Conectados
By Emma León
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¿Nunca pensaste si lo que ves es un sueño o una realidad ciega ante los ojos del abismo que no puedes controlar?
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Conectados - Emma León
fin.
Parte I
Prólogo
Me sentía abrumada, sola, helada. Sentía que todo lo que me tocaba era hielo, pero no solo hielo, sino un hielo inmenso, donde no podrías ver el sol por más que quisieras, donde cada lágrima que llorabas dentro de tu ser se congelaba, donde cada persona gritaba y nadie la escuchaba. Era un desierto helado, al que jamás quisiera regresar, el cual me niego a recordar, pruebas, riesgos, hipotermia, muertes. Un desierto sin vida, sin esperanza al sobrevivir. Un desierto poco reconocido en el mundo, pero ¿qué mundo es un mundo?
Las personas con las que sueles cruzarte por la calle y las reconoces, pero no sabes de dónde, ¿estás seguro de que nunca estuviste con alguna de esas personas? ¿Estás seguro de que esa persona no te reconoce a ti también? ¿Estás seguro de que jamás estuviste en aquel desierto helado, luchando por sobrevivir con aquella persona?
Significado de conectados: más de un objeto o ser vivo encadenado entre sí a través de un suceso vivido o por vivir.
Capítulo I
El engaño
Pocos lo recuerdan o pocas personas quieren arriesgarse a recordar aquel 8 de septiembre. Recuerdo haber estado allí durante unos minutos antes que ellos llegaran. Un accidente en las calles de Washington, una explosión masiva que por poco acaba con una ciudad entera, sin prejuicios y con solo una ideología, jamás mirar aquella luz de explosión y correr lo más que puedas. Eso fue lo que hicimos varias personas que sentimos aquella explosión no tan lejos de nuestro alrededor.
Me encontraba con mi padre en el centro de la ciudad, contándonos anécdotas del pasado y riéndonos de ello. Disfrutaba cada momento con él. Lo que más me gustaba era ir a una tienda cerca de la calle 19th ST NW y tomar café, siempre que llegábamos a doblar la esquina se encontraba ese olor inmenso que inundaba toda una manzana a canela con café tostado.
Al momento de doblar por la esquina nos dimos cuenta de que nos encontrábamos cerca de una librería.
—¡Mira, está el último libro de la saga Connecticut!
—Sarah, ¿estás segura de que le quieres regalar ese? La última vez que leyó uno de esos tu madre no durmió en toda la noche.
Riéndome me dirigí hacia él:
—Vamos, ¿qué tan malo puede ser? Además, le encanta el suspenso.
Luego de comprarle el libro, salimos dirigiéndonos a nuestra casa, pero vimos una manada de aves alejándose y después una luz brillante que llegó a encandilar toda la ciudad, una luz que llegaba a quemar los ojos si la mirabas y en un parpadeo tembló la tierra de una explosión desatando pánico en la multitud.
Corrí. Sí, corrí como si el mismísimo infierno estuviese persiguiéndome, como si viniese una estampida esperándome a la vuelta de alguna esquina hasta que ya sentía que estaba a salvo, pero al correr jamás miré atrás, mi padre no se encontraba a mi lado, había solo personas desconocidas llorando y rogando por encontrar a salvo a sus seres queridos. Me encontraba frente a una tienda con un vidriado especial y veía a una persona a pocos metros de mí que me observaba. Ella quería acercarse, pero yo no quería. No quería que aquella persona vestida con un piloto negro, alta y con zapatos deportivos se me acercara. Yo solo rogaba porque todo aquello fuera una simple pesadilla y que me despertara de una vez.
Entonces corrí a una tienda cercana donde no había ningún incidente, aparentaba como si nada hubiese pasado. Asustada, sin ningún refugio para que me protegiera, una señora se me acercó.
—Niña, ¿te encuentras bien? ¿Te has hecho algún daño?
—Perdóneme, señora, pero mis padres no me dejan hablar con extraños.
—Yo no veo a tus padres aquí y no soy una extraña, Sarah.
—¿Cómo sabe usted mi nombre? Jamás se lo he dicho.
—Pero conozco a tus padres y a ti, pero no me recuerdas porque eras tan solo un bebé. ¿Quieres un vaso de agua? Te ves pálida, mi niña.
—Sí, gracias.
Acepté tomarlo, pero aún estaba confundida… ¿Todo pasaba muy rápido o era mi imaginación nada más? Tal vez la desconfianza no ayudaba en estos casos, pero aún no encontraba una salida a un laberinto sin fin como ese día.
Al tomar aquel vaso de agua empecé a sentir que mis brazos me pesaban, que mi cuerpo no era mi cuerpo. Sentía que cargaba con un cuerpo de otra persona en mi espalda. Quería correr, pero mis piernas no respondían, mis ojos se cerraban poco a poco, y mi aliento se detenía como un suspiro en el aire, que se iba alejando de a poco, sin decir a dónde iba, con quién me encontraría, qué pasaría conmigo, y quién era aquella señora de aspecto pálido familiar que me sostuvo al caer.
Desperté en una habitación vidriada y desde donde podía ver a niños en camillas blancas como de hospital. Estaban conectados a máquinas que medían su temperatura corporal, unas