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La Europa soñada: Miradas vascas
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La Europa soñada: Miradas vascas

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About this ebook

¿Qué se puede decir de nuevo sobre Europa? En los últimos diez años, la Unión Europea ha vivido peligrosamente. Una crisis existencial, dijo Jean-Claude Junker, aludiendo al Brexit, al euro, al populismo antieuropeo, a la conflictividad con Rusia, al terrorismo. Hoy es la respuesta a la pandemia de la COVID-19 la que nos vuelve a colocar en el corazón de la crisis. ¿También existencial? Y ¿qué se puede aportar desde Euskadi a un tema tan presente mediáticamente como universal? Así, este libro es un cuestionario a veinte vascos europeos sobre veintidós grandes asuntos europeos. Y este es el resultado: la opinión fundada, profunda, de un conjunto de vascos, relacionados con Europa desde diferentes planos, sobre los grandes ejes que configuran el futuro de la Unión.
Son miradas plurales. Plurales de profesión y de ideología. Profesores universitarios, abogados, parlamentarios, ejecutivos de las instituciones europeas, periodistas, filósofos, sindicalistas, escritores. Plurales ideológicamente, sin etiquetas, sin prejuicios. Todos mirando a Europa con ambición, aunque con pretensiones diferentes, por lo menos en lo que se refiere al lugar de nuestro pequeño país en ella. Son miradas interesantes porque están basadas en el conocimiento de esta realidad extraordinaria y compleja que es Europa. Porque se trata de personas que han estado dentro de la maquinaria institucional durante muchos años, o porque han escrito o pensado mucho sobre esta construcción supranacional que es la Unión. Son miradas vascas, pero son europeas. Comprometidas con el proyecto y por tanto constructivas, es decir, firmemente unidas a la integración y al desarrollo del ideal europeo.
LanguageEspañol
Release dateJul 30, 2020
ISBN9788413520384
La Europa soñada: Miradas vascas
Author

Ramón Jáuregui

Ramón Jáuregui Atondo es ingeniero técnico y abogado. Ha sido vicelehendakari y consejero del Gobierno Vasco, delegado del Gobierno y ministro de la Presidencia, además de parlamentario vasco, diputado en el Congreso y eurodiputado. Es autor de varios libros: El país que yo quiero (1994), El tiempo que vivimos (1998) y El país que seremos: un nuevo pacto para la España posible (2014). Publica regularmente artículos de opinión en diversos medios de comunicación escritos y en su blog.

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    La Europa soñada - Ramón Jáuregui

    autoría.

    LA FUNDACIÓN RAMÓN RUBIAL Y EUROPA

    De Europa se ha dicho casi todo. Y, sin embargo, ¡qué necesidad tenemos de seguir hablando, más y mejor! Es necesario seguir haciéndolo, y la Fundación Ramón Rubial, a través de su presidenta, Eider Gardiazabal, y Rodolfo Ares, me trasladaron esa inquietud hace ya algunos meses. Yo acababa de dejar el Parlamento Europeo y había trabajado en las últimas semanas en un informe sobre el futuro de la Unión. De hecho, fui el ponente de un trabajo describiendo las líneas maestras de la legislatura 2019-2024, que recibió amplio apoyo en la Cámara en marzo de 2019.

    Me puse a pensar qué podíamos decir de nuevo sobre un tema que seguía en el foco informativo, especialmente con el Brexit, pero también por las múltiples controversias que rodean a Europa en estos últimos años de múltiples y diversas crisis. Qué podíamos aportar de nuevo —me dije—, desde Euskadi, a un tema tan presente mediáticamente como universal.

    La mirada vasca era condición natural, aunque no limitativa. Natural por el origen y el ámbito de la fundación, pero limitativa porque a Europa no se le pueden aplicar constricciones de análisis y de futuro. Hablar de Europa desde Euskadi no puede hacerse solo para analizar el papel de las regiones europeas o para reclamar un nuevo espacio institucional para las regiones europeas con competencia legislativa, como en el caso de las autonomías o los länder en los Estados federales o descentralizados. Esto es importante, pero es una visión mínima de Europa.

    De manera que mi propuesta a la fundación fue preguntar a vascos europeos su opinión sobre veintidós grandes cuestiones europeas. Eso es este libro: la opinión fundada, profunda, de un conjunto de vascos, relacionados con Europa desde diferentes planos, sobre los grandes ejes que configuran el futuro de la Unión. Aunque no solo. Con toda intención, las primeras preguntas vinculan a esas personas con la entrada de España en la Unión en 1986 y su sig­­nificado personal y político, como oportunidad para contextualizar aquel aconte­­cimiento.

    Por supuesto, también se pregunta sobre Euskadi en Europa y sobre el marco institucional europeo para las regiones autónomas o naciones sin Estado, si ustedes lo prefieren. Pero el objeto principal de las cuestiones planteadas delimita el contorno de un futuro sin hacer en esta Europa en constante construcción.

    Son miradas plurales. Plurales de profesión y de ideología. Profesores universitarios, abogados, parlamentarios, ejecutivos de las instituciones europeas, periodistas, filósofos, sindicalistas, escritores. Plurales ideológicamente, sin etiquetas, sin prejuicios. Todos mirando a Europa con ambición, aunque con pretensiones diferentes, por lo menos en lo que se refiere al lugar de nuestro pequeño país en ella.

    Son miradas interesantes porque están basadas en el conocimiento de esta realidad extraordinaria y compleja que es Europa. Porque se trata de personas que han estado allí dentro, en la maquinaria institucional durante muchos años, o porque han escrito o pensado mucho, muchas veces, sobre esta maravillosa construcción supranacional que es la Unión. Son miradas vascas, pero son europeas. Comprometidas con el proyecto y por tanto constructivas, es decir, firmemente unidas a la integración y al desarrollo del ideal europeo. Ese espíritu las une con la razón fundamental y con los móviles de la fundación con la que generosamente han contribuido.

    No todos contestan a todas las preguntas. Quienes lo hacen, aparecen así, con sus puntuales respuestas. Otros omiten la respuesta a algunas de ellas porque las consideran ya respondidas o porque consideran que su opinión sobre ellas no está fundada o por cualquier otra razón. Y así aparece también. Por último, algunos han preferido exponer sus puntos de vista en un texto global. Hemos respetado, naturalmente, esa voluntad, colocando su contribución de esa manera, respetando la continuidad y la integridad de esos textos.

    El libro contiene un largo prólogo en el que me he permitido expresar mi propia contribución. Queda en la libertad del lector acercarse a la parte que más le interese, la opinión del autor que más les atraiga o leer las respuestas a las preguntas que les resulten más importantes. Es por ello un libro de fácil lectura, aunque, así lo creo, de lectura muy formativa.

    Solo me queda agradecer a los autores su valiosa y desinteresada contribución. Quienes lo han hecho, han respondido con prontitud y con excelencia a mi petición, han dedicado su tiempo a exponer sus puntos de vista a un cuestionario profuso y complejo y lo han hecho contribuyendo generosa y amablemente con la Fundación Ramón Rubial. En su nombre, nuestro agradecimiento sincero.

    Ramón Jáuregui

    LA EUROPA SOÑADA

    Una idea de Europa

    Cada uno de nosotros ha construido su propio sueño de Europa. Quienes esperamos tanto para ser europeos, la idealizamos. Precisamente porque en el rincón marginal en el que vivimos tantos años, el mundo exterior se nos ofrecía lleno de las cualidades y virtudes que la dictadura nos negaba. Pero también porque, en aquellos magníficos 30 años (1950-1980) —llamados con razón las tres décadas de la paz y del progreso—, Europa estaba construyendo una extraordinaria unión su­­pranacional sobre los rescoldos de las dos grandes guerras.

    Para muchos de los amigos de entonces, casi todos compañeros socialistas, Europa representaba la libertad y la democracia. Para quienes aspirábamos a una sociedad más justa, con igualdad de oportunidades ante la vida que pudieran superar las condiciones económicas u otras circunstancias humanas que les colocaban en inferioridad frente a ella, los países socialdemócratas del centro y norte de Europa representaban además el ideal de dignidad social. Los componentes políticos de Europa eran lo que llamaba nuestra atención. Era natural. Estábamos luchando contra Franco, organizando sindicatos y partidos para construir la democracia, iniciando un mundo semejante al europeo que idealizábamos. Eran los años setenta del siglo pasado.

    Fue bastante más tarde cuando descubrimos que Europa era mucho más. El ideal europeo de civilización estaba oculto para muchos de nosotros y, me temo, sigue oculto para demasiados europeos todavía. Poco a poco fuimos descubriendo la cultura europea como compendio de las grandes ideas humanas que han alumbrado nuestro mundo desde el siglo XVI. El humanismo europeo que devolvió la dignidad del ser humano y estableció el camino para ser mejores personas en la búsqueda del conocimiento y la razón. Es esa búsqueda la que nos permitió entrar en la historia de las ideas, de las artes, en la cultura en su más amplia extensión, y es allí donde encontramos la relación entre lenguaje y política, entre cultura y sociedad, lo que nos permite entender los acontecimientos, aplicar ideas y evaluar sus consecuencias desde la reflexión filosófica y política.

    Por eso, cuando Europa se ve atacada por ideologías destructivas de nuestros valores, de nuestros fundamentos civilizatorios, de nuestra cultura europea, que incluye la dignidad del ser humano, la tolerancia y la libertad, la solidaridad y la democracia, y tantas cosas más, Europa se destruye, se vacía, se queda sin alma, convertida en un simple lugar físico, en un espacio geográfico. Cuando el nazismo asesinó a seis millones de judíos, no solo se estaba matando a una inmensa masa de población, estaba destruyendo el espíritu de Europa. Pero cuando hoy se proponen, sin tanto dramatismo aunque con igual importancia, ideas contrarias a nuestros modelos de libertad y democracia, conducentes a caudillismos autocráticos, cuando se niega la misma condición humana al diferente, cuando se defienden supremacismos o racismos incompatibles con la dignidad de todo ser humano, cuando se extienden populismos prefascistas o se defienden abiertamente la insolidaridad con los migrantes y la homofobia, y se propone, en definitiva, la destrucción de la Unión y su vuelta a las naciones del siglo XIX y XX, se está dinamitando todo ese trasfondo civilizatorio, cultural y humanista de la Europa de la Unión. Se está suicidando Europa, como dijo George Steiner al comentar el Holocausto judío.

    Fue precisamente Steiner quien describió con brillantez la idea de Europa en una conferencia memorable en el Instituto Nexus, en vísperas de la cumbre intelectual celebrada durante la presidencia holandesa de la Unión Europea (UE) en 2004. Europa está compuesta de cafés. Así comienza George Steiner su idea de Europa, quizás uno de los prototipos de ese europeísmo cultural y humanista surgido de ese humus civilizatorio del que hablábamos, típico, no por casualidad, del ábside centroeuropeo que se forma entre Londres y Milán, abarcando en el eje central desde París a Praga y a Berlín. Nacido en Francia, de familia alemana (como Daniel Cohn-Bendit, el rojo de la revolución del 68 en París), profesor en Cambridge y en Ginebra. Un sabio de la filosofía, la historia, las artes, la literatura, que domina las lenguas centrales de Europa, Steiner representa ese humanismo europeo en el que le precedieron Erasmo, Voltaire y Goethe, entre otros.

    En el Milán de Stendhal, en la Venecia de Casanova, en el París de Baudelaire, el café albergó la oposición política que existía, el liberalismo clandestino. Tres cafés principales de la Viena imperial y de entreguerras ofrecieron el ágora, el centro de la elocuencia y la rivalidad, a escuelas contrapuestas de estética y economía política, del psicoanálisis y filosofía. Quienes quisieran conocer a Freud o a Karl Kraus, a Musil o a Carnap, sabían exactamente en qué café buscarlos, a qué Stammtisch (mesa) se sentaban. Danton y Robespierre se reunieron por última vez en el Procope. Cuando las luces se apagaron en Europa, en agosto de 1914, Jaurès fue asesinado en un café. En un café de Ginebra escribe Lenin su tratado sobre empirocriticismo y juega al ajedrez con Trotski¹.

    La idea de Europa de Steiner se extiende después a los paseos, a los paisajes caminables, a la geografía construida y vivida por pueblos y ciudades próximos, comunicados, a diferencia de otros lugares del mundo inhóspitos, desérticos, helados, desconectados. La tercera seña de Europa, según Steiner, son los nombres de nuestras calles y plazas, siempre honrando a grandes estadistas, héroes o artistas del pasado que hacen de Europa en todos sus rincones lieu de mémoire. Las placas fijadas en las casas europeas recordando que allí vivieron grandes artistas que hoy recordamos o las placas —añado yo— que se han fijado en el suelo de muchas ciudades europeas, reivindicando el nombre de familias judías que fueron sacadas a la fuerza de sus hogares y asesinadas después en los campos nazis. O las que estamos colocando en las calles de nuestras ciudades para recordar los nombres de los asesinados por ETA, en clara exigencia del relato verdadero de nuestra tragedia, el de las víctimas, frente a las pretensiones falsarias de los victimarios. Todo eso es Europa.

    No, la historia no es una estupidez, como dijo en su día Henry Ford, prototipo a su vez de ese americanismo sin historia, más cargado de futuro que de pasado. No, la historia no se repite, pero tampoco dimite, como decía, por el contrario, Antonio Álvarez de la Rosa en un prólogo precioso al libro de Michel Castillo titulado El crimen de los padres.

    Europa es historia, hija de la razón y de la fe, de Atenas y Jerusalén, de la tradición que humanizó la vida, hizo posible la coexistencia social, desembocó en la democracia y la sociedad laica, y la que produjo los místicos, la espiritualidad y la santidad, y también la censura y el dogma, el fanatismo religioso, las cruzadas, las grandes carnicerías justificadas en nombre de Dios y la verdad religiosa. Conflictiva y sincrética, esta doble tradición helena y judía (según Steiner, el cristianismo y los utopismos socialistas son apenas dos notas a pie de página del judaísmo) es el sustrato de la enorme tensión que, a la vez que precipitaba a Europa en guerras y atrocidades monstruosas que devastaban el continente y causaban millones de muertos, iba impulsando la civilización, es decir, las nociones de tolerancia y coexistencia, los derechos humanos, la fiscalización de los Gobiernos, el respeto hacia las minorías religiosas, étnicas o sexuales, la soberanía individual y el desarrollo económico².

    Al comienzo de mi madurez, Europa no era todo eso. Empezó a serlo cuando me introduje en ella, a mediados de 2009, al ser elegido eurodiputado por primera vez. Sumergirme en aquella torre de Babel, con 23 lenguas oficiales; con hombres y mujeres de países tan distintos; en una dinámica tan compleja, tan problemática y rica a la vez; conociendo a personas tan alejadas de su país como concentradas en la construcción de este nuevo edificio supranacional; participando en mil debates y eventos a los que solo se llega cuando sales de los estrechos límites nacionales. Fue un shock maravilloso. Una experiencia extraordinaria. Envidié a esos protagonistas de la vida europea nacidos en el corazón físico de la Unión, en Luxemburgo, Bélgica, Holanda, en las fronteras sur de Alemania o en el norte de Francia e Italia. Líderes europeos de toda la vida, dominando las tres lenguas, francés alemán e inglés, y conociendo las tripas de la maquinaria institucional de la Unión desde el comienzo de sus carreras políticas. Los envidié porque eran protagonistas, jugadores principales del día a día europeo, conocían su historia, se conocían entre ellos, tenían instrumentos acción, hablaban con la prensa, daban conferencias, escribían, operaban, influían. Esa es la Europa que descubrí y admiré.

    Pero no, al principio no fue así. En los años setenta, Francia era solo la libertad, el sueño de la democracia y el progreso. Pasábamos la frontera con frecuencia. Incluso para acudir a los supermercados y comprar productos que no había aquí. Íbamos a comprar libros y a ver películas que la censura nos prohibía en nuestro país. En un pequeño banco del otro lado, como se decía coloquialmente, con cierto significado nacionalista, solía recoger el dinero que nos enviaban nuestros compañeros socialistas de Alemania y de Suecia. Se llamaba Banque Intxauspe y estaba justo en el lado francés del puente de Hendaya. Yo entonces ya era abogado y pasaba con mi Seat 850 a recoger las remesas de solidaridad de nuestros partidos hermanos para llevarlas después a la sede del partido de Madrid. Solo por eso, no por mis capacidades contables, me nombraron tesorero de las juventudes socialistas en 1975. Pero aquel riesgo a ser detenido, aquella aventura política cargada de épica democrática, era también, aunque yo no lo supiera, un acto de compromiso europeísta.

    Mirábamos a Europa con esperanza. La presión internacional, principalmente la política y económica desde Europa a la dictadura, era una de nuestras esperanzas. Franco moría y con él, su régimen.

    Luchábamos para que se instalase una democracia homologable en Europa y confiábamos en que Europa no admitiría los confusos y tenues intentos del reformismo franquista de abrir un poco la mano, manteniendo el control del poder. Nadie negará que en aquellos momentos poderosas fuerzas del sistema preconizaban el cambio lampedusiano: cambiar un poco para que todo siga igual. Confiábamos en que Europa, destino final y único de una ansiada transición, no admitiría a España sin una democracia auténtica, sustentada en los principios del Consejo de Europa y en un reconocimiento previo de todas las libertades y derechos fundamentales. Tuvieron que pasar diez años para que fuera así. Para que la democracia española entrara con pleno derecho en la Unión, entonces todavía Comunidad Económica Europea (CEE). Pero en el fondo, así fue. Europa no nos aceptó hasta que se cumplieron muchas exigencias previas, no solo políticas, y es un hecho que la victoria socialista en 1982 fue la gran prueba, el mejor test democrático, que Eu­­ropa acepto como señal inequívoca de esa plenitud democrática. Luego llegaron las exigencias económicas y regulatorias que conllevaron años de duras y laboriosas negociaciones hasta aquel luminoso día de la histórica firma en el Palacio de Oriente, en 1986.

    Los padres fundadores

    Pero ese maravilloso club al que nos adherimos hace ya más de 30 años no cayó del cielo. No se hizo de la noche a la mañana. Fue también un sueño para muchos, que se convirtió en pesadilla muchas veces, en un proceso lleno de complejidades y dificultades. Una de las primeras cosas que admiré al llegar a Bruselas fue ese europeísmo —desconocido hasta entonces para mí— que afloraba en los líderes políticos del Parlamento Europeo y en los funcionarios de la administración comunitaria. Había algo parecido a un patriotismo institucional, a un orgullo de pertenencia, a una convicción común de participación colectiva en la construcción de un ideal europeo. Una defensa institucional de lo europeo, de sus normas, de sus decisiones, y un sentimiento común de defensa de Europa frente al mundo, incluso ante las frecuentes peleas intracomunitarias o las reiteradas demandas o quejas de los Estados miembros. Todos defendían a Europa por encima del país de procedencia. Todos eran conscientes de las deficiencias y contradicciones en las que nos movíamos. Eran plenamente conscientes de la lentitud de nuestras decisiones, el peso de los intereses nacionales en muchas de ellas, la enorme heterogeneidad de la Europa a 28. Todos sabían que remábamos contracorriente en aquella crisis que azotaba Europa y que había sorprendido al euro, casi desnudo, sin instituciones e instrumentos para salvar la moneda común de la que dependía la Unión misma. Todos veíamos los peligros de una crisis financiera que iba a poner en evidencia las enormes divergencias de nuestras economías nacionales y se intuían también nuevos peligros: terrorismo, nacionalismos, devaluación sociolaboral, desprotección social, vecindad conflictiva… Pero todo el mundo defendía Europa y su proyecto. Se sentían unidos frente a tantos riesgos. El sentido de la responsabilidad, el pacto institucional, las grandes coaliciones por Europa presidían todos los debates, animaban todos los espíritus. Eso fue lo más admirable de aquel contacto, para mí ilusionante, con Europa en los comienzos de la gran policrisis europea (2009-2015).

    Sin duda, esa química personal, ese sentido colectivo, se ha ido propagando desde los padres fundadores hasta hoy. La convicción de estar haciendo algo grande, histórico, disruptivo —como se dice ahora— fue común en aquellos años cincuenta del siglo pasado y, con toda evidencia, se prolonga en los líderes y en los funcionarios, en los propios políticos y en sus bases, una o dos generaciones después. Hay pues una comunidad humana europeísta que sostiene la épica del proyecto, que cree en él, que lo defiende. Martín Schulz es quizás un buen ejemplo de ese europeísmo nacido en el corazón físico de Europa. Un librero de un pequeño pueblo del sur de Alemania, frontera con Francia, vivió con entusiasmo los años de su construcción. Jean-Claude Juncker, un socialcristiano luxemburgués, que lleva el europeísmo en sus venas. Verhofstadt, un ex primer ministro belga, flamenco, acostumbrado a negociarlo todo en su pequeño y problemático país, es otro buen representante de esta clase de políticos surgidos y hechos a sí mismos en el corazón físico de Europa, que tienen ese espíritu, ese móvil, esa ambición europea como motor principal de su vida política. Ellos son dignos sucesores de una estirpe, los llamados padres fundadores, que tuvieron la grandeza, la generosidad, la vanguardista idea de crear la Unión y de soñar con ella. Así lo cuenta Victoria de la Torre, autora del libro Europa, un salto a lo desconocido, en su artículo: Volver a los orígenes para superar el nacionalismo:

    Pero Robert Schuman, Jean Monnet, Aldice De Gasperi, Konrad Adenauer, Paul-Henri Spaak —considerados padres de la Unión Europea— no eran los primeros en soñar una Europa unida. Ya a mediados del siglo XIX, Víctor Hugo había propugnado los Estados Unidos de Europa. También en el periodo de entreguerras circularon ideas para construir una federación, como el histórico manifiesto de Ventotene en 1941 de Altiero Spinelli y Ernesto Rossi. Ahora bien, estos planes fueron vistos como una utopía, considerados incapaces de encontrar la manera práctica de combinar diferentes sensibilidades: la Europa federal frente a la Europa de los Estados; la Europa de las luces, universal y cosmopolita, frente a la tradicional Cristiandad, enraizada en las tradiciones. El éxito de la declaración del 9 de mayo es que fue capaz de encauzar todas las aspiraciones en el concepto de comunidad con una Europa de valores universales que respeta la diversidad de sus gentes, sus pueblos y sus lenguas.

    Schuman, De Gasperi y Adenauer fueron hombres de frontera, ese espacio tan frecuente en Europa, lleno de vida, de actividad económica, de comunidad, donde lenguas y culturas se entremezclan y, a veces, se difuminan. Curiosamente, ninguno de ellos hizo de la reivindicación local o nacionalista su leitmotiv, como ocurre ahora con tantos. No, ellos fueron precursores de una idea de unidad, de superación de las viejas querellas nacionales. Ellos fueron precursores de la construcción supranacional. Lo hicieron porque querían superar las destructivas ideas nacionalistas que tanto daño y tanto horror produjeron en Europa. Lo hicieron porque el recuerdo de las guerras los impulsaba a unificar los materiales de la guerra, el carbón y el acero, para que nunca más lo utilizarán los unos contra los otros. Lo hicieron porque sus familias y sus amigos estaban atravesados por la pertenencia a países que los enfrentaban, como si de una guerra civil se tratase. Lo hicieron por todo eso y por mil razones más, pero al hacerlo, quizás sin saberlo, estaban levantando la más hermosa construcción supranacional que el mundo jamás ha conocido. Incluso fueron premonitorios, al sentar las bases de una arquitectura jurídico-política capaz de defender los intereses de todos los europeos en la globalización creciente de finales del siglo XX. No seríamos nadie si no hubiésemos construido este bello edificio. Si no la hubieran creado, tendríamos que inventarla, se dice mucho ahora.

    Schumann nació en Luxemburgo de madre luxemburguesa y padre lorenés. Entró en política después de la Primera Guerra Mundial para ayudar a solucionar problemas legales entre la comunidad francófona y la de habla germánica de Alsacia y Lorena. La misma postura adoptaron De Gasperi y Adenauer respecto a sus propias regiones y culturas. El primero en el Trentino y el segundo en Colonia. Todos ellos querían romper con las concepciones exclusivistas y rupturistas de sus regiones y apostaron por una solidaridad y un sentido de pertenencia más allá de los de su propio grupo, fomentando así la creación de la Comunidad Supranacional.

    Viendo hoy tanto nacionalismo en tantas partes, nacionalismo particularista el de unos, nacionalismo estatal el de otros; viendo ese ensimismamiento tan frecuente y tan general en lo propio y en el local, tantas veces preñado de supremacismo y tantas veces negador del otro, uno recuerda a los padres fundadores y se pregunta: ¿tan pronto los hemos olvidado?, ¿tan pronto hemos olvidado que negar al diferente es el principio de la barbarie? Como decía Claudio Magris: El mal absoluto ya no reviste la forma de totalitarismo sino la del particularismo.

    Poco antes de suicidarse, Stefan Zweig terminó de escribir El mundo de ayer. Son unas preciosas memorias sobre su vida, antes de la Primera Guerra Mundial, en las que aquel autor, atormentado por el nazismo, recordaba la seguridad y el orden del viejo imperio de los Habsburgo en la Viena de principios del siglo pasado. Zweig, ya en aquella época, pensaba y hablaba de una Europa sin fronteras, en la que la pertenencia a una pequeña nación y el reconocimiento de su identidad no está negada ni es incompatible con la pertenencia a un espacio más grande en el que sean posibles la seguridad, la innovación y el cosmopolitismo.

    Al terminar mi mandato en el Parlamento Europeo, recibí una invitación para formar parte de la Academia de Yuste, una fundación creada por la Junta de Extremadura para fomentar las relaciones entre Europa y América Latina. Me pidieron que eligiera un sillón con el nombre de un autor latinoamericano o europeo con el que significar mi presencia en la academia. Es obvio que podía elegir entre cientos de nombres representativos de las letras o de la historia de nuestros continentes, pero elegí a Stefan Zweig. La editorial Acantilado nos había puesto sobre la pista de este autor excelente solo a principios de este siglo, a pesar de la enorme fama y prestigio de los que gozó entre los años veinte y treinta del siglo pasado. En mi discurso de incorporación a la academia, lo recordé diciendo que precisamente en su obra póstuma, El mundo de ayer, Zweig repasa su propia vida y la de sus contemporáneos con lucidez y amargura, y a menudo se pregunta cómo no vieron venir el derrumbe de un orden social que creían consolidado; por qué no fueron capaces de identificar los síntomas que apuntaban hacia la guerra, y denunciar a tiempo el avance del autoritarismo y del fascismo.

    Zweig lamenta la pérdida de un mundo que ya no existe, pero sobre todo la ligereza con la que se analizaron los cambios que precedieron a su desaparición. Pese a lo que pudiera parecer, el suyo no es un mensaje pesimista, sino de advertencia; no es un canto del cisne, sino un aviso a navegantes: a cada generación le corresponde observar las transformaciones de su época, interpretarlas lo mejor que pueda y actuar en consecuencia. Pero también es responsabilidad de cada generación mirar hacia atrás y tomar nota de las lecciones de la historia, para no repetir los errores y para aprender de los aciertos.

    Zweig se consagró a la idea europea, es decir, a una Europa cultural unida, y sus escritos se caracterizan por el pensamiento global y la búsqueda de la paz mundial. Desde 1934 comenzó su angustioso peregrinar —Londres, París, Nueva York, Buenos Aires…— junto con Lotte Altmann —que se convertiría en su segunda esposa— mientras veía cómo se iba quedando solo —Joseph Roth murió en París en mayo de 1939; Sigmund Freud en Londres pocos meses después— y cómo el fascismo iba sumiendo Europa en el horror. Ese es el paisaje desolador en medio del cual llegó a Brasil en el verano de 1941. Apenas seis meses después, él y Altmann se suicidaron tomando una buena cantidad de un somnífero llamado Veronal.

    Pensé en Zweig por todo esto. Por su europeísmo. Por perseguido. Por escritor. Por su antifascismo. Pensé que su recuerdo era y es una señal de alarma ante un mundo que no encuentra su orden, su paz, sus equilibrios. Mucho menos con la vuelta de los autoritarismos. Piensen en China, Turquía, Rusia, Brasil… incluso Estados Unidos (EE UU). Y por el rebrote de los nacionalismos. Piensen en Le Pen, Salvini, Orbán y algunos otros que tenemos más cerca, de uno y otro signo.

    Los nacionalismos, de nuevo

    Setenta años después de que los padres fundadores construyeran esa unión en la diversidad, esa formidable arquitectura para superar siglos de guerras, vecindades enfrentadas, odios nacionales, memorias encontradas, historias bélicas amañadas, tantos y tantos relatos de unos contra otros, las bases de aquel proyecto han sido puestas en cuestión por esos mismos sentimientos que pretendían superar. Hay un nacionalismo estatal demasiado fuerte en muchas naciones-estado de la Unión. Se ha olvidado aquel espíritu superador de lo local que empujaba a la Unión.

    Unas veces es el interés nacional en una Unión muy intergubernamental. Es difícil oponerse a él porque las referencias políticas internas son las que dominan el debate europeo en la mayoría de los países, por no decir en todos ellos. En los temas económicos, por ejemplo, seguimos haciendo la cuenta de la vieja en cada país. Esto pongo, esto gano, esto pierdo… Pero en muchos otros, el cálculo nacional está siempre presente. En los temas fiscales, en los sistemas defensivos, en la arquitectura del euro, en la unión bancaria… En casi todo.

    Otras veces es la subsidiariedad. Una fuerte corriente de pensamiento, muy estructurada y argumentada, reclama a la Unión una revisión de sus competencias. Considera que las instituciones comunes se han excedido en su vis expansiva competencial, reclama una aplicación más estricta de los mecanismos de subsidiariedad y se opone a cualquier afán regulatorio de la Comisión o el Parlamento Europeo en materias no estrictamente atribuidas a esas instituciones. Desde que entró en funcionamiento el Tratado de Lisboa —ahora hace diez años— esa tendencia ha sido creciente. En algunos países de manera muy notoria. Los países del este y Holanda, por ejemplo, son muy exigentes en estas materias. Una interpretación exagerada de la subsidiariedad dificulta el avance europeo y obliga a mecanismos poco eficientes. La cooperación reforzada es uno de esos instrumentos cuando no se quiere avanzar en una Europa que enfrenta nuevos desafíos cada día. Pero, a la larga, introduce un espacio jurídico y político diferenciado en el seno de la maquinaria que hace demasiado complejo y burocrático su funcionamiento. Es, sin embargo, un fenómeno creciente en el seno de la construcción europea. Ha pasado con la defensa (quizás el caso más claro), con la política fiscal (está pasando por el veto de algunos países a la unanimidad que requiere este particular tema) y con cada vez más intensidad ocurre en el campo de la cooperación judicial dentro del espacio de la lucha contra el crimen en espacios supranacionales. La negativa de los Estados a armonizar la legislación procesal o penal es un buen ejemplo de esta reivindicación de soberanía nacional arcaica, ineficiente; nacionalista, al fin y al cabo.

    Lo cierto es que ese espíritu, muy distinto al de los padres fundadores y al del federalismo europeo en general, acaba siendo retardatorio y obstaculizador del avance europeo. En los años de la crisis económica y financiera (2008-2014), los fuertes intereses económicos nacionales en juego y la forma en que se han tomado las decisiones (todas ellas en el seno del Consejo Europeo, la reunión de los líderes nacionales) han acentuado estas tendencias. De hecho, el intergubernamentalismo de la Unión ha crecido exponencialmente durante estos años, y la mirada nacional a los temas europeos ha preñado de dificultades añadidas la toma de decisiones.

    Desgraciadamente, otras veces ese nacionalismo estatal está impregnando de sentimientos antieuropeos. No se trata solo de intereses nacionales o de subsidiariedad lo que se esgrime. Esos argumentos no son contra Europa. No la ponen en cuestión, aunque obstaculizan su marcha. Aquí de lo que se trata es de una hábil manipulación de los temas o de los sentimientos para cuestionar directamente la idea europea. Europa misma. Salvini e Italia son un buen ejemplo. En Italia, el Eurobarómetro muestra una población más descreída o más antieuropea que en otros países. Han sido años culpando a Europa de los temas migratorios o de los problemas presupuestarios de Italia, lo que se ha sumado a los más objetivos reproches que el sur de Europa hizo a las políticas económicas anticrisis. Este cóctel, hábilmente manipulado por un político populista —primero regionalista y finalmente nacionalista italiano— han acabado produciendo un sentimiento antieuropeo sustentado en una emoción nacional italiana, en un mejor solos o mejor fuera parecido al que los grupos de extrema derecha europea esgrimían desde hace cuatro o cinco años alimentados por el Brexit y por la policrisis europea, especialmente la suma de la crisis financiera y la inmigración.

    Estos nuevos nacionalismos son un torpedo en la línea de flotación del proyecto europeo. Cuando la señora Le Pen propuso un referéndum en Francia para salirse del euro, en las elecciones presidenciales francesas de 2017, esa promesa electoral era letal para la Unión. Solo un año después del referéndum británico, en la segunda vuelta de las elecciones, la señora Le Pen obtuvo 10,5 millones de votos. Afortunadamente, perdió frente a Macron, pero no estuvo tan lejos de despeñar el euro y, con él, la Unión.

    Era muy fácil sumarse a aquel movimiento nacionalista surgido en Reino Unido, mezcla de sentimientos y mentiras que ganaron a la racionalidad para salirse de la Unión. Es una apelación fácil al supremacismo del imperio o de la historia, a la grandeza de la nación en sus múltiples victorias pasadas, incluso a un futuro esplendoroso en que nadie te estorbe o te limite en tu soberanía. Claro, es anacrónico y reaccionario pensar así, pero… ¡qué bonito es! Si añades mentiras sobre lo que te ahorras fuera del club o sobre lo que podrás hacer o ser si operas en solitario, el veneno resulta tentador.

    Más o menos, ese mismo cóctel se sirve en Holanda, Dinamarca, Suecia, o Alemania. Incluso en Polonia o en Hungría, aunque con matices propios que, en cada caso, aderezan y manipulan los nacionalismos locales. Un profesional de esa ideología, Steve Bannon, vino a Italia y se instaló en una abadía durante todo el año 2018 para crear, gestionar y construir una Internacional Nacionalista. Siempre creí que era un oxímoron de libro hacer internacionalistas a los nacionalismos, pero el proyecto existió hasta las elecciones europeas de mayo de 2019, cuando el electorado no lo secundó y el experto norteamericano, antiguo colaborador de Donald Trump, desapareció, afortunadamente, del mapa europeo.

    Es una explicación bastante simplificada, lo sé, pero si se analizan otros factores generadores de esos sentimientos, aparecen los populismos, es decir, las respuestas simples a problemas complejos. La demagogia, al fin y al cabo. Los sentimientos de frustración ante la crisis, la pérdida de calidad en los mercados de trabajo, la reaparición de la desigualdad, las incertidumbres ante el futuro, la devaluación de servicios públicos o la desprotección social han sido aprovechados por los movimientos nacionalistas y populistas para ofrecerse como expresiones de protesta o como refugios ideológicos, nunca como verdaderas soluciones. No es casual, por eso, que los partidos nacionalistas o las opciones nacionales hayan crecido en estos contextos de crisis económica, o de crecimiento de la desigualdad, o de contestación a la globalización, o de descontento frente a un mundo en gran parte desgobernado. La equiparación entre populismos y nacionalismos puede parecer injusta porque no todos los nacionalismos son populistas, es verdad. Pero todos los populismos son nacionalistas. Eso sí es evidente.

    La presencia y el crecimiento de los nacionalismos estatales en Europa han supuesto una verdadera alarma en el proyecto europeo. De hecho, cuando hemos analizado el funcionamiento de la Unión estos últimos años y hemos propuesto medidas para resolver los principales cuellos de botella de esta compleja maquinaria, hemos propuesto dos tipos de aproximaciones al tema. O bien reformas en la toma de decisiones por la vía de la utilización plena del Tratado de Lisboa, como por ejemplo la superación de la unanimidad en la política exterior o en la política fiscal, a través de mecanismos previstos en los tratados actuales (cláusulas pasarelas, etc.), o bien reformas en los tratados que superen la actual distribución competencial y que resuelvan otro buen número de problemas surgidos de la experiencia de estos últimos diez años con el Tratado de Lisboa en vigor.

    Pues bien, cuando surgen estas propuestas, las más flexibles sin reformas de tratados y las más duras con reforma de tratados, siempre hemos topado con la misma objeción política. O bien la resistencia de algunos Estados a perder soberanía y poder decisorio, o bien el temor a que en la reforma de los tratados se introdujesen líneas de reflexión o propuestas abiertamente contrarias a la unificación europea. Dicho de otra manera, toda Europa está hoy temerosa de dar pasos adelante en la construcción europea por no despertar el sentimiento antieuropeo, por no generar, y quizás perder, un debate sobre el más Europa o mejor Europa. No hay condiciones políticas, se dice; no es el momento, se aconseja, pero en el fondo lo que se reconoce es que Europa no vive, no siente, como en otros momentos de la historia europea, el mismo espíritu constructivo, la misma armonía social. No hay liderazgos suficientes, la opinión pública no está vertebrada de la misma manera, hay demasiadas divisiones nacionales, intereses demasiado contradictorios y, lo que es peor, hay debates que se están perdiendo ideológicamente frente al populismo nacionalista, como el de la inmigración, por ejemplo. El repliegue nacionalista no tiene propuestas; es un No sin proyecto, decía Macron en una tribuna que publicó en la víspera electoral de mayo de 2019. Y añadió: Los nacionalistas se equivocan cuando pretenden defender nuestra identidad apelando a la salida de Europa, porque es la civilización europea la que nos une, nos libera y nos protege.

    Este nacionalismo estatal de viejo cuño hoy dirige el mundo. Trump nos sorprende día sí, día también con medidas que exponen su verdadero y único programa: America First. Lo aplica a todo y a todos. A China con su guerra tecnológica, a México con la inmigración, a Europa con sus exportaciones, a Francia por su tasa fiscal a las tecnológicas, a Argentina y Brasil por devaluar sus monedas… Es un nacionalismo egoísta y destructor. Casi todo lo que había construido un multilateralismo incipiente, que estaba brotando mal que bien después de la caída del muro, hace ya 30 años, está siendo demolido por sucesivas patadas al tablero que la administración americana está dando a diestro y siniestro. El acuerdo por la desnuclearización de Irán, tan fatigosamente alcanzado por toda la comunidad internacional, ha sido literalmente enterrado. El Acuerdo de París de 2017, uno de los mayores, si no el principal logro del multilateralismo para que toda la comunidad internacional combata el cambio climático, está congelado desde que EE UU lo abandonó. El acuerdo de no proliferación de armas nucleares también ha sido superado por una carrera nuclear armamentística silenciosa. La Organización Mundial del Comercio (OMC) está moribunda, la agenda global inexistente… America First, pero el mundo del revés. Eso también es

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