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El Cazador: Ensayos y divagaciones (1910-1921)
El Cazador: Ensayos y divagaciones (1910-1921)
El Cazador: Ensayos y divagaciones (1910-1921)
Ebook173 pages6 hours

El Cazador: Ensayos y divagaciones (1910-1921)

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About this ebook

En un escritor de casi todas las horas, como llegó a ser Alfonso Reyes, sus grandes obras iban avanzando al mismo tiempo que sus trabajos monográficos, artículos de divulgación, resúmenes de lecturas, prólogos, ensayos breves, versos, cartas y apuntes sobre cosas y observaciones menudas. El cazador reúne las crónicas anoveladas en las que Reyes revive el mundo político, literario y social que le tocó vivir. "Las hazañas de Mistral", "Los libros de notas", "Los huesos de Quevedo", "Los orígenes de la guerra literaria en España" y algunos manuscritos olvidados, son algunos de los textos que componen este libro, en el que la escritura de Reyes se ve impulsada por una fuerza tenaz, manante: la de su vocación.
LanguageEspañol
Release dateJan 23, 2018
ISBN9786071654649
El Cazador: Ensayos y divagaciones (1910-1921)
Author

Alfonso Reyes

ALFONSO REYES Ensayista, poeta y diplomático. Fue miembro del Ateneo de la Juventud. Dirigió La Casa de España en México, antecedente de El Colegio de México, desde 1939 hasta su muerte en 1959. Fue un prolífico escritor; su vasta obra está reunida en los veintiséis tomos de sus Obras completas, en las que aborda una gran variedad de temas. Entre sus libros destacan Cuestiones estéticas, Simpatías y diferencias y Visión de Anáhuac. Fue miembro fundador de El Colegio Nacional. JAVIER GARCIADIEGO Historiador. Ha dedicado gran parte de su obra a la investigación de la Revolución mexicana, tema del que ha publicado importantes obras. Es miembro de las academias mexicanas de la Historia y de la Lengua, y de El Colegio de México, que presidió de 2005 a 2015. Actualmente dirige la Capilla Alfonsina. Reconocido especialista en la obra de Alfonso Reyes, publicó en 2015 la antología Alfonso Reyes, “un hijo menor de la palabra”. Ingresó a El Colegio Nacional el 25 de febrero de 2016.

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    El Cazador - Alfonso Reyes

    Alfonso Reyes (Monterrey, 1889-Ciudad de México, 1959) fue un eminente polígrafo mexicano que cultivó, entre otros géneros, el ensayo, la crítica literaria, la narrativa y la poesía. Hacia la primera década del siglo XX fundó con otros escritores y artistas el Ateneo de la Juventud. Fue presidente de La Casa de España en México, fundador de El Colegio Nacional y miembro de la Academia Mexicana de la Lengua. En 1945 recibió el Premio Nacional de Literatura. El FCE emprendió, en 1955, la publicación de sus Obras completas, que abarcan 26 volúmenes, y en 2010, la de su Diario, que ocupa 7 tomos.

    LETRAS MEXICANAS
    El cazador
    Ensayos y divagaciones
     [1910-1921]

    ALFONSO REYES

    El cazador

    Ensayos y divagaciones

     [1910-1921]

    Primera edición electrónica, 2017

    D. R. © 2017, Fondo de Cultura Económica

    Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 Ciudad de México

    Comentarios:

    editorial@fondodeculturaeconomica.com

    Tel. (55) 5227-4672

    Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc., son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicanas e internacionales del copyright o derecho de autor.

    ISBN 978-607-16-5464-9 (ePub)

    Hecho en México - Made in Mexico

    ÍNDICE

    EL CAZADOR

    Ensayos y divagaciones

     [1910-1921]

    Noticia

    I. DIVAGACIONES

    1. Las grullas, el tiempo y la política

    2. Domingo siete

    3. Los ángeles de París

    4. La danza de las esfinges (Pesadilla)

    5. Lamento, a la muerte de Otfried Müller

    6. París cubista (Film de Avant-Guerre)

    7. Oda a las modelos de la Maison de France

    II. COMENTARIOS

    1. Las hazañas de Mistral

    2. Un intérprete de Renan en 1914

    3. Cástor y Pólux

    4. Madame Caillaux y la ficción finalista

    5. Sir Edward Grey y la tragedia del símbolo

    6. El padre Reyes

    7. Los huesos de Quevedo

    8. Rodó (Una página a mis amigos cubanos)

    III. ENSAYOS

    1. De la lengua vulgar

    2. La lectura estética

    3. Los libros de notas

    4. Frestón

    5. Temperamentos de escritor

    6. De las citas

    7. Mrs. Amyot

    8. El hombre desnudo

    9. Montaigne y la mujer

    10. Los orígenes de la guerra literaria en España

    11. De volatería literaria

    12. Notas en desorden sobre algunos hombres airados

    IV. UNOS MANUSCRITOS OLVIDADOS

    1. Diálogo de mi ingenio y mi conciencia (Pesadilla)

    2. El canto del ruiseñor (Crónica de una noche del alma)

    3. Del diario de un joven desconocido

    EL CAZADOR

    Ensayos y divagaciones

     [1910-1921]

    NOTICIA

    A) EDICIONES ANTERIORES

    1. —Alfonso Reyes // El Cazador // Ensayos y divagaciones // (1911 [error, por 1910] - 1920) // (Adorno) // Biblioteca Nueva // Lista, 66.— Madrid.— [1921], 8o, 184 págs.

    2. —Alfonso Reyes // El Cazador // Ensayos y divagaciones // (1910-1921) // Tezontle [México] // 1954 — 8o, 212 págs.— Colofón: Imprenta Nuevo Mundo, 21 de julio de 1954.

    B) OBSERVACIONES

    Este libro contiene páginas escritas en México desde 1910, en París desde 1914 y en Madrid, de 1915 a la fecha de su publicación más o menos.

    I. DIVAGACIONES

    1. LAS GRULLAS, EL TIEMPO Y LA

    POLÍTICA[a]

    EL DOMINGO veintitrés de enero de mil novecientos trece, el día amaneció gris. Un sol tímido se asomaba y se escondía por intervalos. El viento remecía los árboles, barría las calles. Las hojas rodaban por el suelo. (En los cuentos de Peter Pan, se dice que nada tiene un sentimiento tan vivo del juego como las hojas. Así es.) Abríamos cautelosamente nuestra puerta, esperábamos a que pasara la ráfaga y nos echábamos a la ciudad. El tiempo convidaba a marchar militarmente, hendiendo el aire y soportando el chispear del agua: caen unas agujitas frías, dispersas. En cada bocacalle hay que desplegar un plan estratégico para escapar a los torbellinos de polvo. En suma: el tiempo amaneció despeinado y ojeroso.

    La gente no hablaba más que del tiempo. El tiempo, a pesar de todas las protestas, quiere que se hable de él. Las conversaciones de los hombres están tramadas sobre esta sustancia fundamental: el tiempo. Hablar del tiempo ha sido y será siempre un rasgo irreducible del hombre. ¿Qué es el hombre? El hombre es un ser que habla del tiempo con sus semejantes. Para los labriegos y los marinos, saber hablar del tiempo entra, desde luego, en el oficio; conocer el tiempo es un modo de profecía, y hasta puede ser cuestión de vida o muerte. Para Ulises, el más sutil de los navegantes, la ola y el viento son una constante preocupación. Hesíodo, un campesino, ha dado muy útiles consejos sobre el tiempo y la sazón de sembrar: Al oír todos los años —dice— el grito de la grulla desde las nubes, se aflige el corazón de los que no tienen bueyes con que arar, porque es ese grito el anuncio del invierno lluvioso y la señal de la labor. Dante —¿no es él?— nos habla también de unas grullas que revolotean gritando por el aire, mojado el plumaje. Virgilio, el maestro de Dante, en un libro que escribió para los labriegos, no se cansa de hablar del tiempo: No en vano —exclama— observamos el nacimiento y las mudanzas del año, dividido por igual en cuatro estaciones. En la fuerza del verano se coge el rubicundo trigo, y entonces también se trillan en la era las tostadas mieses. Entonces se cazan las grullas con lazo y los ciervos con redes, y se corren las orejudas liebres. Ya se ve que, de cierta manera literaria, podemos decir que hablar del tiempo es hablar de las grullas. También Albanio, un pastor de Garcilaso, cuenta cómo solía, en mejores tiempos, cazar la grulla (nocturna centinela),

    cuando el húmedo otoño ya refrena

    del seco estío el gran calor ardiente

    y va faltando sombra a Filomena.

    La inspiración popular, de que las nodrizas son como unas vestales, ha creado multitud de historias sobre el tiempo, sobre el sol y la lluvia, sobre las ráfagas y los torbellinos. No hay que olvidar que el viento nos ha contado la historia de Valdemar Daae y sus tres hijas (¡Hu-hu-hud! Escapo, vuelo!).

    Mas en las experiencias comunes el tiempo es, simplemente, una moneda de la conversación. El trueque es a la moneda lo que el verdadero cambio de ideas a las conversaciones sobre el tiempo. Los que hablan entre sí del tiempo no son amigos todavía; no han hecho más que el gasto mínimo del trato humano, en el valor acuñado de la conversación. Las conversaciones del tranvía sobre la política se parecen, en este sentido, a las conversaciones sobre el tiempo: son una manera de salir del paso. ¡Cuántas quejas del tiempo y cuántos políticos injuriados gratuitamente por sólo la necesidad de conversar de algo con el vecino casual del tranvía! Muchas veces el tiempo nada tiene de extraordinario; como de algo hemos de hablar, hablamos del tiempo. Muchas veces no sucede nada en la república; muchas veces la política es un mero invento de la conversación, un embuste admitido. Y así se vive. La conversación llega, al fin, a sustituir el verdadero e impasible mundo de la política por otro fantástico, que es el mundo de la superstición laica. Los supersticiosos laicos se encuentran entre los ávidos de emociones, para quienes la vida no tiene bastante color, fantasía ni encanto. Ellos, corrigiéndola con sus inventos, echan a volar esas fábulas que mañana serán historia: os aseguran que antes de dos días va a estallar una conspiración;[b] que dentro de una semana caerá el gabinete; afirman que no era Juárez quien gobernaba, sino su ministro Lerdo; que no era el general Díaz, sino Carmelita. Es viejo este vicio, por más que haya escapado a las sátiras de Juvenal, sin duda porque él lo compartía. Tácito, que debajo de su sobriedad era un delirante apasionado por las emociones, recogió, en sus Anales, muchas vulgares habladurías de esas que dicen las viejas tras el fuego: Augusto, en sus últimos días, gustaba singularmente de los higos, y se complacía en ir a su huerto y arrancarlos por su mano del árbol. Augusto murió. Auras corrieron de que su esposa Livia (madre fatal para la República, madrastra más fatal aún para los Césares) había envenenado los higos en la misma higuera. Tácito se refiere al crimen sin descender a sus circunstancias particulares; las he sacado de Dión. Pero mi discreto comentarista añade: ¿Y no es, en el fondo, la cosa más natural que muera un hombre, como Augusto, a los setenta y seis años de edad, sin necesidad de patrañas ni de higos envenenados? Creer en este crimen de Livia es una de tantas hablillas, una de tantas supersticiones laicas.

    Para terminar esta divagación, quiero hablar de los perseguidos de la charla política; quiero quejarme en nombre de ellos. Hay hombres que están como señalados por un hado travieso para sufrir este género de contratiempos, las charlas políticas. Quien los topa por la calle parece que se considera obligado a importunarlos, y aunque nada tenga que decirles, les habla. Si van de prisa y como urgidos por algún quehacer, no importa: se les detiene al paso, aunque sea para darse el gusto de proferir ante ellos tres o cuatro interjecciones sobre la situación actual, el tema periodístico. Y eso, cuando no quiere su mala estrella que las gentes los supongan enterados de las más profundas arcanidades políticas, y se empeñen, en mitad de la plaza, en averiguar de ellos los secretos de palacio. Por huir de tales calamidades, Horacio se escondía en su casa de campo. Como lo sabían amigo del poderoso Mecenas, querían penetrar por su conducto todos los misterios de la república, los últimos acuerdos del César, si las tierras prometidas a las tropas romanas serían sicilianas o itálicas, y qué cosa se decía de los dacios. Hace ocho años —cuenta el orgulloso poeta en la sátira VI del libro II— que Mecenas me ha recibido entre los suyos; apenas nos ven juntos en el teatro o en el campo de Marte, y todos exclaman: ¡Oh, afortunado! Me creen poseedor de los secretos públicos, y atribuyen a discreción mi ignorancia. Se imaginan que Mecenas me tiene al tanto de todos los grandes asuntos.

    Y, a todo esto, ¿sabéis de qué hablaba Mecenas con Horacio, durante los ocho años que dice? ¡Del tiempo y solamente del tiempo! Es decir: de nada. Se inclinaba a su oído, y le dejaba caer cosas tan sustanciales como ésta:

    —¿Qué hora es?... ¡Vaya una mañanita fría que nos ha amanecido!

    2. DOMINGO SIETE

    No hay cosa que requiera más tiento que la verdad: que es un sangrarse del corazón.

    GRACIÁN.

    CADA noche arranco una hoja de mi calendario, temiendo que el tiempo me deje atrás. Hora metafísica la de matar el día, el gallo de los zapateros la delata; y apresuramos la marcha, temerosos de perder el ritmo solidario.

    Hoy —sábado 6 de diciembre de 1913— me sorprende al matar el día, cual un punto fijo en mitad del tiempo, una combinación pitagórica: Domingo 7.

    De niño ¡cuántas cosas me enseñaban que yo no entendía! A un resto de los antiguos métodos, no menos que a la docilidad de la mente infantil, debo la fortuna de haber aprendido de memoria lo que no entendía. Así, me sorprendo frecuentemente recitando frases que desde la infancia me están resonando en la cabeza, pero que entonces no

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