El gobierno de las togas
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Jose Antonio Martín Pallín
Magistrado emérito de la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo y comisionado de la Comisión Internacional de Juristas. Ha sido presidente de la Asociación pro Derechos Humanos de España, presidente de la Unión Progresista de Fiscales y portavoz de Jueces para la Democracia.
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El gobierno de las togas - Jose Antonio Martín Pallín
Prólogo
El magistrado que rompe el tabú
El llamado procés catalán ha provocado una avalancha editorial: se cuentan por centenares los libros publicados, especialmente, después de los hechos de octubre de 2017. Libros testimoniales de los dirigentes independentistas encarcelados o de los abogados que les defendieron, libros periodísticos (como Operació Urnes, un insólito fenómeno que llegó a los 50.000 ejemplares), libros militantes, libros de ensayo, libros de análisis histórico o jurídico, e incluso libros ilustrados. Han sido tantos, que muchos quedarán a beneficio de inventario. Y, sin embargo, faltaba uno: el de José Antonio Martín Pallín.
¿Por qué? Por una sencilla razón. La renuncia (o incapacidad) de quienes han gobernado España estos años para afrontar y encauzar la cuestión catalana en el terreno político ha provocado una grave ruptura del equilibrio entre poderes que debilita enormemente la calidad de las instituciones. Sin división de poderes no hay democracia. Y en España, desde que el Gobierno Rajoy, con la complicidad del PSOE, subrogó la solución del problema catalán al poder judicial, hay razones para creer que hoy la hegemonía entre poderes está decantada del lado de las togas.
Una voz que lo ha sido todo en el Poder Judicial rompe el tabú y habla de ello sin ambages, con la autoridad que le da haber pasado, como él mismo dice, media vida en el Ministerio Fiscal y otra media en la Magistratura, en el Tribunal Supremo. Nunca comprenderé
, escribe Martín Pallín, cómo el Tribunal Supremo de un Estado democrático puede criminalizar iniciativas políticas arrogándose competencias que nunca debieron utilizarse para hacer frente al conflicto catalán
. Lo cual, como el propio autor indica, confirma, a su vez, la incapacidad de los Gobiernos y dirigentes españoles para resolver un problema endémico, como es el catalán, al no saber o querer aprovechar las ocasiones que se abren (¿qué es la buena política sino la capacidad de captar la oportunidad?). El pánico a sentar un precedente debilita a los que mandan. Todo indica que si en 2012, Rajoy, al estallarle el problema, hubiese aceptado la convocatoria de un referéndum, los autoproclamados constitucionalistas lo habrían ganado con claridad. Y, sin embargo, prefirió dejar que la situación se deteriorara para acabar traspasando su responsabilidad a los tribunales. Y se han ido tensando en exceso
los principios que articulan una democracia de calidad.
A partir de aquí, Martín Pallín traza un largo recorrido que nos conduce hasta el análisis de la sentencia del Tribunal Supremo que condenó a los líderes independentistas catalanes. Y lo hace a partir de la fundamentación de la división de poderes, que no es un mero juego de palabras
, que genera inevitablemente situaciones de tensión, pero que si se concede al Poder Judicial una capacidad omnímoda sobre las decisiones del Gobierno, la democracia se enturbia. Así, Martín Pallín pone un ejemplo de mucha actualidad: el activismo judicial del Tribunal Supremo de los Estados Unidos.
En cierto modo, los poderes del Estado encuentran eco, prolongación y crítica en los medios de comunicación. Martín Pallín no elude este debate, que extiende el campo de responsabilidad, en un tiempo en que las fronteras de la esfera pública se diluyen, a la agresividad propagada por diversos frentes periodísticos. Y a la estela de esta reflexión, Martín Pallín apunta al desconocimiento de la cuestión catalana por parte de quienes todavía la leen con clichés del pasado, lo cual probablemente les inhabilita para entender el presente. Yace en el trasfondo del problema una crónica incapacidad de asumir algo elemental: que España no es un Estado-nación sino un Estado-naciones. Que los hay, y alguno bastante importante. Aceptarlo es el paso previo para construir un modelo integrador; negarlo conduce inevitablemente, en momentos de tensión, a la deriva judicial. Una tendencia, por otra parte, que viene de lejos, no solo por este conflicto.
Martín Pallín entra después en el análisis de los textos: la Ley del Referéndum de Autodeterminación y la Ley de Transitoriedad Jurídica y Fundacional de la República. Lo cual le permite recordar las contradicciones y los disparates que en ellas se contienen, sin que ello justifique la intervención del Supremo. Ambas ya estaban decaídas. Queda claro, sin embargo, que la obsesión por el control de poderes va por barrios: la ley de transitoriedad preveía un Poder Judicial que se autogobierne de forma independiente pero, al mismo tiempo, coordinada con el Poder Ejecutivo
. Y no se abstiene de señalar la inoportunidad del discurso del rey, del 3 de octubre, aquella noche en la que quiso matar al padre
, emulando su actuación del 23-F. La conclusión de Pallín es que el presidente del Gobierno y la vicepresidenta iban a utilizar al fiscal general del Estado, sabiendo que contaban con la aceptación del Supremo y la gravedad de la situación se dibujaba en el texto del discurso del Jefe de Estado
.
La secuencia continúa: fracaso de los contactos con Moncloa para que Puigdemont tenga garantías para convocar elecciones, votación de la independencia que no llega siquiera a publicarse en el boletín oficial, aplicación del artículo 155, que salía así de su estado de hibernación, para que fuera el Gobierno español el que convocara a las urnas.
Martín Pallín pone énfasis en tres días de octubre, que no son los canónicos (del 1 al 3) sino del 27 al 30: Ninguno de los ciudadanos sabemos qué pasó y qué factores se manejaron para reaccionar de forma tan drástica, y a mi entender, irresponsable, criminalizando la actividad parlamentaria de una Autonomía y de su Gobierno
.
Naturalmente, el núcleo duro del relato de Pallín es la sentencia del Supremo, los precedentes —las detenciones, el fracaso de las demandas de extradición, la prisión provisional, el juicio oral (prometiendo con énfasis patriótico
el coro de panegiristas que sería justo)— y la sentencia; para apuntar después hacia el futuro, con la amnistía y el indulto en la agenda. Finalmente, ofrece un retrato del proceso de formación y reclutamiento del Poder Judicial, que si por un lado es ilustrativo de la carga que se arrastra del pasado, podría ser también un punto de partida para el día en que por fin algún Gobierno tenga el coraje de afrontar la reforma de la Constitución que PP y PSOE han convertido en impensable, contribuyendo con su retraso a que los modos y maneras de nuestra democracia se degraden cada día un poco más. Negarse a reformar las instituciones es un conservadurismo comprensible en una derecha que mira hacia el nuevo autoritarismo, pero impropio en una izquierda demasiado acomplejada. Aviso para unos y otros, incluidos los independentistas: La travesía será más larga si los que tienen que transitarla no se mueven del punto de partida
.
Martín Pallín ha tenido el coraje de romper el tabú sobre la judicialización del proceso catalán y sus efectos contaminadores, usando con naturalidad y coraje la mirada de quien ha desarrollado su vida en el Poder Judicial. Es, a la vez, una contribución y una apuesta sin prejuicios por lo que debería ser un gran debate capaz de crear una esfera pública compartida para salir de un doble fracaso de la política: su incapacidad para encauzar el conflicto y la irresponsable decisión de trasladar su resolución a los jueces, con la complicidad activa de parte de la Magistratura. O salimos pronto de este entuerto o la política española seguirá enfangándose en la confusión, con una derecha que apostilla cualquier discrepancia política con la castiza fórmula: Esto es de juzgado de guardia
.
Josep Ramoneda
Introducción
Son varias las razones que me han impulsado a escribir este libro. Durante más de cuarenta años he desarrollado mi vida profesional entre el Ministerio Fiscal y el Tribunal Supremo, como magistrado en la Sala Segunda. Han sido todos estos años dedicados los que me han permitido enriquecer mis conocimientos y mi sensibilidad ante los conflictos humanos que surgen en todas las sociedades, sean o no democráticas. Hace ya algún tiempo, las tensiones de la vida política comenzaron a llegar a los juzgados y tribunales, para que seamos los jueces los que tengamos que resolver situaciones que nunca debieron salir del marco de la confrontación política. Para eso están los mecanismos previstos en todas las Constituciones democráticas.
Como fiscal he celebrado miles de juicios que, además de ejercer las acciones penales, me han permitido profundizar en la comprensión del entorno y las circunstancias que podían haber llevado a esas personas al banquillo de los acusados. Por supuesto, hay un factor criminológico que surge de la marginación social, pero actualmente las circunstancias han cambiado y una parte importante de la estadística criminal la ocupan los delitos económicos, relacionados con la corrupción de funcionarios públicos y de particulares. Mi tarea como fiscal consistía en tratar de convencer al tribunal de la existencia de pruebas suficientes para formular una acusación y pedir una determinada pena o incluso la absolución. Pero mi labor no acababa en ese momento. Después de finalizar el juicio, tenía que leerme las sentencias para decidir si estaba de acuerdo con ellas o procedía interponer algún recurso. Más adelante, con la vigencia de nuestra Constitución, se amplió la esfera de posibilidades y tuvimos que entrar de lleno en la comprobación del cumplimiento riguroso de las garantías constitucionales establecidas en todos los sistemas internacionales de derechos humanos. Era necesario leer previamente las sentencias recurridas. Una vez que llegué al Tribunal Supremo, debía estudiar y seleccionar los recursos para comprobar si efectivamente se había vulnerado alguno de los principios esenciales y las garantías propias del proceso penal de una sociedad democrática.
Esta larga trayectoria entre el Ministerio Fiscal y la Magistratura me permite, modestamente, afirmar que tengo una experiencia temporal y material consolidada por mi práctica como acusador y como magistrado. Estoy seguro de que mi criterio será discutido y criticado por muchos juristas, incluso por algunos que no tengan esta condición, pero puedo asegurarles que el principal motivo de mi discrepancia con la actuación judicial, en el caso de los independentistas catalanes, nace de mi rechazo a que un proceso político desarrollado a través de órganos constitucionales, controlado por el Tribunal Constitucional y culminado en una sesión parlamentaria pueda ser criminalizado, sin haber optado por otras alternativas como la aplicación de las previsiones constitucionales del artículo 155. La sentencia condenatoria de la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo, que va ser objeto de mi análisis crítico, reconoce paladinamente que todo lo que ha considerado como un proceso rebelde o sedicioso quedó abortado por la aplicación de las medidas políticas tomadas por el Gobierno de la Nación. Por eso nunca comprenderé cómo el Tribunal Supremo de un Estado democrático puede criminalizar iniciativas políticas, arrogándose competencias que nunca debieron utilizarse para hacer frente al conflicto catalán.
El segundo motivo es mi preocupación por la incapacidad histórica y política de mi país, en los tiempos presentes y pretéritos, para afrontar una situación que corre el riesgo de hacerse endémica. El llamado conflicto catalán no es nuevo, e incluso la sentencia, de casi 500 páginas, dedica unas cuantas líneas a los antecedentes, relativamente recientes, para establecer una comparación, que en mi opinión no es homologable, con la declaración de independencia desde el balcón de la Generalitat por Lluís Companys en el año 1934. El llamado conflicto catalán ha gravitado sobre nuestra historia desde hace largo tiempo. Para no retroceder estérilmente a épocas más remotas, iniciaré mi reflexión a partir de la proclamación de la dictadura de Primo de Rivera en el año 1923. Cuando Alfonso XIII dio un golpe de Estado, entregando el poder a un alto cargo militar que, por circunstancias del destino, era capitán general de Cataluña, la burguesía catalana celebró este acontecimiento. El advenimiento de la II República ha sido siempre el punto de partida de mis reflexiones sobre la democracia y los valores cívicos que quisiera ver, algún día, instalados con solidez en nuestro país. Años antes, la experiencia del Estado federal que propugnaba la I República (1870-1873) hubiera sido una solución para afrontar este conflicto, pero su duración fue tan efímera que no pudo plasmarse en un texto constitucional que rigiera nuestra convivencia política.
Me parece oportuno recordar, como precedente, que todas las fuerzas democráticas que alumbraron la II República habían acordado en el Pacto de San Sebastián de 1929 la creación de Estatutos de autonomía lo más amplios posible para las llamadas comunidades históricas, como Cataluña, el País Vasco y Galicia.
Las fuerzas políticas reaccionarias, sociales y eclesiásticas, se aliaron para aunar todos los medios a su alcance hasta conseguir derrocar el régimen ejemplar de derechos y libertades políticas y sociales que se recogían en la Constitución de 1931. Ni los más acérrimos partidarios del golpe militar de 1936 han sido capaces de negar las avanzadas políticas de educación, cultura y seguridad social que se pusieron en marcha. No me voy a detener en sus bondades, pero siempre lamentaremos la pérdida de esa oportunidad histórica que transcurrió en tiempos convulsos para toda Europa. En mi opinión, la II República fue una gran oportunidad para asentar en nuestra sociedad los valores democráticos y los avances sociales, con absoluto respeto al pluralismo de todas las ideologías comprometidas con los derechos y libertades fundamentales.
El golpe militar del 18 de julio de 1936, que triunfó tres años después, dejó un reguero de sangre y desolación que nunca hemos podido superar. Nuestras carencias históricas y nuestro déficit democrático nacen de la oposición feroz de los vencedores a cualquier intento para integrarnos en la cultura democrática europea. Los movimientos democráticos que surgieron desde los primeros momentos en contra de un régimen totalitario —que representaba un anacronismo en la Europa que empezaba a gestar el embrión de lo que ahora es la Unión Europea— siempre propugnaron la sustitución de la dictadura por un sistema democrático que tuviese en cuenta las peculiaridades de Cataluña y el País Vasco.
Cuando se comienza a desarrollar el moderno independentismo catalán, los poderes políticos tuvieron la oportunidad, durante varios años, de concertar una solución política compatible con nuestra actual Constitución. En mi opinión, y a pesar de los dogmáticos inflexibles, esta solución pasaba por un referéndum consensuado como en Escocia y Canadá, aunque con ciertos condicionamientos y limitaciones. Todas las estadísticas demoscópicas solventes de las que se disponía apuntaban a que si se hubiera celebrado una consulta popular, hace unos años, hubiera triunfado rotundamente el no
a la independencia unilateral de una República catalana independiente.
Los políticos catalanes, como era de esperar, no cejaron en su empeño y pusieron en marcha lo que se denomina la hoja de ruta, que se atajó por el Tribunal Constitucional de manera clara y rotunda. Siempre estuvo abierto el espacio para el diálogo en busca de la convivencia y, aunque no seré yo el que reparta las culpas políticas, es evidente que el Gobierno central, en manos del Partido Popular, pretendió dar un golpe jurídico
para enfrentarse a las propuestas independentistas, encomendando esta tarea, propia de la actividad política, a lo que en ciencia política se denomina el gobierno de las togas. Se retorcieron las funciones y el sentido de un Tribunal Constitucional en una sociedad democrática, regida por el principio de la división de poderes. Se modificó ad hoc el Código Penal para poder castigar determinadas conductas. En definitiva, se decidió que los jueces penales tenían la palabra y que todo era un problema que se solucionaba con la aplicación del derecho penal.
Es cierto que vivimos en una sociedad en la que todo se pretende regular por leyes, dejando un escaso espacio a los ciudadanos para que solucionen sus conflictos por las vías del convenio, el pacto o las votaciones democráticas. Precisamente por ello el Poder Judicial ocupa un mayor protagonismo, a veces indeseable, en los espacios públicos e incluso privados. Corresponde a los políticos afrontar, con responsabilidad, las cuestiones que afectan a la buena gobernanza del país. No pueden eludir sus obligaciones remitiendo a los jueces conflictos que no son propios de la función jurisdiccional, trastocando el sistema de la división de poderes y perturbando la estabilidad democrática. La cosa pública, su gestión y gobierno, pertenece en exclusiva a los legisladores y a los que administran, desde sus cargos ejecutivos, las políticas necesarias para el desarrollo de la vida diaria, velando por los intereses generales.
Un sector del llamado catalanismo independentista se presentó a las elecciones del año 2015 anunciando, clara y transparentemente, como acontece en toda sociedad democrática, que en su programa electoral ofrecían a sus potenciales electores activar las medidas políticas y legislativas necesarias para llegar a la proclamación unilateral de independencia de Cataluña en forma de república. Consiguieron la mayoría parlamentaria.
Era evidente que esta iniciativa política iba a suscitar conflictos y controversias con el resto del Estado español y con la legalidad constitucional, por lo que a nadie podría extrañarle que el Gobierno central utilizase los mecanismos previstos constitucionalmente. Se trataba de impedir, coartar o reconducir estas iniciativas, valiéndose del único procedimiento que contempla nuestra Constitución, que no es otro que el de suscitar ante el Tribunal Constitucional, máximo intérprete de la Constitución, la constitucionalidad de las leyes o iniciativas legislativas encaminadas a organizar un referéndum vinculante sobre la independencia y a proclamar, en virtud de sus resultados, la República catalana. Resulta impensable y denotaría una grave irresponsabilidad que los dirigentes políticos y los partidos independentistas catalanes no contemplasen las consecuencias de esta inevitable reacción.
Ante esta encrucijada, el Gobierno central y los partidos políticos sin responsabilidades de gobierno y que no participan de estas ideas independentistas debieron meditar serenamente sobre las previsibles consecuencias, escoger las respuestas adecuadas y buscar las posibles salidas. Del mismo modo, los catalanistas independentistas deberían ofrecer cualquier otra alternativa. Es justo reconocer que desde estas esferas se ha invocado reiteradamente la necesidad del diálogo y de buscar una salida pactada, al estilo de la vía utilizada en Escocia y, con anterioridad, en Canadá. No es mi propósito, ni el objeto de este libro, hacer una crítica a las posiciones intolerantes de una parte de la sociedad española, ni siquiera al inmovilismo del Gobierno central ante estas propuestas, sino poner de relieve que algunas reacciones posteriores han tensado, en exceso, los principios y fundamentos esenciales de un sistema democrático firmemente asentado en sus valores fundamentales, que no son otros que la división de poderes, el respeto a los valores superiores de la Constitución y a los compromisos contraídos con la comunidad internacional, en forma de pactos y tratados internacionales sobre los derechos civiles y las libertades