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La ley del padre
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La ley del padre

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En La ley del padre Martha Robles (1948) parte de su reconocimiento como criatura desamparada ante la muerte para reflexionar sobre el sufrimiento que ésta causa; el caos interno y el clamor que se resiste a lo que no es posible comprender. De la mano de Dios, o de la angustia, elabora un paseo por su vida y las presencias indestructibles que la vigilaron o la atormentaron; le mostraron el desasosiego del mundo y lo sagrado.
LanguageEspañol
Release dateMar 7, 2012
ISBN9786071609069
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    La ley del padre - Martha Robles

    palabra

    El amor todo lo comprende, todo lo perdona.

    El amor se alegra de la verdad.

    1ª Corintios, San Pablo, XIII

    Me reconozco niña en el borde de tu muerte. El vacío recoge las cosas del pasado y las aprieta en la agonía para nombrar lo sagrado en las marcas de tu ausencia. Desplegaste tus dudas a mi oído y no atiné más que a afirmar que la razón es enemiga de aceptar la gracia de la intuición esencial. De golpe descargaste la palabra y de golpe advertí el portento primigenio. Hice contigo la travesía del sufrir, un padecer que tú rechazaste quizá por inexperiencia, quizá porque perseguiste una felicidad segura y en tu vida jamás probaste ciclos incontrolables de placer y dolor. Recorrí paso a paso el lento camino del cordero antes de transformarse en león de su pastor. Medí los ritmos decadentes de tu aliento. Con obsesión observé tus saltos de la oscuridad hacia la luz y descifré los obstáculos que, rehén de viejos errores, interpusiste a la posibilidad de conocer por única vez el amor. Obedeciendo a la curiosidad, inquirí las huellas de tu espíritu porque mientras lo mejor de ti buscaba reparación para lo peor, con facilidad cedías a la costumbre de ofender, gobernar a distancia o someter bajo la máscara del que nada quiere ni necesita de los otros, aunque jamás pudieras prescindir en tu lenguaje de nosotros. Así era el juego del estar no-estar en tu universo y así seguí las reglas hasta que, entrelazados en el vientre, amarillentos, flacos hasta el hueso, tus dedos casi inertes me mostraron la inutilidad de fusionar la sensación del miedo al objeto de otro miedo que emprendía sus propios desafíos para desentrañar el misterio entre lo temporal y lo infinito.

    Atravesado por la llaga que te cosía desde los pies hasta la nuca, leí en tus ojos el lamento bíblico de Job. No maldecías el día o la noche en que fuiste concebido; tampoco rogaste a Dios que la turbiedad regresara al tiempo para borrar la luz que celebró tu nacimiento ni incurriste, como otros, en un repaso de tu vida que, recreado a tu favor, adornara la pirámide donde ocultaste tu verdad. Pedías morir en paz, tranquilo, sin la desdicha que amargaba tu alma y te hacía llorar en turbación desoladora. El soplo de tu ira remudaba en depresión. Por alimento te ahogabas en sollozos y mordías la sábana para que nuestros oídos no escucharan ni los ojos de tus hijos contemplaran cómo se iban doblando tus rodillas al ritmo en que tus iris se secaban y la voz se quebrantaba. Sobrecogido de terror, en la oscuridad rugías como león y los malos sueños se alternaban como visión de pesadilla. Fatigado, hambriento, sin poder tragar un sorbo de agua y con el letargo pendiente de tus hombros, palidecías en tonos mortecinos bajo el temblor que estremecía todos tus huesos. Gritabas y nadie respondía. Eludías el amparo religioso y preguntabas a qué tanto dolor, qué tan terribles habrían sido tus faltas que exigían tal expiación. A pleno sol se ensombrecían tus gustos. Te abrumabas de asco y te considerabas repugnante. Torturado sin piedad, agotado de gemir, el cuerpo, que como nadie fue tu aliado y el mayor de tus orgullos, te trituraba hasta el último rescoldo de paciencia. Desfallecido, sufrías el ventisquero y después te levantabas. De no sé dónde extraías la fuerza de las rocas, el furor de los volcanes o la energía solar que durante años y años absorbiste al caminar a cielo abierto hasta irradiar un humor quemante que en oleadas se expandía para engrosar la piel de fuego que ahora nos distingue. De nada te servía el esfuerzo heroico de batallar contra el declive, porque en tu suerte estuvo dicho que al acostarte pensarías si alguna vez habrías de incorporarte y al amanecer serían sin cuenta las vueltas que penosamente dabas en la cama. Comparado al padecer que te tocó, tu pasado parecía insignificante.

    Algo extraordinario ha de seguir, pues si en verdad estamos desprovistos de futuro, la desgracia queda única dueña de la Tierra y sus cimientos. Yo misma, estremecida, quise suplicar piedad, misericordia. Como nada deseaba ser creyente, saber orar, atenerme a fuerzas superiores y ofrecer aquello que ni siquiera valoraba como ofrenda, pues la vida se presentaba en su cabal significado y lo terrible me orientaba a romper la cuerda del apego. Entendí que de la necesidad brota la súplica y ésta puede prescindir de la confianza, porque la palabra es refugio cabal y poderoso. Cansada de anegar con lágrimas mi lecho, se consumían mis ojos irritados. Era absurdo envejecer o resecarse anteponiendo en otro el móvil de tanto desconcierto. Intuí que el mundo es una pena grande, aunque algo en mí negaba la fractura que brotaba aún con aflicción desde algún rincón desconocido del espíritu. No tenía a quién replicarle ni encontraba dialogante para vaciar esos hilos que nos atan muy adentro y por fuera se antojan sinsentidos que liberan la posesión ilusoria de una lámpara apagada.

    No era la voz de luz ni hallé bendición que colmara mi incertidumbre. Me dolía tu dolor y saboreaba mi libertad. Como aguas del mismo río se juntaban el principio y el fin. Allí se enredaban el luto y el despertar. Se infiltraba la muerte a la voluntad de vivir. Pesaba su mano al querer acogerme a una falsa lealtad para fijar las razones de la aflicción en el cuerpo que declinaba a mi vista como el árbol caído que la fortuna colocaba a mis pies en terreno espacioso. Por todos los medios exploraba una guía que esclareciera contradicciones enmascaradas de amor. Eludí la palabra. Preferí escudriñar escondites de las conjuras humanas y después escuché para descubrir.

    Las cosas, el lenguaje, el mundo mismo se encontraba dividido. La necedad remontaba una lista de derechos no cumplidos y deberes que no eran deberes ni explicaciones que potenciaran lo que esperaba saber. Con ineptitud repasaba ideales y familias que sabían qué hacer o cómo resolver situaciones conflictivas, pero entendí que cursaba el sendero de la impericia y me equivocaba de rumbo: de una planta que floreció con flor de miseria no era posible extraer semillas sin salpicaduras de sal. Me pesaba la culpa. Ansiaba la redención.

    Además de que el Hombre no dura más que un soplo y se pasea como fantasma por el paisaje donde se cosechan las culpas, desgasta su tránsito por el mundo apuntando delitos ajenos para disminuir el propio temblor, que más agitado parece cuanto más próxima se percibe la despedida. Durante años sobrellevé la conciencia dormida y no permití doblegarme porque los otros se empecinaban en confundir la justicia con el prejuicio adquirido. Me alcanzó sin embargo el momento en que era inminente un deslinde y al modo como un día él me eligió para vaciar sus obstinaciones, yo lo encontré tumbado en la pena, inofensivo por única vez aunque congruente en su vanidad, rechinando los dientes, cabizbajo y sombrío, derribado al término de un camino que quizá repasaba en silencio, quizá reparaba en la intimidad o dejaba en manos del poder superior con la esperanza de cierta expiación. Sabía que él se iba. Yo me quedaba en la exploración. Sabía que aguardaba el momento del fin y, desesperada porque se hacía el sordo y no oía, porque se hacía el mudo y no abría la boca, intenté arrancar de sus labios la voz que faltó entre los dos.

    Ya no estamos a gusto en nuestra casa,

    bajo la antigua ley y su coraza,

    ni la alquimia consuela nuestra suerte,

    ni en el cielo los signos de la diosa.

    Javier Sicilia

    Hallarte simplemente como un ser sin libertad de acción, despojado del esfuerzo de anhelar placer, sorprendido ante el hallazgo de tu feroz apagamiento y en busca de una voz aún confundida con murmullos, te conminó a inquirir instantes bellos para eludir lo que sabías vituperable, vergonzoso y humillante. y allí estábamos nosotros mirándote morir, a la espera de algo que reparara un sufrimiento de años, aguardando una aclaración final, enmudecidos como siempre y como siempre mitigando los alcances de un infierno que seguramente comenzó mucho antes de que cualquiera de tus hijos fuera concebido y acaso antes de que tú mismo alguna vez te preocuparas de inquirir los signos que ignorándolo elegiste, como todos, sin descubrir una apertura

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