacionbr● Blog literario: Sin tinta ni papel● Blog de publicidad: BlackCat Copywriter Jr.
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Una gran mentira para contar una gran verdad - Iván Méndez
Gracias a todos los involucrados en este proyecto, sobre todo a mi esposa.
Guatemala, 2016
¡Bienvenidos a lo que es!
Cazam Ah • Una gran mentira para contar una gran verdad • Iván Méndez
Capítulo 1
Lo que una mirada a la distancia significa para el insensato o un encuentro casual para el solitario, o una sonrisa inesperada para el desahuciado, o una respiración entrecortada para tu vida... eso significó un mail para la mía.
El mail llegó a eso de las ocho de la mañana de un lunes. Yo estaba en mi pequeña oficina minimalista y hacía un pausado scroll.
Cada cierto tiempo paraba la lectura y apuntaba mis observaciones en un block de notas artesanal.
En ese entonces, mis comentarios dentro de ese block de notas podían definir si una novela se publicaba o no. Un escrito con mi firma, símbolo de aprobación, tenía 70 % de probabilidades de ser publicado en una de las tres editoriales más importantes de la ciudad. Yo trabajaba para la corporación dueña de estas tres editoriales con proyección internacional y de en un medio impreso local.
Wistong Manrique, editor en jefe de la sección de cultura de El País, fue quien me escribió el mail. Un viejo amigo de la maestría con quien logré una sociedad que libró grandes batallas contra las ideas digitales que proponían los más jóvenes del aula. Estos idealistas cayeron derrotados muchas veces gracias a la intervención de nuestros catedráticos, otros conservadores de lo impreso.
Actualmente, el frente conservador, con otros nombres entre sus filas de ataque, se enredaba en batallas de una guerra perdida.
Desde nuestras trincheras iniciamos a publicar artículos en diferentes revistas; en ellos hablábamos de la relación entre la literatura y la era digital en que estábamos obligados a entrar.
«Desde que el objeto literario pasa al público sin ciertos filtros editoriales, este pierde su valor y la figura del escritor decae», esta era la idea que intentábamos mantener. A las grandes industrias de lo impreso les gustó nuestra postura y así fue como iniciamos a crearnos un nombre: él, en España, donde hizo carrera, y yo, de este lado del océano.
El mail decía: «Tenemos la idea de hacer un especial acerca de lo que se está produciendo, en literatura, en los países latinoamericanos que tengan un Premio Nobel. ¿Nos podrías ayudar a hacer un artículo/comentario acerca de lo que se escribe actualmente en tu país? Tienes total libertad, agrega lo que creas necesario para que el público comprenda: a qué autores nuevos deben seguir, por ejemplo. Este artículo/comentario será publicado tanto digitalmente en nuestros blog (Papeles perdidos y Babelia), como impreso (Revista Cultural del Diario y La Ñ). Lo necesitaría el lunes, dentro de 15 días».
Escribí este mail de respuesta: «¡Con gusto te mando algo! Ahora que andás soltero debés corroborar o desmentir a la crítica (los datos de una encuesta demuestran que las españolas han cambiado de hábitos sexuales con su pareja luego de haber leído 50 Sombras de Grey) ...Sí, sigo con ella; nos resistimos a la caída libre... Me alegro de que no seás uno de los que se fueron en el corte fiscal… Te lo mando el sábado o domingo; no de esta semana, sino de la otra...»
Después de enviar el mail, salí de mi oficina y me dirigí a una isla del ala Este. En ese lugar nacía, semana a semana, un número de la revista cultural Por amor al arte, apadrinada por la corporación. La revista, además de hablar de arte y literatura, tenía como fin promocionar los intereses de la corporación, aunque los artistas y escritores que trabajaban en ella salían al paso de todo aquel que insinuaba que la revista procuraba imponer qué ver, qué leer, qué escuchar.... sin embargo, en realidad, era cierto. Después de dos años circulando, la revista ya tenía el poder para poner a un artista de moda o matar a uno vigente.
La responsable de ser ese «casi dios en la cultura de la ciudad» se llamaba Salomé, la editora principal: 28 años, poeta, jipi frustrada y con quien mantenía una relación más sexual que sentimental. Fue ella a quien fui a buscar a esa isla. Yo era su jefe.
Poco antes que la propusiera como editora ante mis jefes, nuestra relación era más sentimental, pero, poco a poco, todo se degradó a lo sexual: a tal punto que ahora teníamos una relación un tanto extraña, donde ella explotaba su hermosura en sus cotidianos arranques de celos.
Desde hacía una semana me daba cuenta de que la relación caía en picada. Tal vez porque yo trabajaba hasta tarde mientras ella salía más a menudo con sus amigos escritores que conformaban el selecto grupo de intelectuales de la ciudad. A pesar de que estábamos conscientes de estar en la etapa donde nos hacíamos daño sin sentido por no dejarnos, vivíamos omitiendo nuestros distanciamientos, justificándolos con el argumento de tener una relación posmoderna. Yo tenía claro que, de mi parte, todo comenzó a morir cuando ella dejó de interesarse en las pequeñas cosas.
La saqué de la isla para que fuéramos por un café, debía contarle acerca del mail que me habían enviado. Salimos del edificio y caminamos tres cuadras y media hasta llegar a una cafetería de las más antiguas del centro de la ciudad que se caracterizaba por el aura intelectual que la rodeaba. A finales del siglo XIX, un escritor poco conocido habló de este lugar en sus cuentos. Este individuo fue uno más de los desconocidos que, tiempo después, serían descubiertos y consagrados como grandes escritores no reconocidos. Los cuentos de poca calidad se volvieron de culto y, con ello, la cafetería que tanto mencionaba se volvió un lugar sagrado para los intelectuales.
De todos los escritores desconocidos, este era el peor. Lo que lo hizo grande fue que otro escritor de la década de 1970 inventó genialidad en sus cuentos; esa genialidad que nadie más mira y que, por lo tanto, hace especial al único que la comprende. Con el tiempo, otros escritores le siguieron la corriente y se volvió una bola de nieve. Actualmente, saber de memoria un pasaje de sus cuentos equivale a vestir una Stefano Ricci.
El nieto del dueño de la cafetería se dio cuenta del aura que tenía el lugar y, durante mucho tiempo, se encargó de alimentar el mito. Inventó para el lugar un pasado extraordinario y eso hizo que, poco a poco, subieran los precios y nadie lo notara. El nieto del dueño se vio satisfecho con su trabajo cuando, en el imaginario común, estuvo instaurada la idea de que cualquiera que tomara un café o cerveza allí se convertía en un intelectual de elite. Esta cafetería, que de noche funcionaba como bar, se llamaba Pulp.
La reacción de Salomé al enterarse del artículo/comentario que yo escribiría fue equiparable a ganarse un premio literario muy importante.
Su último abrazo me dio escalofrío.
Salomé me dijo: —¡Ojalá tu compañera de viaje tenga un par de líneas dentro del artículo/comentario!
Salomé pertenecía al grupo de las vacas sagradas de la literatura actual. Este selecto grupo de escritores seguía siendo adorado a pesar de que había pasado mucho tiempo sin que hubiesen publicado algo que no fuera un refrito o que tuviera un peso significativo. Su primer libro publicado no variaba mucho del último; incluso, muchos seguían viviendo de su único libro publicado hacía mucho tiempo. A pesar de ello, actualmente eran los escritores más importantes de la ciudad.
Hasta que fui parte del sistema que decide quién vive y quién muere en la literatura de la ciudad dejé de cuestionarme cómo hacían muchos escritores para seguir vigentes a pesar de sus rancios escritos. Eras el gran escritor si pagabas la cuota, si estabas dentro del distema o si tenías un alidado dentro; y para ese momento, tu mejor aliado sería Salomé, editora de la revista cultural más importante de la ciudad. Ella se encargaba de mantener en la mente de los lectores a los escritores que interesaban, pero su misión principal era defender los de la elite, a los escritores del selecto grupo.
Cuando salía con el dueño de una editorial independiente, Salomé publicó su primer libro a los 19 años (Niñas Maltratadas, poesía, 56 páginas). Su belleza tocó la puerta del selecto grupo, sus lecturas y sexualidad despertaron el suficiente interés en los integrantes y pronto la invitaron a unirse a ellos. Por un tiempo, fue la compañera sexual de uno o dos del grupo.
La conocí en la presentación de su cuarto libro (Des-gracia Inmaculada, cuentos cortos, 80 páginas). Un amigo en común nos presentó. En esa época, yo estaba por terminar la Licenciatura en Letras en una de las universidades más costosas de la ciudad, seguía viviendo con mis padres, soñaba con ser escritor y pertenecer a la elite.
Salomé ya era considerada una de las mejores escritoras de la ciudad, esto debido a que el selecto grupo la adoptó y se dedicó a protegerla al invisibilizar a otras escritoras de su generación. Hasta hoy no sé por qué la escogieron a ella; en cuanto a calidad, había mejores, pero ella comprendía mejor el tema de pagar derecho de piso. Su tercer libro (¡Ten mi corazón, cómetelo!, poesía, 48 páginas) fue el que la consolidó.
Comenzamos a salir.
Esos tiempos fueron intensos: largas discusiones y borracheras que sucedían al tiempo que las vacas sagradas decían producir a marcha forzada libros que me parecían serían espectaculares gracias a la seducción de Salomé, que me hacía perder la realidad.
Gracias a Salomé, comencé a salir de fiesta con los escritores de la élite, pero ellos nunca me aceptaron como parte de su grupo. A mis espaldas, me tachaban de caquero y me juzgaban mal por mi carrera universitaria. Me soportaban