Las malas costumbres
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Las malas costumbres - Julieta García González
árbol
Dos cosas
(Una tarde de conferencia)
Buenas tardes. Entraré en materia.
Hay dos cosas que suceden con cierta regularidad cuando se tiene sexo. Creo de consideración mencionarlo, en parte porque sé que se trata de algo desagradable o francamente grosero, y en parte porque supongo que su aparición es inevitable. Tal vez no todo lo inevitable que parece a primera vista, pero sí difícil de controlar. Hablo de algo que, aunque es lo mismo, varía en su expresión dependiendo del género. Veo su cara de sorpresa: me explico.
Las mujeres emiten gases por el trasero. Cuando relajan los esfínteres en el momento del clímax, aflojan el cuerpo entero y los gases salen de su ano disparados en todas direcciones. Los hombres emiten gases por la boca. Cada movimiento que realizan para penetrar y llegar a un orgasmo presiona su intestino delgado e, incluso, el estómago. Estas emisiones pueden ser apenas perceptibles. A continuación les presentaré algunas imágenes que ilustrarán lo que voy explicando, aunque a veces parezca que no tienen relación alguna con lo que digo. Ustedes encontrarán, poco a poco, un hilo en la secuencia de imágenes y, cuando llegue el momento de explicar algunas, tendrán una idea muy clara del trabajo que hice. (Linda, ¿podrías poner la primera transparencia? Gracias.)
¿Cómo sé esto de los gases expulsados y cuál es su relación con el sexo?, se preguntarán, seguramente con desconfianza, viéndome aquí, sentado e inútil. Pues bien: en principio, me lo han contado docenas de personas fiables. Luego lo he constatado personalmente. Lo que les informo es producto de una investigación seria, la más seria que he realizado hasta ahora. Empecé esta pesquisa intrigado por lo que hacían las parejas cuando se iban a la cama. No, diré la verdad. Empecé la pesquisa antes de darme cuenta de que algo así existía.
Verán, mis padres eran personas conservadoras. Me querían bien. Representaba una carga a veces insoportable para ellos, pero me querían. Y los vi. No a ellos, porque entre mis padres, después de mi nacimiento, no volvió a suceder nada. Supongo que mi incapacidad para moverme o para hablar correctamente los hizo creer durante algún tiempo que tenían un hijo idiota y tal vez vieron en las babas que me escurrían no sólo estulticia, sino incapacidad para observar. Estoy hablando de algo que sucedió hace unos cuarenta y dos años, cuando yo rondaba los seis. Por esto mismo no tengo registrado con precisión el día en que vi a mi madre besarse con un hombre delgado y sombrío.
A mi madre le dio siempre mucha aprensión lo que pudiera ser de mí, temía que me ahogara con mi propia saliva —no era un temor infundado, ya alguna vez había estado a punto de morirme con una bola viscosa atascada en la garganta— o que me fuera de lado y me reventara la cabeza contra el piso. Me mantenía cerca de ella. Yo era una certeza, le brindaba tranquilidad ahí, a un lado, inmóvil y empapado. Y esta interpretación no la inventé yo, atribulado por imágenes de una madre adúltera y hermosa, no: ella misma me lo dijo. No empleó los términos que uso al hablar con ustedes, pero hizo lo que pudo.
Divago. Discúlpenme. Lo atribuyo al medicamento. Pues bien, mi madre no fue el mejor ejemplo que tuve para lo que vengo a exponer hoy aquí. Jamás noté que de ella saliera otra cosa que no fueran gemidos. Unos sonidos prolongados, para mí extrañísimos en esa época, que me dejaban al borde de un ataque de pánico. (Siguiente imagen, preciosa.) Mi madre desaparecía de mi vista arropada en los brazos de algún hombre y luego parecía sucumbir entre los chirridos de una cama vieja. Aprendí mis primeros balbuceos durante esas aventuras. Los intentos iniciales que hice para armar con mi lengua pastosa las frases que se agolpaban en mi mente, surgieron cuando mi madre y los resortes del colchón se agitaban y rechinaban.
Comprenderán que estaba concentrado en asuntos de vital importancia por entonces como para reparar en los detalles que ahora nos ocupan. Si lograba exclamar algo, si de mi boca lograba sacar la súplica que constreñía mi pecho, entonces podría convertirme en una persona normal… Ésas eran mis fantasías. Para mis padres yo todavía era como un mueble incómodo al que había que bañar con regularidad, que apestaba. Como dije, los deslices de mi madre fueron una escuela para mí.
Con mi padre todo fue distinto. A él no lo vi jamás besarse con alguien. O sí, con mi madre, pero de una manera muy extraña. Aunque pregunté, años después, por esos encuentros dolorosos (que me parecían incomprensibles en ese tiempo), ninguno de los dos quiso explicármelos. Sé, sin embargo, que no tuvieron relaciones sexuales. En fin, lo que interesa aquí es que yo vi a mi padre expulsar aire por la boca, eructar, en mucho más de una ocasión. Estoy consciente de que es una función orgánica incontenible; lo sé, créanme. Yo, como pocos, he vivido sujeto a las veleidades de mi anatomía. En todo caso, hablo de los eructos de mi padre cuando se masturbaba, de cómo eran esos eructos.
Aprendí a hablar. Ayudado por la modernidad —la mejor muleta con la que podría contar—, también a escribir. Mis años de aprendizaje fueron lentos y dolorosos. Mis sujetos de estudio me han enseñado más de la vida y de las relaciones que cualquier libro, del mismo modo que los gemidos de mi madre y los rituales en el baño de mi padre superaron los esfuerzos de una fisioterapeuta que trató de sacarme palabras a tirones. (Cambio de foto, linda.)
Ahora bien: el sexo. ¿Qué hay, pues, con el sexo? Considero —algunos de ustedes ya saben mi postura al respecto— que el sexo ha sido sobrevalorado. No estoy hablando de hoy, de esta época hipersexual en que vivimos. No. Algunos de ustedes se preguntarán: ¿cómo puede hablar de sexo él, incapaz de valerse por sí mismo, un títere de la fisiología humana? Bueno, pues tengo autoridad, aunque no lo crean. No explicaré más, es innecesario. Pero tienen razón los que piensan que me refiero a la sexualidad como si hablara de una droga o de un alimento nocivo, es algo intencional. Creo que destruye la mente. He visto cientos, quizás miles de escenas de sexo: en vivo, filmadas, en fotografías, ilustradas. Tengo un estudio sobre los gestos y la deformación de los rasgos durante el coito. Ese estudio fue mi aproximación preliminar a este que ahora presento. (Sí, la que sigue. Gracias.)
Haré una confesión: no fue originalmente idea mía. La primera pista que tuve para realizar este estudio provino de una persona insospechada. Yo había dedicado años a la comparación entre algunos grandes mamíferos —su comportamiento antes, durante y después del coito— y los seres humanos bajo circunstancias sociales similares. Estaba en un punto muerto que me tenía desilusionado, sin ánimos de trabajar y propenso a la distracción. Un día —lamento que prevalezca la anécdota, pero es importante para explicar el contexto de esta investigación—, mientras miraba absorto a unos zanates comer las frutillas de un laurel de la India, escuché algo que me sobresaltó. (Siguiente, por favor.) La casa junto a la mía, y con la que comparto jardín, estaba siendo remodelada. Dos albañiles hablaban sin tapujos, afanándose en su labor. Sin interrumpirse, uno de ellos hizo girar mis estudios ciento ochenta grados. Si mal no recuerdo, dijo lo siguiente: Uno las pone de patas y ellas se pedorrean
. Sé que puede sonar hilarante —lo veo en sus caras, en el sobresalto con el que vibró este sitio—,