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Orosucio
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Orosucio

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Orosucio de Jorge Moch retrata la cotidiana violencia en México, esta vez dentro de las relaciones del Estado mexicano con asesinos a sueldo. Después del hallazgo de una fosa clandestina, la estabilidad del gobierno se ve amenazada por la investigación de un profesor experto en arqueología forense, la solución es matarlo. Pablo Miranda es la opción por su eficacia, sin embargo, esto lo convierte también en un elemento peligroso al que debe eliminarse. A partir de estas decisiones, otros hombres del círculo se ven involucrados tanto en su vida como en las próximas muertes. Jorge Moch continúa los relatos de violencia de sus anteriores libros evocando a los personajes principales de aquéllos: "El gato" y "El alacrán".
LanguageEspañol
Release dateDec 20, 2019
ISBN9786071663788
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    Orosucio - Jorge Moch

    Insurgentes

    I

    SANGRE EN LA NIEVE

    YA ESTÁ aquí, otra vez, velo transparente y helado, vibración del aire fatal, estrangulamiento y angustia: mi tristeza. Sin ranchera que valga pero sin perro que ladre. Sin corrido que afloje la piedra negra que traigo enterrada en el pecho. Sin chingada madre.

    La tristeza de uno es algo que se carga a solas. Es precisamente cuando a uno lo embarga la melancolía que viene a toparse de veras con lo solo que está en el jodido mundo. Y suele pasar que, por evitar humillaciones que echen sal en la herida, esa tristeza uno la disimula, la niega, la esconde a la mirada y al escrutinio ajenos; hace como que no la trae uno pegada en la nuca, aupada en la espalda, encorvándolo todo: espíritu, pasado, presente y futuro. Suele pasar que esta tristeza pegajosa y pesada, esta melaza triste que se le derrama a uno desde el pinche colodrillo hasta las uñas de las patas no sea más que una vieja gata revolcada y terca, siempre allí, siempre en el umbral, pesada y fofa, inamovible. Retadora ante mi claudicación eterna y previsible, mi incapacidad de pelear con ella, conmigo mismo, con este abismo que siempre ha estado aquí, separándome de quienes tanto quise aunque fueran pocos. Porque siempre nos separa un abismo, y a estas alturas creo saber que vivir es precisamente ir gastando tiempo en el intento de negar eso, como el tal Sísifo con su puta piedra, así uno con su puentecito sobre el abismo, un puentecito quebradizo y pinchurriento que tratamos de no ver, no aceptar, no reconocer que ahí vamos de bruces para despanzurrarnos en las piedras picudas del fondo hambriento siempre, sediento siempre, de sangre. Los psicólogos a eso le dicen neurosis; yo simplemente le digo puta la vida.

    No sé cuándo empecé a enfrentarme a mi tristeza. Quizá de adolescente, aunque tampoco de niño fui una fiesta ambulante. No me descalabré de la risa cuando mi padre nos abandonó para irse a Estados Unidos y que nunca más volviéramos a saber de él porque de seguro se encontró a una gringa cogelona y ya no quiso saber de mi madre. Se rompía primero de tristeza, la pobre, y luego de fría indiferencia. Y luego de inanición. Y cuando mi madre, por no poderme mantener, me mandó a vivir al internado que regenteaba un cura abusivo y golpeador mi rabia se volvió tristeza. Cuando el cura me expulsó del internado porque me sorprendió robando galletas en la alacena por la madrugada, mi hambre se tornó tristeza. Cuando los soldados me acogotaron y me acusaron de tener algo que ver con la desaparición del Goyo el miedo se me fue convirtiendo pronto en tristeza. Cuando me abofetearon y me encueraron allí, en la nieve endurecida de la refrigerada en el bosque silencioso, rajado el silencio con sus carcajadas y sus insultos y mi llanto y mis berridos de dolor, y cuando me violaron quemándome el culo con los empellones y las rodillas con la dureza del hielo, todo aquello se me escurrió en tristeza, encalleciéndome lo que me pudiera quedar de alma. Cuando me cortaron los dedos meñiques de las dos manos casi por la mitad con un alicate el dolor fue una expresión extrema de mi tristeza y el corazón se me secó como un trozo de tasajo. Por años me dijeron los curas y las monjas que había que trasmutar el sufrimiento en ofrenda a su dios. Quise hacerlo entonces y lo único que me quedó dentro fue un hueco enorme, el abismo sin puentes, la profundidad incalculable de mi tristeza porque comprobaba, mientras los alicates me arrancaban la piel y me trozaban el hueso con ruido de caña seca, que todo era mentira. Los soldados no estaban en el pueblo para protegernos, sino para ejecutar los intereses de sus comandantes y en ello cuidar los negocios turbios del viejo cacique que daba voces al viento helado de la sierra por su hijo desaparecido; la justicia nunca triunfa y los malvados nunca recibimos nuestro merecido siempre que nos volvamos más malos, más hijos de la chingada. Dios no existe, ni hay virgen inmaculada que interceda por un niño al que los uniformados patean con sus botas encasquetadas y luego echan suertes para ver quién se la mete primero y luego ir al todoterreno por las pinzas y cortarle, a ese niño golpeado, insultado y vejado por ellos, un dedo de cada mano porque sí, porque podían hacerlo y eran tan desalmados que ninguno puso reparos, para que aprenda a respetar, dijeron. No lloraron los angelitos del cielo mi desgracia, no acudió la inmaculada a recoger en su seno mi infancia muerta, ni siquiera restalló en un graznido largamente prometido en homilías y apercibimientos la carcajada del diablo regocijándose con la vileza de esos cabrones: la vida siguió su curso inmutable y frío como el aguanieve que me quemaba las nalgas llenas de moretones cuando por fin se largaron y me dejaron allí, en el bosque, solo con mi dolor y mi entereza perforada en el culo con violencia y odio y una llovizna de nieve aguada que cualquier poeta blandengue hubiera querido cantar llanto del mundo, enrojecida con mi sangre, como si el bosque y el invierno se ruborizaran de vergüenza ante la crueldad y la crudeza del hombre. A los catorce aprendí a sublimar la tristeza en odio. Aprendí a masticar una rabia silenciosa, ¿qué no, kid?

    En mi tristeza supe que aunque me mataran nunca iba a delatar al Gato, de quien todos sospechábamos porque sus tirrias con el Goyo eran cuento viejo. Lo que los putos soldados y el viejo mierda y llorón no podían saber era que yo estaba enamorado del Gato, y que no lo iba a delatar nunca, y que aunque hubiera cedido a las patadas en el estómago y a los pellizcos en los testículos, a la tortura, a la mutilación y a las golpizas que me dieron, para entonces el Gato ya andaba con mi primo el Cabe en la capital o en otra ciudad, inalcanzable, y que yo no tenía ni jodida idea de dónde podrían estar. Cuatro soldados, un teniente y un vejete encolerizado hasta la desesperación que se ensañaron conmigo simplemente porque me habían visto caminando con el Gato por las veredas, paseando, llevándolo a conocer los alrededores. Yo tenía catorce años y no pocas ilusiones que imaginaba como brechas que se fueron cerrando con cada golpe y que cercenaron aquellos hijos de la chingada junto con mis dedos, marcándome de por vida y cambiándome para siempre el nombre, Aurelio, por un apodo, el Dieciocho. Creo que allí vi por primera vez la orilla del abismo que me separaría por siempre de ellos, del enemigo pero también del amigo. Porque aprendí a desconfiar. Y en desconfiar se me ha ido la vida para, qué paradoja, seguir vivo.

    Allí me encontró, tirado y con las nalgas tableadas por los soldados y el frío, chorreando sangre de las manos y el trasero, mi padrino. No recuerdo cuándo amanecí de aquella pesadilla pero sí dónde, en la casita que había levantado escondida en la sierra dizque para sus salidas a cazar venados pero que en realidad usaba de paso de sus contrabandos y de guarida en préstamo para algunos de sus menos recomendables amigos, casi todos gomeros de Durango que iban a esconderse a veces allí, a la recóndita sierra Tarahumara, porque algo nada bueno habrían hecho en su tierra. Allí me estuvo atendiendo las heridas mi padrino y recuerdo que me escocían por igual los dedos, el culo y el alma, y que me costaba trabajo mirarlo a los ojos, como si de sus pupilas brotaran ramalazos de una luz acusadora de qué, de algo. Así, de chingadazo, aprendí a sobrevivir, aprendí a ser esquivo. Me volví resbaladizo como salamandra, inasible.

    Pero no lloré más. A los catorce aprendí de dura manera que toda lealtad lleva etiquetado un precio. También aprendí que todo es relativo, y que ese precio que para uno es altísimo como la vida propia, para los demás es una pinche bicoca, un moco embarrado, un gargajo en la suela de sus botas del que se deshacen pisando adrede mierda de vaca y terrones helados. La tristeza con el tiempo fue engrosando la cáscara, el callo, la armadura. Aprendí a disimularla y a valerme de ella cuando tres o cuatro meses después de que me atacaran los soldados, estando yo dormido en mi camastro, escuché unos golpecitos en el vidrio del ventanuco.

    Recuerdo que abrí un ojo y la garra blancuzca me estrujó la barriga: era el miedo que me susurraba con su lengua amarilla ahí vienen por ti otra vez. Y justo cuando alargaba la mano enguantada todavía en vendas, porque la infección en los dedos no se me acababa de curar, para agarrar la culata de una escopeta pisponera que mi padrino me había dejado, más que para que me defendiera de una nueva aprehensión para que tuviera tiempo de suicidarme, vi cómo en la palidez lunar de la noche asomaba una mano en el aire helado y golpeaba despacito el vidrio otra vez, tac, tac, tac, con uñas que adiviné sucias y pensé con cierto tino que los pinches guachos no iban a venir a tocar quedito en mi ventana y me quedé mirando aquello, aterrado pero agarrado con dieciocho uñas a una esperanza enana, microscópica pero real, y el miedo se me volteó en un columpio de alegría mezclada con angustia cuando luego se perfiló la silueta inconfundible de la cabezota de mi primo, el Cabe, su cráneo como de hombre de las cavernas embutido en una gorra con orejeras de las que brotaban sus peculiares arcos ciliares, su cara de gorila, y pude ver, a pesar de la contraluz azulada, que me enseñaba los dientotes en la mueca de una sonrisa. En lugar de saltar a abrir el ventanuco, corrí a la cocina para abrir la puerta.

    A poco estuve de irme de espaldas porque con el Cabe estaba, sonriente en el quicio de la puerta, el Gato. Traía el pelo largo y una barba crecida. El Cabe era la misma mole cariñosa de siempre. Cuchichearon saludos y me abrazaron. Luego arrastraron unos bultos dentro y me ordenaron apagar la luz del quinqué de petróleo y la linterna de pilas. Me acuerdo que me quedé pensando que no los había escuchado acercarse a la casita. Valiente vigilia.

    Prendí el fogón y puse a calentar agua para prepararnos una canela con piloncillo porque seguramente platicaríamos largo. Estaban sentados a la mesa, como esperando algo, y me fui a sentar delante de ellos. Entonces vi que los dos me miraban las manos y quise esconderlas debajo de la mesa, avergonzado, pero el Gato fue más rápido y me detuvo del antebrazo. Tomó con cuidado el vendaje y a la luz del fogón salpicado del resplandor azul de la luna que llegaba oblicuo desde la ventana de la cocina fue revelando el escarnio de mis dedos mutilados. No hablaba, sólo iba desenredando las vendas sucias y echando vistazos al semblante del Cabe. Mi primo me miraba con sus ojillos de primate, muy serio, casi amenazador. Yo noté que la respiración se le iba volviendo ese fuelle de locomotora que quienes se habían enfrentado alguna vez a su furia tan bien habían aprendido a temer. Llegué a pensar, instintivo y tonto, que me abofetearía con su manaza de relámpago. Pero al mismo tiempo que le subía y bajaba el diafragma con lo que sabíamos que era esa furia silente suya tan temible, se le aguaron los ojos. El Gato no dijo gran cosa. Tomó una mochila y salió con el mismo sigilo con que había llegado a mi ventana. Mi primo se quedó conmigo. No habló mucho, se veía que le pesaba lo que me había pasado y yo temí que mi padrino les hubiera hablado para contarles los detalles de mi humillación. Sacamos uno de los catres que mi padrino guardaba para sus amigos y varias cobijas. Yo, sabiendo que el Cabe estaba allí, me tranquilicé. Antes de dormirme recuerdo haber volteado a verlo. Estaba sentado en el camastro que se combaba bajo su peso. Tenía en las manos un rifle automático. Metía y sacaba el cargador curvo, de treinta y cuatro cartuchos, con los ojos perdidos en un rincón oscuro. Pensé en los pinches soldados. Ora sí, arrímense, putos, a ver si como roncan duermen, ¿qué no, kid? El sonido me arrulló.

    Al otro día me desperté hasta que el sol me besó la cara desde el ventanuco. La casita olía a café y pan tostado. Como yo no tenía ninguna de las dos cosas —a mí apenas me quedaba una cazuela de papas hervidas, agua y un poco de sal, azúcar de piloncillo y canela— supuse que mi primo venía avituallado. El olor del pan caliente me hizo recordar tiempos menos peliagudos. El Cabe lo preparaba cuidadosamente en un comal sobre el fogón. Había salido temprano a traer leña. Seguía callado, como enfurruñado. Me sentí culpable de algo, sin saber bien qué, y desayunamos en el más misterioso de los silencios, apenas abrimos la boca para intercambiar monosílabos y engullir trozos de pan tostado embarrados con una mermelada de moras que traía en una de las mochilas, una delicia. Luego se puso a desarmar su rifle y yo, sin saber qué decir o hacer, me fui a buscar el hacha para preparar más leña para el almuerzo y la noche. Durante horas estuve troceando leños afuera de la casita. A cada hachazo respondían los cerros con un eco seco. Me dolían los muñones infectados pero me aguantaba como los machos; nadie iba a andar por ahí sintiendo lástima por mí. El cielo estaba azul pero hacía frío, aunque eso me lo quité con el sube y baja del hacha sobre el tocón. Paré porque las vendas estaban empapadas de sangre otra vez. Me las quité, me lavé con agua helada, las enjuagué un poco y me las puse otra vez.

    Ya empezaba a bajar el sol cuando volvió el Gato. Esta vez escuché el motor cuando tragaba el primer buche de una sopa instantánea riquísima que mi primo preparó con agua de la pileta. Estaba calentita, sabrosa. Del brinco me eché la cucharada al pecho. Hice por levantarme pero la mano de gigante del Cabe se alzó diciendo: espera, mientras con la otra levantaba su rifle, el dedo agarrotado en el gatillo. Levantaba el fusil entero y cargado con una sola mano, como si fuera una pistolita vil. Se paró despacio, porque el Cabe era tan enorme que todo parecía hacerlo con lentitud. El Gato solía decirle que ralentizaba, pero esa palabra, como muchas otras que el Gato decía, no la entendí hasta muchos años después. Desde el ventanuco dio el visto bueno al motor que sonaba ya muy cerca. Me hizo una señal con su cabeza de pedrusco que quería decir: apúrate con la sopa y ven afuera, y desalojó la casita. Mientras yo escuchaba que hablaba con alguien afuera y saboreaba la sopa queriendo que durase más, me pareció que sin el Cabe adentro de la casita entraba más luz y había más aire.

    Afuera estaba un todoterreno como el de los soldados pero rojo. Era del Cheroque, un médico voluntario en el dispensario de las monjas, en Siso, y que ahora me sonreía desde el estribo. A manera de saludo dijo que me iba a revisar, y mientras volvía a la casita acompañado por el doctor, pude ver que el Gato y mi primo descargaban otros bultos largos, como si trajeran herramientas. Recuerdo que mientras le mostraba al Cheroque mis dedos mutilados y coronados de pus, pensaba que quizá nos íbamos a ir a trabajar en las minas. El Cheroque me curó los dedos con un líquido que ardió como si me los quemaran y me cambió las vendas por otras limpias. Le asombró que no me quejara. Me hizo tragar un puño de pastillas y me puso dos inyecciones que no dejé que fueran en las nalgas, sino en el brazo. Me preguntó si tenía otras lesiones, así dijo, lesiones, y yo le dije que no. Insistió, que si estaba seguro, y le dije quenocarajo. Volteó a la puerta y el Gato estaba mirando todo. Yo me moría de vergüenza y me rechinaban los dientes de rabia porque de seguro el hocicón de mi padrino les había dicho lo de la violación y la tableada, pero me mantuve en mis siete y no abrí el hocico. De reojo pude ver que el Gato le hacía una seña con la cabeza al Cheroque, y éste tomó sus cosas y salieron a reunirse con mi primo. Cuchichearon entre los tres un poco y luego escuché de nuevo el motor del vehículo, cada vez menos, hasta que sólo fue un murmullo entre los pinos y la manzanilla. Entonces volvieron mi primo y el Gato y metieron los bultos que bajaron del todoterreno del Cheroque. El Gato cerró la puerta y se quedó mirando por la ventana, como cerciorándose de que el médico se hubiera marchado de veras. Entonces se volvió a mí. Mi primo estaba junto a la puerta, llenando la mitad de la cocina él solo. El Gato se agachó y abrió uno de los atados. Eran dos rifles como el de mi primo. El Gato dijo vamos a enseñarte a usarlos, chamaco, y mi primo subrayó la frase corriendo el cerrojo de su fusil y dejándolo amartillado. Para que esos culeros aprendan a respetar, dijo con su voz como un mugido, un eco monstruoso de la frase de los soldados, y yo supe que estaba a punto de entrar a mi propio bautizo de sangre y fuego.

    Y por primera vez en semanas dejé de sentir tristeza. Pero odio no.

    DOS

    HOLA. Me llamo nada. Soy el acaso, la voluta de un propósito que se desprende de la brasa del cigarrillo de alguien que, por fruncir el entrecejo, ha ido en lo distante de sus minutos horas días semanas meses años surcando una vieja arruga y en lo inmediato dejado a medias la calada porque me le cruzo, inoportuna, en el espectro de lo consciente. Soy la inminencia de un número de proyecto, de etiqueta, de intento sin definir en algún sitio, tal vez en un cuadernillo de notas; un inciso en una lista de cosas por hacer hoy, lo que éste cree que debe recordar y aquél tiene por obsesión difusa, inasible, molesta como una comezón que no se puede localizar: soy la silueta de alguien a punto de perfilarse en un retrato, o un guarismo oculto en un retazo de papel, quizá la irresoluta concepción de algo a punto de convertirme en tinta sobre el lienzo de una servilleta decorada con dulces máculas de vino, o mejor el desespero de un calculista en una bola de papel arrugado, arrojado con gesto de frustración, con desgano o encono en el cesto de la basura: qué tal que soy un malogrado hemistiquio, un ocioso serventesio o escasamente una cesura. Qué tal si nota musical, no sé. ¿Quizá apenas un símbolo?, ¿una letra sola?, ¿un breve garabato a punto de ser trazado con la tinta de la rabia, el bálsamo del llanto, la sangre de un esfuerzo incalculable?, ¿quién, finalmente, será mi creador y cuál mi intención?, ¿quién me desentraña?

    Puedo ser, eso sí, una aprensión, un sentimiento, una repugnancia o algo que formule risas o luz o aturdimiento. Soy apenas una idea en confección. Una coyuntura comercial o bélica o musical. Un pensamiento llano y liso, sin superficie reconocible ni forma todavía apreciable y sin historia.

    Soy algo. Tal vez soy arte a punto de ser creado, hálito santo, un último adiós. Puedo ser cima o abismo, partícula o molécula, o también puedo ser la nada cifrada en la tripa del átomo. Puedo ser insignificante eslabón o el todo avasallador. Eso: soy algo por venir, un anuncio sin formular, lo que está a la vuelta de la esquina o en la punta de la lengua. Un sencillo retazo de vacío con pretensiones.

    Hola. Me llamo posibilidad y sin tener certeza todavía de mi sustancia ni de mi destino estoy segura de tener uno que me aguarda y aquella que me acuerpe, y puesto que mi nido es la nada previa soy de naturaleza paciente, y no llevo prisa por llegar a ninguna parte, ni por ser el orgullo de nadie, ni por ser vista o escuchada porque mi territorio es todavía el azar y soy ajena al tiempo, al apetito, a la certeza o al palpo y simplemente aguardo, observo, acecho, sin que me importe cuántas hojas se deslizan del calendario o cuántas milésimas de un instante dura aún mi infinitesimal, previa existencia.

    Hola, soy la más pura, alambicada, sutil, imperceptible espera.

    Pero toda espera tiene un final.

    EL HEDONISTA

    A PABLO MIRANDA, del que nadie del rumbo conoce el nombre verdadero y los vecinos conocen como el señor Morales, representante farmacéutico para servir a usted, quien mucho viaja y a nadie molesta nunca porque además su casa está al fondo de la cerrada y no suele hacer fiestas ni escándalos, le gusta estar así, dueño de su soledad y de su jardín inmenso. Dueño de la música que escucha, aunque ni sea propiamente suya ni tenga en realidad un buen oído crítico por más que a veces se piensa melómano. Mitómano eres, se dice hoy que, cosa rara porque es más bien propenso a los esplines, está de buen humor. Le gusta esta indolencia con que rasca los piquetes de mosquitos y chaquistes, medio aguantando el escozor, o cuando mira las volutas de las mariposas, la parsimonia de las avispas recién salidas de sus nidos aflautados de barro cuando aprenden a volar, automáticas. Le gusta a Pablo Miranda, a don José Víctor Morales Fuentes, al doctor Raúl Zamora, el arquitecto Jaime Lara, un abogado de apellido Márquez y en fin tantos, tantos nombres de un alma que corresponden a rostros vagamente parecidos en diferentes sitios, en diferentes episodios casi siempre violentos, en diferentes vidas que vive uno solo que en verdadero secreto se llama así, Pablo Miranda, y a quien le gusta de sí mismo, insiste para sí, ese gesto pedante, como de Bogart, cuando encendía un ocasional cigarrillo que lo llevaba solamente a adoptar una pose y luego aplastarlo contra el cenicero lleno de cigarrillos deliberada y perfectamente desperdiciados. Le gusta ser así, dueño del sol y de su sudor; dueño de su perro; mirar la mole peluda revolcarse en la hierba con la barriga hacia arriba, tostándosela, cachorro eterno a ratos con sus casi setenta y cinco kilogramos de carne, hueso y colmillos.

    Le gustan a Pablo Miranda, que ha sido también lechero, dentista, albañil, contador, campesino, soldado y un excéntrico pintor de extravagancias, un tipo de esos de pelo largo que siempre están en algún otro lado menos donde se supone que viven, de apellido alemán, sus muchas caras que esconden ésta, la verdadera. Le gusta, pues, poseer una suerte de don de ubicuidad con que se protege, se oculta, se vuelve sombra común, smog en la ciudad, hierba en el campo, polvo en el páramo, agua en la charca. Le gusta, en cualquiera de sus múltiples personas, sobre todo estar cerca de sus discos y de sus libros: únicos denominadores comunes en esa hidra de tantas cabezas que tararean y leen. La lectura en la terraza, la exquisita astringencia de la pólvora china que a miles de kilómetros alguien habrá cultivado con dedicación sacerdotal, para ser luego aprovechado su trabajo por otro con amor al dinero que habría ordenado cortar las verdísimas hojas y después, una a una, las habría mandado convertir en pelotitas negras y secas que repiquetearían en un fondo de cristal para que él, aquí y ahora, ajeno y distante pero sinceramente agradecido, las disfrute así, en una terraza de las antípodas que mira a un jardín con limoneros y toronjos en flor, lejos de gente y ruido, puesta la preparación a punto como manda el canon inglés del agua a ochenta grados Celsius y primero, mire usted, sirva la media taza de leche y un poco de azúcar, si lo toma dulce pero no lo haga demasiado, que es anatema, y al último la infusión porque, ¿sabía usted?, ah, ¿no lo sabía?, pues se lo digo: de ese modo se potencian los taninos en las que son ricas las hojas del arbusto aquel.

    No seas mamón, se dice, y el perro abúlico alza un poco las orejas pero procura no mover más que la punta de la cola. Miranda sorbe la infusión tratando de no pensar, no ser, estar.

    Le gusta el olor especiado, un poco a rancio, del mantel sobre la mesa de jardín que sirve lo mismo para desayunar que para las meriendas, adornado con gotas de té y café y salsa. Le gusta ser muchos, ser tantos y por ello no deberse a familia ninguna pero ser una sola muerte para tantos otros a los que cualquiera de sus egos alternos llega a visitar, porque de eso se tratan en secreto todos sus presuntos negocios: el litigio es muerte; la pintura es muerte; el diseño es muerte; la clínica es contradictoria muerte; el comercio es intercambio de vida por muerte. Le gusta estar así, y decidir por su cuenta, sin que nadie se atreva a objetar nada, si se toma otra taza de té o mejor una cerveza o la botella entera de whisky, como ahora que se ha servido un heterodoxo trago luego del té. Le gusta estar así, sin pensar en dinero o en surtir la despensa o si el depósito de combustible del auto tiene lo suficiente siquiera para reventar el encendido. Sin tener que saber cuántas municiones le quedan al otro, si ha contado siete o nueve, o de qué jodido calibre.

    Le gusta esto del sol a plomo mientras las tejas de barro a él lo mantienen fresco y a cubierto, mirando como de muy lejos el trallazo de luz incendiando el cielo para llegar luego convertido en brisa tibia que se cuela entre las hojas de los árboles y baja al suelo, peina la hierba y pasa una mano cósmica sobre la barriga del perro, que babea de gusto, ocultos todavía los colmillos porque orita para qué.

    Le gusta estar así, escuchar a Bach o a Rothery, y cómo, efectivamente, mis hermanos yoes, ésta es la vigesimoprimera centuria, mientras las frases hilvanan en un edredón sonoro e intergaláctico, envoltura de miel que lo adormece en ambarina burbuja imaginaria, aunque en un plano de este lado del espejo de la conciencia, tal que habrá de suceder a los adictos al opio en sus momentos de brutal lucidez. La pistola, sin embargo, oculta a medias por el mantel, es una contradicción rijosa que da pie al prurito que reza a veces esto: quítala de aquí, maldito paranoico esquizoide, llévatela a guardar, déjala en encierro, que la trague la sombra del olvido con todo lo demás que has sido, todo lo que has hecho, pero se contesta siempre cuán imposible sería eso como en los cuentos de hadas de su niñez: por siempre jamás. Le gusta estar así, sin tener que amar, y por eso mismo sin tener que alimentar diariamente el aborrecimiento con redivivos rencores hechos a su vez de naderías como los calcetines sucios que Chepe dejaba tirados en el pasillo o el acre olor a sobaquina cuando decidía no bañarse el muy cerdo. Le gusta estar así, inexistente para los índices fiduciarios o las rutas del colectivo. Transparente para que nadie requiriese la traslación de sus opacidades, microscópico para los emporios fabriles, insignificante, para las reuniones de consejo administrativo presididas invariablemente por príncipes jugadores de polo a los que quizá, cualquier día de éstos, la ruleta cruel de la vida les dicta tener que encontrarse con él porque otro príncipe más rico y más poderoso ha decidido que se les ha terminado el tiempo en el mundo por otra clase de naderías como el apetito por el poder, una deuda de juego, un asunto de faldas. Sólidamente sostenido por la largamente meditada conclusión —ese anacronismo, la conciencia reflexiva— de que a pesar de la carroña con que se alimente, uno puede seguir siendo un caballero, le gusta estar así, solo, pero extrañando a Chepe y sus cotidianas, minuciosas, irritantes inconsecuencias. Pero por ahora le gusta más así, extrañado, lejano, viviendo otra vida en otro sitio para que él pueda quedarse solo, melancólico a medias, deseoso a medias, tratando de calcular cuánto tienen de no verse. Reprime, disciplinado siempre, el deseo y las ganas de ir a buscarlo. Mejor quedarse así, solo. Por ahora.

    Sin tener que matar a nadie otra vez.

    Todavía.

    Pero entonces suena hilvanado entre los acordes de la música el timbre del teléfono, y reconoce el tono específico y agorero de un aparato que nunca ha dejado de contestar, y entonces, a pesar de que se odia por hacerlo, se levanta pesadamente de la poltrona y entra a la casa adivinando quién es y qué es lo que le van a pedir. Mira unos segundos la pantalla del aparato identificador que avisa no id y pasando deliberadamente por alto el chiste malamente freudiano que de inmediato se le ha ocurrido, lleva el bicho que repica histérico a la sien: malditos sean.

    OTRA VEZ EL DIABLO

    Sutil e insustancial, el experto no deja huella.

    SUN TZU, El arte de la guerra

    —ES UN caballero, pero además aquí lo que importa, con una chingada, es la eficiencia y ese cabrón siempre nos ha cumplido las… promesas —dijo el coronel Padilla con el auricular en la mano deformando peligrosamente, al estirarlo, el gusano en espiral del cable—. Además —agregó— la orden vino de arriba y nosotros a callar y obedecer, carajo.

    Maldijo por enésima vez al gobierno que tan bien le daba de comer porque en las oficinas de la corporación seguían padeciendo equipos viejos como aquel teléfono. Carajo, todavía tenían secretarias allá abajo aporreando una pesada Olivetti en lugar del teclado silencioso de una computadora, grandísimos hijos de la puta que los parió. Dio dos pasos sin soltar el auricular y encendió el interruptor del aire acondicionado. El aparato de teléfono se deslizó peligrosamente a la orilla del escritorio atestado. La maldita oficina iba a tardar demasiado en enfriarse, de modo que cuando así fuera ni siquiera lo iban a notar para seguir sudando como cerdos aunque los cerdos no sudaran; ah, las cosas que puede aprender uno gracias a la televisión. Volvió a odiar a los responsables del cambio climático. Siempre el culpable de la catástrofe era otro. El cable ya no daba para más y del otro lado sonaba el tono de espera.

    —No chingue, jefe —respondió el Estrella despatarrado en un sillón frente al escritorio de su jefe—, ese cabrón es un carnicero y siempre terminamos nosotros limpiando su jodido tiradero…

    Pero el coronel Padilla ignoró el señalamiento del subalterno. Se limitó a observar, como si se tratara de un eclipse o de un animal extraño, la pantalla del termostato del aparato que ronroneaba la promesa de un mundo fresco. Allá, del otro lado de la línea, un teléfono seguía repicando. Carajo, se dijo el coronel, si me contesta la pinche grabadora se nos van a complicar un chingo las cosas.

    —Si no lo llamo se nos pueden complicar un chingo las cosas, Estrella —apostilló. Ahora maldecía las ganas de fumar y odió un poco más a su mujer por obligarlo a usar un jodido parche de nicotina en la nalga izquierda en lugar de dejarlo prender uno de sus amados cigarros de hoja. Enfisema, una putería del páncreas, cáncer, balazo o tortura después de un levantón cuando desde arriba les voltearan la tortilla, cuestión de días, de meses, de años en los que con suerte no se tuviera que morir porque otro así hubiera dispuesto, qué más daba, chingao, un cigarrito por favor, mi alma. De pronto un casi imperceptible chasquido seguido de una voz apagada, lisa, sin inflexiones, y el coronel no pudo evitar un leve estremecimiento. Era él:

    —Consultores asociados…

    —Buenos días, ¿la oficina del licenciado, er —miró de soslayo, nervioso, un nombre garrapateado en un papel trazado de arrugas—, Mireles…?

    —Mireles no está. Habla Bárcena.

    —Sí, sí, eso, el licenciado Bárcena —Padilla resopló, exasperado con la pantomima. Siempre era lo mismo con ese grandísimo cabrón. Pero Padilla no era tonto, sabía que en ese momento había todo un sistema de rastreo y localización, qué paradoja, echado a andar para identificarlos a ellos. El espectro nunca se andaba con medias tintas.

    —¿Quién lo busca?

    —De parte del ingeniero —revisó rápidamente de nuevo el papelito arrugado que tenía al alcance de la mano sobre el escritorio— Quiroz…

    —Dos minutos —dijo aquella voz que el coronel absurdamente imaginó cetrina, y se cortó la comunicación. Miró al Estrella. Le chocaba su aspecto pero en la calle eso era importante, volverse casi imperceptible. De todos modos, aquello era de una desfachatez intolerable.

    —Váyase a limpiar esas botas, Estrella, me da asco verlas.

    —Sí, jefe —dijo el otro, pero no se movió de su lugar. El coronel volvió a acercar la jeta al termostato, como si quisiera descubrirle un nuevo olor. El silencio se volvió incómodo entre jefe y subalterno y ambos respingaron pero agradecieron cuando sonó uno de los tres teléfonos celulares que descansaban sobre el escritorio, entre resmas de informes que se anunciaban confidenciales, periódicos y folletos de ofertas de almacenes de prestigio. En la pantalla no aparecía el número que llamaba, sino una serie de puntos. De puntos suspensivos como la vida ante la muerte, pensó el coronel. Sabía que ni rastreando esa llamada con aparatos sofisticados, de los que además carecían en esa oficina, habría podido establecer un punto concreto en la geografía del mundo, a diferencia de lo que seguramente recién pasaba del otro lado de la línea. La llamada podría estar entrando lo mismo de una calle de distancia que de una cabina en Brisbane, un piso en Bruselas o una oficina de Nueva York. Si los hijos de puta políticos que todo desmadraban se dignaran a liberar y no chingarse todo el presupuesto que se les solicitaba en cada ejercicio fiscal, aquella danza cibernética y satelital sería en sentido contrario, carajo.

    —¿Es seguro? —preguntó esta vez la voz.

    —Es seguro, er, señor…

    —Bárcena.

    —Eso, Bárcena —el coronel apenas pudo disimular la mueca de impaciencia. Tantas precauciones de este cabrón matarife, pensó pero inmediatamente se desdijo: bueno, por eso es el mejor y en lugar de cazarlo le pedimos ayuda…

    —Usted dirá.

    —Necesito que venga a platicar de un asunto. Es urgente.

    —Qué tan urgente.

    —Mucho, muchísimo. La cosa viene del, bueno, de la oficina grande.

    —¿Del Coyote?

    —No, de su jefe.

    Su interlocutor dejó correr los segundos. Paciencia. Cualquiera creería que había colgado. Por fin habló, lacónico como siempre:

    —Once mil vírgenes, en el diecisiete —dijo, y otra vez cortó bruscamente la comunicación. Se desvanecieron las cortesías de utilería y Padilla se quedó mirando el teléfono en su mano, ofendido por la brusquedad del pragmatismo.

    —Hijo de una puta hojalatera y apestosa… —masculló.

    El Estrella miró con ojos ávidos cuando su jefe regresó el auricular a la superficie del escritorio con el castañetazo seco del disgusto con que siempre parecía rubricar los pequeños actos de lo cotidiano.

    —Pasado mañana en la mañana se me largan al parque Sullivan. Lleguen antes de las once, no vayan a hacer la pendejada de dejarse ver —dijo. Luego se puso de pie, tomó su saco del respaldo del sillón y echó en los bolsillos los tres celulares. Abrió un cajón de su escritorio y sacó la cuarenta y cinco niquelada y con cachas de nácar que le había regalado su compadre poco antes de convertirse en su jefe, la metió en la sobaquera del costado izquierdo. Cuando salía violentamente de la oficina se volvió al Estrella, el gesto agrio y pensando: chingadaputamadre, frase comúnmente previa a cualquiera de las órdenes que impartía cuando no podía fumar, y ladró:

    —Al carajo con esto. Voy al baño a quitarme este pinche parche y a comprar cigarros. Si habla mi mujer dile que ya me fui a la chingada; ah, y dile a Mirna en cuanto regrese del pinche baño que les diga a esos pendejos de recursos materiales que esta misma pinche semana quiero un teléfono inalámbrico en mi escritorio, ¡carajo! —y azotó la puerta.

    El Estrella se quedó mirando el teléfono con ojos perdidos. Putamadre, otra vez el diablo, dijo con fastidio de labios apretados, y luego se levantó como si fuera lo último que quisiera hacer en la vida, para esperar a la secretaria del coronel, calcularle el peso de aquellas tetas magníficas pero para él inalcanzables y quitarse cuanto antes de encima la posibilidad de otro regaño a ladridos.

    DEL DOCUMENTO ENCONTRADO EN CASA HABITACIÓN DEL PRESUNTO CULPABLE PABLO MIRANDA HAUSER.– FOLIO PRIMERO/EXP. 240668-001

    ME LLAMO Pablo Miranda Hauser y soy homosexual, pero no es eso lo que me define en la vida, o quizá sí, no sé. Hasta ahora siempre he pensado que la huella en mi vida la marca mi oficio. Ésta es la primera vez que escribo un diario, que supongo que eso es de lo que se trata esto. Tal vez me estoy poniendo viejo, me estoy volviendo blando. He hecho tantas cosas terribles de manera anónima que quisiera al menos salir de esa anonimia, certificarme como ser vivo, dejar de ser solamente una sombra clandestina. Me llamo Pablo Miranda aunque se me conoce con cualquier nombre menos ése, y soy el mejor asesino que se puede conseguir por estos rumbos. Soy gatillero a sueldo, sicario al mejor postor. Soy una mierda sin escrúpulos, la mejor mierda de mi especie que el dinero puede conseguir. Soy un puto asesino, pero no un carnicero de poca monta como los que sobran tanto por ahí últimamente. Me asquea la sola estupidez de suponer que mandarle a un adversario los pedazos de uno de sus soldados sirve de maldita cosa, como si regalar cabezas fuera de veras a pararle las patas a cualquier malandro de carrera, empezando por los banqueros, industriales y políticos, sobre todo estos últimos, para los que a menudo presto mis impecables servicios. Ser un buen asesino es ser un asesino infalible, implacable, impecable, y para ser tan pulcro hay que ser profesional, y para ser profesional hay que tener un código y para tener un código hay que tener conciencia. Y la conciencia se adquiere pensando, no taraceando cadáveres, atiborrado de cocaína o foco. Ser un buen sicario no es agarrar un cuerno a lo pendejo y ponerse a quemar placas de treinta.

    Soy homosexual pero no creo nunca llegar a conocer el verdadero amor aunque disfruto mucho ciertas compañías con todo y sus secreciones o quizá precisamente por ello. Soy también un tipo atormentado por mi capacidad de resistencia y por mi ausencia de asco y de remordimientos que de pronto contradice mi vasta y obsesivamente detallada memoria. Mi pecado es lo mismo la muerte violenta, el asesinato de alguien, que una magnífica capacidad de recordar cualquier detalle de mi vida, al grado que no pocas veces he dejado boquiabierto a alguien con la minuciosidad con que soy capaz de evocar lugares, gestos, colores, figuras, textos, diálogos y situaciones de cualquier tipo, de cualquier época de mi vida. Esta capacidad de observación y clasificación del recuerdo es algo innato en mí aunque con los años lo he ido refinando, convirtiendo en un ejercicio práctico y cotidiano, obligatorio en los vaivenes de mi oficio de verdugo. Pero esto del ejercicio de las memorias es como el agua del pozo; no estás bien seguro de su transparencia hasta que la ves de cerca en el brocal. Luego igual y sale toda lechosa, turbia, de modo que no se vea el fondo de la cubeta y apenas se tengan atisbos de sombra, retazos de niebla de los que hablaba un desgarbado novelista que hubiera querido más bien ser poeta. Me gusta leer novelas y cuentos. Quizá yo también, de manera incongruente y más por razones del subconsciente que de la voluntad despierta, he querido alguna vez ser escritor, dejar un registro tangible de lo que soy o lo que fui, y por eso escribo esto aunque sé que posiblemente nadie lo vaya a leer nunca y espero que mis padres, quienes tanto se sobaron el lomo para hacerme un hombre decente, nunca sepan qué clase de vida ha vivido el hijo que los abandonó hace muchísimos años, aunque bien puedo suponer, por los muchos años que han pasado con la levedad de la inconsciencia, que quizá ya han muerto y nada importe lo que pueda yo revelar aquí. A mi único hermano lo supongo vivo, pero igual de distante que si no lo estuviera.

    Hay veces en que los recuerdos de ciertas cosas me asaltan con toda claridad, como si los estuviera viendo en el cine, pero las circunstancias que los rodean a menudo son confusas. Recuerdo perfectamente, por ejemplo, estar en casa de Adolfo, cuando teníamos nueve años. Eso fue en 1978. Adolfo fue mi único amigo cuando vivimos en Veracruz durante media primaria. Como sea, no aguantamos el calor y mi padre dictó el regreso al tumulto metropolitano cuando mi hermano y yo nos cundimos de un sarpullido urticante, que se nos infectó y tuvimos que salir corriendo del puerto hacia las tierras altas de Xalapa y Puebla y luego otra vez a la Ciudad de México, que ya por entonces empezaba a convertirse en este récord Guiness de la estulticia que es hoy, capital de la insania y la contaminación, porque si no el salitre, el aire pesado de olores de las salmueras en los bodegones de los muelles y el bagazo descompuesto de caña que tolvas enormes vomitaban hacia la panza combada de los barcos, allá en tierra caliente, hubieran juntado motivos sobrados para que la urticaria nos desollara en vida, como a dos pequeños Xipe Totecs, señoritos desollados, aunque la única renovación primaveral que hubiéramos señalado entonces, de habernos quedado en esos aires malsanos, hubiera sido la de miles de pústulas diminutas que habrían empezado así como las padecimos, siendo unas cuantas en la nuca y en la parte interior de codos y rodillas, seguramente para acabar, sangrantes, infectas ya, cubriendo axilas, cuello, tórax, brazos y piernas como llegué a ver en las láminas de un libro de aberraciones dermatológicas de mi padre, quien, por cierto, era médico.

    El hijo que fui pertenece a otra dimensión, otro personaje, otra vida. Otro yo, de cuando fui niño y tuve amigos y una vida más o menos feliz. Adolfo fue mi mejor amigo en esos días veracruzanos y calientes y tengo la postal a colores grabada dentro del cráneo: la luz de la tarde que le ilumina la mitad de la cara. Fue un instante que se me congeló en la cabeza; lo veo en el quicio de la escalera, cerca de una maceta enorme en la que languidecía una palma de esas que a todas las señoras les ha dado por tener en sus casas alguna vez y que nunca viven lo suficiente porque las hojas se ponen de colores que van anunciando la muerte: verde claro, amarillo, ocre y finalmente, pardo seco aunque les amarren al tallo listones rojos dizque para curarles el mal de ojo. Los listones rojos se los ponían también a los niños recién nacidos, pulseras para muñecas y tobillos hechas ya de listón simple, ya de un

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