Disfruta de millones de libros electrónicos, audiolibros, revistas y más con una prueba gratuita

A solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar cuando quieras.

Una calle sin nombre: Infancia y otras desventuras búlgaras
Una calle sin nombre: Infancia y otras desventuras búlgaras
Una calle sin nombre: Infancia y otras desventuras búlgaras
Libro electrónico436 páginas7 horas

Una calle sin nombre: Infancia y otras desventuras búlgaras

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

¿Por qué es todo tan feo? Eso le preguntó la niña a su madre mientras divisaba, desde el balcón, un horizonte de fango y cemento, un laberinto gris de edificios plúmbeos como centrales nucleares que perfilaban el siniestro skyline de Sofía y condensaban el espíritu del comunismo búlgaro: ideales elevados, cimientos carcomidos.

Muchos años después, la escritora Kapka Kassabova regresa a su Bulgaria natal para adentrarse en el corazón de la memoria y tratar de responder aquella pregunta que un día hizo desde el balcón de un bloque en el que ingenieros, obreros y psicópatas convivían democráticamente con las cucarachas. A su piso de dos habitaciones en una calle cuyo nombre nunca llegó a saber.

Con el trazo íntimo de una prosa delicada y ácida, Kassabova ofrece el testimonio de un desarraigo personal en mitad de una Bulgaria donde el comunismo pervive como un cerco indeleble en el urbanismo y la memoria colectiva. Una calle sin nombre es el viaje —literal y literario— en busca de un hogar que ya no existe, de las ruinas de un sistema demolido y de una identidad maltrecha por la huida y el exilio.

¿Qué queda del mundo que dejó atrás? De Chernóbil y sus estragos. De la fascinación por los souvenirs de Occidente. De la sospecha ante la propaganda. Del estigma de sentirse los pobres de Europa. De los sueños de una sociedad y una familia arrolladas por la Historia.
IdiomaEspañol
EditorialLa Caja Books
Fecha de lanzamiento9 sept 2020
ISBN9788417496395
Una calle sin nombre: Infancia y otras desventuras búlgaras
Leer la vista previa

Relacionado con Una calle sin nombre

Títulos en esta serie (5)

Ver más

Libros electrónicos relacionados

Categorías relacionadas

Comentarios para Una calle sin nombre

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    Una calle sin nombre - Kapka Kassabova

    A mis padres y a mi hermana,

    que en el peor de los tiempos dieron lo mejor de sí.

    Este es un libro de no ficción. Todos los nombres han sido modificados para salvaguardar la privacidad de los afectados, con excepción de las figuras públicas, los miembros de la familia de la autora –que no han corrido con esa suerte–, y algunos que ya fallecieron y que, si nos miran desde algún lugar mejor, confío en que ya no les importará.

    «Me metí en el bosque…»

    Los niños que crecimos en la Bulgaria comunista jugábamos a un juego que se llamaba «Me metí en el bosque». Se jugaba más o menos así: «En el bosque me metí, unas hojas removí y una foto descubrí de…». Luego tenías que decir con gestos aquello que te habías encontrado y los demás tenían que adivinarlo. Tan sencillo como endiabladamente difícil. Cualquier cosa podía acechar bajo las hojas, desde una seta hasta un cadáver; muchas veces, esto último.

    A los regímenes totalitarios no les interesan para nada las historias personales, lo que les interesa es mantener en pie una cultura construida a base de mentiras. A las democracias postotalitarias les sucede algo parecido: están demasiado ocupadas tratando de sobrevivir.

    En Occidente, por su parte, circulan algunas ideas acerca de cómo era la vida cotidiana más allá del telón de acero y de cómo ha seguido siendo tras su caída, pero, curiosamente, hay pocos testimonios personales que justifiquen esas ideas. Debería haber más. Al fin y al cabo, la mitad de Europa se pasó medio siglo viviendo «al otro lado». Y puede que la mitad de esa mitad (según mis cálculos) siga teniendo la sensación de vivir al otro lado de una línea divisoria invisible. El fantasma del Muro no desaparecerá hasta que no se le dé sepultura. Este libro, entre otras cosas, es un exorcismo.

    En 1990, tras la caída del Muro de Berlín, mi familia y yo abandonamos Sofía, pasamos una temporada en Gran Bretaña y acabamos instalándonos en Nueva Zelanda. Cuando cumplí los treinta, después de muchos viajes, un año en Francia y otro en Alemania, volví a emigrar, esta vez a Escocia. Durante mi periplo, hice acopio de visados y pasaportes, empecé de cero en muchos lugares donde nadie me conocía y acogí en mi seno unos cuantos autoengaños.

    El mayor de todos fue pensar que si me dejaba absorber por todos los países del mundo con excepción de Bulgaria (por la que siempre pasaba de puntillas, como si fuese una bomba de relojería con forma de país dispuesta a estallar al mínimo roce de un recuerdo), podría deshacerme de dos cosas. La primera, de mi pasado búlgaro, que no era del todo desgraciado pero que me resultaba siempre molesto, como un pariente enfermo llamando desde alguna habitación oscura en la otra punta de la casa. La segunda, la necesidad de contestar sin rodeos esa simpática pregunta que te hace la gente nada más conocerte: «¿De dónde eres?».

    Bulgaria. La capital es Bucarest, ¿no? Democracia a la búlgara. Un bacilo del yogur llamado bulgaricus. Una república de la antigua Unión Soviética. El paraguas búlgaro. La lucha libre… ¿o era la halterofilia? Y, más recientemente, el lugar desde el que un montón de gente de tez morena viene llamando a las puertas de la Unión Europea. Un paraíso muy barato si te quieres comprar una casa para veranear (¿o era para esquiar?) del que sabemos que…, pues eso, que es barato. No tardas en aprender a no tomarte nada de esto como algo personal, pero el dolor se queda dentro y no se va.

    Para Occidente, Bulgaria es un país sin rostro. En la literatura escrita en lengua inglesa aparece como un capítulo –el más corto de todos– que se abre con una iluminadora frase acerca de la injusta oscuridad al que ha quedado relegado en la conciencia occidental. Como un apéndice, una especie de anexo.

    En el último siglo, escritores viajeros de distintas nacionalidades han intentado comprender Bulgaria, pero solo han logrado penetrar parcialmente en ella. En sus libros le corresponde el capítulo más breve. El último forastero que sacó a colación la existencia de Bulgaria ante el resto de Europa fue el naturalista austrohúngaro Felix Kanitz. Fue en el año 1860.

    Sé que Bulgaria tiene muchos rostros –ahora los he visto–, así que me propuse dejar por escrito mi propia visión de Bulgaria, como un antídoto preventivo ante futuros apéndices. ¿He sabido hacerlo? Tengo claro que muchas veces no. Pero ante todo quería escribir acerca del viaje en el tiempo de un pueblo al que pertenezco.

    Y la única forma de hacerlo era contar la historia de cómo crecí y llegué a la mayoría de edad en la bastante insensata última década y media de la guerra fría, de cómo nos largamos al anhelado Occidente que se ocultaba tras la sombra del descascarillado Muro de Berlín, y de cómo, dieciséis años después, regresé siendo otra persona a un país que también era otro.

    Mi retrato de la Bulgaria moderna, la de entonces y la de ahora, es siempre personal y muy pocas veces favorecedor. Tenía que ser así si quería ser sincera con los tiempos en los que crecí y con los tiempos en los que Bulgaria, uno de los países más antiguos de Europa, continúa sobreviviendo. La justicia puede ser importante para el ego nacional en ciertos momentos, pero la verdad es lo realmente trascendental para el espíritu de una nación, que es eterno.

    Viajar por el país donde creciste, perdiste parte de tu virginidad y algunas de tus ilusiones y abandonaste después con furor nihilista es una experiencia esquizoide. Eres al mismo tiempo ajena al presente y próxima al pasado, o quizá sea al revés, pero en cualquier caso los dos tiempos están descoyuntados. Así que buscas respuestas en el abismo que se abre entre los dos.

    O sea, que crecí, en el bosque me metí, con mi bastón las hojas removí y estas son las cosas que descubrí.

    La calle del Melocotón

    ¿Dónde comienzan las naciones? En los aeropuertos, por supuesto. Las ves llegar, de una en una, sin manifestarse aún. Penetran en la tierra de nadie, aferradas tan solo a sus pasaportes y siguen las indicaciones que conducen a la puerta de embarque. Una vez allí, entre las impersonales sillas de plástico y pese a sí mismas, se fusionan en esa nebulosa mancha de Rorschach que es la nacionalidad.

    En la puerta 58 del aeropuerto de Fráncfort anuncian retraso en el vuelo a Sofía, y luego más retraso. Los pasajeros están sentados en sillas de plástico, pacientemente apretujados en la cercanía de sus compañeros de viaje. Me siento junto a una mole encorvada con manos de albañil e incipiente barba de color ceniza con un cierto sabor a derrota. Miro en su frente para ver si lleva tatuada la palabra Gastarbeiter.

    Intento sin éxito marcar un número búlgaro en un móvil que me han prestado. Pido ayuda.

    –¿Hay que marcar el cero? –le pregunto avergonzada por mi voz de expatriada. Las voces de los expatriados siempre están un poco fuera de tono, como un instrumento que llevase años sin ser afinado.

    Sonríe tímidamente, con una boca que parece una aldea bombardeada, y encoge sus fornidos y tristes hombros.

    –Yo tampoco sé de prefijos búlgaros, desde 1991 vivo fuera.

    Y continúa su tímida espera, como todos los demás en la sala. Nadie se queja. Están acostumbrados a esperar: en los hospitales públicos, en las colas de las tiendas, en las oficinas de inmigración, en las secretarías de visados…

    Un pequeño grupo formado por tres alemanes se queja del retraso alzando la voz y no para de mirar sus relojes chapados en oro. Su tez rojiza y sus caros zapatos de piel los diferencian de inmediato, y también la confianza de la que hacen gala. ¿Inversores en la costa del mar Negro?

    Los búlgaros siguen sentados en silencio: los rostros marcados y los redondeados hombros están en consonancia con el maltrecho equipaje. Las mujeres llevan las uñas hechas de cualquier manera y el pelo teñido de rubio o de negro azabache, con las raíces asomándose cada dos por tres.

    Los alemanes se ríen, se dan palmadas en la espalda con sus rubias manos. En otra puerta de embarque no me llamarían la atención, ni siquiera repararía en su presencia, ¿por qué iba a hacerlo? Pero aquí, en la puerta 58, entre mis acobardados paisanos expatriados, me molestan. Aquí, en la puerta 58, y contra mi propia voluntad, formo parte de la mancha de Rorschach.

    ¿Se están burlando de nosotros, los últimos pasajeros a las puertas de la Unión Europea? ¿Se están riendo con sus dentaduras perfectas mientras el tren bala toma velocidad y agita nuestros desgastados fardos? ¿Sonríen para demostrar que tienen buenas intenciones? Esperad, gritamos para que se nos oiga por encima del silbato del tren al tiempo que las salchichas empiezan a salirse de los fardos. Esperad, no nos dejéis atrás. Nosotros también somos Europa.

    Pero es un «nosotros» prestado. Me fui de Bulgaria siendo una diecisieteañera de Europa del Este, y ahora, por lo que parece, soy una ciudadana del mundo de treinta y dos. Pero todos necesitamos que nos presten un «nosotros» de vez en cuando, incluso una ciudadana del mundo. Después de media vida y varios países, el «nosotros» búlgaro es el único que de verdad tengo. Y pese a que aparentemente me sienta segura llevando esta vida de país en país, ese casi auténtico «nosotros» convierte a esos tres alemanes rechonchos en «ellos».

    Sobrevolamos por fin las montañas que forman el macizo de Vitosha, están cubiertas de nieve fresca. La mujer joven que va en el asiento de al lado –enfermera en Fráncfort– mira por la ventana y se seca las lágrimas que corren por sus mejillas. Su rostro, sin embargo, se mantiene impasible. El Gastarbeiter, con las ásperas manos apoyadas sobre las piernas, mira fijamente el paisaje patrio desde el otro lado del pasillo y la emoción se le refleja en el rostro. El avión aterriza con suavidad y los pasajeros aplauden, una vieja costumbre del aeropuerto de Sofía. Los búlgaros están acostumbrados a no dar nada por sentado. Los alemanes intercambian miradas de desdeñosa hilaridad. Los aterrizajes suaves son un privilegio del que gozan desde que nacen.

    Nuestra mancha de Rorschach se derrama por el interior del aeropuerto con el peor nombre del mundo: Vrazhdebna. Significa hostil.

    Dentro del hostil aeropuerto nos atrapa a todos el síndrome del emigrante. Resacosos de jet lag cultural, hacemos cola en la ventanilla de «No UE» y analizamos los complejos carteles publicitarios:

    ¡Usa Bulphone!

    En búlgaro adiós se dice ciao.

    En búlgaro gracias se dice merci.

    –¡Cuánto optimismo! –le dice uno a su amigo–. Ya parecen europeos y todo.

    –¿Y por qué no? Mira, yo ya tengo un pie en la Unión Europea.

    Y se pone en la cola de la UE, blandiendo un pasaporte búlgaro y una sonrisa ovina. Todos sonríen y miran azorados hacia otro lado. A fin de cuentas, estamos en 2006 y la luz verde definitiva todavía no ha llegado desde el cuartel general en forma de esfinge que hay en Bruselas. ¿Y si no llega nunca? ¿Y si no somos lo suficientemente buenos?

    En la cola de la Unión Europea solo hay cinco personas: los tres alemanes y una bronceada pareja de austríacos de mediana edad que se aferran a su equipaje de cabina de diseño con la boca apretada. La mujer parece una Habsburgo con la cara recién empolvada que hubiese salido a dar un paseo por las dependencias de los criados.

    En el control de pasaportes, un atractivo agente treintañero con aspecto de licenciado en Filosofía que no ha podido encontrar otro trabajo observa mi foto y luego me mira a mí.

    –¿De dónde regresa?

    ¿Regreso? Me quedo dudando un segundo, luego le sigo la corriente.

    –De Escocia –miento mientras él va pasando las inmaculadas páginas de mi pasaporte búlgaro.

    Y de pronto quiero estar regresando, quiero que su rostro familiar y depresivo me dé la bienvenida. No quiero venir solo de visita. Quiero que los funcionarios pronuncien sin problemas mi nombre y lo escriban a la primera sin necesidad de tener que deletreárselo diez veces. Quiero dejar de explicar de dónde vengo a los bienintencionados y a los que no lo son tanto. (Bucarest es la capital de Rumanía. Bueno, hace diecisiete años que Bulgaria no es comunista. ¿Tengo buen inglés? Gracias, muy amable). Pero sé que solo es un momento de descuido, un lapsus, como las mecánicas lágrimas rápidamente reprimidas de la enfermera de Fráncfort.

    –¿Dónde está su visado del Reino Unido? –dice rompiendo el encantamiento–. Aquí no hay nada. –De manera que saco el otro pasaporte.

    Todas las veces que he aterrizado en Sofía me han perdido el equipaje, y esta no iba a ser una excepción. Los aviones llevan rápido a los sitios, pero algunas partes tardan un poco más en llegar.

    En la oficina de Pérdida de Equipaje hay dos mostradores. Uno lo ocupa un hombre de cara enrabietada que acaba de llegar de Amerika. Luce una barriga americana y unos gotosos pies que a punto están de reventar sus delicados mocasines blancos. Duda qué lengua hablar. En inglés tiene un fuerte acento búlgaro y en búlgaro se le escapan convulsas e involuntarias expresiones rurales.

    –Vivo allí desde hace cuarenta y cinco años. –Señala con el pulgar en dirección a Amerika–. Es la primera vez que vuelvo. ¡La primera vez! –La impecable y joven encargada al otro lado del mostrador sonríe como si estuviera en una portada del Vogue y le hace entrega de un impreso que debe rellenar por duplicado.

    Mi encargado de Pérdida de Equipaje, un hombre maduro bien bronceado, también me obsequia con una deslumbrante sonrisa.

    –Bienvenida a casa para las vacaciones de Pascua. –Y me hace entrega del mismo impreso duplicado–. La temporada de esquí está siendo espectacular.

    Las Pascuas y el esquí son las cosas que menos me preocupan cuando me alejo del mostrador y me choco con el sudoroso emigrado de Amerika. Le acaba de dar una nueva crisis nerviosa.

    –¡Dios, me he olvidado de los leva! –dice dándose un golpe en la frente con una mano que parece más un chuletón–. ¡Si en Bulgaria no hay euros! ¡Dios, me he traído un montón de euros! ¿Qué voy a hacer?

    Pero nadie le presta atención. Con las manos vacías y el paso tambaleante, se dirige hacia la salida de «nada que declarar». En la zona de llegadas lo recibe una pequeña manada de corpulentos familiares que lo abrazan mientras lloran a moco tendido. Yo no tengo tanta suerte: entre los retrasos del vuelo y la pérdida del equipaje, llego tres horas tarde, y el amigo que se suponía que iba a esperarme se ha dado por vencido. Sola en el taxi, alejada de la estrecha comunidad de la puerta 58, me entra un leve sentimiento de orfandad.

    –La semana que viene Bulgaria le regalará a Europa una palabra búlgara –anuncia el locutor de radio con desquiciada alegría–. Esperamos las sugerencias de los oyentes, en especial de los niños.

    No sé si se trata de algún tipo de chiste malo, pero no me atrevo a preguntar al joven taxista por miedo a que descubra que soy una expatriada que no tiene ni idea de nada y me pegue un sablazo por la carrera.

    –¿Qué tal pertenencia? –digo por probar. A él le da la risa.

    –Suena fatal. En búlgaro tenemos muchas palabras bonitas para darles. Incluso las que usan los gitanos. Todas muy directas y escuetas –dice, y me examina por el espejo retrovisor mientras observo fijamente los edificios que bordean la maltrecha Tsarigradsko; los que son de aquí no los miran así.

    »Bueno, tampoco está mal –continúa, haciendo un magnánimo gesto–. Nosotros somos Europa, siempre lo hemos sido, ahora por fin se han acordado.

    En ese momento, un Mercedes negro con ventanas tintadas nos adelanta. El conductor, un tipo sin cuello y cuerpo en forma de sapo, saca un brazo peludo y hace una peineta. En su gruesa muñeca lleva embutida una martenitsa, la pulsera de hilos de lana de color rojo y blanco con que los búlgaros han celebrado desde siempre la llegada de la primavera. En marzo y abril todo el país las lleva, pero en la muñeca gansteril resulta un poco rara. Como si vieras al Padrino con una ristra de ajos alrededor del cuello.

    –Ya había visto al cabrón ese –murmura el taxista–, no le quitaba ojo, lo llevaba ya un rato pegado al culo. Pero mis colegas y yo lo hemos decidido: ochenta kilómetros por hora en carretera; como máximo, noventa. Esto sigue siendo ciudad, maldita sea. ¿Ve esa esquina de ahí? Anoche hubo un accidente. Un coche que iba a ciento sesenta se estampó contra un camión. El camión estaba parado. El conductor murió en el acto, el acompañante acabó decapitado.

    Trato de no desearle la misma suerte al sapo del Mercedes. Escuchamos el programa de radio. Sacan a colación el tema de las enfermeras búlgaras condenadas en Libia.

    –Sé que echan de menos su casa –termina diciendo animadamente el locutor–, y esta canción es para ellas.

    El taxi me deja en la calle del Melocotón. Sudada, bajo capas y capas de ropa escocesa, emprendo el camino entre los socavones.

    Voy por la calzada porque la acera está llena de coches. Entre un BMW descapotable y un todoterreno Hyundai se asoman unos contenedores rebosantes de basura. La acera está inundada de barro y escombros procedentes del solar de una obra. Una maraña de película sin revelar serpentea en el barro: unos negativos de rostros extranjeros de vacaciones me sonríen al pasar.

    Una vieja finca con un tejado de ladrillos a punto de desmoronarse se apretuja en medio de los ambiciosos anejos de finales del siglo xx. De la herrumbrosa puerta del jardín cuelga un torcido cartel escrito a mano: «AFILADOR». Detrás de él, veo un pequeño jardín de rosas. Las rosas rojas y los claveles están a punto de abrirse.

    La calle del Melocotón está en un barrio céntrico y pijo. Al final de la calle, la mole azulada del monte Vitosha resalta nítida en el aire primaveral como si fuera una inmensa fotografía.

    Pero lo importante es que el nuevo piso de nuestra familia está por aquí en alguna parte que no consigo encontrar. Los portales no siempre tienen número, así que me pongo a probar en todas las puertas con el manojo de desconocidas llaves. Unos obreros se me quedan mirando pero no preguntan nada. Finalmente, uno de los portales se abre. Subo los tres pisos. Vuelve a no haber números, así que voy probando en todas las puertas hasta que una cede. El piso nuevo de la familia tiene una puerta doble de tamaño industrial a prueba de bombas que parece digna del Pentágono. Los pisos de los expatriados son especialmente atractivos para los ladrones. Los vecinos, que no son expatriados, tienen puertas parecidas. Les han entrado dos veces. Tienen, o al menos tenían, cuadros y antigüedades muy valiosos. No sé muy bien cómo, pero hemos ido a parar entre los nuevos ricos.

    Hemos ido a parar entre traficantes de drogas de las nacionalidades balcánicas más selectas. El otro día hubo un tiroteo en el patio. Unos enmascarados abrieron fuego e hirieron a cuatro personas, entre ellas un recién nacido.

    Entro y voy caminando sobre las baldosas del piso familiar. En el dormitorio descubro una protuberancia, el suelo está levantado, como si una familia de topos se hubiese puesto a vivir bajo el pavimento. Levanto la alfombra. Las baldosas se han roto con la presión, debajo se ve el cemento. No sé quién vive abajo, y, tras los recientes sucesos, no sé si atreverme a averiguarlo. Mejor no. Suelto la alfombra y, silbando nerviosa, salgo al balcón que da al patio y que está sin barrer. Veo aparcada una flota de todoterrenos con los cristales tintados, lista para el próximo safari de droga.

    Atravieso el piso y salgo al otro balcón, el que da a la calle. Enseguida establezco contacto visual con un obrero de la obra de al lado. Está fumándose un pitillo colgado de un arnés a la altura de nuestro balcón.

    –Buenas tardes –me dice–. ¿Qué tal?

    Examino el polvoriento interior. Los objetos de valor de nuestro piso son varios centenares de libros publicados antes, durante y después de la época comunista, y un televisor Philips medio roto de 1984 que suscita la primera oleada de recuerdos. Tras seis meses de ahorrar y pasar hambre en el campus de una universidad holandesa, la visita de investigación de mi padre culminó con la adquisición de este televisor. Todo un triunfo. Cuando nos fuimos de Bulgaria, la tele pasó al piso de mi abuelo Aleksánder, a las afueras de Sofía, el mismo piso donde se sentaba en una mecedora junto a la ventana y contemplaba la azulada silueta del monte Vitosha. Siempre estaba pelando alguna manzana y nos ofrecía un pedazo fino y redondeado en la punta de un cuchillo romo. Éramos su única familia. Cuando nos fuimos a Nueva Zelanda, él siguió pelando manzanas, con la tele a todo volumen. En cada cumpleaños nos compraba un buen libro y, con su minuciosa letra de contable, escribía algo para conmemorar la ocasión. No podía permitirse enviarlos o llamarnos a tanta distancia. Para conmemorar mi trigésimo cumpleaños hizo algo un poco distinto: se suicidó tirándose por la ventana del séptimo piso. Era la ventana de la habitación donde había dormido con mi abuela Anastasía. Mi madre vendió ese piso, al que, como es normal, nadie había querido volver, y compró en su lugar esta vivienda en la calle del Melocotón.

    Los veinteañeros ojos de Anastasía, mi abuela macedonia, me siguen por la habitación desde un cuadro inquietantemente realista. Murió en el año de Chernóbil, cuando yo tenía doce años, pero ahora parece que me ha reconocido y que en un lenguaje incomprensible para los vivos me está diciendo algo importante bajo las capas de óleo.

    No quiero quedarme a solas con ella en este cuarto extraño, así que, dado que no tengo equipaje que deshacer, enciendo el televisor. Sale un anuncio. Una mano femenina con uñas de manicura sostiene una tarjeta de crédito mientras suena un poco de música clásica. Una melosa voz masculina dice: «¿Qué diferencia a un hombre bueno de uno perfecto? Cinco centímetros». La tele está tan decrépita que solo se ven dos canales. A continuación, ponen la versión local de Gran Hermano. Sale una estrella de música chalga –una mezcla de pop y folk– con labios y pechos de silicona y el obligado pelo teñido, un futbolista con mechas rubias, un cantante pop y una famosa de la capital con poca frente y menos talento. La charla va más o menos así: que no, tía; que sí, tía; que qué hablas; que no veas; que qué dices.

    Apago la tele y enciendo la radio. Llama gente preguntando cosas, el tema es el orgasmo. Un hombre con poca labia y mucho acento telefonea desde un pueblo sin nombre y nos obsequia con una opinión de lo más liberal: no le importa si su novia lo hace con otros hombres.

    –¿En qué trabaja usted? –le pregunta la presentadora.

    –Pues, a decir verdad, soy proxeneta. La he visto hacerlo con muchos. Me da igual. Las novias van y vienen, pero lo importante es que puedo vivir donde quiero porque tengo independencia económica.

    Apago la radio y me acerco a la estantería en busca de consuelo. Comienzo a coger libros al azar. Hay tres generaciones de libros con toda clase de anotaciones olvidadas. De la mano de mi abuelo Aleksánder: «1990, las primeras elecciones verdaderamente democráticas en Bulgaria este siglo». Un libro para mi padre, con unas líneas escritas a lápiz con la diligente letra de joven comisario del Partido: «Por las extraordinarias aportaciones al Komsomol». Un libro de mi padre para mi madre antes incluso de que yo fuese siquiera un chirrido en los muelles del colchón: «Con amor en tu 21 cumpleaños». Un libro para mi abuela Anastasía de un amigo cantante de ópera que siempre firmaba en francés: «Voilà, ma chère». Uno para mí de un compañero de clase que ya he olvidado, de 1981, con la felicitación de cumpleaños infantil oficial del socialismo: «Feliz cumpleaños, Kapka; te deseo salud, felicidad y que saques muy buenas notas».

    Y, de pronto, sin avisar, me viene a la cabeza el emigrante reumático de Amerika del aeropuerto. Los ojos se me llenan de lágrimas, no puedo ordenar mis pensamientos, ni siquiera mis sentimientos, y las distintas capas de las décadas pasadas me empiezan a asfixiar. En un ataque de furia proustiana voy cogiendo libros de los estantes, a puñados, los abro al azar, los huelo, busco señales en su interior. Algo, lo que sea, que me diga qué pasó en aquellos años tan lejanos y borrosos que tan meticulosamente he olvidado.

    Los apilo en mesas, en sillas, por el suelo. Me sumerjo en lo más profundo de los armarios, tiro bagatelas viejas, fotografías enmarcadas, más libros.

    Y, como era de esperar, cada volumen suscita un ligero sobresalto. Galletas normales y mermelada de escaramujo, un rastro de crema solar Nivea en una toalla alemana olida desde lejos, la pegadiza melodía de Somos hijos de la bandera roja, las campanillas de invierno en marzo, el telesilla entre las piernas, el ulular de las alarmas durante las excursiones de Defensa Civil, los pimientos asados en el vecindario: una fantasmal oleada de anhelos, miedos y dolores adolescentes me invade y me deja sin aliento.

    El crepúsculo inunda el piso de la calle del Melocotón, el fresco de la noche balcánica se clava en mis botas escocesas y en mi bufanda neozelandesa mientras siento la punzada de los ojos negros como cerezas de los cuadros.

    Entiendo de pronto que todo este tiempo he vivido como una sonámbula. Entre los borrosos ochenta y la actual edad adulta hay un vacío. Y en medio de ese vacío veo una figura conocida corriendo como loca de un continente a otro sin saber de qué huye.

    Desde que dejé este país, he ido de una punta a otra del mundo varias veces, impulsada por una energía ligeramente desquiciada. Logré convencerme a mí misma de que había dejado atrás Bulgaria para siempre. Elegí ver la emigración y el nomadismo como una forma de escape, no como una pérdida. ¿No tener un hogar? Eso no supone ningún problema, el mundo entero es una ostra. «¿De dónde eres?», preguntan. «¿Acaso importa?», contesto.

    Pero sí importa.

    infancia

    Tres hermanas somos.

    La mayor se llama Lucha.

    La del medio, Victoria.

    La más joven, Fe.

    Todas nacimos bajo el Socialismo

    y eso salta a la vista.

    Borba Brumbashka,

    Yo viví el socialismo, Sofía, 2006

    En la ciudad estudiantil

    Soy de Sofía. Al principio fui feliz; después, cuando empecé a darme cuenta de las cosas, dejé de serlo; con la llegada de la adolescencia, me sentí una desgraciada, y, finalmente, en los últimos estertores de mi reclusión doméstica, vi claro que había nacido en el lugar equivocado y que tenía que escapar de allí como fuera. O dicho de otro modo: una infancia de lo más normal, seguida de una adolescencia normal y una emigración más o menos normal.

    Pero Sofía no era un sitio nada normal. Era anodina y sin encanto, como el régimen que había colocado sus grasientas posaderas de apparátchik en el centro mismo de la ciudad. Sofía era una capital que encajaba a la perfección en el «Campo Socialista», o el Campo, como lo solíamos llamar. Por extraño que parezca, las siniestras y evidentes resonancias de la palabra campo eran pasadas por alto por sus mismos prisioneros.

    Como toda ciudad de la guerra fría que se precie, oficialmente Sofía tenía dos caras. El mundo feliz de «complejos residenciales» de cemento servía para alojar en las afueras a los recién llegados de la Bulgaria rural, los Obreros y las Jóvenes Familias (nosotros). La vieja Sofía, con sus edificios de principios de siglo y sus parques cubiertos de hojarasca, estaba destinada a las viejas familias de la capital, los Privilegiados y los Bien Conectados (ellos).

    La estricta cuota estatal lo regulaba todo, desde los pisos y los coches hasta las compresas femeninas y la margarina de girasol. No podías ir y comprar lo que te apeteciera cuando te apeteciera: eso era capitalismo. El Estado proveía de todo, y, cuando por fin recibías algo, lo habías esperado durante tanto tiempo que te parecía un milagro y sentías una mezcla de alivio y gratitud.

    Mis padres, una vez superada la veintena, se pasaron varios años esperando su turno para un piso. Mientras tanto, alquilaban un estudio minúsculo en la undécima planta de una torre de apartamentos en la ciudad estudiantil. Mi madre no tardó en aprender a tener las ventanas cerradas. Un día me pescó por los pelos cuando me disponía a salir gateando a explorar el mundo que se extendía allí abajo. Compartíamos baño y cocina con una planta entera de familias de jóvenes «estudiantes». Los cumpleaños infantiles se celebraban en el espacio común, que estaba siempre poco iluminado y olía a esterilizado y funcionarial, como la sala de espera de un dentista. En la larga mesa estilo politburó soplábamos las velas de

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1