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La calavera
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La calavera

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Ensayo acucioso del estudioso alemán sobre la idea universal de la muerte, en general, y del concepto que sobre ésta tenían los antiguos mexicanos. El trabajo comprende detallados análisis del mito de Tezcatlipoca, de la idea de la inmortalidad entre los indígenas mesoamericanos y del tema de la muerte en la pintura secular europea.
LanguageEspañol
Release dateOct 23, 2014
ISBN9786071622310
La calavera

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    La calavera - Paul Westheim

    Job

    I. TEMOR A LA MUERTE. ANGUSTIA DE VIVIR

    ¿Dónde es, corazón mío, el sitio de mi vida?

    ¿Dónde es mi verdadera casa?

    ¿Dó mi mansión precisa está?

    ¡Yo sufro aquí en la tierra!

    Cantares mexicanos

    Trad. de Ángel María Garibay K.

    LA CALAVERA como motivo plástico, una fantasía popular que desde hace milenios se deleita en la representación de la muerte, como el Renacimiento y el barroco en la de angelillos y cupidos: esto fue una tremenda sorpresa y casi un trauma para los visitantes de la Exposición del Arte Mexicano en París. Se paraban ante la estatua de Coatlicue, diosa de la tierra y de la vida, que lleva la máscara de la muerte; contemplaban el cráneo de cristal de roca —uno de los minerales más duros—, tallado por un artista azteca, en innumerables horas de trabajo, con un asombroso dominio del oficio; miraban los grabados de los dibujantes populares, Manilla y Posada, que recurrían a esqueletos para comentar los sucesos sociales y políticos de su tiempo. Se enteraban de que en México hay padres que el 2 de noviembre regalan a sus niños calaveras de azúcar y chocolate en las cuales está escrito con letras de azúcar el nombre de la criatura, y que ésta se come encantada el dulce macabro, como si fuera la cosa más natural del mundo. Les fascinaba un arte popular que confecciona con materiales muy humildes, con tela, madera, barro y hasta con chicle, unos muñecos en forma de esqueletos, ataviados con abigarradas prendas, juguetes muy comunes y queridos por el pueblo… Paul Rivet, en una crónica sobre la exposición, habla de motivos inesperados y pregunta: ¿Qué decir de esos muñecos que representan una pareja de recién casados en traje de boda y son en realidad una pareja de esqueletos? Pregunta en la que se vislumbra, además de asombro, un dejo de espanto. El europeo, para quien es una pesadilla pensar en la muerte y que no quiere que le recuerden la caducidad de la vida, se ve de pronto frente a un mundo que parece libre de esta angustia, que juega con la muerte y hasta se burla de ella… ¡Extraño mundo, actitud inconcebible!

    El México antiguo no conocía el concepto del infierno. Es posible y hasta probable que en el subconsciente del pueblo, sobre todo del pueblo indígena, siga viviendo todavía el oscuro recuerdo de un más allá abierto aun al pecador. El hecho en sí es el mismo en todas partes, pero la concepción de la muerte es otra. La imagen del esqueleto con la guadaña y el reloj de arena, símbolo de lo perecedero, es en México de importación; en los casos en que se la acoge —por ejemplo, en las representaciones de la danza macabra—, se adapta en seguida, se aclimata, se mexicaniza, como lo vemos en Manilla y Posada. Xavier Villaurrutia, cuya poesía gira, casi enteramente, en torno a la muerte, escribió alguna vez: Aquí se tiene una gran facilidad para morir, que es más fuerte en su atracción conforme mayor cantidad de sangre india tenemos en las venas. Mientras más criollo se es, mayor temor tenemos por la muerte, puesto que eso es lo que se nos enseña. La carga psíquica que da un tinte trágico a la existencia del mexicano, hoy como hace dos y tres mil años, no es el temor a la muerte, sino la angustia ante la vida, la conciencia de estar expuesto, y con insuficientes medios de defensa, a una vida llena de peligros, llena de esencia demoniaca.

    La íntima convicción del indio de que la vida es sufrimiento, de que el sumiso y débil es víctima de la brutalidad del fuerte —aquello que Rouault expresó al poner debajo de uno de los grabados de Miserere et Guerre la sentencia de Plauto El hombre es el lobo del hombre— hizo que el arte religioso del México colonial adoptara con verdadera pasión y tratara en mil conmovedoras variantes el tema del Cristo martirizado, cuyo cuerpo, fustigado por inhumanos verdugos, chorrea sangre de mil pavorosas heridas. Es significativo que estas representaciones abunden en el siglo XVIII, siglo en que el indio y el mestizo, ejecutantes casi siempre anónimos, empiezan a imprimir al arte religioso su carácter y mentalidad. Y el hecho de encontrarse esas esculturas y pinturas sobre todo en las humildes iglesias pueblerinas, en aldeas de población indígena al margen de las influencias de la civilización urbana, admite la conclusión de que el martirio que el hombre inflige al hombre es una experiencia honda y primordialmente arraigada en el mundo sentimental del indio; y que el Cristo torturado es tan particularmente adorable para él porque siente su tortura como algo muy suyo. No cabe duda de que tal patetismo del dolor material —permítaseme citar esta frase de Werner Weisbach (El arte del barroco)— procede del realismo o, más bien, del verismo español, que se complace en recargar la idea de la vida con imágenes de lo sangriento, terrible y espantoso. Pero tampoco hay duda de que México se apoderó del tema con intenso fervor —comparable al fervor con el que se adueñó del estilo churrigueresco para dotarlo de la pompa y exuberancia que corresponde a su propia idiosincrasia— y que el Nazareno colonial no es una simple variante del español, sino creación independiente, obra de una sensibilidad específicamente mexicana. En los Cristos misérrimos de aullidos, de sudor y de sangre, encontramos, con la puntualidad infalible de lo extraordinario, gran parte de la dramática mitología indígena anidando, con forzado confort, en la exigua y lamentable imagen de la aldea, dice Cardoza y Aragón (Pintura mexicana contemporánea).

    Angustia de vivir. Recordemos las palabras que el padre nahua decía a su hijita cuando ésta llegaba a la edad de seis o siete años: Aquí en la tierra es lugar de mucho llanto, lugar donde […] es bien conocida la amargura y el abatimiento. Un viento como de obsidianas sopla y se desliza sobre nosotros […] no es lugar de bienestar en la tierra, no hay alegría, no hay felicidad (Códice Florentino, lib. VI, trad. de Miguel León-Portilla).

    Y recordemos también la obra maestra de un pintor de nuestros días, Tata Jesucristo de Francisco Goitia, quien, hablando de las dos mujeres representadas en su cuadro, dice: Están llorando lágrimas de nuestra raza, penas y lágrimas nuestras, diferentes de las de los otros. Toda la congoja de México está en ellas. Lo que las hace sollozar es la vida, el dolor de la vida, la incertidumbre que es la vida del hombre en la tierra.

    El México antiguo no temblaba ante Mictlantecuhtli, el dios de la muerte; temblaba ante esa incertidumbre que es la vida del hombre. La llamaban Tezcatlipoca.

    II. TEZCATLIPOCA

    … una de las deidades más extrañas y enigmáticas, que, como ninguna otra de las creaciones míticas de los mexicanos, parece haber avasallado sus ánimos e influido en su sentir y pensar.

    Seler, Códice Borgia

    EL DIOS de la fatalidad.

    A los chinos y los japoneses el mito depara siete dioses de la buena suerte: entre ellos el del éxito, el de la satisfacción, el de la larga vida, el sonriente dios de la riqueza, que lleva sobre los hombros, como Santa Claus, un saco lleno de sorpresas. El México antiguo, donde la religión brinda al hombre una sola promesa de felicidad: la muerte al servicio de los dioses, vive a la sombra de Tezcatlipoca, portador de la desdicha, que tiene preparadas para el hombre más de siete formas de infortunio. Tezcatlipoca no deja en paz a nadie. Quien hoy se siente seguro, mañana puede ser víctima de su demoniaca naturaleza, que sólo queda satisfecha al causar pánico, desgracia y desesperación.

    Dice Sahagún (Historia general de las cosas de Nueva España): "Temían que cuando andaba en la tierra, movía guerras, enemistades y discordias, de donde resultaban muchas fatigas y desasosiegos. Decían que él mismo incitaba a unos contra otros para que tuviesen guerras y por esto le llamaban Nécoc Yáotl, que quiere

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