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Monarcas
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Ebook364 pages5 hours

Monarcas

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Augusto Solís, cartelista de cine mexicano, escribe cartas de amor a Loreleï, quien supuestamente vive en París, sin saber que las epístolas las recibe Jules Daumier, un joven repartidor de periódicos. Carta tras carta, se construye una amistad entrañable entre Augusto y Jules, quien se ofrece a buscar a Loreleï. Empieza así una epopeya que los lleva de la Europa en guerra a Hollywood, todo para seguirle la pista a aquella mujer misteriosa. Monarcas es una novela epistolar que posee el carácter trepidante del género policiaco y que recrea varios personajes reales propios de la novela histórica.
LanguageEspañol
Release dateApr 23, 2020
ISBN9786071666680
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    Monarcas - Sébastien Rutés

    Secret

    NOTA DE SÉBASTIEN RUTÉS

    PARA LA EDICIÓN MEXICANA

    Al principio, no fue más que un juego, una forma de compartir nuestra pasión común por la literatura, una prolongación natural de nuestra amistad en la vida real.

    ¡Escribir a cuatro manos!

    Estuvimos una noche entera imaginando tramas, creando personajes, consultando libros. Fue en la casa de la calle Fresno. En la pared, citas de Bolaño, Malraux, Paul Auster. Fotos de Carver, Fante, Rulfo. Juan tenía su ron y una botella de refresco de toronja. Yo un tequila blanco y una provisión de limones. Al día siguiente, no nos acordábamos de nada…

    Regresé a París. A los pocos meses, Juan me mandó una primera carta de Solís por email. Daumier le contestó. Estuvimos unos meses carteándonos, sin saber adónde íbamos. Parecía un juego de rol a ciegas. A veces nos mandamos instrucciones en unos emails aparte. Chateábamos a la menor duda.

    Al año, nos reunimos de nuevo en la calle Fresno. Corregimos la primera parte, hicimos planes para las siguientes. Esta vez, tomando notas, por precaución.

    Poco después Juan se enfermó.

    No llegaron más cartas de Solís. Tampoco noticias de Juan. Le escribí, llamé a su casa, en vano. Nuestros amigos comunes no sabían nada. Su familia no contestaba. Estuve semanas en vilo, hasta que un día Juan salió del hospital y reanudamos con todo: mensajes, amistad, novela.

    Un día, dos años después de empezar, Juan me dejó terminar Monarcas solo. Habíamos hablado por teléfono la semana anterior. De futbol más que nada. Francia iba a enfrentarse con México en la copa del Mundo. Si gana Francia, se acaba nuestra amistad, había dicho Juan. México ganó por dos goles a cero.

    Estuve un año entero sin tocar la novela. Escribí otra, muy triste, llena de duelo: Melancolía de los cuervos. Al final, cuando me sentí listo, saqué a Solís, Daumier y Loreleï de su cajón.

    Ya no tenía sentido darle a nuestra novela la forma que habíamos pensado entre dos, aquel diálogo entre culturas, personalidades, idiomas, estilos. ¿Acaso se dialoga solo? Reescribí la trama, modifiqué la estructura para integrar pedazos de textos inconexos que Juan me había mandado entre dos estancias en el hospital, intenté entender cómo pensaban los personajes que él había creado, sus intenciones, qué era lo que quería expresar. Corregí, a veces en francés, a veces en español, entretejí mis palabras con las de Juan, intenté imaginar cómo él habría corregido sus primeros bocetos.

    Lo más doloroso fue sentirme responsable de sus últimas palabras, de su última obra. No como si fuera un ejecutor testamentario, sino un apóstol solitario. Esos textos eran reliquias. ¿Quién se atreve a reescribir los libros sagrados? Fue Mario Mendoza quien me sugirió convertir a Juan en personaje. Así pudimos reanudar nuestro diálogo, aunque fuera con su doble de papel. Juan vivía por la literatura, parece justicia que sobreviva entre las páginas de un libro.

    Monarcas se convirtió en una novela de la memoria, en la que cuesta discernir qué es ficción y qué es lo que celebra esos años que conocí a Juan. Anécdotas, amigos y recuerdos comunes irrumpieron en la historia de Loreleï sin pedir permiso. Nuestras obsesiones contaminaron a nuestros personajes, la dificultad que tuvimos para llevar a cabo nuestro proyecto común se convirtió en tema: el descubrimiento del otro, la búsqueda de lo imposible, la transmisión de aquellas cosas que no tienen nombre.

    Nuestras palabras se mezclaron tanto que sería difícil determinar a buen seguro quién las escribió. Tuve que traducir las partes en español para publicar la novela en Francia. Ahora se vuelven a traducir al español. Las mariposas monarcas regresan a su punto de partida, después de una larga migración de doce años, sin lugar a dudas muy diferentes de las que eran al emprender el viaje, y sin embargo las mismas.

    ¡Cuántas cosas han cambiado desde aquella tarde en la calle Fresno! Nada sigue igual, la gente, mi vida. Es un alivio saber que esos sentimientos de los que soy ahora el último guardián están a salvo entre las páginas de una novela…

    PRIMERA PARTE

    CRISÁLIDAS

    Quise volver únicos los actos cotidianos.

    JUAN CARLOS MARTELLI, El Cabeza

    Ciudad de México, 23 de octubre de 1935

    Amor mío:

    La soledad no es buena para las almas. Vuelvo a insistir, lo seguiré haciendo; sabes bien lo terco que soy. Aquí está una carta más que cruza el Atlántico, el océano que no sé por qué siempre imagino duro y fuerte y frío. Los dos primeros adjetivos son estúpidos. No puede ser duro, pero es el sentimiento que me causa su indiferencia a mis penas.

    En cuanto a su fuerza, no lo sé… Tal vez porque se opone a mis deseos de cruzarlo para encontrarte. El Atlántico debe ser muy resistente, atenazado de una costa a otra en medio de países tan diferentes, desde siempre un remolino de visiones del mundo surcado por las estelas de los barcos de guerra…

    ¿O serán diferentes maneras de disfrutarlo?

    En fin, una vez más te escribo con la esperanza de obtener respuesta. Si estás enferma, si necesitas algo, sabes que puedes recurrir a mí como durante tu estancia en México, esos pocos meses que para mí resultaron eternos en su maravilla y su desasosiego.

    La semana pasada acudí al preestreno de Más allá de la muerte, en el cine Palacio. ¡Cuán impaciente estaba de volver a ver tu rostro, aunque sólo fuera en una pantalla! Salí de la sala de cine en el momento en que Chucho Monge empezaba a cantar Si regresas. ¿Te acuerdas cómo escuchábamos a su orquesta ensayar, abrazados en secreto en el camerino de Adela Sequeyro? Cuántos recuerdos…

    Recuerdos…

    Vuelvo a verte…

    La primera vez que te me apareciste en el escenario, con tu sombrero de lazos color miel, tu vestido temeroso, tu corte de pelo de muchacho y tus guantes blancos para no ensuciarte las manos al entrar en contacto con este mundo…

    La asistente de Laura Faure…

    Una extra.

    Una desconocida…

    Nadie…

    ¡Tan hermosa!

    Tú acababas de llegar de Los Ángeles ilusionada por hacer carrera en México donde la industria cinematográfica está en pleno apogeo.

    ¿Qué andaba haciendo yo ahí? Lo de siempre, acaso, invitado por alguno de los productores para que les hiciese un cartel de propaganda basado en el manierismo del Chango Cabral.

    No te preocupes, ese cartel no fue censurado. ¿Cómo iban a darse cuenta semejantes filisteos de que eras tú quien posó para el retrato de la mujer lánguida que se supone representa a Yolanda Montenegro, la esposa abandonada? Ésta es nuestra venganza: ¡Cada vez que el público crea estar viendo a Adela Sequeyro, estará admirando a Loreleï Lüger!

    Disculpa, siempre me pierdo en estas digresiones buscando robarte una sonrisa, queriendo que me respondas por fin. Soy una voz en el desierto y el dolor por tu silencio es infinito pues no hay eco en el desierto. En el desierto sólo hay espejismos. Y cuando la mente se cansa de pensar tanto, surgen las imágenes. Los recuerdos de ti me sobrecogieron de golpe, nítidos, intactos, desde el primer día hasta que te embarcaste rumbo a Saint-Nazaire. Este último no es realmente un recuerdo, no me dejaste acompañarte a Veracruz porque decías que no querías afectar mi economía, y, sin embargo, va conmigo a todas partes, lo he enmarcado entre las más bellas imágenes de ti: tus cabellos rubios, tu extraña chaqueta tirolesa y tu valija, saludando desde la cubierta a este país que dejabas para irte a atender a… esa tía… ese padrino… ese hijo… ese amante… que necesitaba de tu ayuda en París, si es que era verdad, y que no podías abandonar a su suerte.

    Desde entonces, no tengo más que esta dirección donde envío religiosamente cartas que ni siquiera suenan a reproche por haberte ido; el amor es así, el amor es volátil y debe ser libre para ser amor. Lo único que busco con estas palabras es intentar saber si estás bien.

    Por los periódicos sé que las cosas no marchan del todo sanas en Europa. Alemania se está rearmando desde hace algunos meses. Sé lo que piensas del Diktat de Versalles, me has contado de la humillación de tu pueblo, de su orgullo y de su grandeza. Yo creo en la grandeza de los pueblos pero no en el honor de las naciones. Las violaciones al tratado de paz me preocupan, no sé cómo van a responder Francia y Gran Bretaña. En el fondo no me importa: daría mi vida porque nada te pasara, porque estuvieras aquí a mi vera y yo con el pecho como escudo para protegerte.

    ¿Novedades? Muchas y pocas.

    Acá hay una nueva afición compitiendo con el teatro de carpa y con el cine, que se volvió sonoro para sorpresa de todos; es algo que llaman lucha libre. ¿Puedes creerlo? Son luchadores que se suben a un ring como de boxeo, y en vez de apañarse con los puños crean piruetas.

    Empujado por algunos amigos fui a una función por el rumbo de Peralvillo. Te mando un cartel junto con esta carta para que te hagas una idea del espectáculo.

    Si el público le agarra gusto pronto quizá sea más rentable para mí dibujar luchadores en calzoncillos que actores. Saldría ganando con este cambio, pues mi ocupación me obliga a estar rodeado de fanfarrones y divas. ¡Ah, la demasiada vanidad! Sin embargo, es la misma que me ha dado sustento y en estos últimos tiempos, tras haber diseñado el cartel de La bestia de oro, el trabajo me ha sobrado y he debido subordinar parte de éste a algunos dibujantes que trabajan para mi peculio. Todavía no llega el éxito, pero ya me he hecho de un nombre. La gente dice que mis ilustraciones son concisas y expresivas, que mi paleta cromática es innovadora, mi estilo revolucionario, y esta palabra es un salvoconducto que abre todas las puertas en este país. También dicen, el único reproche que me han hecho, que todos mis personajes femeninos se parecen.

    ¿Cómo podría ser de otra manera?

    Te he dibujado tanto…

    Alguna vez, jamás se me olvidará, reprochaste mi malvivir, mismo que no quisiste llamar pobreza. En esta enésima misiva quiero decirte que tal situación ha cambiado. No vivo en la abundancia, pero he comprado un hermoso piso de apartamentos en Santa María la Ribera. Mi amigo Manuel Álvarez Bravo me contó de la propiedad en venta. ¿Te acuerdas de él? ¿El fotógrafo del set? Esta colonia le fascina, tanto así que abandonó la abstracción de sus comienzos para fotografiar las vitrinas, las fachadas y los techos. Algunos de sus clichés se expusieron el año pasado en Nueva York junto a obras de Cartier-Bresson. Nos cruzamos a menudo en la calle. El joven es carismático y cultivado, aunque un poco insufrible a veces. Para él todo es un pretexto para sacar una fotografía, puede pasar horas bajo el sol con el aparato preparado, esperando que se produzca algo que valga la pena inmortalizar.

    Mi propiedad de la calle Fresno está dividida en seis pequeñas viviendas. Yo ocupo una y tengo la intención de alquilar las otras. Lo digo en caso de que decidieras volver por sorpresa: aquellos tiempos de penuria, hospedada en un hostal del centro de la ciudad, esperando una oportunidad en el cine, no volverán a ocurrir. Jamás. Lo mío es tuyo…

    Ésta es la carta dieciséis que te escribo. Sólo dame una señal de que existes, de que fuiste real, de que puedo seguir soñando con alguna vez haberte tenido en mis brazos. Pero volver a abrazarte, ni siquiera me atrevo a imaginarlo…

    Tu Augusto

    París, 7 de diciembre de 1935

    Señor:

    Esta carta no es la que usted esperaba.

    Me resulta tanto más molesto al recordar mi propia decepción el día que recibí la primera de las suyas, sin darme cuenta de que no iba dirigida a mí. Recibo pocas cartas, por no decir que ninguna, sin duda porque yo no las escribo. ¿Para quién? Mis amigos viven en la colonia, escucho sus voces resonar en el patio los días de verano, me los cruzo cada mañana antes del trabajo. ¿Para qué les escribiría? La mayor parte de ellos no sabe leer. No fui a la escuela tanto tiempo como para aventar la primera piedra. Escribir es una tortura para mí. No he escrito diez renglones cuando ya me duele la muñeca y eso sin mencionar las manchas de tinta en mis dedos.

    ¡Entonces, una carta de México!

    Debido a mi emoción olvidé revisar quién era el destinatario. Desde el principio, los timbres me llevaron de viaje: en el de setenta y cinco centavos figura un avión sobrevolando una plantación de nopales, con volcanes cubiertos de nieve en el fondo; en el de veinte pesos, una muchacha vestida con prendas extravagantes frente a una piedra redonda grabada con símbolos…

    Pero no era mi nombre el que estaba escrito en el sobre.

    ¿Mi nombre?

    ¡Se me pasaba! Olvidé presentarme. Me llamo Jules Daumier y desde hace cinco meses vivo, junto con mi madre, en la dirección a la cual usted envía sus cartas con una perseverancia digna de admiración a una mujer que el portero asegura fue la habitante anterior. Según mamá, que nunca olvida nada, nos cruzamos con ella una vez en la escalera. Tengo el recuerdo de una mujer elegante con el cabello rojo y corte de muchacho, vestida de blanco, de la cual me pregunté qué podría buscar en este cuchitril. Ahora que me entero de que es una artista del cine que vivió en Los Ángeles y en México, ni le cuento.

    Desafortunadamente, ya no vive aquí. Me hubiera gustado decírselo con más consideración, pero no era posible volver a empezar este textillo que ya tachoné diez veces. En esta casa, el papel es un bien preciado que sirve para comunicarme con mamá, que es sordomuda de nacimiento.

    Intenté hacer llegar sus cartas, pero la señorita se dio a la fuga sin decir esta boca es mía. Las he guardado como un tesoro en caso de que ella viniera a buscarlas, pero nunca se ha asomado por aquí. Finalmente, en contra de la opinión de mamá, decidí abrir la última para pedir a la vecina que la tradujera. La señora Fernández es una española de ésas un poco bigotonas, vestida constantemente de negro, para la cual todo es buen pretexto para ofrecer chocolate con churros mientras cuenta su vida. De nada sirve que haya vivido treinta años en Francia, su francés no es todavía bueno, pero es mejor que mi español. Además, no le importa puesto que tiene la intención de irse a la España republicana para llevar a buen puerto la revolución proletaria, a sus casi setenta y cinco abriles. La amable anciana me ha hecho jurar que le aconsejaré olvidarse de Loreleï Lüger. ¿Desconfianza de abuela o instinto de mujer?, le comunico su opinión sin compartirla, ya que me ha causado una buena impresión la joven. Pero ciertamente sólo me crucé con ella en la penumbra de una escalera, y usted y la señora Fernández que la conocieron mejor deben tener una opinión más informada al respecto.

    Esto es, estimado señor, lo que le tenía que decir. Envío junto con esta carta todas las anteriores, en las que me tomé la libertad de retirar los timbres postales para mi colección (mi favorito es el de diez pesos, con una mariposa preciosa con las alas estriadas en negro sobre un fondo de árboles cubiertos de miles de sus semejantes). También me tomé la libertad de guardar el cartel de la lucha. Espero que no le moleste, le hubiera gustado mucho a mi difunto padre, razón por la cual lo pegué en la pared de la sala junto a las fotos con dedicatorias de sus ídolos de juventud: Raoul el Carnicero y Paul Pons, los más formidables luchadores de la preguerra. Sin duda los conoce usted.

    Lamentando ser el mensajero de estas malas noticias, le envío mis saludos cordiales (como mamá dice que debe terminarse una carta).

    Jules Daumier

    P. D.: Los timbres que escogí son de este año. El azul de un franco representa el trasatlántico Normandie, que desde hace seis meses conecta Francia con América; pensé que era un timbre perfecto para esta carta; el rojo que lleva la divisa Para el arte y el pensamiento es en beneficio de los intelectuales desempleados, no sé por qué lo elegí, ¿tal vez porque al escribir por primera vez una carta me siento algo poeta?

    Ciudad de México, 2 de enero de 1936

    Estimado señor Jules Daumier:

    Ojalá contara con alguien como la señora Fernández para no morir de sorpresa y de felicidad al recibir una carta dirigida a mi nombre y dirección desde las mismas tierras donde mi Loreleï se ha perdido.

    Me encontraba trabajando en la pequeña habitación que he acondicionado como mi estudio cuando escuché el silbato del cartero. Me asomé por la ventana y al ver que se dirigía a mí un vuelco atacó mi corazón.

    Una carta en un sobre blanco con un marco azul y rojo. Sólo podía provenir del extranjero, ¡solamente de Francia! Loreleï respondía, estaba viva, no había sido una ilusión. Sin leer remitentes ni otra cosa corrí al interior para poder leerla. ¿Qué cosas me diría mi Loreleï, qué pretextos habría de poner por su silencio? ¿Me seguía amando? ¿Me extrañaba? ¿Regresaría pronto? ¿Cuándo? ¿Dónde?

    Ya preparaba mi maleta para ir a recibirla al puerto de Veracruz…

    Y entonces abrí la carta…

    Loreleï no estaba en ella. Nada de ella.

    Estimado señor Daumier, he leído su atenta carta una y otra vez hasta lograr comprender la mayor parte. Esta que le envío como respuesta es la primera que escribo en este año que inicia con los peores presagios, al menos para mí al saber lo que me cuenta. Tal vez no escriba nunca otra más…

    Confieso que por mi parte hubo un arranque de frustración, de pena, incluso de ira por saber que usted había leído las palabras destinadas a mi amada. Sin embargo, luego entendí las buenas intenciones suyas y le agradezco que me haya regresado mis cartas. Saber que Loreleï ya no vive en la dirección que me había dejado me deja absolutamente en el desasosiego, en una tristeza imposible de clasificar entre todos los tipos de tristeza que he sentido desde su partida.

    Cualquier asunto sobre Loreleï acrecienta mi tristeza así que tampoco quiero convertir mis misivas en un mar de lágrimas. Los mexicanos somos machos y eso no hay que olvidarlo, aunque usted tiene pruebas de lo contrario al haber leído mis cartas.

    Sorprendido y todo, deseo en esta misiva que usted reciba mis parabienes, no sin antes agradecerle por los timbres que escogió. Aunque prefiero los carteles, en los que me parece que la imaginación puede expresarse más libremente que en estas minúsculas promesas de viaje, de las que aprendí a detestar la hipocresía, los guardaré celosamente. Las mariposas son monarcas, se encuentran en la región en la que nací. El timbre postal no le hace justicia al color naranja encendido de sus alas. En mi época art decó lo usé como un elemento característico de mi estilo, una especie de firma que tuve que abandonar desde que trabajo en el cine. Los productores son gente seria, nada sensible al romanticismo algo infantil de mis mariposas. Mientras su industria florezca y mi cuenta de ahorros siga su suerte, ni hablar de poner reparos.

    No conozco a sus luchadores franceses, pero permítame decirle que, desde mi última carta, he desarrollado una afición tremenda por este nuevo deporte popular llamado lucha libre, a tal grado que no existe fin de semana que no acuda a alguna de las múltiples arenas que hay por toda la ciudad, esta ciudad que cada día crece más y más.

    Curiosamente, han comenzado a aparecer una serie de luchadores encapuchados. Me sonrío cuando le escribo esto. Hay luchadores con apodos maravillosos como Murciélago Velázquez, Torbellino Blanco o Sombra del Mal, y hay quienes aseguran provenir del extranjero y tienen apelativos con reminiscencias irlandesas u orientales. Y es ahí que resulta que uno de los más famosos es sin duda un paisano suyo, un tal Ángel Francés, que de ángel no tiene nada. Al contrario, mantiene una faz absolutamente siniestra que le ha valido reportajes en periódicos sensacionalistas. Se dice que sufre de acromegalia, la enfermedad que deforma el cráneo y las manos. Lleva luchando en México tan sólo unas semanas pero sus fotografías ya se venden a mansalva a las afueras de estas nuevas arenas que han surgido por toda la periferia. Incluyo una junto a esta carta.

    Y perdón por excederme en mi misiva. ¿Es cierta una posible guerra en Europa? ¡Qué terrible! No sale uno de unas para entrar a otras. Todavía recuerdo las escaramuzas en el pueblo donde yo vivía cuando ocurrió la Revolución. Tiempos terribles, de hambre y miseria, tiempos de esconderse en cuevas en los cerros o entre los maizales, escuchando balaceras, y luego el paso por la presidencia de ese ladrón llamado Plutarco Elías Calles. Y ahora viene la esperanza con ese otro general salido de la Revolución. Se apellida Cárdenas. Dicen que tiene ideas de izquierda. Vaya usted a saber.

    Debo confesar que vivo apartado del mundo de la política. Soy un eremita que pasa la mayor parte del tiempo encerrado en su taller, trabajando en los carteles y propagandas que le piden. Entiendo la angustia de no tener papel. Es mi materia prima, por ello incluyo en esta carta un buen paquete de papel para cartas, que espero le sea útil.

    Y regresando al asunto Loreleï, ¿qué puedo hacer? En todo caso seguir el consejo de los viejos que aseguran que las mejores amistades se cultivan después de los treinta años, así es que, si esta correspondencia sigue su curso, tenga la seguridad de haber encontrado un amigo en mí.

    Dejo de abrumarle con mis preocupaciones y le envío afectuosos saludos.

    Suyo,

    Augusto Solís

    París, 28 de enero de 1936

    Estimado señor Solís:

    Estaba en el bistró tomando mi café de las mañanas cuando el cartero, que había venido a la barra para echarse una copita, me entregó su carta. Con seguridad puede sentir orgullo de haber despertado el interés del Envenenador y de haberme hecho vivir unos cuantos minutos de gloria. Desde el barrio de Ménilmontant, México parece tan lejano como la Luna. Me disculpará, pero fuera de cantar la Sérénade près de Mexico, el bello canto de amor que entonan los gauchos, que Tino Rossi puso de moda, no hay ocasión para hablar de México casi nunca. Incluso me pregunto, mire usted, si de verdad hay gauchos en México…

    Riton, el patrón del Envenenador, envió a su mujer a buscar en su casa el mapamundi de su hijo para enseñarlo a los clientes que me asediaban con sus preguntas y se apiñaban a mi alrededor para ver los bellos timbres que usted escogió.

    Es pequeñito, dijo un zapatero armenio antes de que le enseñáramos el tamaño de su país a comparación. Y todo rosa, dijo un trabajador acerero que ya llevaba varios tragos. Nunca había visto un mapa en su vida, se le tuvo que explicar lo de los colores. Francia, en cambio, aparece azul: ¡Espero que pronto sea roja!

    Inmediatamente, todos quisieron hacerse los interesantes afirmando cualquier cosa. Pero no hay que tomárselos a mal: además de los extranjeros (armenios, griegos y judíos alemanes que pululan desde las leyes de Núremberg), la mayoría no viajó más allá del barrio de Charonne en el tren de la Petite Ceinture. Hay unos que salen de vez en cuando de la zona, pero es un caso muy raro si alguno llega a conocer otra cosa de París que el camino de las marchas que va de la Bastilla a la Plaza de la Nación. En el mejor de los casos, tienen referencias sacadas de fotos borrosas de periódicos viejos, de hace veinte años: revolucionarios con grandes sombreros, bigotes largos, trenes, desiertos… En el peor: los gauchos de Tino Rossi, ¡y confundir a Emiliano Zapata con Achille Zavatta, el exitoso payaso Augusto del Circo de Invierno!

    Por fortuna, el padre Hipp nos ha contado acerca de su papá, que desapareció en la Intervención francesa. Tenía diez años en esa época y no se le ha olvidado una sola línea de las cartas que su viejo le escribió desde Puebla. Durante casi una hora, con llanto en las mejillas, recordó las maravillas de su país y nos hizo llegar tarde al trabajo.

    En el periódico, donde les conté de usted a mis compañeros mientras cargaba en mi bicicleta los paquetes para repartir, fue distinto. Claro que en L’Humanité hay interés por México desde la Revolución, aunque recientemente se habla más bien de Alemania y del conflicto entre China y Japón en nuestra sección Del mundo entero. Los voceadores y los repartidores se mantienen bien informados. Hay que decir que todos sueñan en secreto con convertirse en periodistas. La mayor parte del tiempo van al bistró por las noticias y tienen retazos en exclusiva de conversaciones sustraídas de la sala de redacción. Como es normal, los periodistas nos ignoran, excepto Pierrot Bouillane, responsable de los destacados, quien a través de nosotros se entera de los chismes de la calle. ¿Saben que los admiramos? Porque finalmente, ¿existe oficio más apasionante? No me refiero a los editorialistas tediosos ni a los segundones de la sección de nota roja. Me refiero a los reporteros: aquellos exploradores modernos, buscadores que no buscan oro sino información, aquellos cartógrafos del progreso, aquellos aventureros de la verdad. ¿Se puede desear un destino más noble que descubrir algo y darlo a entender?

    No leo mucho, señor Solís, cosa que lamento. Leo algunas novelas de folletín que nunca termino y sobre todo las tiras cómicas. Las estadunidenses llegan a Francia desde hace algunos años, y Popeye el Marino le dejó lugar en mi corazón a una joven con ropa

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