El mar y sus pescaditos
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El mar y sus pescaditos - Rosario Castellanos
Fotografía: Ricardo Salazar.
Rosario Castellanos (Ciudad de México, 1925-Tel Aviv, Israel, 1974), novelista, poeta, ensayista y diplomática, ejerció el magisterio en la UNAM y en las universidades de Wisconsin y de Bloomington, así como en la Hebrea de Jerusalén. Colaboró en suplementos culturales de los principales diarios y revistas especializadas en México y en el extranjero. Recibió los premios Chiapas, Xavier Villaurrutia, Sor Juana Inés de la Cruz y Carlos Trouyet. De su autoría, el FCE ha publicado también en versión electrónica Salomé y Judith, Tablero de damas y Juicios sumarios, entre otros.
LETRAS MEXICANAS
El mar y sus pescaditos
ROSARIO CASTELLANOS
El mar y sus pescaditos
Primera edición, SEP, Sepsetentas, 189, 1975
Segunda edición, EDIMUSA, Literatura Universal, 1982
Primera edición electrónica, FCE, 2017
D. R. © 2017, Fondo de Cultura Económica
Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 Ciudad de México
Comentarios:
editorial@fondodeculturaeconomica.com
Tel. (55) 5227-4672
Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc., son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicanas e internacionales del copyright o derecho de autor.
ISBN 978-607-16-5468-7 (ePub)
Hecho en México - Made in Mexico
ÍNDICE
EL MAR Y SUS PESCADITOS
Los sesenta, péndulo de la abstracción al compromiso
Claude Roy, defensor oficioso
El epistolario del marqués de Sade
François Mauriac: la agonía de una clase
Graham Greene viaja con su tía
Erich María Remarque: tiempo de morir
Rodeo: la enajenación amorosa
Witkiewicz: el sentimiento metafísico
Yukio Mishima: la edad como culpa
Las meditaciones poéticas de Ezra Pound
Nathanael West: una palabra profética
La peregrinación a las fuentes
Las parejas impares
de John Updike
Mart Crowley: la distancia estética
La entrevista: un arte difícil
Una autobiografía singular
Pedro Páramo, el rencor vivo
Ricardo Garibay: El mundo es ansí
Carlos Monsiváis: el asedio a México
Las manos en el fuego: identidad y permanencia
La novela mexicana en 1969
Tendencias de la narrativa mexicana contemporánea
Carlos Solórzano: un hombre en situación
Macedonio Fernández: la novela como imposibilidad
El informe de Brodie: ¿una crónica conyugal?
Soy yo, soy Borges
Silvina Bullrich y la alta burguesía
José María Arguedas y la problemática indigenista
Historia y literatura
Arte y destinatario
El pesimismo latinoamericano
EL MAR Y SUS PESCADITOS
LOS SESENTA, PÉNDULO DE LA ABSTRACCIÓN AL COMPROMISO
ES UN libro sin pies ni cabeza; su autor escribe muy mal y no tiene absolutamente nada qué decir.
Cuando un crítico no encuentre términos mejores ni más adecuados que éstos para glorificar una obra, resulta evidente que maneja un concepto de la literatura diferente por completo a los conceptos tradicionales. Y no estamos, como quería Sartre en 1947, al final de la época de la exis y en el umbral de la época de la praxis, sino ante un fenómeno que va a denominarse de muchas maneras: Escuela de la Mirada, Novela Objetal, Escuela de Medianoche, pero que sus teóricos y cultivadores designarán con un nombre mucho más simple y mucho más ambiguo: nouveau roman.
Existe, sin embargo, un punto de coincidencia con el pensamiento sartreano, y es el rechazo de las técnicas narrativas decimonónicas y de ciertas corrientes de las primeras décadas de nuestro siglo. En suma, de todos aquellos textos que giraron en torno de las categorías cardinales de la realidad humana —ser, tener y hacer— como soporte y explicación. Libros en los que el protagonista es noble, es rico, es desafortunado, es bondadoso; tiene carácter, tiene ambición, tiene porvenir, tiene esperanzas; se hace viejo, se hace famoso, se hace fuerte. O mezclando los términos: tiene nobleza, se hace rico, es un hombre de carácter.
En todos los casos el escritor está aplicando a su materia un instrumento de captación que reduciría sus funciones a las de un espejo, según la célebre definición novelística de Stendahl. Porque no se necesita más para relatar una realidad inerte, pasiva, estática, o captar el desarrollo de una parábola prefijada de antemano por el escritor, previsible para un lector más o menos diestro, gracias a la cual el protagonista —que parte de un punto X— alcanza la culminación de un destino.
Una realidad que se agota en las descripciones de paisajes, de interiores, de estados de ánimo y —¿por qué no, si son tan importantes como lo demás y si no nos parecen sublimes al menos permiten que lo que se apoya en ellos raye en alturas sublimes?— de estados de cuenta.
Rayos de luna filtrándose entre las ramas de los abedules de las páginas de Tolstoi; cocina burguesa de Emma Bovary; guardarropa modesto de Julián Sorel en los inicios de su carrera; cofres de avaros, bodegas de anticuarios, galerías de coleccionistas en La comedia humana; vagas ensoñaciones de Mrs. Dalloway; matices delicados en las alternativas de los amores de Swann; reminiscencias vulgares de Mollie Bloom, todo ello hay que guardarlo en el desván de las cosas viejas. Ahora, en la década de los sesenta, es preciso inventar otros temas, otras maneras narrativas, otras actitudes ante el mundo y ante el quehacer literario. Es preciso inventar, otra vez, al hombre.
No es fácil descubrir al hombre si contemplamos el mundo con una mirada que se despoja, propositiva y voluntariamente, de prejuicios morales, psicológicos y estéticos, de compromisos políticos, de anhelos redentores, de proyectos de acción. No es fácil descubrirlo porque se confunde entre los inagotables objetos: ese mundo en el que el hombre carece de una estatura y de una ubicación específicas.
Lo que primero salta a la vista, ya se ha dicho, son los objetos, y los objetos son, de acuerdo con las definiciones del diccionario, todas aquellas cosas que afectan los sentidos (lo tangible, lo gustable, lo visible, lo olfateable, lo audible) y todas aquellas otras que ocupan el espíritu, es decir, el reino entero de lo imaginario.
¡Valiente hallazgo! ¿No son éstas las mismas cosas que describen y a las que recurren los escritores clásicos? ¿Acaso hay otras? No, no hay otras. Pero aquellas giraban en torno de su centro único: el personaje, al cual aludían, revelaban, enviaban mensajes secretos y del que recibían una utilización, un significado, un sentido. Una chimenea apagada es una chimenea apagada, pero también —y quizá más que eso— es la melancolía de Ana de Ozores.
Los objetos de los novelistas contemporáneos carecen de todo atributo y se limitan simplemente a estar allí. Son indiferentes a los adjetivos animistas con que nuestros viejos hábitos metafísicos pretenden capturarlos; no solicitan una interpretación y, si la soportan, no por ello excluyen la posibilidad de la interpretación contraria. El objeto es el vértice en el que quedan abolidas las contradicciones lógicas, reconciliados los antagonismos psicológicos porque es un vértice que incide más allá del ámbito racional o sentimental en que todavía son indispensables las justificaciones. Al objeto le basta aparecer, ocupar un espacio, solidificarse en torno a un punto. Lo demás que se construye alrededor de este fenómeno —en el sentido más estricto de la palabra— es retórica. Una retórica que, al desecharse, deja al descubierto el mito de la profundidad. El universo, dice Robbe-Grillet, es superficie. Y detrás de la máscara no se oculta ningún rostro.
Para relacionarlos con el universo, para comprenderlos, sería suficiente la función óptica que mide, coloca, señala. Esto es, describe. Y el uso de este verbo invalida el de otros que durante siglos pretendieron suplantarlo: penetrar, desentrañar, revelar, interpretar, dotar de sentido, componer, modificar.
La distancia ya no es aquí lo que quería Simone Weil: el alma de lo bello. Es mucho más: la condición del nexo cognoscitivo, apetitivo y activo entre el hombre y las cosas. Lo propiamente humano se reduce a una mera conciencia que registra las apariciones, los cambios de situación, las constelaciones de los objetos. Y que se percibe a sí misma como un objeto más que se muestra, que se coloca, que se combina con los otros. Y que en ningún momento adquiere el privilegio de erigirse en norma para la calificación, en punto de referencia, en canon ni en finalidad. La conciencia, a semejanza de los demás objetos, también se limita a estar ahí.
Esta conciencia es la protagonista del nouveau roman, y, según sus teóricos y sus cultivadores, no aspira sino a encarnar la subjetividad total: la de un hombre que piensa, que siente, que imagina, que se apasiona, que observa. ¿Por qué, entonces, ante el juicio de los lectores este sujeto se muestra como aquejado de una mutilación? No es porque carezca de nombre, ni de historia, ni de destino. ¿Acaso en nuestra experiencia cotidiana no encontramos, en cualquier parte, a una persona de la que ignoramos el pasado, de la que no nos interesa el porvenir, en cuyo apelativo no paramos mientes y con la cual charlamos una tarde entera? No, no son esas minucias las que echamos en falta cuando leemos las nuevas novelas. Nuestro malestar —y no sería exagerado decir nuestra alarma— tiene raíces mucho más hondas. De lo que esta corriente de escritores ha despojado a sus protagonistas es de su primacía en el mundo, de sus derechos de primogenitura, de sus prerrogativas antropocéntricas.
Y el despojo no es un capricho; es una necesidad histórica. La clase burguesa ha perdido poco a poco sus justificaciones y sus ventajas; el pensamiento ha abandonado sus fundamentaciones esencialistas; la fenomenología ocupa progresivamente todo el campo de las investigaciones filosóficas; las ciencias físicas descubren el reino de lo discontinuo; la psicología sufre también una transformación paralela y total.
A este rey destronado que es el hombre sólo pueden ocurrirle anécdotas triviales y, lo que es más, ambiguas. Su memoria es turbia, sus proyectos vacilantes, sus desplazamientos siempre sujetos a rectificación.
La crónica de estos hechos constituye la trama de la novela. Y la descripción de objetos que han recuperado su autonomía, su rango de cosas en sí. Y la expansión de una naturaleza a la cual todo lo humano le es ajeno.
El tiempo de la narración es el presente perpetuo. El pasado carece de importancia porque no se prolonga en sus consecuencias, y el futuro, que carece de relación con el presente, se agota en la última palabra del libro. El instante que presenciamos lo es todo y su presencia es el único argumento que se podría invocar si pretendiera explicarse, justificarse su existencia. Una existencia que no trasciende las páginas en las cuales se la describe y que no alcanza a realizarse más que en la cabeza del lector porque es para ella para quien la concibió especialmente el autor.
La literatura, tal como la entienden y la practican los nouveaux romanciers, no es más que cosa mentale como lo era la pintura para Leonardo. Acto gratuito por excelencia, nada puede estar más lejos de ella que la intención de rendir un testimonio, de defender una tesis o de adherirse a un partido político. El único compromiso que, de manera lícita, es capaz de asumir un escritor es su compromiso con la literatura. La obra exige, para su realización, que se parta desde cero, que no se tome como trampolín ningún a priori, ni psicológico, ni sociológico ni aun estético. La única posición aceptable es la neutralidad más cuidadosa y más estricta. Y la única declaración —sobre el hombre, sobre el mundo— de la que el autor se hace responsable es su propia obra. Lo que dice es como lo dice. Y nada más.
La teoría de la nueva novela ha sido elaborada, formulada, difundida y defendida por los propios autores de las nuevas novelas. Alain Robbe-Grillet, Michel Butor, Nathalie Sarraute gozan de igual prestigio como creadores que como ensayistas. Y han expuesto sus doctrinas con tal brío y lucidez, con tal constancia polémica, que la crítica se lamenta de que gasten la pólvora de su talento en los infiernitos de la argumentación, de lo que se resiente el resto de su obra.
Sin embargo, la bibliografía es numerosa y ha merecido estudios tan serios como entusiastas. Alain Robbe-Grillet, el pontífice del grupo, no desdeña las ventajas de la intriga y aun de la intriga policiaca. En Les gommes un agente secreto debe cometer un atentado contra uno de los grandes burgueses de la ciudad. En Le voyeur un viajante de comercio viola y asesina a una jovencita en una pequeña aldea de pescadores; en La jalousie un marido celoso espía a la mujer y al presunto amante. Pero por escandaloso que sea el acontecimiento que se relata su densidad se disuelve en comentarios triviales, en repeticiones cada vez más borrosas, produciéndose, al final, la ilusión de que no ha ocurrido nada.
El héroe está rodeado de un contorno, social y natural, minuciosamente descrito. Pero hay entre el héroe y su ambiente un abismo que no alcanza a salvar la acción, y cuando ésta cae en el vacío se convierte en algo peor que absurda: en una especie de sueño, de recuerdo o de esperanza, de niebla.
La aridez de Robbe-Grillet se atenúa en Michel Butor. Sus temas no se preocupan por dejar de ser convencionales. En Degrés esboza las relaciones que se establecen entre un maestro de enseñanza secundaria y sus alumnos adolescentes. En La modification y L’emploi du temps pinta con delicadeza y fuerza las intermitencias de un corazón que vacila entre dos objetos amorosos. Pero a estas intermitencias corresponden rupturas del orden cronológico que hacen del relato una yuxtaposición tan compleja de imágenes que acaba por perderse el sentido de la temporalidad y por producirse la ilusión de que su transcurso se ha paralizado, se ha coagulado bruscamente ante nuestros ojos.
Nathalie Sarraute ha sido saludada por Claude Mauriac —al aparecer Tropismes— como la renovadora y enriquecedora de la psicología novelesca, proeza que no se consideraba factible después de los extremos a los que llegó Proust. Y Le planetarium es tenido por Gaetan Picon como uno de los grandes aciertos en la narrativa de este siglo, mientras que conquista el premio Formentor con Les fruits d’or, y Sartre dedica un prefacio a Portrait d’un inconnu.
Las historias, como de costumbre, son lo de menos. Un hijo que se aplica a averiguar cuáles son las relaciones de su padre con una amiga; una pareja en trance de cambiar su domicilio; un escritor que medita sobre las opiniones que suscitará su libro. Pero esto no sirve sino como pretexto para descender hasta el inconsciente y exhibir sus mecanismos al través del lenguaje cotidiano, de las subconversaciones que exhiben las
falsas elegancias de la sensibilidad, abundante en ideas hechas, recibidas y transmitidas junto con las direcciones de proveedores convenientes y que pasan de padres a hijos y de tíos a sobrinos. Lenguaje rico en juicios tanto más seguros cuanto que han sido tomados de las columnas de Figaro Litteraire o de la crónica financiera de L’Aurore.
Hay que añadir a esta lista el nombre de Claude Simon, que ha escrito La route des Flandres, el libro de un desastre: la derrota y el éxodo de 1940. Pero un desastre que no se pinta, como si fuera un gran fresco, que no se alude sino que se instala en el núcleo del relato, que es la prosa misma la que lo imita por medio de una puntualización anárquica, de la supresión de signos que ayuden a esclarecer el texto, de los juegos de palabras. El desorden de la realidad se reproduce en la frase. Y si el orden vuelve a establecerse es sobre el plano propio del escritor: el verbal.
He aquí, por fin, a la literatura convertida en objeto de la literatura. ¿Una novedad? Relativa. Porque desde hace cincuenta años la pintura y la música se desarrollan estrictamente en términos de pintura y de música. Pero en el campo de las letras es apenas en el curso de la última década cuando el lenguaje comienza a usarse como se usaron los colores y los sonidos: como un instrumento para la liberación de lo figurativo. Y si bien la nueva novela fue un primer paso en esta dirección, sus héroes están todavía demasiado provistos de elementos reales, sus páginas excesivamente recargadas de elementos impuros. Si la