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Los chicos siguen bailando
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Los chicos siguen bailando

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El cantante del grupo musical Multiplatino Scissor Sisters explora su evolución como joven artista: desde su adolescencia en la zona noroeste de Estados Unidos y Arizona, hasta su llegada a la electrizante Nueva York, donde encontrará una escena musical en constante cambio que permitirá la explosión de Scissor Sisters y el advenimiento de la fama internacional recién entrado el nuevo milenio. Cándida y valiente, la escritura de Shears tiene la misma presencia poderosa y espiritual que podemos ver en sus actuaciones. Estas memorias entretenidas y evocadoras serán toda una inspiración para aquellos que tengan determinación y un sueño que cumplir.
LanguageEspañol
PublisherLa Calle
Release dateOct 15, 2018
ISBN9788416164615
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    Los chicos siguen bailando - Jake Shears

    Brody

    PARTE 1

    JUVENTUD

    1

    Yo nací siendo un showman . Durante años, incluso mi nacimiento se representaba en mi cabeza como una gran entrada espectacular. Suponía que el gigantesco estómago de mi madre habría explotado en algún lugar público, y acto seguido habrían caído los globos, habrían estallado los cañones de confeti y la gente lo habría celebrado en las calles. Habría sido un desastre, una fiesta de nacimiento un poco gore, con mucho que limpiar, por no mencionar que a mi pobre madre la habrían tenido que recomponer después.

    Rondaba por todas las esquinas de mi casa, como un atrevido poltergeist, balanceando mis caderas y con las manos extendidas. Aterrorizaba a las inocentes amigas de mi hermana. Mi frase favorita en estos casos, irónicamente, era: «¡Me encaaaaantan las mujeres!». Estaba desesperado por atraer su repulsión. «Eh, tu hermano es… asqueroso». Pero entonces aumentaba mi encanto, un perfecto pequeño caballero. «Ah, es tan dulce. ¿Dónde has conseguido esos ojos azules, eh?».

    En la guardería no dejaba de mentir. Confesé que estaba muy enfermo, regocijándome así de la preocupación de mis compañeros, y especialmente de la de sus madres. ¡Dios, la compasión era tan satisfactoria! Una tarde, mi madre me recogió de la escuela y mi profesora le dijo que esperaba que me recuperara pronto. Mi engaño se había descubierto. «No puedes intentar hacerle creer a la gente cosas que no son ciertas», me diría después.

    Pero la compasión humana era preferible al desdén que me ofrecían mis animales de peluche. Estaban dispuestos en línea sobre las estanterías de mi dormitorio y ni se preocupaban por aplaudir mis espectáculos en solitario, que llevaba a cabo ante el estribo de madera de mi cama. No importaba lo alto que cantara; ellos simplemente me devolvían la mirada. Un público difícil.

    Mi imaginación era salvaje e irracional. La primera vez que mi madre me llevó al doctor para que me sacaran sangre, por alguna extraña razón pensé que todo el mundo llevaría vestidos victorianos y que se me subastaría al mejor postor en una especie de exposición de antigüedades. Estaba tan triste, hojeando un libro de Mr. Happy lleno de mocos en la sala de espera, pensando que sería la última vez que vería a mi madre. Me reconfortó comprobar que, finalmente, no hubo ninguna subasta, pero la habitación gris a la que me hicieron pasar, donde dos mujeres me dijeron que iba a sentir algo parecido a una picadura de abeja, no era ni la mitad de guay que el escenario dickensiano que yo había imaginado. Para sorpresa de nadie, me puse a llorar.

    Mis hermanas se peinaban en el salón de belleza, que tenía en su escaparate una enorme pintura de una mujer con unos bucles gigantes, al estilo de Medusa. «¿Así es como os van a dejar?», recuerdo que les pregunté momentos antes de que me cerraran la puerta trasera del coche en la cara. Me sentí decepcionado cuando salieron del salón de belleza, no con peinados extraños y gigantescos que apenas cabrían en el coche, sino con simples estilismos después de un rutinario tratamiento capilar. Hubiera deseado que el salón de belleza fuera mío; así habrían salido pareciéndose a dos superzorras con cenizas de arbustos incendiados rodeando sus caras pintadas.

    Quizá fue por eso que cuando me preguntaban qué quería ser cuando creciera, la primera cosa en la que podía pensar era peluquero. Me encantaba ir a la barbería con mi padre, sentirme como un niño grande yendo en el asiento delantero del coche. Mis primeros cortes de pelo me los hacía una mujer bastante sexi a las afueras de Phoenix, a modo de somnolientas carreteras secundarias del desierto. Tenía el pelo largo y negro, y fumaba mientras me cortaba el pelo, un cigarrillo apretado entre sus dientes mientras yo chupaba mi chupete.

    Más tarde, mi lugar habitual para cortarme el pelo pasó a ser el que se encontraba en la entrada del supermercado Smitty’s. Cuando me senté en la silla, un hombre muy bronceado y con arrugas me preguntó si quería el G. I. Joe o el Mr. T. «El Mr. T, obvio»: él llevaba una cresta mohawk. Mi padre, pensándose que el peluquero iba en serio, le golpeó el hombro y le dijo: «Un corte normal es suficiente». Cuando nos marchamos, me sentí algo alicaído. Mi corte de pelo era el mismo de siempre.

    Un día, en una zapatería Stride Rite, una mujer mayor y masculina que vestía un traje de chaqueta de poliéster descubrió que no sabía atarme mis propios zapatos. Ella me enseñó el método orejas de conejo, haciendo dos lazos y girándolos, uno alrededor del otro. De repente ya podía atarme mis propios cordones. Salí de allí con un par de zapatillas Hot Wheels con cordones que, tal y como me juró, me harían correr más rápido. En el patio del recreo, cuando las puse a prueba, me percaté de que eran tonterías. No corría más rápido que con mis viejas zapatillas de velcro.

    Parecía que allá donde fueras alguien estaba siempre intentando engatusarte con un fiasco. Tanto si era una criatura de juguete que no secretaba tantas babas como lo había hecho en el anuncio, o Michael Jackson, que no actuaba en realidad en El capitán EO de Disneyland —tan solo era una película en 3D que se proyectaba durante todo el día—, el mundo estaba lleno de exageraciones. Me sentía un pánfilo, y a menudo avergonzado de mis expectativas sobre la magia real. A veces creía que la gente podía leer mis pensamientos excesivos, y ello me humillaba.

    No entendía que lo que veía por la televisión no era real. Me quedé paralizado una tarde de sábado, con una muñeca repollo[1]   colgando de mi mano, mientras Gene Siskel y Roger Ebert evaluaban The wall, de Pink Floyd. Mostraron un clip de escolares que caminaban hacia una picadora de carne y acababan convertidos en salchichas. ¿Dónde estaba esa picadora de carne, y qué me haría caer en ella? La imagen se había insertado ahora en mi psique, pero también la canción. Necesitaba escucharla otra vez. Encontré a mi madre en su habitación e hice la mejor interpretación que pude, esperando que le sonara. ¿Qué significaba no necesitamos educación?

    Poco después, me llevó a unos lujosos multicines a ver el musical Annie. Le cantaba Tomorrow a la secretaria de la oficina de mi padre, a la amiga de mi madre, a cualquiera que me escuchara. El cine tenía unas gigantescas ventanas y, en el interior, cortinas de terciopelo rojo y naranja y alfombras estampadas que apestaban a mantequilla. Cada puerta de cada sala era un misterio; cada una señalaba un nuevo universo. Pero estaba convencido de que acabaríamos entrando en la sala equivocada y viendo algo tan espantoso como aquellos niños que caían en la picadora de carne.

    En otra ocasión, mi madre nos llevó a mí y a mis hermanas a ver Los cazafantasmas. Tan pronto como el primer espectro apareció en pantalla a los cinco minutos, el tejido de mi realidad se deshizo aún más. Arrastré a mi madre al vestíbulo del cine y, por supuesto, me eché a llorar. Fuimos a comprar al centro comercial que había al lado mientras mis hermanas acababan de ver la película, y pude observar cómo mi madre echaba un vistazo entre las perchas de leggings, cómo el fino material entre sus dedos se parecía a la malla que separaba nuestro mundo de las dimensiones desconocidas. Tenía tanto miedo de que alguna espantosa criatura del infierno apareciera por detrás de las blusas granate de cuello redondo y creara un caos total…

    Cualquier mínimo detalle podía desatar un estado obsesivo de pánico. Había una toma de la mano de alguien en una planta embotelladora al comienzo de Silkwood: me parecía un presagio de fatalidad. El vídeo de Don’t come around here no more reproduciéndose detrás de mis párpados cuando cerraba los ojos, Tom Petty recogiendo los adentros de Alicia en el país de las maravillas como si fuera un pastel. No podía dormir solo. Me despertaba en mitad de la noche, caminaba lentamente hacia el pasillo y allí me quedaba. La casa estaba viva y respirando. Me metía sigilosamente en la cama de mis padres por la parte de mi madre. Ella entonces me devolvía con amabilidad a mi cama y se quedaba allí hasta que me dormía. Pero a veces se rendía y me dejaba dormir a su lado. Este hábito continuó casi hasta el instituto.

    A pesar de que no podía arreglármelas solo, me fascinaba lo que me asustaba. Hacía que mis hermanas me contaran aliens o gremlins. Ellas eran pacientes y tenían habilidad para fragmentar las películas en actos, convirtiendo los exitosos thrillers en historias para dormir. Podía pasarme la vida buscando en nuestro videoclub. Las cajas con VHS eran bastante gráficas y daban miedo, y yo revoloteaba cerca de las lascivas carátulas de cartón hasta que me obligaban a ir a la sección de niños, que era donde debía estar. Qué mal me caía la mujer del mostrador. Siempre me recomendaba que me llevara a casa aburridas películas de animales o wésterns familiares. Me sentía obligado a alquilarlas, y acababa haciéndolo solo para no herir sus sentimientos. En casa, Phar lap o The golden seal se reproducían mientras yo me sentaba solo y las miraba, aburrido. Odiaba las películas que ella me recomendaba; nunca había nada que se le pareciera a un teleñeco, y los caballos siempre acababan muriéndose al final.

    Mis pesadillas se atemperaban con sueños de hombres. Pensaba en ellos abrazándome amablemente. Quería dormirme en sus brazos. Mientras veía El show de los teleñecos una tarde con mis hermanas, me dirigí a ellas y les dije que me iba a casar con el presentador invitado de ese episodio, Christopher Reeve. Imaginaba que sería un marido perfecto, y ¿acaso no sería fantástico poder envolver sus hombros con mis brazos? Mis hermanas fueron amables pero firmes: los chicos no se casaban con chicos. Me sonrojé. Es la primera vez que recuerdo sentirme realmente avergonzado.

    En los ochenta, Mesa, Arizona, estaba donde las afueras de Phoenix avanzaban lentamente hacia el desierto. Era el refugio de los parques de caravanas, una masa hervida de patios de grava y aparcamientos, cicatrizada con centros comerciales y tiendas de alimentación. Los nuevos negocios parecían emocionantes hasta que el último de los globos de la inauguración explotaba y el polvo vestía el lustre de los anuncios de plástico rasgado.

    Mi familia vivía en una casa de estilo rancho que mi padre había construido en los sesenta. Se asentaba sobre una pieza cuadrada de tierra rodeada por huertos de naranjas y campos de algodón, que a veces se convertían en plantaciones de sandías. La casa, de clase media, tenía aires spielbergianos: linóleo de motivos amarillos en la cocina y moquetas espumosas de verde oliva en los dormitorios. Cualquier indicio de ostentación residía en las antigüedades que mi padre había comprado en una venta de bienes a unas viejas tías ricachonas. Las alfombras orientales y las pinturas al óleo con marcos ornamentados no tenían sentido al lado de nuestro papel de pared años setenta y nuestras colchas de pana, pero desde mi bajo punto de vista eran tesoros de otro mundo, lejos de aquel desierto abrasador.

    La parte superior de las Coors[2]   de mi padre enfatizaba sus días de duro trabajo. Mi madre me daba la lata plateada, que yo le entregaba a mi padre justo a tiempo para las Noticias de la tarde de la CBS con Dan Rather. Me echaba a su lado, contento, a la sombra de la satisfacción. Él lo había hecho bien, y si había algunos momentos de estrés financiero a causa de no tener suficiente dinero, yo no lo sabía. Jugaba con los amigos del final de la calle, familias con demasiados hijos que vivían en casas decadentes rociadas con meados de gato. Nunca nos consideré ricos, pero para mis amigos de alrededor probablemente lo parecíamos.

    Tanto mi padre como mi madre provenían de pasados modestos, así que no había demasiadas extravagancias más allá del amor que mi padre sentía por el transporte y la maquinaria. Su mayor pasión eran los aviones, y construía barcas y reensamblaba coches viejos con sus manos desnudas. El dinero que se gastaba en nuestro ocio siempre estaba acompañado por su trabajo duro y su ambiciosa imaginación.

    * * *

    Nació Archibald Borders Sellards allá por 1928, justo antes de la Depresión, en California, a las afueras de Los Ángeles, que él recordaba como una franja de campos de naranjas cortados por carreteras sucias. Se esforzó al máximo en la escuela, pero no importaba cuánto lo intentara, no pudo aprender a leer. Resultó que la causa de esto fue que mi padre y su tío pintaron una casa entera con pintura de plomo cuando mi padre tenía ocho años. Todos los días él se cubría de pintura, los colores corriendo por sus brazos. Nadie se percató por entonces de lo perjudicial que era y de cómo dañaba las habilidades principales del aprendizaje. Mientras crecía, me preguntaba constantemente por qué mi padre no podía deletrear bien.

    Dejó la escuela en séptimo y optó por intentar ganar dinero con el que contribuir a la supervivencia de la familia. Empezó a trabajar limando herraduras. Por diez centavos la pieza, el cocinero de la cafetería de su antigua escuela le compraba los conejos muertos que él cazaba. Cuando tenía doce años, se marchó con un circo y recorrió California; su principal tarea era mantener en marcha el generador de luz, que servía para que las luces de la carpa funcionaran. El circo viajaba con un elefante, un chimpancé, caballos y bailarinas. Mi padre conducía los camiones entre actuación y actuación, a pesar de no tener el carné de conducir. Eso lo convirtió en un conductor cuidadoso para el resto de su vida.

    Todo se resumía en trabajo interminable y agotador, duro para un hombre adulto, mucho más para un chaval de trece años con solo algo de ropa a sus espaldas. Una noche, el ácido derramado de una batería se comió sus pantalones, y tuvo que seguir llevándolos hasta que encontró otro par. Al final, se especializó en rociar con espray insecticida los limoneros, montado encima del camión, su cabeza flotando sobre los campos mientras los regaba con pesticidas. Siguió trabajando, mes a mes, y esperaba a alguna tarde libre para poder ir y observar el cielo. Merodeaba por el aeropuerto, solo para estar cerca de su verdadera pasión: los aviones.

    En 1943, el aeropuerto de Rosemead, al este de Los Ángeles, pequeño pero lo suficientemente activo, se convirtió en el lugar perfecto para conseguir un trabajo donde poder estar cerca de los aviones y aprender a volar. Los quince dólares a la semana que ganaba repostando aviones y arrancando las hélices no eran ni la mitad de valiosos que los treinta minutos de lecciones de vuelo que le ofrecían cada domingo. Entonces se marchó al diminuto aeropuerto de Palm Springs, por donde pasaba todo Hollywood, deseoso de escapadas al desierto. Papá sirvió y observó a los famosos y ricos, muchos de ellos amables, pero debieron de parecerle como si vinieran de otro planeta. Howard Hughes aterrizaba su cuatro motores con todo su séquito. Mi padre descargaba su equipaje, intercambiaba cortesías y los veía irse en una flota de limusinas o en Hughes’s 37 Packards.

    Mi padre voló en solitario por primera vez en su decimosexto cumpleaños, tan pronto como pudo sacarse la licencia de piloto. Entonces se mudó a Phoenix, que por el momento solo contaba con una población de cuarenta mil habitantes. El Gobierno estaba deshaciéndose de aviones de guerra a un precio muy barato. Mi padre se juntó con otros compañeros y consiguieron reunir suficiente dinero para comprar los aviones que el Gobierno estaba desechando. Los motores no eran caros, así que aplicó todo lo que había aprendido y reconstruyó los aviones él mismo. Desde 1963 hasta 1968 operaron Globe Air con una flota de bombarderos y valientes pilotos, luchando contra incendios y en tareas de fumigación con DDT[3]  . Era un trabajo triste y peligroso. Perdieron hasta quince hombres durante esos años, todos amigos que trabajaban para mi padre.

    Uno de esos tipos, Bill Clark, estaba realizando un trabajo en Alaska cuando su avión desapareció meses antes de que fuera a casarse con Freida Jean Rector. Ella era una joven alegre y a la última, con un marcado acento de Carolina del Norte, que había conducido a través del país, desde las Smoky Mountains hasta Arizona, solo para estar con él. Vestía minifaldas, fumaba cigarrillos y derrochaba encanto sureño. Ahora su prometido se había esfumado sin explicación. Me la imaginé durante semanas, fumando, sus ojos apagados, preparando café, llorando por teléfono con su esperanza marchitándose. No ocurrió demasiado: la familia de Bill nunca le celebró un funeral. Dolida, con su futuro en el aire, Freida consiguió un trabajo en Globe Air como secretaria.

    Allí conoció a mi apuesto padre, veinte años mayor que ella, con dos niñas pequeñas y un chico adolescente de matrimonios anteriores con mujeres con las que todo resultó un desastre, según me diría. Ser el primero en intentar combatir los incendios por aire lo había llevado a una situación económica problemática y a una dependencia del alcohol y la automedicación que no conducía a buenos matrimonios. «No puedes culpar a esas mujeres de todo lo que ocurrió, solo de la mayoría».

    Esperando que a la tercera fuera la vencida, Archibald y Freida se escaparon a la Little White Chapel en Las Vegas; nadie que los acompañara, tan solo ellos. En la fotografía, mi madre lucía un elegante recogido; mi padre, descuidadas patillas souvarov, ambos con una sonrisa amplia en sus caras. Llevan felizmente casados desde entonces.

    Nunca me ha gustado el dicho todo ocurre por algo, pero, ¿y si la razón por la que ocurre eres tú mismo? ¿Está mal que agradezca que el prometido de mi madre, su primer amor, nunca volviera de aquel fatídico vuelo? A veces pienso en esta persona alternativa que habría existido si yo no estuviera aquí, un hermano onírico. Dibujo a alguien con mis defectos y rarezas subsanadas, caminando tranquilamente a través de su tranquila vida normal.

    * * *

    Windi y Sheryl, mis hermanas del segundo matrimonio de mi padre, eran nueve y diez años mayores que yo, respectivamente, así que cuando empecé la guardería ya les habían quitado el aparato para que pudieran lucir unos dientes resplandecientes. Eran unas chicas muy guapas, con caras enmarcadas en cabellos marrones peinados; parecían sacadas de una pintura de Nagel. Las veía prepararse para el baile del colegio, abrochándose y desabrochándose sus camisas, esforzándose al máximo por imitar los estilos que veían en la MTV, que llegaba a nuestra casa por cortesía del nuevo milagro del cable.

    Ellas sabían que yo me creería lo que fuera y que llenaría mi cabeza con historias falsas diseñadas para avivar las llamas de mi ansiedad. Por ejemplo, me decían que me habían encontrado en la cuneta de una carretera cuando era un bebé porque una mujer estaba intentando deshacerse de mí. O Windi me dijo que si la laca me tocaba la cara, mis ojos se volverían azules y moriría en cuestión de minutos. Una vez me rocié un poco en los ojos y mis gritos rebotaron por toda la casa; pensaba que apenas me quedaban unos instantes de vida. Sin embargo, mis ojos nunca se volvieron morados.

    Mi hermano, Avery, estaba fuera de casa por aquel tiempo. Tenía veinte años más que yo y se había casado tan pronto como regresó de una misión mormona que lo había llevado a Filipinas. Todos mis amigos tenían unas relaciones fuertes y complejas con sus hermanos. Quizá porque mi padre era mayor, me sentía celoso y triste de no tener un hermano más cercano a mi edad.

    Mi padre tenía cincuenta años cuando nací, y yo tomé conciencia de su edad cuando cumplí los seis. Había un grupo en la iglesia al que solía acudir los miércoles, y una tarde todos llevamos a nuestros padres. Al principio me sentí emocionado, pero cuando llegamos todos los otros padres eran mucho más jóvenes. Nadie tenía un padre tan mayor como el mío. Intenté enviarlo a casa.

    Conducíamos hacia su trabajo, y también el camino de vuelta, por la pista de aterrizaje, yo detrás en su Datsun 280Z azul, agachado tras él en una especie de maletero sin asientos, mucho menos con cinturones de seguridad. Tenía que mentir, con mi cabeza apoyada en las manos, mientras me explicaba conceptos que a mí me parecían completamente abstractos, como por ejemplo cómo un instrumento no era tan solo algo que hacía música. «¿Ves aquella cabina telefónica? —señalaba mientras conducía—. Un teléfono es un instrumento también». Tenía una concepción del mundo que yo apenas encontraba interesante. No compartía su fascinación por las máquinas ni los coches ni las barcas.

    Su cara era seria. Las líneas de su tosca expresión, resultado de años en el desierto sin crema solar, señalaban un perpetuo entrecejo fruncido. Sus observaciones apenas necesitaban unas pocas palabras, pero tenía una portentosa risa en las ocasiones que aparecía. Se podía ver su distinguida forma de andar a través del aeródromo, sus manos grasientas, los tatuajes de la niñez en sus brazos, borrosos hasta el punto de ser irreconocibles. A pesar de todo éramos colegas, y me gustaba pasar tiempo en sus talleres y jugando dentro de los viejos bombarderos aparcados.

    Debía de quedarse perplejo cuando, de repente, desaparecía las tardes del fin de semana y elegía quedarme dentro de casa leyendo en vez de estar desarrollando proyectos con él. Me pregunto si mi aversión y desinterés por la suciedad le decepcionaban. ¿Acaso se estaba dando cuenta lentamente de que su hijo no era a su imagen y semejanza?

    Cuando me arrastró a mi primer día de la Little League[4]  , lloriqueé y le imploré no jugar. Su cara se mostraba dura como una piedra al tiempo que me echaba del coche y me llevaba por el campo, mientras yo lloraba y pataleaba. Al final, supe que heriría su orgullo si ni siquiera lo intentaba. Y, sin embargo, nadie había pensado en explicarme las reglas básicas del juego. ¿Qué podían hacer sino reírse de mi ineptitud todos aquellos que estaban fuera del campo? Miré fijamente al cielo y salí corriendo. La pelota siempre caía en el suelo a metros de mí, como una estrella fugaz muerta, su llama extinguida hacía tanto tiempo.

    * * *

    Estaba obsesionado con los libros y le cogí el gusto a leer gracias a los inocuos cuentos de la pradera de Laura Ingalls Wilder, los libros de El mago de Oz y los viajes psicodélicos de Raggedy Ann y Andy. Para desafiarme, mi profesor de primero me dio una copia de A wrinkle in time, y la acepté con un vigor desconcertante. No podía entender qué diantres estaba ocurriendo, pero tenía la determinación de leerla de todas maneras. Quería leerlo todo.

    Acechaba las pilas de libros de la biblioteca pública tanto tiempo como mi madre me dejaba. El turbio olor de los libros y sus lacadas cubiertas transparentes de biblioteca incitaban una respuesta pavloviana: buscar y hojear, inspeccionar cuidadosamente y examinar las estanterías que ya había examinado tantas veces. Me plantaba enfrente del escritorio de cualquier bibliotecaria que estuviera trabajando, convencido de que seríamos amigos.

    Mientras estaba aprendiendo a leer, me percaté de que podía contarme a mí mismo historias más intrincadas con mis juguetes. Frecuentemente me tiraba al suelo de la habitación, rodeado de innumerables muñecos He-Man y castillos. Acumulaba estos pequeños trozos abultados de plástico como si fueran tiernas profecías: culturistas llenos de esteroides que podía sostener entre mis manos, al igual que algún día podría sostenerlos de verdad. Los dramas que desarrollaba no eran los propios de los dibujos animados, sino aquellos que se desprendían de las relaciones y la tragedia, puñaladas por la espalda y sacrificios. Si bien debía haber empezado con las pistolas de aire comprimido y los coches por control remoto, en vez de ello me quedaba en la habitación hablando conmigo mismo y con desproporcionados muñecos de acción.

    Simplemente me encantaba una buena historia, y descubrí que era capaz de escribir las mías. Mi primera historia la escribí en una pequeña libreta de espiral, y trataba de Garfield en una casa encantada. Empezábamos a tener nuestras primeras tareas de escritura creativa en la escuela. Los otros críos simplemente garabateaban un par de oraciones inconexas, y yo seguía añadiendo oraciones a mi historia, extendiendo la narrativa más allá de lo que siquiera habría esperado. Siempre acababa pidiendo más papel.

    Cuando llegué a segundo, me pusieron en una clase de lectura avanzada que enseñaba la bibliotecaria escolar. Vestía largas faldas de pradera[5]  , tenía un aire de sofisticación y parecía interesada en lo que tenía que decir. Me gustaba la forma en la que me hablaba, no como si fuera un niño pequeño.

    Mi profesora de segundo curso, Ms. Brown, tenía veintitantos años. Atractiva, lucía un corte de pelo bob y llevaba gafas con montura negra. Cuando mis padres tuvieron que irse a Taiwán por motivos de negocios, le pidieron a Ms. Brown que me cuidara. Nuestra canguro habitual, Dorothy Reel, una mujer estridente que se asemejaba a una ciruela pasa, con cabellos grises de paja y batas de ir por casa de poliéster —mis hermanas la odiaban, y me odiaban porque a mí me encantaba—, no estaba disponible, y mis padres pensaron que no había nada extraño en pedirle a mi profesora que me cuidara en nuestra casa. Mis hermanas podían valerse por sí solas, así que la obligación de Ms. Brown era asegurarse de que estaba alimentado, con el pijama puesto y en la cama a las nueve.

    La casa se cubría de una atmósfera mucho más mágica y conspirativa cuando Ms. Brown estaba allí. No recuerdo haberle dicho a nadie en la escuela qué estaba ocurriendo; era bastante extraño, un secreto glamoroso. Las dos semanas que pasamos viviendo juntos eran como romper tu juguete favorito para inspeccionar sus adentros y ver cómo funcionaba. Aquí estaba Ms. Brown preparándome harina de avena para desayunar; aquí estaba Ms. Brown secándose el pelo en una camisa de dormir. Era como vivir con una celebridad.

    Por la noche nos acostábamos juntos en la cama king-size de mis padres, frente al televisor, yo recostado sobre mi espalda con una pila de almohadas bajo la cabeza. Ella se apoyaba sobre sus codos y corregía deberes con un bolígrafo rojo mientras veíamos Moonlighting. Teníamos nuestra propia vida privada, una cuerda que nos mantenía unidos y que me llenaba con una sutil tranquilidad.

    Qué extraño era estar en clase, ver cómo Ms. Brown nos enseñaba la cursiva, cuando justamente la noche anterior me había escapado de mi habitación cuando se suponía que debía estar durmiendo. En silencio, me agaché, me puse a cuatro patas y me arrastré hacia el vestíbulo. Su novio, Sheldon, se había dejado caer por allí. De gruesos cabellos negros, vestía abrigo y corbata y en sus manos llevaba una tarta de crema de coco de Marie Callender’s. «¡Oh, Sheldon!», dijo ella, mirándole a los ojos, justo antes de besar sus labios. Esto era bastante jugoso.

    Mis padres regresaron, mi vida escolar volvió a la normalidad y me sentí abatido: Ms. Brown actuaba como si nada hubiera pasado entre nosotros. Buscaba algún tipo de aparte siempre que podía, desesperado por ver a la amiga con la que había compartido tantas noches en mi casa. Era generosa en sus alabanzas acerca de mi rendimiento escolar, pero nunca más volví a ver esa parte de ella. Ahora me encontraba a la caza de mujeres adultas con las que conectar, principalmente las madres de mis amigos en sus cocinas, quienes se mostraban entretenidas al ver que quería hablar con ellas en vez de ir a jugar con sus hijos. Era un tipo específico de atención el que quería de ellas, una confirmación bien fundada de mi yo idiosincrático. Era el inicio de un patrón que iba a tener un tremendo efecto en mi vida.

    Nos fuimos de vacaciones el verano siguiente. En vez de que mi padre nos llevara en su pequeño avión Cessna —algo que hacía ocasionalmente—, decidimos conducir nuestra casa motorizada hasta Canadá con motivo de la Expo del 86, pero el mastodonte se averió al norte de Seattle y nunca llegamos. Fuera de servicio durante una semana entera, descargamos el Nissan Máxima que mi padre había tenido la previsión de enganchar detrás con un remolque para el caso de que nos apeteciera dar una vuelta en un coche mucho más pequeño. Era el tipo de ingenuidad que nunca se le escapaba. Él era un hombre que creía en las inconvenientes conveniencias.

    Así fue como encontramos la isla de San Juan, una tranquila y escondida isla en el estado de Washington, a cinco millas de Vancouver por agua. El pueblo de la isla, Friday Harbor, era idílico, asequible y encantador para una familia que había estado viviendo en una extensión desértica toda su vida. Nos quedamos embelesados con el paisaje de bosques, playas y rocas cubiertas de musgo. Tomar el ferri, que duraba dos horas desde el continente, deslizarse a través de la calma del océano, era como estar en un plácido purgatorio.

    San Juan estaba aislada, pero era lo suficientemente activa como para no parecer aletargada, especialmente en verano, cuando los turistas con sus bicicletas inundaban el ferri como una botella de soda derramada sobre una alfombra sofisticada. Los veraneantes eran una mancha temporal, pero una mancha que se limpiaba y desaparecía con la llegada del otoño. Friday Harbor tenía solo una calle principal con dos tiendas de alimentación, un juzgado, un restaurante, un cine y algunas tiendas horteras de souvenirs. Fuera de temporada, apenas tres mil personas vivían allí. Parecía que todo el mundo se conocía.

    Encontramos veinte acres en el agua. La primera vez que vimos la casa, la belleza parecía escenificada: los ciervos brincaban, un grupo de orcas soplaba, la bocina de niebla de un faro resonaba a lo lejos. Para cuando regresamos a nuestra casa motorizada, ya habíamos decidido que íbamos a marcharnos de Arizona. Papá estaba ya en los últimos años de la cincuentena y a punto de jubilarse, de todas formas.

    Mientras empaquetábamos nuestras cosas para la mudanza, eché un vistazo a una pila de libros en el dormitorio de mis padres y me encontré con uno que se llamaba algo así como El regalo de un niño talentoso. Leí por encima unas páginas y llegué a la conclusión de que talentoso significaba especial. ¿Pero acaso no pensaba cada padre que había tenido un niño especial? Ahora me doy cuenta de que talentoso significaba gay. Un código de palabras para no decepcionar demasiado a los padres.

    Cuando tenía siete años, no tenía ni idea de que era gay, pero era afeminado, sensible y demandaba ser el foco de atención de todo el mundo. Mi madre lo supo desde muy temprano, como suelen saberlo las madres. Ella vivió en un estado de amorosa preocupación sobre mi sexualidad, intentando averiguar en secreto si había algo que podía hacer —y si no había nada que hacer, cómo facilitarme las cosas—. Se contuvo para no machacarme por mi obsesión con los vídeos de ejercicios de Jane Fonda y mis sesiones diarias de Nine to five, ambos bastiones de comodidad para mí. Eran lo contrario que el mundo extraño y aceitoso de la maquinaria de mi padre.

    La personalidad de mi madre siempre complementó la estoicidad de mi padre. Ella es como una emisora de radio feel-good que nunca se apaga, siempre capaz de hablar con todo el mundo, donde sea, sobre cualquier tema. Su maestría a la hora de rellenar despreocupadamente los complicados silencios con una conversación simplona es ver para creer. Cuando se ríe, a menudo te golpea en el hombro. Su energía y su devoción durante mi crianza fueron incansables. Me preparaba la comida, limpiaba mi habitación y siempre me hizo sentir querido. Hasta el día de hoy nunca he visto a mis padres pelearse.

    Yo era un mimado, un absoluto niño de mamá. Mis rabietas cuando no conseguía algo podían dejar boquiabierto a cualquier adulto. Un amigo de la familia incluso me apodó el Pequeño Dictador. Dado que mis hermanas eran mucho mayores que yo, a veces sentíamos que era hijo único. Y me trataban como tal. La mayor parte del tiempo conseguía aquello que quería, ya fueran juguetes, libros o atención. Quizá mi madre tenía miedo de que me desbaratara, así que me seguía de puntillas, intentando averiguar cómo criar, exactamente, a un niño talentoso.

    Ella solo intentaba protegerme, utilizando sus instintos para amortiguar mi sufrimiento potencial. Haciendo cola en la tienda de alimentación, recuerdo ver a Rock Hudson muriéndose en la portada de National Enquirer, y una fotografía barroca de Liberace al lado con la palabra Sida en el titular, en letras

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