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La escuela del desencanto
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La escuela del desencanto

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Prologado por el reconocido crítico Tzvetan Todorov, este volumen concluye la tetralogía de Bénichou sobre la poética del romanticismo francés. A partir del estudio de escritores nacidos alrededor de 1810, como Sainte-Beuve, Nodier, Musset, Nerval y Gautier, se devela el rostro del "segundo" romanticismo, el de la desilusión.
LanguageEspañol
Release dateJul 10, 2018
ISBN9786071654175
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    La escuela del desencanto - Paul Bénichou

    Edouard Manet, óleo sobre tela, 1862. The National Gallery, Londres

    SECCIÓN DE OBRAS DE LENGUA Y ESTUDIOS LITERARIOS


    LA ESCUELA DEL DESENCANTO

    Traducción
    ALEJANDRO MERLÍN

    PAUL BÉNICHOU

    LA ESCUELA

    DEL DESENCANTO

    Prólogo de

    TZVETAN TODOROV

    Primera edición en francés, 1992

    Primera edición en español, 2017

    Primera edición electrónica, 2018

    Diseño de portada: Paola Álvarez Baldit

    Título original: L’École du désenchantement. Sainte-Beuve, Nodier, Musset, Nerval, Gautier

    © 1992, Éditions Gallimard, París

    D. R. © 2017, Fondo de Cultura Económica

    Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 Ciudad de México

    Comentarios:

    editorial@fondodeculturaeconomica.com

    Tel. (55) 5227-4672

    Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc., son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicanas e internacionales del copyright o derecho de autor.

    ISBN 978-607-16-5417-5 (ePub)

    Hecho en México - Made in Mexico

    Sumario

    Prólogo por Tzvetan Todorov

    Introducción

    SAINTE-BEUVE

    CHARLES NODIER

    ALFRED DE MUSSET

    GÉRARD DE NERVAL

    I. Las secuelas de la Revolución de Julio

    II. ¿Precursor de sí mismo?

    III. Nerval: los trabajos y los días

    IV. Nerval y la política

    V. Nerval y el amor

    VI. Locura y literatura

    VII. En busca de una creencia

    VIII. Nerval como mitólogo: la fábula cainita

    IX. La leyenda personal

    X. Octavie

    XI. Sylvie

    XII. Aurélie

    THÉOPHILE GAUTIER

    Reflexiones sobre el romanticismo francés

    Índice onomástico

    Índice general

    Prólogo

    Paul Bénichou era una de las grandes figuras intelectuales de este siglo en Francia y el autor de una obra excepcional. La disciplina en la que se destacó es la historia del pensamiento. Este campo de estudios no resulta evidente y quienes lo practican hoy en día no son numerosos; en efecto, el enfoque implica varios postulados que no todos consienten. Para empezar, está el de una relativa importancia y autonomía del pensamiento, el cual no se ve reducido por tanto a ser el simple reflejo de las condiciones sociales o de las configuraciones psíquicas propias a los autores. Después, está el de una preferencia por el pensamiento en detrimento de las ideas: mientras que éstas son incorpóreas e impersonales, el primero sólo existe en las obras y la mente de un individuo, con lo que da cuenta del carácter irreductible de cada pensador. Bénichou no repasaba las mutaciones de las ideas abstractas, más bien exploraba los encuentros singulares de la idea con una pasión, un relato, una imagen, una vida. En fin, la historia que él practicaba suponía que se planteara el horizonte de una humanidad universal, paradójica en cuanto que se basa en la subjetividad de todos (lo que los hombres tienen en común es que cada uno es singular). De ese modo, todos los discursos se transforman en réplicas dentro de un diálogo interminable en el que los hombres se dirigen a los demás hombres, los que estuvieron y los que estarán. Bénichou no era un simple archivista, no se conformaba con restituir los discursos en su pureza original. Él consideraba que los autores del pasado lo interpelaban, y les respondía; esta respuesta, a su vez, nos habla a nosotros: las páginas escritas por el historiador prodigan una lección de sabiduría.

    Ahora bien, Bénichou no se interesaba simple ni prioritariamente en el pensamiento en general; su materia de estudio, su pasión, era el pensamiento de los poetas, el que las grandes obras literarias nos aportan. Si los historiadores del pensamiento son ya bastante raros en nuestros días, los que exploran el pensamiento de los poetas son verdaderamente excepcionales, pues deben afrontar una doble resistencia. Por un lado, está la de los otros historiadores del pensamiento: ellos están acostumbrados a encontrar las doctrinas en los doctrinarios, los políticos, los filósofos, y alejan con recelo o condescendencia las fuentes literarias, las cuales, no obstante, gozan de la preferencia de la memoria de la humanidad. Por otro lado, está la de los aficionados a la poesía, que a menudo han considerado la búsqueda de ideas en un poema como prueba de mal gusto.

    Quizás esto explica el hecho de que, durante su larga vida, la obra de Bénichou haya sido por completo ajena a las diversas modas que alcanzaron y después abandonaron los estudios literarios. Él no se interesaba nunca por los métodos, sino que iba directamente hacia lo esencial: el sentido de los textos. Tanto la investigación propiamente histórica como el análisis formal son gestos preliminares indispensables, pero sólo tienen un papel auxiliar con respecto al objetivo principal, que es la interpretación, y por tanto la búsqueda del diálogo. El medio no debe volverse el fin, el método no debe velar el sentido sino llevar a él. Los poetas piensan, y ese pensamiento se expresa en sus obras, que se dirigen a todos los hombres: tal es la verdad simple que sirvió de punto de partida a este trabajo de largo aliento, plasmado hoy en una decena de volúmenes. El método de Bénichou, de ser totalmente necesario que hubiera uno, formaba una unidad con el punto central de su doctrina: afirmaba la libertad y con ello la responsabilidad del sujeto que reflexiona. Puesto que es un ser humano como los demás, el crítico entra fatalmente en una búsqueda de sentido y de valores.

    Bénichou publicó su primer libro, intitulado Morales du grand siècle,¹ en 1948. Se trata de una brillante síntesis (como sólo un joven podría permitírsela) del pensamiento de los poetas y escritores del siglo XVII: Corneille, Pascal, La Rochefoucauld, Racine, Molière; un pensamiento que se relaciona con las condiciones sociales de la época, así como con sus debates filosóficos, religiosos o políticos. Fue entonces cuando concibió un nuevo proyecto que lo mantendría ocupado hasta el final de su vida: una historia filosófica y literaria del romanticismo francés. El impulso inicial de su búsqueda provino del asombro que le provocó la visión trágica del mundo de los que formaban la generación de 1848, Baudelaire, Flaubert y sus contemporáneos. Pero pronto se dio cuenta de que su pesimismo era una reacción a la euforia propia a la generación anterior; y que esta euforia a su vez tenía raíces en la filosofía de la Ilustración y en la conmoción causada por la Revolución. Por lo tanto, ahí se situará el punto de partida del estudio.

    Para poner en marcha un proyecto como ese, es necesario, para empezar, conformar una documentación tan completa como sea posible. La reacción de Bénichou ante esa necesidad fue tan simple como sorprendente: dedicó los veinte años siguientes a informarse. Esta decisión suponía una certeza interior en la pertinencia de la vía elegida, de la cual se conocen pocos ejemplos en la época contemporánea. Bénichou leyó casi todo lo que se había publicado en Francia en el ámbito literario entre 1760 y 1860: los grandes autores y los pequeños, los poetas y los críticos, los libros y la prensa. Con su escritura firme, llenó miles de fichas (las computadoras aún no existían) en las que registró todo lo que le parecía significativo. Hacia 1968 tuvo la impresión de que ya no encontraba información nueva; así que, un día, antes bien que mostrar su indignación, decidió iniciar el trabajo de síntesis. En 1973 fue publicado el primer volumen, Le sacre de l’écrivain,² que formula el problema en conjunto y explora el periodo que va de 1750 a 1830. En 1977 se publicó Le temps des prophètes,³ una obra un poco aparte, ya que se dedica a las doctrinas que dominan los comienzos del siglo XIX, y no a las obras. Después vinieron los dos volúmenes que estudian a los poetas románticos, Les mages romantiques⁴ en 1988 y La escuela del desencanto en 1992. La única laguna en esta gigantesca historia del romanticismo francés corresponde a Baudelaire y sus contemporáneos, punto de partida de la empresa.

    El prisma a través del cual Bénichou lee esta historia, de ahí su originalidad primera, es una cuestión particular que se encuentra ya en el subtítulo de la primera obra de la serie: Ensayo sobre el advenimiento de un poder espiritual laico en la Francia moderna. Al parecer, todas las sociedades europeas (y es probable que también las de otros continentes) conocen la distinción entre poder temporal y poder espiritual. En un lado está el jefe guerrero y en el otro, el sacerdote. Lo intrincado de estos poderes varía, pero siempre es grande: el emperador recibe su legitimidad del papa, mismo al que puede, sin embargo, quitar de su cargo. En nuestra tradición, el poder espiritual en sí es o bien laico o religioso, y el paso de uno al otro coincide con el advenimiento del cristianismo. La preeminencia del espíritu religioso se mantuvo aproximadamente hasta mediados del siglo XVIII. Si bien es cierto que en el Renacimiento los poetas de la Pléyade aspiraban a ejercer por sí mismos el sacerdocio supremo, esta reivindicación no recibió el comienzo de una satisfacción y el episodio fue olvidado rápidamente. También, un siglo después, cuando Malherbe estimó que un buen poeta no es más útil al Estado que un buen jugador de bolos, en general no denigró en absoluto al poder espiritual; simplemente sabía que ese poder estaba reservado a los sacerdotes por preferencia sobre los poetas.

    Las cosas comenzaron a cambiar en el siglo XVIII. Bénichou reconstituyó tres tiempos fuertes en esta evolución ideológica. El primero, anterior a la Revolución y al romanticismo, es precisamente la Ilustración: la época en la que el poder espiritual permanecía aún en manos de los sacerdotes, quienes sin embargo sufrían el ataque frontal de los filósofos. Se quería poner al hombre en el lugar de Dios y la razón en el de la fe, de modo que la ciencia y la literatura, por el momento aliadas, aspiraban al lugar de la religión. Se desacreditó a los sacerdotes, había que apoderarse de su papel.

    El segundo momento es el del nacimiento y florecimiento inicial del romanticismo. Este movimiento fue fruto de una unión extraña: la del humanismo de la Ilustración y de la contrarrevolución, el racionalismo liberal y un renacimiento religioso. Sucedió que, bajo el efecto traumático de la Revolución, las dos fuerzas adversas debieron moderarse. La fe humanista, para acoplarse a lo real, disminuyó buena parte de su optimismo, las esperanzas demasiado próximas fueron remplazadas por el culto a un ideal mucho más lejano. En el otro extremo, aquellos que pretendían restaurar las antiguas creencias absorbieron a su vez los valores nuevos. De esa unión improbable nació el romanticismo, y éste puso en la cúspide de la jerarquía humana al poeta, distinto a la vez del profeta religioso y del erudito-filósofo, prisionero de la sola razón. Sin duda, en la exaltación de la poesía, puesta en el nivel del más alto valor, convertida en verdad, religión, luz sobre nuestro destino, es donde debe verse el rasgo distintivo más seguro del romanticismo. El periodo de euforia triunfante que se inauguró en ese momento vio el ascenso de los primeros grandes poetas románticos, Lamartine, Vigny y Hugo. Cuando a los pueblos les falta la fe, necesitan el arte, exclama el último. A falta de profetas, el poeta.

    En este punto se puede observar una característica curiosa de los conflictos ideológicos. Éstos desembocan más a menudo en una victoria pírrica: el vencedor se ve obligado a renunciar parcialmente a su identidad y, más específicamente, a adoptar buen número de rasgos del vencido. Esto sucedió, en particular, con el conflicto secular entre lo sagrado y lo profano, entre espíritu religioso y espíritu laico. Los que deseaban liberarse del poder de la religión propusieron remplazarla con un sustituto que había sido contaminado en secreto por esa misma religión. De manera recíproca, cuando a comienzos del siglo XIX Chateaubriand emprendió la defensa del cristianismo, lo hizo en nombre de criterios laicos en sí mismos, desde una perspectiva de fecundidad civilizatoria y estética más que de salvación. Cuando los poetas quisieron destronar el poder espiritual religioso, buscaron parecerse a los sacerdotes. Los adversarios más activos de una doctrina no son los que están más alejados de ella.

    Sin embargo, la euforia duraría poco. Muy rápidamente, la desilusión se impuso a los poetas: no se escuchó su llamado. De cierta forma, no podría haber sido de otro modo, pues el poeta quería despojar al sacerdote de su papel, sin darse cuenta de que mientras tanto, el escenario había cambiado. La elevación del poeta al rango de guía espiritual supone justamente que el tiempo del sacerdocio, en el sentido estricto de la palabra, ha quedado atrás. Ninguna instancia espiritual comparable a la Iglesia cristiana se erigió en los Estados modernos al lado de los que ostentan el poder temporal; cuando estos últimos necesitan consejo, preguntan a los expertos, es decir, a fin de cuentas, a los científicos y no a los poetas.

    Esta decepción conllevó varias reacciones sucesivas en el tiempo, aunque pueden también encontrarse de manera simultánea. La primera, que los poetas pusieron en marcha desde 1830, consistió en abrumar a la sociedad con sus sarcasmos, en mostrar el carácter desesperadamente filisteo de la misma. Por lo demás, ésta les respondió, pues inició juicios en su contra, los acusó de faltas a la moral pública, o bien los llevó a la marginalidad y a la miseria. El profeta se transformó en detractor. De ahí también surgió la figura del poeta maldito. Una segunda reacción fue la de la torre de marfil: la escisión entre el público y los poetas ya se había consumado. De pronto, éstos comenzaron a dirigirse a una pequeña élite y cultivar con gusto el hermetismo; de todos modos, la comunicación con el conjunto de conciudadanos estaba condenada al fracaso, por lo que ya no había ninguna razón para dedicarse a ella. Mallarmé fue quien, en opinión del público, se volvió la encarnación perfecta de este abandono del proyecto inicial, incluso si él mismo lo vivía como un drama.

    El volumen final de la tetralogía romántica de Bénichou, La escuela del desencanto, está dedicado a los inicios de la ola descendiente de este movimiento, cuya ola ascendiente se describía en Los magos románticos. Todos los diferentes personajes de esta aventura creen haber encontrado un remedio para la decepción que viven, al cerciorarse de un abismo que separa la realidad de su ideal. Cada uno —Sainte-Beuve, Nodier, Musset, Gautier— representa un intento de superar dicha situación. El personaje principal aquí es Gérard de Nerval, cuyo estudio ocupa solo casi la mitad del volumen. Se trata de un autor cuya obra presenta una especie de desafío a la perspectiva adoptada en este libro: él nunca buscó formular sus pensamientos sobre el mundo en términos abstractos, ni en sus obras ni en sus escritos de circunstancias. Bénichou percibió este reto y le dedicó una atención (y una afección) particular (siguió trabajando en sus textos hasta sus últimos días). Al mismo tiempo, el volumen contiene las reflexiones finales de Bénichou sobre la esfera de influencia romántica en Francia y concluye así el proyecto de conjunto (éste se completaría más tarde con una monografía dedicada a Mallarmé).

    Podría decirse que, creyendo volverse legisladores del mundo, los poetas románticos simplemente erraron; y que, tan doloroso como pueda ser el enterarse de la verdad, es preferible a guardar ilusiones. Con todo, la historia que Paul Bénichou extiende a lo largo de miles de páginas no se trata solamente del destino de una ilusión. A lo largo de ella, está en juego una cuestión decisiva para toda nuestra modernidad, una pregunta esencial para la vida en democracia, a saber: ¿dónde reside hoy en día el poder espiritual? ¿Quién lo ostenta, quién tiene el derecho de formular los ideales de nuestra sociedad? ¿Qué lugar ocupan los valores comunes en un mundo caracterizado por la autonomía que reivindica cada uno de los sujetos que lo habita? El tiempo de los profetas ha quedado atrás, ¿significa entonces que el tiempo de los expertos ha llegado? Hay tantas preguntas que atañen a nuestra identidad misma.

    TZVETAN TODOROV

    [Traducción de Alejandra Ortiz Hernández]

    Para mi hermano Robert

    Introducción

    La fe romántica, es decir, la ambición de vincular lo terrestre y lo humano con lo ideal, tenía algo de incierto y de dramático; así, tanto la falta de coraje como el exceso de lucidez podían hacerla vacilar, y la inquietud moderna, que la estimulaba, también podía, por lo tanto, ser su ruina. Esta fe, a veces amenazada pero siempre dispuesta a ponerse a prueba, necesitaba de sucesos extraordinarios y emocionantes. La pérdida del entusiasmo por la Revolución de Julio de 1830, la subsecuente necesidad de poner los pies en la tierra, le asestó su primer revés, cuando apenas comenzaba a dar frutos. Sin embargo, los grandes poetas de la Restauración, Lamartine, Hugo, Vigny, no se vieron demasiado afectados por esta experiencia adversa: para ellos, 1830 no fue un fracaso, por el contrario, fue una ventana que mostraba todo lo que podían esperar. Su obra durante la monarquía posterior a la Revolución de Julio de 1830 lo refleja bien: esas casi dos décadas fueron para ellos —y para otros que, de igual modo, habían tenido ocasión de reflexionar calmadamente durante el régimen de los Borbones— una época extraordinaria de creación y predicación. Sin embargo, este acontecimiento literario tuvo su contraparte, aunque en menor medida, en otro acontecimiento: el clímax del romanticismo conquistador y misionero coincidió con su ocaso anticipado.

    Hubo algunos, miembros de la gran generación, estrechamente ligados al grupo inicial y fundador que, poco después de 1830, hicieron escuchar en el concierto romántico la voz del desencanto. Creyeron hacer lo correcto cuando, durante el régimen de Luis Felipe, marcaron su distancia frente a la religión de lo humano y lo futuro, y buscaron su camino en otra parte. Tal es el caso de los dos primeros hombres que aparecen en nuestra galería: Sainte-Beuve, compañero de viaje de los poetas de 1830, y Nodier, mayor que todos ellos, su maestro y amigo. Ambos rechazaron una fe que ni uno ni otro habían jamás profesado y buscaron, cada uno por su cuenta, las fórmulas de la desilusión. Mientras tanto, ya habían aparecido los que podemos llamar los hijos más jóvenes del romanticismo, tan sólo 10 años menores que los primogénitos (una distancia insuficiente para convertirlos en una nueva generación pero, por otro lado, bastante amplia para marcarlos con un sello particular); estos últimos siempre mostraron a sus antecesores una reverencia propia de discípulos; las impresiones que marcan el umbral de la edad adulta —y que, a fin de cuentas, determinan una vida— no pudieron ser iguales para un hombre nacido en 1800 que para uno nacido en 1810: los jóvenes que tenían 20 años en 1830 no habían conocido el despertar progresivo del espíritu durante la Restauración ni las formas renovadas de la esperanza y la creatividad; lo que ellos habían presenciado, tan pronto abrieron los ojos, fue el surgimiento de una nueva literatura asentada en las ruinas del viejo Parnaso, la derrota de la antigua monarquía que se consumó en aquellos tres refulgentes días; apenas habían pasado la adolescencia y ya imaginaban un futuro de colores promisorios. Al contrario de sus predecesores, ellos no estaban dispuestos a caminar de la mano de una humanidad gris para mostrarle el ideal. Pasado el primer entusiasmo, juzgaron malos el mundo y la vida: percibían un abismo entre la realidad y su propia ensoñación. Esta fila juvenil del romanticismo creyó vivir en tiempos hostiles, de los cuales su vocación los apartaba. La mayoría de los integrantes de la Jeune-France se consumieron rápidamente y desaparecieron; su existencia literaria apenas duró unos cuantos años. Aquí consideraremos a aquellos que, por el contrario, nos ofrecen un testimonio de mayor duración; una obra que abrió nuevas vías y contradijo, a nuestro juicio, el mensaje de la gran cohorte romántica: se trata de Nerval y Gautier.

    Antes que ellos, no obstante, presento a Musset, porque en él encontramos un mayor sentimiento romántico que en los otros dos (y me refiero a sentimiento romántico como normalmente lo entendemos). Por otro lado, quienes me lean comprenderán también por qué puede estar junto a Nerval y a Gautier: es su contemporáneo en edad y también presenta, desde un principio, ese elemento de pasión desencantada que cuestiona el optimismo de sus mayores.

    Unas cuantas palabras sobre el título de este volumen: fue tomado de una expresión que utiliza Balzac para definir a algunos de sus contemporáneos, especialmente a Nodier.¹ Esta expresión ha llamado la atención de varios críticos y ha sido comentada de distintas maneras.² Quise emplear esta expresión en el sentido más amplio que le pudo haber dado Balzac, es decir, para designar a una familia de espíritus desilusionados que fue más o menos contemporánea de la gran generación romántica; la empleo para referirme, sobre todo, a los principales poetas del grupo más joven del Cenáculo. Naturalmente, no se trata de una escuela instituida como tal; no hay ninguna relación de círculo literario entre las figuras que se discuten en este libro: se trata de espíritus diversos que convergen en la misma dirección pero cada uno ha llegado ahí por su propio camino. El desencanto común a todos ellos deriva, claramente, del hundimiento de las certidumbres y esperanzas que los precedieron. Todos ellos hablan del mal que existe en el deseo no satisfecho y no saben remediar su infortunio más que glorificándolo —de manera más o menos explícita— en el seno de su propia desazón. Anuncian otra época de la poesía, una alteración del papel y de los poderes que el romanticismo triunfante atribuía al poeta. Quizá desencanto, que expresa lo esencial, no alcanza para retratar suficientemente su fiebre y su perturbación.

    SAINTE-BEUVE

    De tanto que el encantamiento de Sainte-Beuve había estado inquieto y sofocado dentro de él, apenas si podemos hablar de desencanto en su caso. La sensibilidad moderna no es, tanto como nos es posible juzgar, su punto de partida; en sus comienzos tenía como profesión de fe el sensualismo filosófico y el espíritu positivo de sus mayores, los ideólogos de la época imperial. Todavía entonces ése era el espíritu de Le Globe, donde aparecieron sus primeros artículos.

    ¿Conversión o romanticismo?

    No fue sino hacia 1827 que poco a poco se adentró en la órbita del Cenáculo de Victor Hugo, el cual estaba compuesto de miembros que generalmente venían de un círculo religioso y social diferente al suyo. Cambió entonces de filosofía: entró en esa especie de espiritualismo que era el alma de la nueva poética y que la hacía guardar una relación de fraternidad con la religión, a una distancia más o menos grande y teniendo como mediador al arte. No cabe duda que esta suerte de conversión marcó, tratándose de su historia espiritual, un momento decisivo para él: fue a través del contacto con el Cenáculo, en los años anteriores a 1830, que le fue revelada una nueva luz. Más de una vez refirió cuánto fervor le causó esa experiencia; pero jamás ignoró en qué consistía con exactitud; él mismo la definió muy bien: Si he vuelto con convicción sincera y buena voluntad, lejos ya de las ideas que había estudiado sin haber apreciado en ellas el alcance y el sentido que en realidad tenían, lo hice menos por una senda teológica, o ya filosófica, que por el sendero del arte y de la poesía.¹

    Así que se entregó a la poesía, con el ánimo del espiritualismo profano que acababa de descubrir, apoyándose, como hacía a su alrededor la nueva escuela, en un uso del símbolo, que se quería trascendente. Se atuvo a esta fórmula general en sus poemarios venideros: Joseph Delorme, 1829; Les Consolations [Las Consolaciones], 1830; Le Livre d’amour [Libro de amor], 1831, y más tarde, Pensées d’août [Pensamientos de agosto] en 1837. Hasta aquí no parece distinguirse de la escuela a la que se había suscrito. Sin embargo, contaba con un tono propio. Él no era, como sus compañeros del Cenáculo, hijo de Chateaubriand; no tenía como todos ellos de tal manera los pies en la tierra —en tanto al mar de las pasiones— como para unir el cielo con la literatura. Su espiritualismo oscilaba entre la humildad y la mea culpa, lo carnal vergonzoso e infranqueable y la clandestinidad degustada.² Religioso: lo fue siempre demasiado o demasiado poco para un romántico. Incluso, a pesar de las singulares sutilezas de esta novela, que comprueban que le tocó en suerte una parte de los dones creativos de la época, esta afirmación alcanza para Volupté [Voluptuosidad]. No nos atreveríamos a decir, como si se tratara de un hecho, que la fe romántica vivió realmente en él. Por otra parte, había escogido, en Vie, poésies et pensées de Joseph Delorme [Vida, poesías y pensamientos de Joseph Delorme], la variante poética llamada en ese entonces íntima, aquella que canta al idealizar las vidas humildes, prosaicas y fervientes. Dicha variante, decididamente moderna, estaba en el romanticismo desde el inicio; prosperó en él y este tipo de héroe pudo tener su elevación, hasta heroica, como podemos notarlo con Jocelyn de Lamartine. Pero Joseph Delorme es, al mismo tiempo que socialmente enfermizo, un personaje humanamente desmoralizado; se encuentra por debajo de su propio sueño y llora esa su condición. Esta suerte de poeta con un destino frustrado iba a obsesionar al romanticismo posterior a la Revolución de Julio; los autores de primer rango hacían que la sociedad se avergonzara de no dar alivio al poeta en zozobra; mas abogarían por su causa sin sentirse identificados con él. Vigny no se confunde con su Chatterton, ni Lamartine ni Hugo con los Chattertons franceses contemporáneos, a los que habían comenzado a defender. Bien al contrario, el triste Joseph era Sainte-Beuve mismo y el entusiasmo que le transmitió el Cenáculo en 1829 y en 1830 era muy frágil en él. Sainte-Beuve no tardaría en conformarse con un papel social oscuro para el poeta. Él nos hace saber que no era de aquellos que después de 1830 sueñan con tener un papel importante en el siglo; era de los que preferían mantenerse al margen del vulgo al disminuir sus ambiciones: "¿Qué no es esta una manera de descender decentemente acá abajo, incluso después de que el objetivo grandioso ha desaparecido, y de soportar la derrota de la primera esperanza?³

    Rara vez la resignación está exenta de amargura. Teniendo en mente escribir una novela acerca de la ambición, Sainte-Beuve instituye, entre el hombre político y el poeta, una antipatía irremediable:

    ¡Guerra entonces! ¡Y guerra eterna! Mostrar en la novela a mi poeta, a quien los doctrinarios tratan como a un jugador de bochas sin visión alguna, a la vez con poca consideración y con cierto temor […] Pero ante todo no hay que tratar el asunto de manera lánguida y solemne como hace de Vigny, hay que vengarse con el filo más fino y más agudo. Describir con el hartazgo de un Tácito el espectáculo de una crisis del ministerio (Guizot-Molé), miserables intrigas y toda esa podredumbre fétida y senil.

    Esta aversión por los doctrinarios concuerda bien con los novedosos antecedentes sansimonianos de Sainte-Beuve. Dicha aversión se atenúa tras la monarquía, donde se acomodó a fin de cuentas en el gobierno de esa alta burguesía prosaica y moderadamente liberal, burguesía por la que ya no se sentía tan humillado. Regresó entonces, de sus impulsos hiperchatternonianos, a los puntos de vista modestos que trataban acerca del papel de los poetas en la sociedad y que se encontraban en el fondo de su pensamiento. Al hacer esto, desertó, o ignoró, la gloriosa trayectoria de la misión romántica.

    Tentaciones diversas

    Sainte-Beuve dijo a menudo, en su madurez y vejez, que en el transcurso de los años posteriores a 1830, abundantes en encrucijadas espirituales, él no se había unido a ninguna doctrina ni había pertenecido realmente a ninguna escuela.⁵ Una protesta semejante le convendría a cualquier gran escritor de su tiempo: la literatura y la poesía marcaron las doctrinas sin estar subyugadas a ellas; el hecho es generalizado: los escritores defendían su libertad de crear. Pero ¿esto también es un hecho en el caso de Sainte-Beuve? Tal parece que pretendía menos conquistar la verdad propia que sobrepasar y esquivar todas. Se jacta de haber pasado por aquí, luego por allá, de haber cruzado o, mejor dicho, evaluado tal escuela, luego esta otra; y, dice él mismo:

    […] en todas estas travesías jamás enajené ni mi voluntad ni mi juicio (salvo un tiempo en el mundo de Hugo por el efecto de un encantamiento), jamás comprometí mis creencias, sin embargo entendía tan bien las cosas y a las personas que daba las más grandes esperanzas⁶ a aquellos que sinceramente me querían convertir y que ya creían que era suyo. Mi curiosidad, ese deseo mío de conocerlo todo, de observar todo de cerca, mi placer extremo de encontrar la verdad relativa a cada cosa y de cada organización me llevaban a esta serie de experiencias, que no han sido para mí más que un curso de fisiología moral.⁷

    De esta manera se ufana de haber pasado por el Cenáculo sin haberse entregado a la influencia de alguien en especial, sino más bien haber sido enajenado un poco por un encanto.⁸ Al inicio de esta misma visión general retrospectiva, confiesa que su verdadero sustrato fue el ya bien entrado siglo XVIII y la ya mencionada fisiología que convertiría en su última palabra. Sin embargo, es admisible pensar que, como poeta y literato sobre todo, sobrellevó con más fuerza y durante más tiempo el romanticismo que cualquier otra cosa, incluso sin haberse adscrito a él. En estas disonancias está el lado particularmente interesante. Sólo aquí hubo encanto y desencanto. De cualquier modo, visiblemente se trataba más en su caso, en lo que respecta a sus peregrinaciones, de ser sí mismo en vez de ser nadie por completo, o al menos de ser, por una sola vez, él mismo en esto: "En cuanto a lo que me ha acontecido, después de Julio de 1830, encuentros de todo tipo y conflictos interiores (sansimonismo, Lamennais, Le National…), yo no reto a nadie, salvo a mí mismo, de salir librado y de encontrar una salida; además bien podría pasar que, si me propusiera repasar diligencia tras diligencia, me rendiría de inmediato.⁹a Este yo" ciertamente no es el mismo que el del romanticismo conquistador que conocemos.

    ¿Era partidario del sansimonismo?

    ¿Cómo es que pasó por la célebre Escuela después de la Revolución de Julio? Se inclinaba fuertemente a la izquierda, asqueado de ver las buenas gentes de Le Globe abalanzarse por los puestos que les ofrecía la monarquía burguesa.¹⁰ Así que permaneció en Le Globe junto con Leroux después de la deserción general y vivió la transformación del diario en un órgano sansimoniano. En este periodo, si tomamos como cierto el testimonio de Vigny, y sin participar de la religión de los sansimonianos, está convencido de que ellos se adueñarán de la tierra y la secta se convertirá en religión.¹¹

    Este su apego íntimo parece ser menos tibio en los numerosos artículos, casi todos anónimos, que escribió en Le Globe a finales de 1830 y a principios de 1831.¹² Al leerlos, podríamos creerlo por la gracia sansimoniana. Pregona el romanticismo con el espíritu de la secta: la nueva literatura, luego de haber tomado conciencia de sí misma y haber llevado a cabo su revolución en los cenáculos alejado del movimiento social, ahora debe unirse a la sociedad, hacerle compañía a sus personalidades infinitas y a su regeneración, cautivarla durante el viaje, respaldarla contra el hastío convirtiéndose en el eco armonioso, el órgano profético de sus sombríos y dudosos pensamientos.¹³ Uno de los siguientes artículos condena al Vie, poésíes et pensées de Joseph Delorme y al Cenáculo en nombre de toda la asociación, artículo que el romanticismo no entendió con la suficiente amplitud.¹⁴ Por último, tres artículos sobre Jouffroy¹⁵ contraponen profusamente los puntos de vista sansimonianos a la psicología espiritualista del filósofo. Jouffroy, que profesaba una distinción, de su propia cosecha, para las épocas de fundación y las épocas críticas y que presentaba o esperaba una nueva fundación, merecía en esto la reverencia de los sansimonianos, quienes habían desarrollado una antítesis análoga de las épocas orgánicas (es decir dogmáticas) y críticas, con beneficio de aquéllas. Con todo, su liberalismo no concordaba, ni para el presente ni para el futuro, con la fundación en su forma sansimoniana: esto es lo que Sainte-Beuve le reprocha con los términos místico-autoritarios de la Escuela: "La época orgánica siempre la funda un hombre, y los hombres que la organizan no son filósofos, sino reveladores […] dicho revelador jamás se divierte haciendo psicologías, funda una religión.¹⁶ Usando el vocabulario sansimoniano, Sainte-Beuve llama poeta a un tipo de persona: evoca al gran artista, el sacerdote revelador, que da a luz el presente del futuro del cual está preñado;¹⁷ y esta revelación condenará la tradición espiritualista, dará fin al dualismo que opone al cuerpo y al alma, reconciliará espíritu y carne: he aquí otro punto capital del credo sansimoniano, y que causó revuelo en esta época por algunas de las aplicaciones sorprendentes que Enfantin, papa de la secta, propuso hacer. Sainte-Beuve discurre sobre este punto de manera abundante: el dualismo, he aquí lo que los psicologistas¹⁸ repiten después que los cristianos, mientras que la nueva concepción lleva consigo la materia y el espíritu en la sustancia del ser; el alma y el cuerpo en la unidad de la vida; el hombre y la naturaleza en el seno de Dios.¹⁹ Estos artículos muestran a un Sainte-Beuve en pleno transcurso al sansimonismo; comprendemos pues que entonces haya podido dar, como él lo dice, las esperanzas más grandes a los que pensaban llevar a término su conversión entera.²⁰ Él mismo se definía, más o menos, como aquel que todavía no se ha convertido a la religión de la posteridad".²¹ ¿Contaba con nunca hacerlo?

    Trataba, en el mismo periodo, de aclimatar en poesía el espíritu del sansimonismo. Tenemos de él dos poemas concebidos con esta intención. El primero, titulado Pièce demi-saint-simonienne [Pieza mediosansimoniana], es un poema en alejandrinos con rima seguida que Sainte-Beuve, en una nota del manuscrito, dice ser del tipo Delorme:²² se trata en efecto de una efusión dirigida a una amada, al estilo íntimo, demandando una vida modesta y gris y respondiendo al respecto por un ideal raro nutrido con tópicos de la meditación moderna; los amantes estarían entretenidos

    […] d’autrefois,

    De province, d’enfance ou du monde et des rois

    Dont le trône s’écroule et du Dieu qui s’élève;

    Du vieux cèdre sacré rajeuni dans sa sève,

    De l’humanité sainte à jamais poursuivant

    Sa marche de progrès au sein d’un Tout vivant,

    Brisant les derniers fers dont un anneau nous pèse;

    Le pauvre émancipé, la vertu plus à l’aise,

    La femme, être puissant, prophétique et sacré,

    Seulement d’aujourd’hui montant à son degré.

    [De antaño,

    de provincia, de la infancia o del mundo y de los reyes

    cuyo trono se desploma y del Dios que asciende;

    del viejo cedro sagrado rejuvenecido en su savia,

    de la humanidad santa por siempre siguiendo

    su marcha de progresos en el seno de un Todo vivo,

    rompiendo los fierros últimos de un eslabón que nos pesa;

    el pobre emancipado, la virtud más cómoda,

    la mujer, ser poderoso, profético y sagrado,

    sólo desde ahora nivelándose.]

    Si esta pieza no es más que mediosansimoniana sin duda se debe a que Sainte-Beuve se ciñe a las fronteras del humanitarismo general y del dogma sansimoniano propiamente dicho,²³ del que no acepta más que un arroyo, un soplo de profecía; quizá también porque le da el mismo lugar al amor que al entusiasmo por el futuro, los amantes le pondrán a sus besos este nuevo fervor:

    Ne nous abîmons pas en un bonheur avare,

    Mais debout, attentifs à ce qui se prépare,

    Parlons-nous-en tout bas, au milieu des baisers;

    C’est beaucoup et c’est peu; dès qu’une âme est saisie

    De cette rayonnante et sainte jalousie,

    Elle a besoin d’aller et d’aider à son tour

    Au temple d’avenir, à la moisson d’amour.

    […] Inspire-moi d’aller, fais-moi signe du doigt.²⁴

    […] No caigamos en el abismo de una dicha avara,

    mas de pie, atentos a lo que se avecina,

    hablemos en voz baja, entre besos;

    es mucho y es poco; desde que un alma está prendida

    de estos resplandecientes y santos celos,

    tiene que ir y ayudar a su vez

    al templo del porvenir, a la cosecha del amor.

    […] Incítame a ir, dame la seña con el dedo[…].

    El otro poema apareció en 1833; Sainte-Beuve lo incluyó en su crónica literaria de la Revue des deux mondes²⁵ para ilustrar un acercamiento a la mística sansimoniana y católica: La apoteosis anticipada de un porvenir desconocido precisaba de los mismos expedientes, las mismas prácticas idólatras que la adoración recalentada de un pasado enterrado. Por desencantado que estuviera de una u otra creencia, no quiso que la posteridad ignorara los versos que le avergonzaba confesar que eran suyos; se los atribuye a un joven sansimoniano difunto, con el nombre de Bucheille.²⁶ El poema es un discurso dirigido a su alma, en 17 cuartetos de alejandrinos con rima trenzada: exhorta no sólo a hacer compañía, sino también a prever proféticamente el movimiento de la humanidad.

    Tout change autour de nous, tout finit et commence;

    Les temples sont déserts et les trônes s’en vont;

    À toi de saluer sous le linceul immense

    Le siècle nouveau-né qui porte un signe au front!

    Devance l’univers en sa métamorphose;

    Beaucoup sont suscités pour la prophétiser,

    Tu peux en être aussi, mo âme; ose donc, ose;

    Sais-tu tout ce que Dieu t’inspirera d’oser?

    [Todo cambia a nuestro alrededor, todo acaba y comienza;

    los templos están desiertos y los tronos se van;

    te corresponde saludar bajo el sudario inmenso

    ¡al siglo recién nacido que lleva una señal en la frente!

    Aventaja al universo en su metamorfosis;

    muchos han emergido para profetizarla,

    puedes ser uno de ellos, alma mía; atrévete entonces, atrévete;

    ¿sabes a todo lo que Dios te inspirará a atreverte?]

    Termina por validar a su alma el argumento del grupo armonioso de los adeptos y, en caso de existir desánimo, hacer valer el argumento de una amante.²⁷ Todo esto se queda principalmente en el ámbito de lo romántico. Sainte-Beuve se permitía en prosa todas las prácticas; la poesía le exigía más respeto; de cierto no sabía cómo invadirla de cosas extrañas. ¿Esperaba, al invocar este tipo de comunión, convertir a Adèle Hugo? Sabemos que toda espiritualidad podía serle buena para estos fines.

    Había un margen que separaba en todo momento su sansimonismo público de sus juicios en secreto. Escribió a un amigo en septiembre de 1830: "Desde hace un mes que estoy en Le Globe, aventando amarga y sombría doctrina";²⁸ y en abril de 1831: No soy un sansimoniano clasificado, ni lo seré […] mi savia no efervesce más […] ya no deseo nada más, he perdido la costumbre de esperar.²⁹ Es decir que pasó por la Doctrina en calidad de visitante más o menos simpático, sin más; y al final de la ruta el humor se liberaría: la humanidad, frente a los sistemas, escribe entonces: no se encuentra en las ilusiones de la infancia; ahora piensa que quien prueba mucho, no prueba nada.³⁰ Se adentra en un escepticismo tal que, en el sentido más común de la palabra, conserva algo de toda doctrina,³¹ y que, de las ideas que andaban en el aire en los días que siguieron a 1830, guardaría siempre algo como un soplo afectado de sansimonismo, de socialismo, de santa-alianza entre pueblos.³² No reniega de la esperanza humanitaria, pero la reviste de una significación tan problemática y tan lejana que parece posicionarse falsamente frente a ella:

    Estoy […] lejos, amigo mío [dice su Amaury en Volupté] de negar, a través de estos obstáculos constantes, un movimiento general y continuo de la sociedad […] pero la ley de este movimiento siempre es y de toda necesidad muy oscura, la felicidad que debe surgir de los medios utilizados permanece muy dudosa, y los intervalos que hay que franquear pueden prolongarse y llenarse de asperezas al infinito.³³

    Dicha fórmula de la distancia, recurso frecuente del liberalismo y del humanitarismo moderado, aquí suena más bien como un fin inadmisible.

    Mucho tiempo más tarde, el eco sansimoniano repuntaba todavía, bajo tonos diversos, en la obra de Sainte-Beuve —siendo algunas veces burlón—: Me puedo acercar al queso, mas no me atrapa la ratonera;³⁴ algunas veces más bien difiere: Yo era uno de ellos, pero los he visto lo suficiente como para darme una idea de la fundación de una religión;³⁵ algunas veces reconociéndolo, como cuando le escribe en 1847 a Enfantin: Es uno de aquellos de los que más he aprendido. Voy a encontrar en usted al leerlo alguna de esas ideas que hacen pensar acerca del porvenir y que abren horizontes.³⁶ Pero de las reflexiones retrospectivas de Sainte-Beuve acerca del sansimonismo, la que nos da más a discutir es la que dirige en 1859 al mismo Enfantin: Le debo el hecho de comprender la importancia de este principio de autoridad tan ignorado por el liberalismo corriente y vulgar.³⁷ Entonces, Sainte-Beuve ligado al imperio y peleado con la oposición liberal. La referencia al sansimonismo, del cual muchos de sus adeptos, hombres de negocios o de técnica, prosperaban bajo la época del imperio, podían absolverlo de la sospecha de conservador retrógrada. La idea de un absolutismo del progreso, subyacente a esta actitud entonces frecuente, es sabido, fue vivamente señalada por Quinet, Michelet, Hugo. Sainte-Beuve, muy lejos de ellos, mostraba, sobre todo en el primer periodo del imperio, una fuerte antipatía por la oposición, sobre todo por los viejos doctrinarios, la alta burguesía y la universidad.³⁸ Toda su crítica de estos años está teñida de su filiación con el imperio.³⁹ En 1863 todavía, cuando vuelve a inclinarse hacia la libertad, ya no encuentra una nueva ocasión de invocar la herencia sansimoniana en favor de la autoridad.⁴⁰ Tenía en sus instintos políticos en que simpatizar en diversos sentidos: producía, en cada etapa, lo que iba mejor a la corriente dominante: republicano después de la Revolución de Julio, moderado en la monarquía burguesa estable, bonapartista en el imperio, y, por, fin, anticlerical cuando las relaciones entre el imperio y la Iglesia se agravaron.⁴¹ Conservó en todo caso toda su vida amistades sansimonianas: los nombres de Barrault, Charton, Duveyrier, d’Eichthal a menudo aparecían en la correspondencia de sus últimos años. Lo que había impedido a Sainte-Beuve ser en verdad uno de ellos, era, más allá quizá de que su espíritu de independencia y dilentantismo, su falta de optimismo congénito. En 1859, en la carta en que da las gracias a Enfantin por lo que le debe, agrega: ¿Por qué, ayudándome a entender tantas cosas, usted no me enseñó a amar la vida? Enfermo del fin del viejo mundo y el comienzo de este, enfermo me encontraste, enfermo me dejaste. La única diferencia es que Joseph Delorme, como un niño, gritaba su dolo a cal y canto, y yo, yo me lo guardo.⁴²

    ¿Era católico?

    Sainte-Beuve fue tentado por el catolicismo casi al mismo tiempo que el sansimonismo; a finales de 1830 un amigo suyo escribía después de haberlo visto: Es de una tristeza desgarradora […] Flota entre el catolicismo y el sansimonismo.⁴³ La religión era para él, si es que había podido en verdad unirse a ella, al menos bajo la forma neocatólica y liberal, un recurso menos irreal que una doctrina de salvación pública. Entre mayo y diciembre de 1829 había escrito las fervientes y casi piadosas Consolations: Seis meses celestes de mi vida, escribiría mucho más tarde.⁴⁴ Estos meses se habían escapado con rapidez. Pero el ambiente romántico, tan pronto como el deseo de agradarle también a Adèle Hugo, lo empujaban a la religión, aunque lo esencial le hiciera falta. En abril de 1830 escribe:

    Esperando que algo satisfactorio para mí venga de fuera,⁴⁵ me encuentro en mi mayor progreso individual, acercándome al catolicismo en todo lo que no contravenga al espíritu del siglo. Por lo demás, todavía no hay nada definitivo en mi carácter. Busco una ley y aún no la he encontrado. Pienso que del concurrir de los movimientos individuales o colectivos saldrá algo grande y novedoso, mas no me atrevo a hacerme una imagen y me desespero de entreverlo de pronto; serán necesarios siglos para madurarlo; nosotros, pobres hombres, moriremos con pena.⁴⁶

    De tal modo se esperanza en el sansimonismo y en la religión, sin creer realmente en ninguno de los dos. A finales del año 1830 y los primeros meses del año siguiente fue la etapa de su sansimonismo más vívido. Pero, en mayo de 1831, fue a escuchar a Lamennais al colegio de Juilly; tuvo como resultado, según su propio testimonio, el despertar de los sentimientos religiosos de su infancia, pero sin ninguna fe propia que gobernara su vida; las distracciones de París lo borran todo: ¡Así hasta que la juventud nos hace falta! Así hasta que hayamos matado en nosotros la fe y el amor. Así que sólo quede la inteligencia sin calidez, un vacío inmenso y un creciente hastío.⁴⁷

    En cuanto a las ideas, percibía la distancia que lo separaba de Lamennais. Le parecía que L’Avenir, el diario del grupo lamennaciano, ajeno a la realidad: Así como está, no es de este planeta, da golpes en falso […] es pueril en tanto que periódico práctico.⁴⁸ En el plano teológico, alguna vez fue seducido por la doctrina lamenneciana, que pone la verdad por encima del consentimiento universal, y el valor de los dogmas católicos por encima de la pretendida presencia en las entrañas de las creencias de todos los pueblos.⁴⁹ En 1832 exalta esta doctrina verdaderamente católica, traída a la luz después de 15 años, a saber, que el cristianismo no es otra cosa más que la rectitud de todas la creencias universales, el eje fundamental que fija el sentido de todas la desviaciones.⁵⁰ La simpatía de Sainte-Beuve por dicha doctrina no es de sorprenderse. Los sansimonianos, ortodoxos o disidentes, y Leroux en particular, contraponen también ellos una razón colectiva, guía del género humano y fuente de autoridad, a la razón individual y crítica de la cual se sirven los filósofos, de Descartes a Cousin. Sainte-Beuve, en este terreno, estaba tentado de seguirlos.⁵¹ Pero nunca vemos que se haya dejado convencer de abandonar realmente, en sus escritos, el ejercicio de la crítica individual; y su agnosticismo, que se traduce en todas partes, es aún más ruinoso de lo que es el cogito a la razón general. Por otra parte, lo que tiene de religioso se inclina poco a la teología. Mucho reservó y aproximó la religión y la teología, en los artículos escritos en esta época, Ballanche, Lamartine y Saint-Martin, según él padre de esta camada de almas tiernas, que creen en el exilio de la vida y en la realidad de lo invisible; ve en tales almas el refugio, estando en un tiempo enemigo, de la quintaesencia religiosa.⁵² Saint-Martin, según él, hace previsible a Lamartine; y Lamennais, como Lamartine, espera un reino evangélico futuro.⁵³ Así es, ¡vaya síntoma! Todos los verdaderos corazones de poeta, todos los ingenios ágiles y de altos vuelos, de cualquier lado del horizonte al que llegan, se encuentran con un pensamiento profético, y ponen al descubierto la proximidad inevitable de los riachuelos.⁵⁴ Con esto sueña Sainte-Beuve cuando habla de religión, de una fórmula religiosa extendida, de una anunciación del porvenir, y no sabe si debe creer eso. Exaltando a Ballanche como cristiano fiel a la escritura sagrada, agrega: Pero es neocristiano en cuanto cree en la interpretación sucesiva de ese dogma, y en los descubrimientos cada vez más extendidos que el alcance humano debe hacer bajo la vieja escritura transfigurada en grados.⁵⁵ Su última palabra acerca de religión —la novela Volupté, en 1834— es una obra de verdad personal en cuanto al deseo, al tormento y a la insatisfacción; el sosiego final del héroe que le da el sacerdote es pura literatura: es Sainte-Beuve, a lo sumo, según una de sus ensoñaciones.⁵⁶

    Muy pronto se alejaría de Lamennais. Habiéndolo apoyado hasta las Paroles d’un croyant [Palabras de un creyente], libro en cuya publicación colaboró, tuvo a bien constatar que Roma no aceptaba el libro; ¿en realidad había esperado lo contrario?⁵⁷ Si por él fuera, Lamennais se hubiera quedado en la Iglesia; cuando se produjo la ruptura definitiva, en 1836, con el libro de los Affaires de Rome [Asuntos de Roma], se mostró inquieto por ver al clérigo volverse simpatizante de la democracia humanitaria y le reprochó haber dejado desamparados a sus adeptos.⁵⁸ Se adhería, en cuanto a él, más a una religión imaginada que a una anunciada:

    Religion clémente à tout ce qui soupire,

    Christianisme universel!⁵⁹

    [Religión clemente a todo el que suspira,

    ¡Cristianismo universal!]

    Incluso llegó a perder el deseo de la fe.⁶⁰ ¿Estará falto de verdad cuando escribe en su vejez: Hice a su tiempo un poco de mitología cristiana; se esfumó; era para mí lo que el cisne a Leda, un medio para llegar a las mujeres bellas y perseguir el amor más tierno?,⁶¹ o más aún: ¿"En Volupté me permití la ilusión mística de dar color y nublar el epicureísmo"?⁶² No estamos obligados a creerle todo en esta desaprobación de su pasado; en todo caso, había vuelto a él.

    Simbolismo

    De igual modo se alejó del romanticismo. Con todo, la poesía y el arte, tal y como los consideraba renovados en el Cenáculo en las vísperas de 1830, lo habían seducido mucho y él mismo había sido renovado. La persona de Hugo lo había fascinado; mas, al admirarlo como hace un discípulo, sordamente evitó seguirlo, gracias al efecto de una hostilidad encubierta que avivó, tal y como lo sabemos por diversos testimonios, su relación con el gran hombre. El nuevo destello de poesía y de arte que había conseguido lo abandonó poco a poco, dando lugar al ejercicio de una crítica ponderada y sin ilusiones, y a veces al proyecto de orientar y de gobernar las letras en un sentido más tradicional. Lo que, durante el romanticismo, quizá lo marcó más, fue la doctrina simbólica de la poesía que, en general, profesaba la literatura de la época; fue heredero de esta doctrina del mismo modo que toda la poesía del siglo XIX habría de serlo. En 1825 la descubrió entre el grupo inglés de los Lake Poets [Poetas del Lago]: Para ellos —escribe— todo lo visible no sólo ofrece símbolos oscuros o emblemas fantásticos, sino también verdaderas revelaciones; y también la criticó, en este primer contacto, al considerarla oscura y peligrosa para la poesía.⁶³ Pero, en 1833, aprobó la siguiente propuesta de Heine: Creo que el artista no puede encontrar en la naturaleza todas sus índoles, pero creo que las más representativas le son reveladas en el alma como la simbología innata de las ideas, y al mismo tiempo.⁶⁴ Si bien se interpreta esta frase, entrevemos la dificultad fundamental de la doctrina moderna del símbolo. Sainte-Beuve, en buen agnóstico, repudia el simbolismo revelador de los Poetas del Lago, que pasa del mundo sensible a la verdad del Ser; sin embargo acepta lo que Heine llama en el primer pasaje sobrenaturalismo, y que consiste en intuiciones y armonías que el alma poética descubre en sus relaciones con el universo: revelaciones también, porque no está dicho que el alma poética las conciba a su gusto, pero revelaciones de las cuales bien se ha dicho que ella es el centro, y el lugar sagrado de creación. Hace falta hablar de ambigüedad más que de hesitación, y de ambigüedad intencional, puesto que el poeta quiere a la vez suplantar humanamente lo divino, e invocarlo haciendo eco y confirmación: es precisamente este ir más allá lo que lo consagra. Es fácil de creer que esta misma imprecisión contribuyó —y no poco— a seducir a Sainte-Beuve.

    En Volupté explica el lugar que tuvo su lectura de Saint-Martin en su inscripción a una doctrina simbólica del universo. Pero, en la manera en que formula esta doctrina, el símbolo aparece como una relación del mundo sensible con nuestros pensamientos, lo que lo posiciona en el plano de la estricta experiencia humana, mucho más que como una referencia con una realidad sobrenatural. Esas líneas merecen mencionarse aquí; comentan una frase de Saint-Martin que llamaron su atención, especialmente la frase donde él dice que el hombre nace y vive en el pensamiento:

    Esta palabra [dice] tuvo al instante un efecto en mí como si me hubiera quitado la venda de los ojos. Todas las cosas visibles del mundo y de la naturaleza, todas las obras y todos los seres, además de su significación material, de manera superficial, de orden elemental y de utilidad me parecieron adquirir la significación moral de un pensamiento —de algún pensamiento de armonía, de belleza, de tristeza, de ternura, de austeridad o de admiración—.

    Pensamientos humanos, creeríamos, significaciones y analogías con que el sujeto inviste las cosas; pero comprende que se trate de signos, pues prosigue: Y se encontraba [la palabra, pensamiento] bajo el poder de mi sentido interior, al dirigirse ahí, de interpretar o al menos de sospechar esos signos misteriosos, de desprender algunas sílabas de esta gran palabra que, fija por aquí, errante más allá, se estremecía en todas partes de la naturaleza.⁶⁵

    Huerto misterioso, palabra difusa son las formas de una ontología tanto huidiza como persistente, que se cuida de nombrar expresamente a Dios.

    Desencanto

    Regresemos a las fugas y veleidades de Sainte-Beuve. Todas estas tentaciones que mantuvo lejos de sí parecen forjar un espíritu demasiado avezado como para entregarse a sistemas que sobrepasan el sentido común; son, tal parecería, el non possumus de la razón ordinaria y de la sociedad establecida de cara a los arrebatos del espíritu. Sin embargo, la continencia de Sainte-Beuve está ligada, tanto como a su prudencia, a una amarga imposibilidad de creer. La falta de fe experimentada lastimosamente le otorga a sus rechazos un matiz de romanticismo desencantado: los dos tonos, buen tacto y desesperación, tan diferentes sin embargo, se funden en Sainte-Beuve; no siempre sabemos cuál predomina: el apunte triste, la nostalgia de lo ideal, alcanza para diferenciarse de aquellos que, bajo el gobierno de Luis Felipe, encarnaron la resistencia bien intencionada respecto del romanticismo. La resistencia es perceptible en él desde que en 1830 cuando, queriendo alabar a Hoffmann, escribe: Conoce al artista a profundidad, y en todas sus variantes […] y en lo que hace y en lo que no hará nunca, y en sus sueños, y en su impotencia, y en la depravación de sus facultades amargadas, y en el triunfo de su armonioso genio, y en la nada de su obra y en lo sublime de sus miserias: a sus ojos así son los artistas modernos, inconsolables en la expresión terrestre, enamorados de la locura de lo que ya no está, aspirando sin saber a lo que todavía no es, místicos sin fe, genios sin obra, almas sin cuerpo.⁶⁶ Esta definición del artista es más baudelairiana que romántica.

    Un sentimiento personal de inferioridad para con lo ideal puede verse al menos dos veces en la obra de Sainte-Beuve. En 1832, en una suerte de epístola a Lamartine escribe, en relación con el destino de los poetas:

    La moitié d’une vie est le tombeau de l’autre.⁶⁷

    [La mitad de una vida es la tumba de la otra.]

    El carácter efímero del poder creativo, la duración breve del periodo poético de la vida, paraíso pronto perdido y objeto de una literatura malhumorada, serían los temas posrománticos predilectos. En 1837, Sainte-Beuve vuelve al punto a propósito de Millevoye:

    En todos nosotros [escribe] existe o ha existido cierta flor de sentimientos, de deseos, una cierta ensoñación primera, que de pronto se va en las empresas prosaicas, y que fenece en las ocupaciones de la vida. En una palabra, hay en nosotros, es más, en las tres cuartas partes de los hombres, un poeta que muere joven al que el hombre le sobrevive. Millevoye se encuentra aparte como el ejemplo personificado del poeta joven que no debía vivir, y que muere a los 30 años, más o menos, en cada uno de nosotros.⁶⁸

    Musset, muy acomodado por su propia inquietud para considerar esta página, escribe a Sainte-Beuve en versos para decirle que está de acuerdo con su manera de pensar, con tal de que no se la adjudique.⁶⁹ Aquí la respuesta de Sainte-Beuve:

    Il n’est pas mort, ami, ce poète, en mon âme;

    Il n’est pas mort, ami, tu le dis, je le crois.

    Il ne dort pas, il veille, étincelle sans flamme;

    La flamme je l’étouffe, et je retiens ma voix.

    Que dire et que chanter quand la plage est déserte

    Quand les flots des jours pleins sont déjà retirés,

    Quand l’écume flétrie et partout l’algue verte

    Couvrent au loin les bords au matin si sacrés.

    […] Le mal qu’on savait moins se révèle à toute heure,

    Inhérent à la terre, irréparable et lent.

    On croyait tout changer, il faut que tout demeure.

    Railler, maudire alors, amer et violent.

    À quoi bon? — Trop sentir, c’est bien souvent se taire,

    C’est refuser du temps l’aimable guérison,

    C’est vouloir dans son cœur tout son deuil volontaire,

    C’est enchaîner sa lampe aux murs de sa prison.⁷⁰

    [No ha muerto, amigo, ese poeta en mi alma;

    no ha muerto, amigo, tú lo dices y te creo.

    No duerme, se desvela, destella sin flama;

    yo sofoco la flama, y contengo mi voz.

    Qué decir y qué cantar cuando la playa está desierta

    cuando el oleaje de los días plenos ya se han ido,

    cuando la espuma ajada y el alga verde

    por doquier cubren a lo lejos las orillas sagradas de la mañana.

    […] El mal que pensábamos menor se revela a toda hora,

    inherente a la tierra, irreparable y lento.

    Creíamos que todo cambiaba, pero todo debe permanecer.

    Burlarse, maldecir entonces, amargo y violento.

    ¿Y para qué? —Sentir demasiado, muy a menudo es callarse,

    rechazar del tiempo su amable cura,

    desear en el corazón todo el duelo voluntario,

    colgar su lámpara en los muros de su prisión.]

    Los versos no son tan buenos, y correrían el riesgo de justificar la desazón del autor. Pero su tono ya anuncia el que predominará cuando el sol romántico se haya puesto allá en el horizonte. Este intercambio poético entre Musset y Sainte-Beuve hace pensar en un agotamiento precoz de inspiración y de vitalidad; tema ignorado por los primeros románticos, y destinado a ocupar el centro del desencanto poético de la segunda mitad del siglo: la obra irrealizada, o difícil, o que permaneció desconocida, será la mayor amargura de los poetas, y su orgullo secreto, puesto que lo inaccesible de su propósito los distingue y los corona. Esta línea de los exiliados del Ideal, donde se situarán los más gloriosos escritores y poetas de la siguiente generación, ya se celebra en Volupté, en donde Amaury quiere consagrar una piedra druida a los grandes hombres desconocidos: ¡Sí, a los grandes hombres que no brillaron, a los amantes que no amaron! ¡A la élite infinita que nunca tuvo la oportunidad de visitar la dicha o la gloria! ¡A las flores de los brezos! ¡A las perlas del fondo del mar! ¡A lo que tienen de desconocidos olores las brisas que pasan! ¡A lo que tienen de pensamientos y lágrimas las cabeceras de las camas de los hombres!⁷¹ Y no hay talento, ni siquiera el vencedor, que pueda escapar a este secreto sacro del fracaso, si admitimos que todo triunfo en este mundo, hasta para las frentes radiantes, no es más que una derrota más o menos disfrazada;⁷² ni poesía enteramente gloriosa, si la poesía es de ahora en adelante una enfermedad penetrante, sutil, una aflicción, más que un don.⁷³

    Del ministerio del poeta

    ¿Un desencantamiento doloroso o la sensatez que volvió a él? Las contradictorias disposiciones de Sainte-Beuve cuando toma su distancia con el romanticismo se presentaron más que nunca en el tema fundamental del sacerdocio poético. Después de los tímidos debuts del tema en Vie et poésie de Joseph Delorme, había

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