Via Corporis
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Via Corporis - Pura López Colomé
I. HERIDA PROVOCADA
Faisán desplumado
cuya sangre, poca,
gotea tornasolando.
El color
de la muerte.
No del.
Es la saliva también,
sustancia espesa,
con burbujas atrapadas,
una suerte aparte.
Suerte de pegamento
que resiste
eras, épocas, edades,
y resguarda fósiles.
Ahora. Entonces. Antes.
Cuántas veces
tomé la nieve entre las manos
concentrándome en el frío,
no en el blanco blanquísimo
hasta entonces nunca visto;
arrojé una bola
con todas mis fuerzas
contra un tronco
deseando que sangrara
justo así.
Y salivó en negro.
En líquido vital
del otro mundo.
Al que hemos querido ir
desde muy niños.
Por más que quiera,
no logro descifrar
en qué momento
echó marcha atrás
la cinta vertiginosa,
a la velocidad del sonido
en serio,
a la velocidad del pensar
en serio,
sin figuras de lenguaje.
Y me arrojó a mí,
nieve sin derretir,
sobre el tronco
donde anidaba
ese faisán.
Me dejó acariciarlo.
Se fue quedando quieto,
quieto, quieto, inmóvil,
abierto a la ternura.
En santa
y disecada médula.
La de esta
mente fría
y desangelada.
Desde la cual dicto una misiva a los cuatro vientos. No sé
si comenzar con querido, estimado, apreciable, adorado,
mi bien. Al discurrir, siento un polo norte o sur en la cabeza.
No un ardor. Un horror de quien con toda calma hace
de tripas corazón para establecer distancia. Hablar cara
a cara no es lo mismo. Afloran hasta de los temblores en el
labio, en el párpado, en el mentón: las traiciones orgánicas.
Mientras
que
sobre
papel
se rebobina el hilo de seda,
la desangelada, fría mente,
la disecada médula,
se deja penetrar por la ternura
de quien se va quedando quieto,
tan inmóvil
que se puede acariciar,
faisán en su nido,
hembra empollando
sin figuras expresivas
de la lengua castellana,
que fija, velocísima,
la punta de la aguja,
la mirada,
ni por asomo suena,
incapaz de olvido,
huyendo a la cueva
de las rondas infantiles,
salivando oscuramente
para seguir viva/vivo,
porque el deseo de sangre
tiene un color blanco,
frío
como lo nunca visto,
un faisán desplumado
que gotea líquido vital
tornasolando:
está muriendo,
exhalando,
disfrutando
su agonía.
Qué maravilla.
Ahora deletreo una simple carta, a vuelta de correo, sin
remitente o destinatario, desde este mundo y país dolientes,
hasta ese otro en que todo es gozo sin miembros, sin
anatomía, sin espíritu. En este texto quisiera revivirte.
Ahí
estás
clarividente
re
corriendo
la cuerda
cuyo
nudo
sutil
ciñe
la jugosa
la escondida
manzana de Adán.
Que hasta rima con faisán.
Cual frágil talón
de Aquiles
que quisiera
la fuerza de miles.
II. MUERTE ILUSORIA
Creí que transferir
era cambiar de féretro.
No trocar privilegios
de este mundo
o aquella esfera
alucinada.
Estoy perdiendo el juicio,
saliéndome de quicio,
y encantada.
Estoy viendo rostros
por todas partes,
todos me hablan;
entre otros muchos,
los de la trinidad
divina,
la divinidad
trina,
oculta tras la nube,
que emergió instantes
después o antes,
no se sabe,
pero emergió arco iris,
puro matiz diferenciado,
multiplicado,
pura matriz de seres:
mientras el azul
les entra por la pupila
y la deshace,
les entra por el tímpano
y lo pulveriza.
Azul que no es azul. Luz que sí. El primer estambre que te
cubrió los brazos. Una cobija tejida por manos de madre o
abuela. Cuánto se te esperó. Tiempo de suavidades y listones
color pastel. Ningún otro momento en la vida igualmente
aéreo, definible en y para sí, el de la nada a cambio. Qué va
nadie a imaginar lo que será el transcurso al
feto
que
va de retro
rumbo
al féretro.
Tránsfuga.
Se me figura
alguien que agradece
y cómo,
sin cadenas de despedida qué romper
sin lazos de bienvenida qué cortar
dándose a la fuga
ya sin sentirlo,
ya sin hacerlo,
ya sin sin, sin ya.
Me encantaría borrar los hechos conscientes de aquel
personaje que no estaba muerto cuando lo enterraron.
Catatónico al que no identificaron como tal. Nadie lo sabía.
Ni él. Nadie escuchó nada los días siguientes. Y eso que los
deudos
iban a llevarle flores frescas casi a diario; había,
además, muchos jardineros, muchos espectadores de fuegos
fatuos y demás apariciones. Lustros después, tuvieron a bien
vender los terrenos de aquel cementerio y trasladar a los
habitantes a otro lado, sin importar su estado de aridez o
descomposición. Al sacar su caja, se les abrió sin querer:
quizás el aumento de los temblores durante todos esos años
habría contribuido a aflojar las cerraduras del ataúd, tanto,
tanto, que cualquiera juraría que lo hubieran querido abrir a
golpes desde dentro, con una fuerza inusitada de otro mundo.
El esqueleto presentaba, en lenguaje de suprema corte, los
brazos plegados al frente, las uñas crecidas como garras
tiesas, como de ave de rapiña enjaulada; todo indicaba que
habían rascado, hecho profundos surcos, en el revés de la tapa,
al grado, casi, de perforarla.
Poseído por el demonio,
la peor angustia imaginable,
fue despidiendo oxígeno,
despidiéndose
a bocanadas leves
hasta soltar amarras.
Así las ideas.
Rascan tras la tapa
— no la vuelan—,
hacen ruido,
arman un verdadero escándalo,
que al otro lado es
silencio.
Digno acompañamiento
de un camposanto.
Emisiones. Una mera mezcla de gases. ¿Es solipsista a fondo
el pensamiento? ¿Logra salir del encierro alguna de sus
partes? ¿Comunicarse, como se dice vulgarmente? ¿Hacerle
saber al otro —quizás querido— lo siguiente, que no es
mucho: vivamos bajo un mismo techo sin destrozarnos, o:
hemos nacido para entretejer nuestras individualidades y
llamarle a eso la gran armonía, acaso armonía sin tonos? Bajo
un mismo techo, techumbre, paladar, cubierta, tapa de una
caja, cielo raso. Sin jardín, sin serpientes que caminen
erguidas, o se terminen arrastrando. He ahí el hogar y: ¡a vivir
se ha dicho! A morir.
III. CEGUERA PRIMAVERAL
Se desprendió
sola
la córnea
de un descarado,
la ventila ustoria,
soltando las imágenes
de toda una vida
al desnudo.
Habría sido intolerable
no abrir la puerta trasera
de la cárcel,
ante el