Con las alas rotas
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About this ebook
Katherine Arévalo
Katherine Arévalo nació el 27 de abril de 1989 en Bogotá, Colombia. Es ingeniera ambiental. Se considera una persona tranquila, alegre y romántica. Le gusta leer y su saga favorita es «Dark Hunter» de Sherilyn Kenyon. Escribe cuando se siente inspirada o triste, poemas y reflexiones cortas que comparte en sus redes sociales. Su género predilecto, no obstante, es el romance y el drama.
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Book preview
Con las alas rotas - Katherine Arévalo
© 2020: Jenny Katherine Arévalo Rivera
Reservados todos los derechos
Calixta Editores S.A.S
Primera Edición Noviembre 2020
Bogotá, Colombia
Editado por: ©Calixta Editores S.A.S
E-mail: miau@calixtaeditores.com
Teléfono: (571) 3476648
Web: www.calixtaeditores.com
ISBN: 978-958-5107-97-7
Editor en jefe: María Fernanda Medrano Prado
Editor: Dahanna Borbón Hernández
Corrección de estilo: Natalia Garzón Camacho
Corrección de planchas: Laura Tatiana Jiménez Rodríguez
Maquetas de cubierta: David Avendaño @davidrolea
Diagramación: David Avendaño @davidrolea
Impreso en Colombia – Printed in Colombia
Impreso por La imprenta Editores S.A
Todos los derechos reservados:
Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño e ilustración de la cubierta ni las ilustraciones internas, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin previo aviso del editor.
Para las personas que siempre han estado a mi lado y se emocionaron con la publicación de este libro como si fuera yo: Eleuterio, Ligia y Juan Carlos (mi papá, mamá y mi hermano)
Los amo
Agradecimientos
Gracias a mi familia: abuelos, tías, tíos, primos y primas que me han preguntado muchas veces sobre la publicación del libro, gracias por estar pendiente y apoyarme.
A mi mejor amiga Érika, que siempre está impulsándome a escribir y es la primera en apoyarme en esta aventura ¡Eres la mejor!
A mi editora Dahanna, que hizo un proceso de edición maravilloso, me acompañó y me guio con cariño y agradables palabras. Me encantó trabajar contigo.
Y a la editorial, que hizo posible que esta historia saliera a la luz, además de hacer una maravillosa portada, me enamoré de ella.
Espero que les guste: Con las alas rotas.
Muchas personas del pueblo morían de vejez, algunos decían que los mataban de aposta: envenenados, por ejemplo. Pero yo no podía creer que hubiera gente así.
—Esta mañana lo encontraron con la mano en el pecho, sentado frente a la ventana. Muerto. Pero no te afanes, fue de un infarto —dijo mamá con los ojos puestos en mi rostro asustado.
—¡Te lo dije, no puedo creer que esté pasando!
Tenía un hoyo en el corazón.
***
—¿Un accidente en la carretera? ¿Qué hicieron con ella? —pregunté angustiada.
Mi mamá negó con la cabeza, no quería compartir los detalles.
—No quiero soñar más con esto. Renuncio a los sueños, a las pesadillas de los próximos muertos.
Cuando cumplí diecisiete años, mis padres me dejaron manejar mi carro nuevo. El regalo me duró poco, tuve un accidente automovilístico, al carro no le pasó nada grave, pero yo quedé inconsciente por un tiempo, hasta que un chico que parecía llevarme unos años más, me sacó del carro, no lo vi bien, solo distinguí un vestido blanco. Los testigos dijeron que no hubo nadie a mi lado, que yo había salido por mi cuenta. Pese al accidente, las pesadillas volvieron, solo que, desde ese momento, me acompañaba una persona vestida de blanco, como aquella que me sacó del carro. Quise olvidar de nuevo esos sueños, no me gustaban para nada y tampoco servía que los tuviera. Aprendí métodos para olvidarme de esas pesadillas: Feng shui, meditación con ángeles, meditación Vipassana, Ho’oponopono y también aprendí el uso de las piedras y hasta a leer las cartas. Mi mejor amiga se burlaba porque decía que no era acertada y, aun así, todas esas prácticas funcionaron… los sueños desaparecieron por largo tiempo.
Hola, soy Alejandro conde, mucho gusto —Se presentó de manera respetuosa y con una voz que era casi un susurro. No le di importancia, excepto por el cosquilleo que sentí en la nuca—. Vivo en el apartamento de arriba.
Su mirada me logró incomodar, ¿y si era cierto que vivía aquí? No contesté.
—¿Al menos podría saber tu nombre?
—Jessica Gómez —le dije con toda la amabilidad que pude, pero creo que no funcionó: mi expresión era seria, como de costumbre, aunque traté de disimularla con una sonrisa.
—Te puedo ayudar si no te molesta —Se ofreció, muy amable. No sabía cómo rechazarlo ya que yo no era muy cortés y él todavía era un desconocido.
—No, tranquilo, estoy bien. Además, los de la mudanza se encargan de todo —le dije y me acerqué al camión para darles las indicaciones a los trabajadores de dónde poner las cosas, mientras cargaba unos cuantos elementos para mi habitación.
—Estoy seguro de que la maleta que piensas mover es lo bastante pesada para que la levantes sola.
Lo ignoré y la levanté, pero tal como lo había dicho, la maleta era pesada. Antes de que cayera al suelo, él la alcanzó a coger.
—No te preocupes, puedes confiar en mí, pero si te incomoda, no insistiré —dijo al tiempo que dejaba la maleta en el piso.
Seguí sin decir nada, me sentía incómoda. Podría ser un buen chico, pero me molestó el hecho de que, a pesar de haberlo rechazado, siguiera insistiendo, ¿acaso no entendía el significado de un «no»? Tomé otra maleta más pequeña en donde había guardado un poco de ropa, esa no pesaba tanto, sin embargo, Alejandro trató de nuevo de ayudarme. Con una mirada le dejé claro que no lo necesitaba. Llevó sus manos a los bolsillos y con una sonrisa me siguió hasta el ascensor donde presionó dos números: el dos y el tres. Me bajé en el segundo piso y él siguió.
Los trabajadores habían terminado de subir todos los muebles, solo quedaba organizar. Tomé las dos últimas maletas de mi hermano que quedaban en el camión y subí al apartamento. Alejandro se encontraba esperándome cerca de la puerta del ascensor. Pasé de largo sin prestarle atención. Cuando alcancé la puerta del apartamento, tomó una de las maletas que llevaba en mi mano izquierda. Me asusté, me sentí acechada e intimidada así que de forma automática lo empujé y le grité que se alejara. Para mi sorpresa apareció corriendo Milo, mi dóberman café de ocho meses, que se abalanzó sobre Alejandro y lo mordió. Milo jamás había mordido a alguien o demostrado mal comportamiento. Grité su nombre, pero no… él no atendía a mis palabras. Apareció un señor de la mudanza con un tarro de agua que lanzó sobre Milo y logró que soltara a Alejandro. Tomé del collar a Milo, lo entré y encerré en una habitación. De prisa volví con Alejandro.
—Lo siento mucho… yo… mi perro… no sabía que iba a reaccionar de esa manera… qué pena, lo siento —Traté de disculparme sin conseguirlo.
Milo lo había mordido en el antebrazo y estaba sangrando. Las palabras que quería decir no salían bien, mi voz se escuchaba alarmada, pero las palabras no conectaban.
—Por favor espérame aquí… y quítate el buzo.
Aunque tenía miedo, me sentía arrepentida por lo sucedido, al fin y al cabo, era mi vecino. Entré de nuevo al apartamento y busqué en una de las cajas el botiquín de primeros auxilios. Me armé de valor, tomé el espray de protección, que alguna vez papá me había regalado, las tijeras, alcohol y agua oxigenada. Quería atenderlo y también defenderme en caso de que intentara hacerme algo.
—Quítate el buzo, por favor —dije sin poder verlo a la cara.
Sin decir nada, hizo lo que le pedí, mientras yo sacaba los implementos que necesitaba para desinfectar la herida.
Alejandro trató de levantar los brazos para sacarse el buzo, luchó con la prenda y todo para nada, su brazo lastimado se lo impidió. Me acerqué más a él y me arrodillé para ayudarlo. Percibí una suave fragancia, una mezcla de perfume de hombre y vainilla, extraña pero deliciosa combinación. Luego de unos cuantos quejidos, logré sacarle el buzo de forma que solo quedó con una camiseta ceñida al cuerpo.
No me había fijado mucho en él. Su físico no estaba nada mal. Mientras limpiaba su brazo, mi corazón estaba acelerado, mis manos temblaban, la sangre fluía y yo intentaba mirarlo de reojo: herida, botiquín, su cuerpo. La camiseta ajustada dejaba ver sus músculos y su piel bronceada. A pesar de estar sentado en el suelo, se veía grande, su estatura rondaba el metro ochenta.
—Eso duele —se quejó y tomó mi mano para evitar que siguiera aplicándole alcohol.
Era la primera vez que lo miraba directo a la cara. Su pelo castaño hacía juego con los ojos color miel y con una linda sonrisa. Tendría unos veinticinco años. No era mi tipo, pero era lindo. No lo podía negar, de verdad era lindo.
En medio de mis pensamientos, caí en cuenta de que el miedo se había disipado, me sentía nerviosa y un poco tensionada, no podía mantener mi mirada en él, preferí evitar cualquier contacto visual. Quité con rapidez mi mano y continué la limpieza de su herida.
—No sé qué hacer, ¿estará bien solo limpiar la herida, así? —lancé la pregunta al aire, era más para mí que para obtener una respuesta de él.
—No sabría decirte, es la primera vez que me muerde un perro —dijo con una sonrisa.
Debería estar culpándome, maldiciendo a mi perro o cualquier otra cosa, pero no, estaba ahí sentado, tranquilo, sonriendo de manera amable.
—Señorita… creo que debe lavar la herida con agua primero —dijo una señora de la limpieza que salía del ascensor.
—¿En serio?, muchas gracias —dije y me levanté—. Ven, vamos a lavar eso.
Alejandro se puso de pie y caminó a mi lado hasta el baño; era alto a comparación de mi metro sesenta y cinco. Abrí la llave del lavamanos, apenas le rozó la herida, se quejó. Al momento volvió la mujer, me pasó todos los implementos que había dejado en el piso y se marchó.
—¿Puedo hacerte una pregunta? —Su voz era suave. Lo miré, pero él tenía la mirada fija en el agua.
—Sí —respondí.
—No hablas mucho ¿verdad? —Trataba de acercarse más, pero yo lo evitaba. Buscaba mi mirada, pero yo miraba para otro lado y me concentraba en lo que estaba haciendo.
—Prefiero evitarlo… si es posible.
—¿Vas a vivir sola? Lo digo porque son muchas cosas para una sola persona y… como no hay nadie ayudándote.
Me quedé callada pensando en qué responder, no quería sonar grosera, pero tampoco quería hablar.
—Acabo de casarme y mi esposo está trabajando en este momento.
—Estás casada —lo dijo con pesadez, como si para decir eso hubiese tenido que pensar mucho.
—Creo que deberías ir a un hospital, la herida se ve profunda.
—Estoy bien —respondió despreocupado.
Al terminar de secar la herida, puse gasas haciendo un poquito de presión, pero se tornaron de un color rojo claro, seguía sangrando, aunque no en gran cantidad, podría ponerse peor. En ese momento alguien puso una mano en mi hombro, alcancé a dar un respingo que se esfumó al ver de quién se trataba:
—Mamá, me asustaste —reproché. Se había acercado con extrema cautela.
Ella miró a Alejandro con detenimiento y antes de que hubiera un malentendido, los presenté.
—Mamá, mira, te presento a Alejandro Conde, nuestro vecino, vive en el apartamento de arriba. Tuvimos un pequeño contratiempo… Milo lo mordió y estaba tratando de curarlo.
—¿Mamá? —preguntó él—. Parece tu hermana mayor —Sonrió mirándola—. Soy Alejandro Conde, es un placer conocerla —dijo con una rara mezcla de gusto y dolor.
—Mucho gusto, Alejandro, me llamo Elizabeth y gracias por lo de jovencita —dijo y le devolvió la sonrisa. Podía notar que estaba encantada de que le dijeran que parecía mi hermana—. Siento mucho lo que pasó, ¿estás bien?
—No está bien… ya limpié la herida y la cubrí con gasa, pero sigue igual.
—Déjame ver —Cambiamos de lugar, ella se acercó y tomó el brazo de Alejandro para ver la herida, retiró el vendaje y volvió a jugársela. Alejandro hacía pequeños ruidos de dolor, mi mamá le lavaba la herida sin prestarle mucha atención. Secó su brazo, presionó y la sangre ya no salía como antes—. ¿Alejandro, tienes el número de teléfono de tu doctor?
—Sí, señora.
—Por favor pídele que venga y avísale a tu mamá también.
—No, no es necesario, estoy bien, solo la preocuparemos. Además, no está en casa en este momento, debe estar en el trabajo —Alejandro sonreía todo el tiempo, pero de vez en cuando hacia gestos de dolor. Sacó su teléfono, marcó, explicó, lo más rápido que pudo, lo que había ocurrido y después colgó.
—El doctor Marín ya viene, en unos cinco minutos está aquí —explicó.
—¿Tan rápido? —pregunté asombrada.
—Sí, vive en el edificio del frente.
—Qué bueno que viva cerca —dijo mamá—. Pero ¿por qué Milo hizo algo así?
—Fue mi culpa. Asusté a Jessica, ella gritó y él se alertó.
—Él nunca había hecho semejante cosa, habrá que castigarlo.
—No, por favor, de verdad fue mi culpa.
—Deberíamos meterlo en una escuela canina —dijo mi mamá sin prestar atención a las palabras de Alejandro.
Asentí ante la propuesta de mamá. No era una mala idea.
—Vamos a tomar algo y esperamos a que llegue el doctor —dijo mi mamá pensativa.
Seguimos a mamá a