Marcia de Vermont: Cuento de invierno
By Peter Stamm
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About this ebook
"La obra de Peter Stamm es una de las más exquisitas y refinadas que se escriben actualmente en Europa".
Diego Gándara, La Razón
"Stamm restituye sentido a las palabras como sólo el buen escritor sabe hacer".
Martí Bassets, El Periódico
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Narrativa del Acantilado
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Marcia de Vermont - Peter Stamm
PETER STAMM
MARCIA DE VERMONT
CUENTO DE INVIERNO
TRADUCCIÓN DEL ALEMÁN
DE JOSÉ ANÍBAL CAMPOS
ACANTILADO
BARCELONA 2020
Para Oliver Vogel.
No fue una huida, pero debo reconocer que me sentí aliviado cuando por fin pude marcharme de aquel valle angosto tras una estancia de dos meses. Al principio había subido un par de veces a las colinas que lo rodeaban para disfrutar de las vistas, pero incluso desde allí sólo podían divisarse otras colinas más altas y montes cubiertos de bosque. Y cuando a principios de diciembre el tiempo cambió y cayó la primera nevada, ya no fue posible plantearse caminar fuera de las carreteras limpias de nieve. Incluso en los terrenos de la fundación, los únicos caminos transitables entre los edificios eran los despejados por una mano de obra invisible.
Hubiese podido ahorrarme el alquiler del coche, ya que apenas tuve oportunidad de usarlo en todo ese tiempo, pero no conocía otro modo de llegar desde Nueva York a ese lugar recóndito. La mañana de mi regreso, pasé un buen rato buscando mi coche en el espacioso aparcamiento situado detrás del edificio principal. Estaba cubierto por una gruesa capa de nieve, y necesité casi una hora para retirarla antes de poder partir. Cuando volví a mi habitación a recoger el equipaje, tenía las manos rojas e hinchadas por el frío. Fui al cuarto de baño y las metí debajo del chorro de agua fría. Me dolió como si me pinchasen centenares de agujas.
Partí sin haber visto ni hablado con nadie. La mayoría se había marchado. De todos modos, tampoco me había relacionado con ninguno, ni siquiera con el personal, que hacía su trabajo pero nos evitaba en la medida de lo posible. Ni una sola vez había oído hablar a la joven que montaba cada día el bufet del desayuno, que devolvía mi saludo con unos murmullos indefinibles y un breve gesto de la cabeza. En ocasiones la había visto cuchichear con una de las cocineras y, a juzgar por la expresión de su cara, era como si hubiese presenciado u oído algo terrible.
Mi coche dio un par de bandazos al cruzar la helada salida, pero por suerte la carretera estaba despejada de nieve. Sólo en un punto, al final de una curva, la pista estaba bloqueada por un montículo que debía de haberse desprendido de la empinada ladera durante la noche. Tuve que frenar en seco e invadir el carril contrario para evitarlo.
Tenía previsto desayunar en la primera cafetería que me encontrase por el camino, pero los locales que vi eran poco tentadores, así que estuve una hora conduciendo hasta hallar por fin un sitio de aspecto medianamente civilizado, en el que, sin embargo, sólo ofrecían un café aguado y unos dónuts en envoltorios de plástico. La camarera me preguntó de dónde venía y si estaba de vacaciones por allí, pero yo no tenía muchas ganas de hablar, o simplemente había olvidado cómo hacerlo después de varias semanas de mutismo. En un principio, sin embargo, me había alegrado la perspectiva de disfrutar de aquella estancia en la fundación, había confiado en encontrar allí justamente lo que encontré: un lugar fuera del tiempo.
En la radio, dos hombres parloteaban sobre reparaciones de coches, un tema que parecía divertirlos muchísimo. Fui cambiando de emisora hasta encontrar una en la que ponían música de jazz, sólo interrumpida de vez en cuando por partes meteorológicos y anuncios publicitarios de colchones de agua y maquinaria agrícola. No pude sino recordar a Marcia, el momento en que la conocí muchos años atrás, una Navidad. Yo era todavía muy joven y había llegado a Nueva York lleno de ambiciones. Pero al cabo de un año se me había acabado el dinero sin haber conseguido ni sacado nada en claro, de modo que tuve que pedir