El Clan Oxford
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Nick es contratado por el presidente de una aseguradora marítima del Reino Unido, para investigar un posible fraude por parte de una red de empresarios, todos ex alumnos de una prestigiosa escuela de negocios.
Resulta un asunto muy complejo, en el que que Nick se ve envuelto nuevamente en situaciones muy peligrosas, de las que saldrá, como siempre, por los pelos y bien recompensado.
José Gurpegui
José Gurpegui Illarramendi (San Sebastián - Gipuzkoa) es un escritor independiente autor de numerosas novelas. Si bien sus actividades creativas, como el cine, la fotografía y la escritura narrativa comenzaron en su juventud, no es hasta comienzos de este siglo, cuando, sumándose al auge de los medios digitales de comunicación, publica sus trabajos literarios cuyo estilo satírico, se manifiesta plenamente a través de los protagonistas de sus novelas.
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El Clan Oxford - José Gurpegui
El clan de Oxford
José Gurpegui
Copyright © 2010 José gurpegui Illarramendi
Todos los derechos reservados
Portada: Zizahori
Todas las referencias literarias, históricas y cinematográficas se han usado para contextualizar la narración dentro de los periodos de tiempo en que se desarrollan. Asimismo, debo advertir, que los personajes y situaciones de esta obra responden a la ficción literaria y, por lo tanto, cualquier parecido con la realidad deberá ser considerado como mera casualidad.
el Autor
BUEN PIE
Esperábamos en silencio. No se habían dado cuenta de que estábamos allí. El momento era trascendental; además del mensaje del presidente de la república, las noticias que daban por la radio parecían preocupantes: París estaba sumida en el caos, las movilizaciones de los estudiantes convergían con las de los sindicatos de obreros y en toda Francia, eran constantes las huelgas y las luchas entre la población y la policía. Los franceses no habían sufrido otra crisis similar desde que la O.A.S intentara el derrocamiento del gobierno hacía diez años, por la cuestión de Argelia.
Mientras Patxi y yo nos cruzábamos miradas expectantes. Nick, entre plato y plato, había comenzado a relatarnos cómo se integró en la familia británica de la que formaba parte. Aprovechamos el inciso, para aspirar el aroma de la excelente sopa de pescado que nos acababan de servir y saborear las primeras cucharadas de aquel manjar que llevaba todos los vientos y sabores del Cantábrico, mientras dábamos un nuevo salto en el tiempo, hasta 1969, situándonos en Marsella y en el relato que nuestro amigo Nick Zárate, había comenzado a narrar.
Estábamos en Chez Leclerc —continuó—, los pocos clientes que había en ese momento y el servicio escuchaban en silencio y con preocupación las noticias que emitían a través del viejo aparato de radio del establecimiento.
El tío de Suzanne, al vernos, salió inmediatamente del mostrador y abrazó efusivamente a su sobrina. La sesión del besuqueo duró más de cinco minutos. A los besos de Pierre Leclerc, el tío de Suzanne, se unieron los de su esposa, los de su primo y los de los camareros y cuando ya no quedaba nada por besar, nos invitaron a pasar a la cocina.
—¡Eso, eso…! —interrumpió Patxi Sagastibeltza— ¿Qué os dieron de cenar?
—Nos sirvieron unos platos de bullabesa auténtica, de las que llevan más de seis especies de pescados del Mediterráneo: estaba impresionante. Pero, si no os importa, volvamos a la historia.
Patxi se disculpó y prometió no volver a interrumpir a Nick. Celebré, para mis adentros que fuese así, porque cada vez que abría la boca Patxi, tenía que parar mi casete en el que iba grabando la narración.
Nick Zárate tomó un trago de Alvariño y continuó.
Como decía antes, Pierre Leclerc, se mostraba bastante preocupado por la situación
—Habéis escogido un mal momento para venir a Francia —comentó—, Las cosas están muy revueltas. Como habéis oído, el general camina por la cuerda floja.
—Pasará pronto—opinó Suzanne—, tengo confianza en De Gaulle.
—Mucho me temo que esta vez, De Gaulle va a perder—se lamentó Pierre—. Los tiempos cambian y él no quiere cambiar.
—Hace unos meses —intervine—, vi la película El Gatopardo, basada en la novela de Giuseppe Lampedusa. En ella se mostraba el cinismo de la clase aristocrática dominante, que no duda en sumarse a la revolución garibaldina para preservar sus privilegios. En todo momento está presente la frase que ilustra la situación: Si queremos que todo siga como está, es necesario que todo cambie.
—De Gaulle, no es así —contestó Pierre—, estoy seguro de que, si pierde las elecciones, se retirará de la política.
—¿Vais a quedaros algún tiempo en Marsella? —preguntó Marie, la tía de Suzanne.
—Nos vamos dentro de una hora: tenemos que tomar un vuelo a Londres, vía París. El avión en el que veníamos ha sufrido una avería y ha tenido que aterrizar aquí, en Marsella. —explicó Helen.
—Tendréis que ir con tiempo: no sé cómo estará la carretera; seguramente habrá controles —aconsejó uno de sus primos—. Será mejor que os lleve al aeropuerto.
Nos dio tiempo de tomar café y charlar de política un rato más.
Llegamos rápido; De Gaulle habló por radio y televisión, y las calles, momentáneamente, volvieron a la calma. Quedaba aún saber cuál iba a ser su reacción si perdía las elecciones que había convocado con tanta urgencia. Meses después, De Gaulle se retiró. Pierre, tenía razón.
Tomamos el avión, tal y como estaba previsto y llegamos a Heathrow de madrugada, nos esperaba el chófer de sir James:
—Si me permiten, quisiera darles mi más sincera enhorabuena por sus matrimonios.
—Gracias Tony, eres muy amable —contestó Helen—. Llévanos a casa por favor, estamos agotados.
Subimos a un Jaguar negro impecablemente abrillantado que olía al cuero de los asientos, mezclado con el de la colonia Lucky Strike que usaba Tony. Detrás de nosotros venía un taxi con el equipaje.
—El señor no está en casa —comentó—, ha tenido que salir de viaje; le he llevado a Bristol esta tarde. Creo que ha dejado una nota, Perkins se la entregará.
—Espero que no sea Anthony Perkins y que la casa no sea la de la película Psicosis —dije susurrándole al oído a Suzanne.
—Haz el favor de no burlarte —dijo Helen—, Perkins lleva más de veinte años como mayordomo al servicio de mi familia y en los sótanos de mi casa, sólo están las cocinas. Ahí no hay cadáveres.
— ¿Sois vegetarianos?
— ¡Muy gracioso! —exclamó con sarcasmo.
— ¿Vas a seguir así de seria? —le pregunté.
—Depende de cómo te portes.
Durante el recorrido desde el aeropuerto, iba como un crío mirando por la ventanilla. Había estado varias veces en la ciudad, incluso durante varias semanas, pero Londres continuaba fascinándome. Cuando nos aproximábamos a Westminster, observamos retenes de la policía en las calles. Tony nos comentó la situación.
—Parece que lo de París, también se ha extendido a Londres; hace unos días en Grosvenor Square la policía cargó a caballo contra los manifestantes, hubo muchos heridos.
—Vamos a tener una primavera muy caliente —dije.
—Pasará pronto, ya lo veréis —dijo Suzanne.
—Lo que me extraña, es que en Londres ocurran estas cosas —apuntó Helen.
—Seguramente es porque empezáis a aficionaros al café y a adoptar costumbres normales.
El fastuoso Jaguar 420, llegó a Mayfair; probablemente el barrio más selecto de la ciudad, donde apenas puedes toser si no posees una fortuna o no estás relacionado con la nobleza. En el caso de Helen, coincidían ambas cosas y tal como me temía, Tony detuvo el vehículo junto a un elegante edificio que inmediatamente me recordó a la película My Fair lady.
Nos acompañó hasta el portal de la casa; pulsó el timbre y en unos segundos, salió a recibirnos el mayordomo:
—¡Mrs. Helen, qué alegría verla de nuevo! Permítame darle mi enhorabuena.
—Gracias Perkins, Salude a mi esposo Mr. Zárate y Mrs. Suzanne, la esposa de mi hermano.
Contuve la risa, Perkins no tenía ningún parecido con el personaje de la película Psicosis, sin embargo, era clavado a Alfred Hitchcock.
—Mrs. Suzanne, es un placer estar a su servicio. Sir James nos ha puesto al corriente sobre sus gustos y costumbres; será un placer servirla y lo mismo digo por usted, Mr. Zárate; debo añadir, si me lo permite, que me siento honrado de estar a su servicio: he oído hablar mucho de usted y de sus intrépidas aventuras.
Empezó a caerme bien, al menos labia no le faltaba.
—Quisiéramos descansar —intercedió Helen—, hemos hecho un viaje muy largo.
—Los acompañaré a sus habitaciones. Si desean tomar un refrigerio, yo mismo lo prepararé. La señora Jones —se refería a la cocinera— está descansando, pero ha dejado preparado un pastel de carne en la cocina.
—No es necesario, hemos cenado en Marsella hace unas horas —contestó Helen.
—Avisaré a la doncella para que los instale.
—No le moleste, nos arreglaremos. Vaya a dormir, es muy tarde.
—A mí me gustaría probar ese pastel de carne —sugerí.
—Se lo serviré ahora mismo en el comedor —dijo Perkins.
—Dígame dónde está la cocina, lo tomaré allí mismo.
—Como quiera el señor.
Helen y Suzanne subieron a las habitaciones acompañadas por el mayordomo. Mientras regresaba, me entretuve curioseando en la biblioteca; era impresionante: había miles de volúmenes colocados sobre una gran estantería circular servida por una escalera que se deslizaba por un carril circundando toda la sala.
—Hay más de ocho mil —dijo Perkins cuando regresó—. En mis ratos libres, ayudo al señor en la gestión de su biblioteca.
Fui girando sobre mis talones mientras admiraba aquel espectáculo. Mi vista se detuvo unos instantes frente a la mesa del despacho. En un hueco, tras del sillón, había un gran retrato de una mujer cuyo parecido con mi esposa era sorprendente. Sin haberla visto antes, la reconocí inmediatamente: lucía el medallón de Helen.
Perkins, se acercó a mí y antes de que mencionara el nombre de aquella dama me adelanté:
—Mrs. Gillian Taylor; la primera esposa de sir James y madre de Helen, supongo.
—Es usted muy sagaz.
—¿Vamos a probar ese pastel de carne? Intuyo que la señora Jones debe de ser una buena cocinera.
—Acompáñeme, le indicaré el camino.
Atravesamos el salón, bajamos en un ascensor y entramos en la cocina. Era amplia y muy bien equipada. Había una mesa larga de madera con varias sillas y muchos enseres de cocina tradicionales colgados de las paredes.
Mientras yo observaba el menaje y los utensilios, Perkins colocó un mantel pequeño sobre la mesa y unos cubiertos. Luego sacó del frigorífico una bandeja. En ella, había un pastel de hojaldre alargado que el mayordomo comenzó a cortar.
—Déjelo Perkins, yo mismo lo haré. Me gustaría también tomar una cerveza si es posible.
—Por supuesto, señor.
—Sírvase otra y acompáñeme.
—Lo siento Mr. Zárate, no me está permitido...
—Yo se lo permito.
—Si me permite el consejo, el señor debería acostumbrarse...
—A pesar de que soy más joven que usted le sorprenderá saber que estoy acostumbrado a casi todo.
—Sir James no lo aprobaría.
—Sir James Taylor ha tenido tiempo de conocerme.
El mayordomo se quedó pensativo unos instantes y finalmente dijo:
—Si no le parece mal, me serviré un trago de güisqui.
—Me parece una excelente idea, y ahora póngame al día.
Perkins sonrió.
—Es usted tal y como lo imaginaba.
—Espero que no me haya puesto mala nota.
—Por lo que a mí respecta, va camino de un notable.
—Quizás ahora la mejore, dígame: ¿Qué hace un oficial de la Royal Navy, metido a mayordomo?
— ¿Quién se lo ha dicho?
—En una de las fotos que hay en la biblioteca, aparecen usted y sir James a bordo de un buque de guerra junto a otros hombres de la misma tripulación.
—Esa foto es de hace más de veinticinco años, ¿cómo me ha reconocido?
—No se ofenda, pero es usted clavado a Alfred Hitchcock, hay rostros cuyas facciones no se alteran con los años.
—Sir James y yo servimos juntos en el mismo destructor durante la guerra. Después de ser hundidos por un submarino alemán, nos destinaron a otras misiones en el Reino Unido.
—¿Adiestrando comandos?
—Está bien informado. Facilitábamos apoyo logístico y táctico a la resistencia francesa y holandesa.
—¿Conoce al padre de Suzanne?
—Por supuesto; Émile Leclerc es una magnífica persona —dijo brindando con su vaso.
—Qué pequeño es el mundo, ¿no le parece? —contesté a su