Alicia en el país de las maravillas
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About this ebook
Un clásico publicado en todas las lenguas y todos los países del mundo, una historia para lectores de 8 a 100 años.
Lewis Carroll
Charles Lutwidge Dodgson (1832-1898), better known by his pen name Lewis Carroll, published Alice's Adventures in Wonderland in 1865 and its sequel, Through the Looking-Glass, and What Alice Found There, in 1871. Considered a master of the genre of literary nonsense, he is renowned for his ingenious wordplay and sense of logic, and his highly original vision.
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Alicia en el país de las maravillas - TperTradurre
POR LA MADRIGUERA DEL CONEJO
Alicia empezaba a estar harta de permanecer allí sentada en la orilla, sin hacer nada; un par de veces había echado una ojeada al libro que su hermana estaba leyendo, pero no tenía ni dibujos ni diálogos; «y ¿para qué sirve un libro sin dibujos ni diálogos?», se preguntaba ella.
Y así estaba, preguntándose (en la medida de lo posible, teniendo en cuenta que el calor le daba sueño y la atontaba un poco) si por el placer de hacerse una corona de margaritas merecía la pena levantarse e ir a recogerlas, cuando, de repente, un conejo blanco con los ojos rosas pasó corriendo delante de ella.
No había nada demasiado raro en ello; ni a Alicia le pareció tan fuera de lo normal oír al conejo exclamar: «¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Voy a llegar demasiado tarde!»
(Más tarde, pensándolo mejor, le pareció que tendría que haberse sorprendido, pero en ese momento la cosa le pareció del todo natural.) Pero luego, cuando el conejo sacó un reloj del bolsillo del chaleco, miró la hora y se fue corriendo, Alicia se puso en pie, porque se le pasó por la cabeza que nunca antes había visto un conejo con un chaleco, ni sacando un reloj del bolsillo; y, muerta de curiosidad, corrió tras él y atravesando el prado, apenas le dio tiempo a ver cómo se metía dentro de una gran madriguera debajo de un seto.
Un momento después Alicia lo siguió, sin siquiera plantearse cómo se las apañaría para volver.
El primer tramo de la madriguera era llano, como una galería, después giraba hacia abajo de repente, tan de repente que Alicia ni siquiera tuvo tiempo de pensar en parar antes de verse cayendo en lo que parecía un pozo muy profundo.
O el pozo era muy profundo, o ella caía muy despacio, porque durante el descenso tuvo tiempo de mirar a su alrededor y de preguntarse qué le pasaría a continuación. Primero, intentó mirar hacia abajo e imaginar a dónde iría a parar, pero estaba demasiado oscuro para poder ver algo; después miró las paredes del pozo y se dio cuenta de que estaban todas cubiertas de armarios y estanterías; y aquí y allá vio también mapas y cuadros colgados de unos ganchos. De una de las estanterías cogió un tarro; tenía una etiqueta en la que ponía «MERMELADA DE NARANJA», pero para su gran decepción, estaba vacío; no quería tirar el tarro por miedo a matar a alguien allí abajo, así que se las arregló para volver a colocarlo en una de las estanterías junto a las que pasaba al caer.
«Bueno», se dijo Alicia, «tras un descenso como este, ¡parecerá cosa de risa caerse por las escaleras! ¡En casa todos pensarían que soy muy valiente! Porque yo nunca diría nada, ¡ni siquiera si me cayera del tejado de casa!» (Lo que, muy probablemente, era cierto.)
Abajo, abajo, abajo. ¿Terminará en algún momento esta caída? «¡Quién sabe cuántos kilómetros habré descendido a estas alturas!», dijo en voz alta. «Por aquí estoy yendo hacia el centro de la tierra. Vamos a ver: debería estar a seis mil kilómetros de profundidad y creo...» (Porque, veréis, Alicia había aprendido un montón de cosas así en sus clases en el colegio y, aunque esta no era la ocasión ideal para alardear de su cultura, puesto que no había nadie escuchándola, era en cualquier caso un buen ejercicio de repaso.) «...Sí, la distancia debe de ser más o menos esta; pero entonces, me pregunto, ¿a qué longitud o latitud me encuentro?» (Alicia no tenía ni idea de qué era la latitud, y lo mismo pasaba con la longitud, pero pensaba que resultaban palabras muy bonitas para sacar a colación.)
Entonces volvió a empezar: «¡Quién sabe si atravesaré la tierra de un lado a otro! ¡Será bastante raro aparecer entre gente que camina con la cabeza hacia abajo! Los Antipáticos, me parece...» (Se alegraba bastante de que no hubiera nadie escuchándola, porque esa no parecía ser la palabra correcta.) «¿Sabes?, tendré que preguntarles cómo se llama ese país. Perdone, señora, ¿esto es Nueva Zelanda o Australia?
» (Y mientras hablaba intentó hacer una reverencia; curioso, ¡hacer una reverencia mientras se precipitaban al vacío! ¿Vosotros qué haríais?) «Pero mira qué niña tan ignorante
, pensará si se lo pregunto. No, no preguntaré absolutamente nada: quizá lo vea escrito por alguna parte.»
Abajo, abajo, abajo. No había nada más que hacer, así que pronto Alicia comenzó a hablar de nuevo. «Dinah me echará mucho de menos esta noche, ¡ya lo creo!» (Dinah era su gata.) «Espero que se acuerden de su platito de leche a la hora del té. Dinah, ¡querida mía! ¡Me gustaría que tú también estuvieras aquí abajo conmigo! Aquí en el aire no hay ratones, me temo, pero podrías coger un murciélago, que se parece mucho a un ratón, ¿no crees? Pero me pregunto si los gatos comen murciélagos.» Y aquí Alicia empezó a tener sueño, y continuó diciéndose a sí misma, un poco como si estuviera soñando: «¿Los gatos comen murciélagos? ¿Los gatos comen murciélagos?» Y a veces: «¿Los murciélagos comen gatos?», porque, veréis, el hecho es que, como en ningún caso habría sabido responder, no tenía mucha importancia cómo se hacía la pregunta. Se dio cuenta de que se estaba durmiendo, y ya comenzaba a soñar que estaba caminando de la mano con Dinah, y que decía, muy seria: «Entonces, Dinah, dime la verdad: ¿alguna vez te has comido un murciélago?», cuando de repente, ¡boing! ¡boing! –fin de la caída– se encontró sobre un montoncito de ramas y hojas secas.
Alicia no se había hecho nada, y en un momento se puso en pie de un salto; miró hacia arriba, pero arriba todo estaba oscuro; delante de ella se abría otro largo pasillo, y Alicia vio otra vez al Conejo Blanco que se apresuraba. No había un momento que perder; Alicia corrió tras él como el viento, y todavía le dio tiempo a oírle decir, mientras doblaba una esquina: «¡Oh, por mis orejas y mis bigotes, qué tarde se está haciendo!» Ella había llegado muy cerca detrás de él, pero, cuando también dobló la esquina, el Conejo ya no se veía; y se encontró en una sala larga y baja, iluminada por una fila de lámparas colgadas del techo.
Alrededor de toda la habitación había puertas, pero todas estaban cerradas; y Alicia, tras cruzar la sala hasta el fondo por un lado, y luego de vuelta por el otro, intentando abrirlas, se colocó, triste, en el centro, preguntándose cómo lograría salir de allí.
De repente se chocó con una mesita de tres patas, toda de cristal macizo; no había nada sobre ella, excepto una pequeña llave de oro, y la primera idea de Alicia fue que podía ser la de una de las puertas de la habitación; pero, pobre de ella, o las cerraduras eran demasiado grandes o la llave demasiado pequeña, porque, sea como sea, no pudo abrir ninguna puerta. Sin embargo, dando otra vuelta por la habitación, se encontró delante de una cortinita de la que antes no se había percatado, y detrás de ella había una puertecita, de unos treinta y cinco centímetros de alto; intentó meter la llavecita en la cerradura y, con gran alivio por su parte, ¡vio que