Discover millions of ebooks, audiobooks, and so much more with a free trial

Only $11.99/month after trial. Cancel anytime.

La Colección Completa de Relatos Impredecibles
La Colección Completa de Relatos Impredecibles
La Colección Completa de Relatos Impredecibles
Ebook656 pages10 hours

La Colección Completa de Relatos Impredecibles

Rating: 0 out of 5 stars

()

Read preview

About this ebook

En las historias que arman este mosaico de sentimientos humanos, el lector dará la vuelta al mundo antes de encontrarse en momentos muy distintos del siglo XX para incorporarse a ocho culturas tan distintas como distantes.

Un monje tibetano contempla los cinco obstáculos que lo previene fugar de una prisión imposible de escapar, hasta que la fuerza bruta que lo mantiene encarcelado está vencida por la fuerza de su voluntad.

La vida de una estrella de rock ’n’ roll toma el ritmo de un tren. Después de lentamente haber partido de la estación cuando era niña, la falta de control resultado de sus éxitos hace que empieza a viajar más rápido hasta que su vida se vuelve un tren desenfrenado.

Mientras un despiadado pero hábil administrador de un campo de concentración está en constante búsqueda de soluciones, una ama de casa en un pueblo cercano lamenta que cada rato está obligada limpiar las ventanas de su casa.

Un náufrago en el océano Índico usa su ingenio parar luchar contra los elementos por su supervivencia.

Basado en un crimen verídico, este acontecimiento tomó lugar en Guatemala en 1971. La ejecución de los culpables fue publicada de manera extensa, y el sentimiento público era que se había logrado justicia en el caso. Pero – ¿cuál fue la razón que los llevó a su atroz crimen? Revisando los antecedentes, deberían existir explicaciones lógicas de por qué se desencadenan crímenes sin sentido como éste.

Una duquesa rusa abruptamente decide viajar de Moscú a su casa en la campiña para finalmente recibir un pretendiente rechazado.

Como si fuera con el pincel de un pintor, seis personas dejan sus impresiones individuales sobre un lienzo donde la escena es un café pintoresco donde las pinceladas de la suerte y las mentes conspiradoras de los participantes resultan ser exactamente como el aire primaveral – impresiones falsas. Entre los estafadores y los engañados, ninguno puede evitar registrar una pérdida.

Conoce a don Rafa, un hombre mexicano muy simpático. Sin embargo, no puede ni decir ni vivir con la verdad. Las únicas excepciones son las que se refieren a la amistad entre hombres, al reconocimiento de la belleza femenina y en los enfrentamientos en las corridas de toros.

Una Nota Final en D Sostenido Menor es un cuento escrito para a todo volumen repiquetear con sonidos. Un genio del jazz vive su historia de amor y traición. Para él, lo que más importa es el ambiente adecuado para explorar la música – aunque en la orquesta la revancha toca un blues mortal.

Un par de escritores protegidos del sol africano por la sombra de un árbol espinoso, en una cultura extraña para ambos, no se conocen más que por los intercambios lejanos de sus miradas y, a través de este lenguaje silencioso y sutil, se inspiran para reinventar uno la vida del otro.

Los suecos tienen dos temas que no dejan de platicar: el clima y su opresivo sistema de impuestos. ¿Qué se puede hacer para evadirlos? No es inusual que encuentran estos temas hasta más importantes que la muerte.

Un hombre vividor, preso en Arabia, es condenado a muerte. Con la ayuda de su amplio conocimiento de los asuntos gourmet, muy astuto logra un arreglo cocinando para el jeque a cambio de veinticuatro horas más de vida.
Hibernando en un lugar aislado para escribir su segunda novela sin tener idea de cómo la iba a terminar, Paul Crimson empezó a asociar sus agudas observaciones sobre los habitantes del pueblo con sus experiencias como soldado en la guerra en Viet Nam. El resultado fue La Nave, una espeluznante historia envuelta por una tormenta de nieve, en la cual Crimson exploró los temas de la supervivencia y de los siete pecados capitales. Sin embargo, su trastorno por estrés postraumático de guerra pronto provocó que los acontecimientos a su alrededor comenzaran a acelerarse y salirse fuera de control – eventos que Crimson aprovechaba para reflejar en su libro.

LanguageEspañol
PublisherKim Ekemar
Release dateMay 2, 2020
ISBN9780463046296
La Colección Completa de Relatos Impredecibles
Author

Kim Ekemar

I've been fortunate with opportunities to travel the world, counting Mexico, France, Sweden and Spain as my home at one time or other. In the past, a good part of my life was dedicated to business ventures: an art gallery, an advertising agency and commodity trading, among others. My travels have taken me to faraway places and amazing situations. I arrived in Mongolia just as the revolution for independence from the USSR started. I have been taken up the Sepik river by crocodile hunters in Papua Guinea. I've climbed Mount Kilimanjaro in Kenya, gone horseback riding to where the Río Magdalena in Colombia begins, crossed the Australian desert, hiked the Inka trail the wrong direction in Peru, and much more. However, the experience with the most impact that I've lived through was to be arbitrarily jailed in a centre for torture in Paraguay during the Stroessner dictatorship, under the absurd accusation of being a terrorist. (More about this in my illustrated non-fiction book in Spanish about the dictator, "El Reino del Terror".) During the past two decades, I've been focused on artistic expressions – painting, photography, design and architecture, but mainly on writing. The sources for the things I'm interested in writing about are the passions of people; places and customs that I've experienced around the world; and stories or situations from life that intrigue me.

Read more from Kim Ekemar

Related to La Colección Completa de Relatos Impredecibles

Related ebooks

Literary Fiction For You

View More

Related articles

Reviews for La Colección Completa de Relatos Impredecibles

Rating: 0 out of 5 stars
0 ratings

0 ratings0 reviews

What did you think?

Tap to rate

Review must be at least 10 words

    Book preview

    La Colección Completa de Relatos Impredecibles - Kim Ekemar

    Un viaje impredecible

    Introducción del libro La Cara Oscura de la Moneda

    Comenzar a leer este volumen de cuentos de Kim Ekemar será para el lector como comenzar un viaje. Siempre que se inicia un viaje, la imaginación y expectativa que nos genera, hace que construyamos una idea preconcebida de los lugares que visitaremos; antes de llegar a los destinos, ya nuestra mente se encargó de dibujar su geografía, sorprenderse ante la nueva cultura, sus costumbres, su lengua y su gastronomía; sin embargo, una vez que llegamos, cada paisaje, cada intercambio con la gente y cada platillo, nos revelan su propia esencia. Nuestras ideas iniciales se deconstruyen para volverse a construir ahora con base en la realidad.

    Algo parecido sucede en esta serie de cuentos. A través de cada una de las narraciones conocemos mundos distintos; cada uno con sus propios códigos ocultos que, a medida que las situaciones se revelan y los personajes se enfrentan a las circunstancias planteadas por su creador, ese código se irá descifrando, de manera paulatina, ante nosotros.

    De una historia a otra, los escenarios y los tiempos cambian radicalmente. El lector sentirá la opresión de un prisionero tibetano en una cárcel bajo la represión China; se dejará caer por el abismo vertiginoso de una estrella de rock que tan pronto tocó la cima, se derrumbó ante las contradicciones de su propia hipérbole; descubrirá las dos caras de la moneda de un personaje dividido entre la crueldad descarnada y el apacible y legítimo amor por su propia familia; pasará a ser un náufrago perdido en el océano; compartirá la marginación de los más desprotegidos en un país latinoamericano desgarrado por la injusticia; padecerá el frío de un invierno ruso de principios del siglo XX y vivirá el temor de resolver cuentas pendientes con la mafia italiana. Una montaña rusa de emociones que nos confronta con nuestros propios abismos.

    Aunque los lugares y los momentos sean tan distantes entre sí, todos encuentran un punto de unión en un ámbito mucho más universal; que trasciende el tiempo o la geografía en la que se desarrollan las historias: todos los personajes son acercamientos, desde perspectivas muy distintas, al laberinto de la mente humana.

    Ni pertenecer a culturas diferentes, ni el inexorable paso del tiempo, nos distancian tanto a unos de otros. Los cuentos de Kim Ekemar abordan sin miedo, y en ocasiones de manera desgarradora, los conflictos humanos más profundos. El anhelo de libertad, la ambición y el vacío; el instinto de supervivencia, la dualidad y la crueldad son los ejes en torno a los cuales giran las narraciones de este libro.

    Y así el lector recorrerá el trayecto hasta llegar al final del viaje. Solo después de haber pasado por su experiencia individual, como en cualquier viaje, cada viajero sacará sus propias conclusiones; hará su balance personal de las historias y las experiencias de sus protagonistas, quienes permanecen en la mente por mucho más tiempo del dura la experiencia de la lectura.

    El autor es compasivo y despiadado a la vez. Sus cuentos no admiten una lectura superficial; cuando menos te das cuenta, estás atrapado y la reflexión sobre las causas, destinos y desenlaces de cada historia se irá asentando, poco a poco, conforme la mente del lector logre acomodarlas en su lógica más profunda.

    México, 10 de diciembre de 2019

    Andrea Lehn Angelides

    El Escape de una Prisión Imposible de Escapar

    Los grilletes que tenía en las piernas repiqueteaban cuando el monje tibetano caminaba hacia la ventana sin cristal. Levantó su cabeza para mirar a través de los gruesos barrotes de madera, duros como si fueran de hierro. patio descuidado que se encontraba en la parte trasera de las celdas de la prisión, podía ver a lo lejos la pared de piedra y la cerca electrificada de casi dos veces su altura. Sabía que la cerca rodeaba la prisión completamente, y que en intervalos determinados había guardias con ametralladoras en las atalayas resguardando el recinto. La prisión donde estaba encerrado se encontraba en medio de la selva, al menos a cuatro días de distancia a pie para llegar al poblado más cercano.

    Existen cinco obstáculos, reflexionó el monje una vez más. Tengo que vencerlos todos o no voy a alcanzar mi libertad.

    Desde una edad temprana, había recibido el entrenamiento mental para mantener la paciencia. Mediante la paciencia se lograba la solución necesaria para resolver cualquier situación difícil que pudiera enfrentar la existencia física de alguien. Ya había estado encarcelado en esta prisión en el área de Chongqing durante más de dos años. Sin cesar, durante los últimos dieciocho meses sus pensamientos se habían ocupado en cavilar de qué manera podría recuperar su libertad. Además de su necesidad mental de ser libre, sabía que sus días estaban contados si no se escapaba pronto. Más que nada era su alma la que estaba muriendo por la desnutrición, no su cuerpo. Muy pronto su lenta muerte en esta vida llegaría a su final, y poco tiempo después llegaría su reencarnación. Aunque había recibido el entrenamiento mental para superar las dificultades, estaba sumamente consciente de que tenía muy poco tiempo antes de perecer – algo no le gustaba. Hasta ahora, en esta vida no había logrado nada de importancia. Si no podía realizar siquiera una fuga simbólica para escapar de la prisión china donde lo mantenían encerrado, ¿cómo podría renacer en algo que no fuera una existencia inferior?

    Cinco obstáculos – uno por cada año que había permanecido en cautiverio en China. Había llegado a la única respuesta del enigma de cómo lograr su libertad tantas veces como la cantidad de habitaciones que había en el Palacio de Potala. Estaba convencido de que existía una sola manera de alcanzar la libertad: mediante pura fuerza de voluntad. Creyendo que mi mente es mayor que la fuerza física que mis guardianes utilizan para mantenerme aquí.

    Había pasado dos años en esta prisión en particular, pero los años de encarcelación ya sumaban cinco en total. Todavía no conocía con exactitud la razón por la que había sido encarcelado, pero sospechó que se debía a que los chinos consideraban inferiores a los tibetanos. ¿Cómo es que habían llegado a esta conclusión? Seguramente son las costumbres tibetanas que son superiores, pensó, pues los tibetanos consideraban que el poder y el control de la mente eran más importantes que el deseo por el logro de beneficios materiales.

    *

    Había treinta y cinco celdas y cada una albergaba a ocho prisioneros. En frente de la construcción con las celdas se encontraban las barracas donde los celadores, que sumaban doscientos elementos, se alojaban. A un lado de las estructuras con las celdas, se encontraban las oficinas que ocupaba el personal administrativo y el comandante del campamento. En este edificio también se ubicaban las cámaras que se utilizaban para arbitrariamente torturar a los internos. Eran cuatro, y cada una contenía sus propios horrores. La más temida era la que los internos llamaban El cobertizo con la paciente caída de agua. Las extremidades y la cabeza de la víctima eran sujetadas a la pared mediante correas de cuero. Alimentado por los guardias, el prisionero permanecía en una posición inmóvil durante días o semanas dependiendo de la gravedad del caso. Aproximadamente cada minuto, le caía una gota de agua en el cráneo. Con el tiempo el cráneo se iba ahuecando mientras que la víctima daba un alarido cada vez que la monótona gota se estrellaba más, y más, y más fuerte sobre su cabeza.

    Cada mes uno o dos prisioneros morían por una variedad de razones, y nuevos presos llegaban a llenar los lugares vacantes. El número de internos se mantenía constantemente entre doscientos setenta y doscientos ochenta. La mayoría eran chinos que habían sido encarcelados por motivos políticos. El monje era el único tibetano, aunque había otros extranjeros: harapientos hombres barbados con rasgos occidentales y ojos claros que hablaban en idiomas como inglés, francés y holandés.

    El monje tenía pocas posesiones: era dueño de la ropa que vestía y de la manta sobre la que dormía. A diferencia de sus compañeros prisioneros, no tenía cambio de ropa, por lo que estaba obligado a desnudarse en el patio de la prisión una vez a la semana cuando era su turno para bañarse. Además de su ropa y la manta, sólo poseía una cosa: una bala. La había encontrado en la arena del terreno en donde se les permitía hacer ejercicio. Había visto a un guardia cuando de manera descuidada descargaba y recargaba su rifle sin darse cuenta de que la bala se le había caído. El monje sabía que si lo descubrían, el castigo era permanecer durante un mes en el cobertizo del agua. Sin embargo, intuitivamente se había acercado sin prisa para recuperar la bala a hurtadillas cuando el guardia se alejó.

    El comandante chino de la prisión era un fanático cuando se trataba de la obediencia y del cumplimiento de los horarios con una precisión minuciosa. Los presos occidentales eran más rebeldes que los asiáticos, lo cual significaba que acudían con mayor frecuencia a las cámaras de tortura. Con el tiempo ellos también se volvieron más callados y sumisos, aceptando las rutinas diarias y a los bastos guardias brutales de la prisión.

    La mayoría del tiempo, el encarcelamiento implicaba que la vida diaria de los internos siguiera un patrón monótono. Cada mañana a las seis, los guardias golpeaban una barra de hierro contra un riel repetidas veces. Era la señal para que los presos se sentaran erguidos sobre sus mantas y esperaran a que los guardias quitaran la llave a las cadenas que tenían alrededor de las piernas. Debido a que el orden en el que abrían las celdas era al azar, los guardias podían entrar al minuto siguiente o después de media hora. Si sorprendían a alguien que permaneciera acostado, lo castigaban. Los prisioneros eran llevados como manada a los pasillos externos del edificio, para de ahí bajar una escalera que llevaba al patio principal de la prisión. Cuando salían al aire todavía húmedo de la noche, estaba oscuro y hacía frío, y durante la época de monzones casi siempre llovía con fuerza.

    A las siete en punto, se servía el desayuno que consistía de arroz y una mezcla de sobras de la comida de los guardias del día anterior. A los prisioneros se les asignaron turnos para realizar la tarea de llevar y servir las gachas en los platos. A las ocho se les permitía hacer ejercicio durante media hora, para después llevar a cabo trabajos en beneficio de la prisión, de los guardias y, principalmente, del comandante. Sus actividades consistían en reparar y mantener limpias las instalaciones dentro de la prisión; en hacerles favores personales a los guardias; o trabajos manuales que más tarde podrían venderse y cuya ganancia iba al bolsillo del comandante. La cena se servía a las seis y, en cuanto caía la noche, todos debían regresar a sus celdas. Ésta, salvo contadas excepciones, era la rutina diaria que el monje tibetano conocía.

    No era que le importara el suplicio, sino que este tipo de suplicio no tenía sentido y que su intención no era mejorar a los individuos que lo sufrían. En su corazón extrañaba la libertad que había tenido cuando era un niño pequeño al recorrer el escaso campo de la meseta tibetana. Se había desplazado con los borregos de su tribu en las épocas de pastar, igual que las incontables generaciones de sus antecesores nómadas. Había tenido una vida sencilla y feliz porque era la única que conocía. Cada seis meses se había bañado en algún río en las montañas antes de entrar a la ciudad de Lhasa, tan asombrosamente llena de gente y casas y templos y magnificencia … Aunque estas visitas, que nunca duraban más de una semana, lo mantenían lleno de asombro desde el amanecer hasta el anochecer, siempre sentía un alivio cuando él y sus compañeros de la tribu regresaban a su vida nómada. Las experiencias que habían vivido en la capital se contaban repetidas veces alrededor de las fogatas. Se les consideraban éxitos místicos, religiosos y comerciales – y en ese orden. Lo más destacado era siempre la caminata ritual en el palacio del Dalai Lama, para mostrar su respeto hacia sus incontables reencarnaciones. En una ocasión hasta habían tenido la suerte de alcanzar a ver al hombre divino en persona cuando les sonreía con benevolencia desde lo alto de un balcón.

    Todavía no era adolescente cuando vivió la experiencia que impactaría el resto de su vida. Dos lamas se habían acercado a sus padres para explicarles que consideraban que su hijo estudiara para convertirse en monje. Sus padres habían aceptado, por supuesto, sobrecogidos por la felicidad de que su hijo fuera elegido. Unos días después se presentó con el lama que supervisaba la gompa en la aldea cercana para iniciar su entrenamiento mental total. A partir de ahora, como la quinta parte de varones del país, dedicaría su vida a una abstinencia absoluta de la vida familiar y del trabajo productivo.

    Transcurrieron los años de la vida académica. Era una combinación interminable de incienso y cánticos y té de yak con leche y pruebas para dominar documentos antiguos. Entre los aprendizajes que obtuvo durante estos años de formación, eran tres los que valoraba más: la paciencia, la prontitud con la que podía entender la esencia de cualquier problema y la habilidad de controlar sus experiencias y sentimientos metiéndolos en diferentes cajones mentales.

    Poco tiempo después de haber terminado sus estudios y de haberse puesto la capa del noviciado, había sido arrestado por los militares chinos. Para entonces, la incorporación del Tíbet como parte de la China Comunista llevaba dos años. La declaración oficial que se le dio a la ligera como la causa de su encarcelamiento había sido agitación revolucionaria en contra de la República Popular China. La verdadera razón tras su arresto era que públicamente había declarado su asombro ante la insensibilidad de los chinos con respecto a los monasterios tibetanos de mil años de antigüedad. Seis mil monasterios estaban en uso cuando las fuerzas de la ocupación, sin encontrar resistencia alguna, habían invadido el territorio tibetano.

    Durante siglos, las paredes de dichos monasterios habían absorbido los ecos del murmullo de las oraciones de los monjes. Los murales estaban cubiertos por una capa de hollín debido a los millones de velas que los devotos plebeyos habían encendido. Para alojar a sus tropas, los chinos tomaron el mando de los monasterios del país. Sin mayor explicación que un lema comunista adecuado para la ocasión, sencillamente echaron a los monjes que vivían en los monasterios. Los soldados chinos consideraron sus nuevos cuarteles como cualquier barraca en las que normalmente se alojaban. Eran reclutas campesinos con poca educación, si es que tenían alguna. Sus superiores sentían desprecio y poco interés por la cultura tibetana, y dejaban que los soldados hicieran lo que quisieran en estas casas de oración. En las habitaciones con suficiente espacio encendieron hogueras para cocinar, y en cinco años el humo de éstas había cubierto las pinturas murales con mayor eficiencia que lo que habían logrado las velas durante cinco siglos. Además de la falta de respeto mostrada por los nuevos ocupantes de los monasterios, se habían anunciado decisiones tomadas por niveles superiores. Se emitieron decretos que proclamaban la intención de convertir los monasterios y templos del Tíbet en construcciones adecuadas para la causa revolucionaria del pueblo.

    Sobre estos hechos, espontáneamente había protestado a gritos. Después de haberlo hecho en público en tres ocasiones, fue arrestado. Tres años después conoció su cuarta prisión, sin imputársele algún cargo formal. Tampoco le informaban cuándo le iban a devolver su libertad, si es que esto sucedería.

    *

    Durante dieciocho meses el monje se había dedicado a resolver el enigma de los cinco obstáculos. Después de haber probado varios métodos en su mente, llegó a la conclusión de que para encontrar la respuesta debía comenzar desde el final.

    La única manera en la que podría sobrevivir en la selva era haciéndolos creer durante un buen rato que no había escapado. Además, necesitaba comida y bebida suficientes para aguantar por lo menos una semana. Después de contemplar esta parte un largo tiempo, finalmente decidió seguir la única solución razonable.

    Luego comenzó a pensar en los guardias armados que se encontraban en las atalayas. Tendría que engañarlos para que creyeran que otra cosa estaba sucediendo mientras escapaba. Para lograrlo, tendría que usar su única posesión además de la ropa que vestía: la bala. Sonrió satisfecho por haber resuelto este aspecto del problema. Por supuesto que lo lograría.

    ¿El muro con la reja electrificada? Le tomó varias semanas antes de encontrar una solución satisfactoria – una solución que constaba de dos partes: en primer lugar, tenía que considerar el problema de la altura del muro; en segundo, se encontraba la reja, sobre la cual lo único que sabía era que lo electrocutaría. Aun después de haber encontrado las respuestas, no estaba seguro de que funcionarían. No estaba muy familiarizado con la electricidad porque nunca la había utilizado. Las únicas experiencias que había tenido con la electricidad fueron cuando los chinos lo torturaron.

    Cada celda tenía una ventana, quizás de cuatro pies de altura por ocho de ancho. Su tamaño generoso no se debía a que los guardias quisieran que los presos disfrutaran de la luz del día. Habían sido construidas de esta forma para ventilar de manera eficiente los olores emitidos por los prisioneros sin lavar que tenían permitido bañarse solamente una vez a la semana. No había cristal en la ventana, sólo gruesos barrotes de madera colocados de forma vertical dejando un espacio de seis pulgadas entre uno y otro. En muchas ocasiones, los internos habían tratado de tallar en los barrotes, dejando marcas de rascaduras como prueba de los intentos desesperados de escaparse de su infierno. Sin embargo, los barrotes eran tan anchos como el muslo de un hombre viril y tan duros como el corazón de una mujer rechazada, como a los guardias chinos les gustaba decir. Ya que a los presos no se les permitía tener ningún tipo de herramienta, jalando sus cadenas sin hacer ruido realizaban sigilosamente estos intentos durante las noches con instrumentos improvisados. Aunque fuera pequeña, era rara la ocasión en la que éstos dejaban una marca en la compacta madera. Sin embargo, para el monje ésta era la parte más sencilla. Para superar este obstáculo, únicamente necesitaba su fuerza de voluntad.

    El problema más difícil de resolver resultó ser las cadenas de sus piernas. Todas las noches los guardias les ponían llave a los grilletes alrededor de los tobillos de los prisioneros y sujetaban las pesadas cadenas a la pared. Cada mañana los abrían después de la llamada para despertar. El monje estuvo meditándolo durante mucho tiempo hasta que una noche despertó y supo que había encontrado la respuesta. Realmente era tan sencillo que se rio por dentro. Sólo tendría que engañar al guardia que ponía la llave todas las noches con el simple acto de lo que el guardia hacía. Era tan sencillo y, sin embargo, hasta ahora no se le había ocurrido.

    *

    El monje cuidadosamente comenzó a llevar a cabo el plan que tenía en mente para escapar. Su autodisciplina era meticulosa ahora que sabía cómo lograr su escape. Realizaba su rutina diaria como una copia exacta de la del día anterior; era humilde y respetuoso con los guardias aunque lo golpearan – siempre trataba de comportarse como un prisionero modelo. Los chinos lo premiaban haciendo caso omiso del pequeño monje que nunca les ocasionaba problemas. Tenían presentes preocupaciones más importantes.

    Habrá una parte de mis movimientos de rutina que debo de realizar de la manera más evidente posible para que el guardia se familiarizara con ella, pensó. Cuando el guardia llegaba al anochecer a abrochar los grilletes, él ya lo estaba esperando. Estaba sentado en cuclillas, las rodillas en lo alto para que el guardia con mayor facilidad pudiera abrochar el grillete sobre sus pantalones holgados.

    En el tiempo que pasaba en el patio de la prisión se ejercitaba mucho y no se hacía notar. De hecho esperaba prudentemente la oportunidad de resolver el último detalle para que su fuga fuera posible. Cuando el momento – que con tanta paciencia había esperado – finalmente llegó, sin que nadie se diera cuenta logró tomar unos palos del montón de leña destinada para cocinar. Los escondió bajo su bata y llevó el botín a su celda donde lo escondió debajo de la manta infestada de pulgas sobre la que dormía.

    Una noche, como sucedía en intervalos regulares, murió uno de sus ocho compañeros de celda. El monje ya había notado los signos de que se acercaba la muerte del hombre mayor, y sabía que sólo era cuestión de tiempo. Esa noche su agudo sentido del oído lo despertó cuando la respiración a su lado cesó.

    El monje aguardó. Todo estaba perfectamente en calma. En el exterior se escuchaban los sonidos usuales de los insectos nocturnos. La luna llena brillaba dejando parte de la celda rayada por las sombras de los barrotes. El monje y su compañero fallecido permanecieron en las sombras.

    Suavemente jaló la manta sobre la que se encontraba el hombre. Con una piedra plana y afilada comenzó a cortarla en tiras. Cuando calculó que ya había cortado bastante de largo, regresó lo que sobraba de la manta para cubrir el cuerpo. A la mañana siguiente, cuando se llevaron al hombre que había muerto, nadie hizo ningún comentario sobre la parte faltante de la manta.

    El monje preparó un pequeño bolso de tela rasgando parte del forro de su bata. Usando hilos de la manta del prisionero muerto, lo cosió utilizando una pequeña pieza de madera como aguja. Dentro de la manga izquierda de su bata, sujetó el bolso en una tira de la manta de tal manera que colgara justo debajo de su codo. Varias partes del patio de la prisión estaban cubiertas de grava mezclada con arena. Llevando su bolso escondido, al día siguiente lo llenó con la arena más fina que encontró.

    Transcurrieron un poco más de dos semanas. Cada día, el monje se encontraba más débil y delgado. Casi no comía, y pasó la mayoría del tiempo en contemplación. La comida que era adecuada para conservar, la guardó entre su ropa y dejó que sus compañeros pelearan por lo demás.

    Esta noche habrá llegado el momento, pensó una mañana al despertarse. Sabía que la luna nueva apenas estaría visible esa noche. Habría luz suficiente para guiarlo pero no para ayudar a los guardias chinos. El monje respiró profundamente y se sintió tan listo como podría llegar a estarlo.

    Una hora antes de que encerraran a los prisioneros, como siempre se formaron para recibir la cena. El monje se demoraba, y logró ser el último en la fila. En una mano llevaba escondidos dos fragmentos de un ladrillo roto de arcilla de los que el patio estaba lleno. Después de servirle al monje, los cocineros comenzaron a llevarse las ollas y los utensilios de cocina.

    Se aseguró de que nadie lo viera. Se agachó hacia delante y con un pedazo de tela tomó un carbón encendido de la chimenea. Con prisa, lo colocó entre los dos pedazos de ladrillo para no quemarse. Sintió el intenso calor al guardar el carbón dentro de la manga de su bata. Casi sin haber tocado sus alimentos, como había llegado a ser su costumbre, tomó toda el agua que pudo y regresó a su celda.

    Poco tiempo después, los prisioneros esperaban en las áreas asignadas para dormir para que los encerraran. Los guardias chinos llegaron para contar cabezas y abrochar los grilletes. Encontraron al monje sentado quieto sobre su manta, con las piernas frente a él y las rodillas levantadas como siempre. Sus ojos estaban cerrados y parecía que balbuceaba una de sus incesantes plegarias. El guardia que estaba a cargo no le prestó atención. Con habilidad colocó los grilletes en los tobillos del monje y pasó al siguiente prisionero.

    *

    La oscuridad cayó con rapidez, y con dificultad la tenue luz de la luna podía penetrarla. El monje mantuvo vivo el brillo del carbón soplándole de vez en cuando. Era cuidadoso al cubrirlo con su manta para que los otros prisioneros no lo delataran, arruinando su fuga.

    Transcurrieron tres horas antes de que tuviera la certeza de que los demás estaban dormidos. Para esos momentos ya conocía perfectamente las diferentes maneras de respirar y de roncar de cada uno. Entendió que no tenía mucho tiempo, ya que el carbón no se mantendría encendido para siempre.

    El monje desdobló sus adoloridas piernas y sacó sus pantalones de los zapatos. Puso las cadenas en el piso con cuidado para evitar que hicieran ruido. Desenredó las tiras de tela de los dos palos que había guardado en sus zapatos y los aventó por la ventana. Los sonidos inevitables de cuando cayeron al piso se perdieron entre los ruidos de la selva.

    Había escondido la bala en una pequeña grieta de la pared. El monje la sacó y sintió su superficie metálica, dura y fría. Su religión, su moral, todo su sentido de existir le prohibía matar a cualquier otro ser vivo. El propósito mortal de la bala no era lo que él tenía en mente, sino el poder de su pólvora.

    Una vez más le sopló al carbón hasta que brilló con una luz roja entre sus manos. El monje se quitó la ropa y se acercó a la abertura de la pared cerrada con barrotes. Aventó su ropa, después una bolsa de comida seca y su manta y, finalmente, las últimas tiras de tela que había formado con la manta del hombre muerto. Las únicas cosas que todavía llevaba con él eran el carbón encendido dentro de la bolsa de arena y la bala. Subió su cuerpo al alféizar y lo metió entre los barrotes.

    Con dificultad logró que su encogido pecho, sus caderas huesudas y su cabeza, protuberante y delgada, pasaran entre los barrotes de madera dura, pero empujó su cuerpo de pulgada en pulgada hasta que lo logró. Había dejado de comer durante semanas hasta que llegó a estar en los huesos, y ahora su existencia física le dolía por el esfuerzo. El calor del carbón casi lo quemó. Brincó y salió a la oscuridad teniendo ahora dos obstáculos menos para obtener su libertad.

    Cayó en cuatro patas sobre la ropa y se vino abajo. Le dolía una pierna y se quedó recostado de lado hasta que el dolor disminuyó. Se puso atento por si escuchaba gritos de que lo habían descubierto. Nada se movía, nadie gritaba, todo estaba en calma. Se vistió y se acercó a la barda con la cerca electrificada. Contra la tenue luz de la luna, a cien metros podía ver a dos soldados hablando mientras fumaban. Cuidadosamente se alejó de la atalaya y se escondió detrás de un gran arbusto.

    Después de ajustar la vista en la oscuridad observó la pared que tenía frente a él. Estaba hecha de piedra y medía un poco más de un metro. Encima, tenía fija una red de metal de aproximadamente dos metros de altura. Sobre ella se encontraban tres cables que sabía que, por los rumores entre los prisioneros, estaban cargados con una corriente capaz de matar a una persona.

    Satisfecho de los resultados de su reconocimiento, buscó a tientas en el piso hasta que encontró una piedra que no pesara ni demasiado ni muy poco. Luego de calcular la longitud ató la piedra a una soga formada por tiras de manta, para luego amarrar su manta para dormir al otro extremo de la cuerda que había improvisado. Después de tres intentos lo logró. La piedra voló por encima de la reja y la cuerda a la que estaba amarrada tiró de la manta ligeramente arriba de los cables, justo como lo había calculado. Para asegurarse de que podía cruzar con seguridad se detuvo un minuto para observar cuidadosamente cómo estaba colocada la manta. Había visto cómo algunos pájaros se habían chamuscado con la corriente. Sentía un gran respeto por los cables que se encontraban encima de la reja.

    El monje amarró las tiras restantes formando otra soga y buscó una piedra más pequeña. Después de amarrar la piedra a la soga la aventó a lo largo de la manta que colgaba de la reja. Cuando quedó suspendida cerca del suelo metió los dedos entre la malla de cables y jaló la piedra a su lado. Desató el nudo, dejó caer la piedra al piso y amarró el extremo de la soga a la reja.

    Tres obstáculos de cinco. Su ruta de escape ahora estaba resuelta. Le faltaba eliminar la atalaya que tenía a un lado de esta parte del campo de la prisión. El monje sabía que sería imposible subir, brincar la reja y entonces correr hacia la selva sin que lo notaran los guardias. Escucharían el sonido de sus actividades o verían su sombra moverse contra el cielo de la noche. Sacó la bala para dejarla brillar en la suave luz de la luna. Abrió la bolsa de arena, sopló varias veces al carbón hasta que se puso rojo, y luego colocó la bala junto a éste con algunos pedazos de tela. El monje cayó al piso y gateó hasta llegar a la esquina del edificio que se encontraba a diez metros de la atalaya.

    Podía escuchar a los vigías chinos hablando en la estructura de madera, algunas veces riendo suavemente. Las puntas de sus cigarros brillaban como luciérnagas cada vez que aspiraban el humo. Sobre sus rodillas y de espaldas a la atalaya, el monje sopló con fuerza varias veces al carbón. Con la certeza de que la tela alrededor del carbón se encendería, la aventó lo más lejos que pudo.

    Se alejó rápidamente al lugar en el que había colgado la soga y la manta sobre la reja. Los guardias seguían platicando, y supo que no habían notado nada extraño. Aguardó.

    No sucedió nada. La angustia comenzó a invadirlo: ¿quizá su plan no iba a funcionar? Tal vez la tela no se había prendido después de todo, y …

    La explosión disipó todas las dudas que había empezado a tener. El calor del carbón y la tela encendida hicieron que la bala explotara. Del otro lado del edificio se escucharon gritos. Un reflector de la atalaya apuntaba hacia el área donde la bala había explotado.

    Era el momento que el monje había estado esperando. Con la rapidez que su cuerpo débil le permitió, subió por la reja con la ayuda de los restos de la soga que había formado amarrando las tiras restantes. Al llegar a la cima de la reja, con su bata y la manta como única protección contra los cables eléctricos, poco a poco trepó hacia el otro lado. Con cuidado de no tocar los cables que podían electrocutarlo, logró empujarse y pasarla. Respirando profundamente, se lanzó hacia del otro lado de la reja. Dando vueltas, cayó en la oscuridad total en la parte externa. Aterrizó de costado en la tierra suave y húmeda que olía a hojas en descomposición, a fragantes flores y a libertad.

    El monje se puso rápidamente de pie, desamarró la soga y jaló la manta. Ya no quedaban rastros de cómo había logrado cruzar la reja. Hizo un bulto con sus pocas pertenencias y las sujetó a su espalda. Entonces se echó a correr.

    Dentro de la prisión continuaba el gran escándalo. Los guardias trataban de identificar el lugar de donde había provenido el estallido, y a quien le habían disparado. Con suerte, pensaba el monje mientras corría con un paso uniforme para alejarse del campo de la prisión, estarían buscando a un francotirador del tamaño de un humano y no a un pequeño bulto chamuscado con un carbón encendido dentro.

    Las ramas lo lastimaban, los arbustos se rompían bajo sus pies. La vegetación lo raspaba y lo espinaba y lo picaba y lo lastimaba. No le importaba: era libre al fin.

    *

    Tomó más de media hora para que por fin se calmaran las cosas después de la calamidad que el monje había provocado. Los oficiales chinos, que se habían visto de pronto molestos porque tuvieron que salirse de la cama, finalmente olvidaron el asunto. Estaban convencidos de que a uno de los soldados que estaban de guardia por descuido se le había escapado una bala. Por supuesto que nadie iba a ofrecerse para admitir su error, pues quienquiera que confesara ante una conducta tan irresponsable, sería severamente castigado. Decidieron que el asunto esperara hasta la mañana siguiente. Antes de que los oficiales regresaran a sus cuarteles enviaron a dos grupos de búsqueda a que rodearan el perímetro del campo sólo para asegurarse de que no había sucedido nada de gran importancia. Regresaron al cabo de veinte minutos asegurando que no habían notado nada extraordinario. Satisfechos con el anuncio, todos regresaron a sus ocupaciones anteriores.

    El monje se escapó en la noche, consciente de que sólo contaba con aproximadamente ocho horas antes de que descubrieran que no estaba. Luego, estaba seguro, les tomaría a los chinos otras dos o tres horas para que analizaran la situación, equiparan a un grupo de búsqueda y lograran suponer por dónde había escapado. Estarían enfurecidos por el hecho de que él, el más insignificante de todos los prisioneros, hubiera logrado fugarse de su prisión sin fugas. ¡El triunfo de una mente erudita contra los brutos insensibles! Pasarían de diez a doce horas antes de que el primer vacilante grupo de soldados mal entrenados comenzara a buscarlo. Nunca se había oído acerca de una fuga de la prisión de Chongqing, y no se practicaban simulacros para entrenar a los guardias por si se daba el caso.

    Mientras tanto, él continuaría, determinado a no detenerse ni para comer o beber. La ventaja que llevaba, le daría tiempo para adentrarse en la selva, tanto como para que fuera imposible que lo encontraran. Los chinos no sabrían en dónde buscar. ¡Estaba a salvo! ¡Era libre!

    Mareado el monje logró penetrar la oscuridad de la selva. Las espinas se le encajaban. Las raíces lo hacían tropezar. Las nubes iban y venían, escondiendo el tenue reflejo de la luna que era su única fuente de luz. A cuestas traía la manta amarrada en un bulto en donde llevaba los restos de alimento que había guardado. Cuando estuviera sediento bebería rocío, o tal vez lloviera y entonces podría reunir más que suficiente agua para aplacar su sed. Cuando comenzara a amanecer descansaría en algún escondite, pero no más que para lograr dormir unas cuantas horas. Tres, cuatro o – cuando mucho – cinco días y sus noches, y entonces con toda seguridad llegaría a algún poblado en las afueras de la selva. Era de suma importancia que mantuviera un paso firme.

    Se sonrió a sí mismo. Mañana por la mañana, lo único que los guardias podrían encontrar sería el par de grilletes vacíos que ellos habían tratado de imponerle. Pensarían que el insignificante monje se había esfumado en el aire.

    *

    Los vigías chinos que estaban de guardia quitaron la llave de las celdas al amanecer. Los prisioneros bostezaban, se estiraban y comenzaron a levantarse. Cuando los guardias se acercaron, cada uno estaba sentado mostrando los grilletes para que los abrieran.

    En la celda que se le había asignado al monje tibetano, dos guardias llevaron a cabo la rutina de la mañana. Comenzaron a insultar en voz alta sólo por el placer de oír el sonido del abuso. Todos los prisioneros se encontraban sentados con excepción del lugar asignado al monje tibetano. En el espacio donde dormía había solamente un montón de ropa sin movimiento. Uno de los guardias pateó el bulto. Vieron un brazo.

    Otro que se va, le comentó el guardia a su compañero.

    Ambos se agacharon y enderezaron el cuerpo sin vida para ponerlo en la posición sentada en que se encontraba antes de desplomarse al momento de morir. Tenía la cara serena y en paz, aparentemente feliz, con los ojos cerrados. Soltaron el cuerpo y cayó de lado.

    Para su sorpresa, las dos piernas del monje se liberaron desde abajo de su cuerpo. Sus pies descalzos patearon contra lo que los guardias habían supuesto eran las piernas del monje. Dos palos envueltos en tela y sujetos con los grilletes de hierro cayeron de los zapatos del monje. Con un estruendo, el artilugio golpeó el piso.

    Uno de los guardias lanzó un insulto.

    Parece que nos engañó al momento de encerrarlos, gruñó, pero es imposible entender con qué propósito. Lanzó una carcajada. ¡Quizá tuvo la esperanza para escapar!

    Meticulosamente buscaron el delgado y famélico cuerpo y su ropa. Encontraron restos de comida seca y algo de carbón en un bolso lleno de arena. Los guardias se rascaron la cabeza y enojados hicieron comentarios acerca de lo que habían hallado.

    Entonces uno de ellos notó que el monje tenía el puño de la mano derecha apretada con fuerza. Con trabajos logró abrir los rígidos dedos y lanzó un grito de asombro.

    Mira, gritó sorprendido. ¡Una bala!

    El otro guardia se agachó hacia delante y miró la cara del monje detenidamente. Estaba tranquilo, sereno, en paz; incluso tenía el vestigio de una sonrisa en las comisuras de la boca.

    Qué extraño, comentó el guardia mientras se enderezaba. Parece como si el pobre y patético desdichado hubiera muerto feliz en este calabozo sin escape. ¡No puedo imaginarme la razón!

    Lo que el guardia no sabía, ni podría entender nunca, es que ni la prisión más poderosa, las cadenas más pesadas o los guardias más crueles pueden mantener encarcelados los pensamientos de un hombre.

    Firmas a la Venta


    Ramona Ramírez.

    Nacida en Santa María, Nuevo León – su hogar de cartón.

    A sus cinco añitos, su madre quedó sin esposo. Su padre había tenido la mala costumbre de participar en reyertas.

    Con pocos recursos, la viuda logró entregar a sus hijos arriba del tren con destino a la ciudad de Los Ángeles. Más adelante, la explicación que les hizo fue que, por su bien los mandó con un familiar que gozaba de los privilegios de los Estados Unidos.

    *

    El tren. Aah, el treeen.

    Como Ramona lo recordaría más tarde, el tren que los llevó a los Estados Unidos fue la primera cosa en su vida que la impresionó. Permanecería en ella para siempre como el punto de partida para una mejor vida. El tren se elevaba frente a ella – negro y tranquilo, impresionante, prometedor y aterrador – mientras caminaba a lo largo de la plataforma. Nunca dejaría de asociar la enorme locomotora, su nube de humo y la interminable cadena de vagones detrás de ella, con el llamado de una promesa.

    Para Ramona, durante los años subsecuentes, la vida en Los Ángeles parecía nunca partir de la plataforma. Años de hambre, años con una mejora casi imperceptible. Años de una educación forzosa y otros aún más difíciles en la calle. Nunca pudiendo satisfacer sus propios deseos, pero sí obligada a aceptar su realidad; su curiosidad contenida para mantenerse alejada de problemas; siendo mujer, haciendo caravanas a los machos; una inmigrante indeseable para los oriundos desempleados; atrapada entre los ciudadanos de segunda categoría en su lucha constante por trepar fuera del hueco de las manos de los más privilegiados en una tierra extraña.

    Ramona – chicana, mujer, pobre y hermosa. Siempre alerta, cautelosa de cualquier peligro al acecho. Entonces, por un giro del destino después de haber vivido de forma precaria, los ojos errantes, que espiaban gracias a las necesidades insaciables de la industria del entretenimiento, cayeron sobre la chica mexicana que tenía una boca amplia, unos negros y brillantes ojos y grandes cantidades de cabello que les hacían juego. Por desgracia, los ojos pertenecían a un depredador local llamado Trevor Parker, quien descubrió su talento al notar la forma en la que los jóvenes fanfarrones volteaban a verla cuando la atractiva muchacha de diecisiete años cruzaba la calle. Ya que el negocio del espectáculo tenía una demanda constante de nuevos talentos – algunos de los que Ramona obviamente poseía –Trevor de inmediato le ofreció a la chica un contrato por cinco años, con oportunidades de oro y con la promesa de doscientos dólares en el momento en el que firmara el documento.

    Ramona no era una mujer difícil de persuadir – su ambición era quizá la característica más impresionante que poseía – como lo demostraría el tiempo. Hizo caso omiso de los lamentos de su madre, y ya que tenía una mayor determinación que cualquiera de sus familiares vivos, la tarde siguiente se dirigió al centro de Los Ángeles a la agencia de talentos del señor Parker para firmar y llevarse en su bolsa los dos billetes de cien dólares mejor recibidos.

    Trevor tenía casi quince años de experiencia acosando a las adolescentes inocentes y seduciéndolas con contratos para presentarse en clubs nocturnos. Es decir, contratos lucrativos para él, ya que el cuarenta por ciento era para él y el cuarenta por ciento para ella, después de que todos los costos de la operación habían sido deducidos de su ingreso bruto. Debido a que manejaba a un grupo constante de entre quince a veinte chicas en promedio, podía contar con un ingreso atractivo. Anualmente contrataba cuatro o cinco chicas, ya que sabía que durarían cuando mucho cinco años con todo lo que esto implicaba en los circuitos de clubs nocturnos que estaban abiertos toda la noche. Ciertamente no creía que Ramona fuera una excepción a su regla general.

    Una vez que estuvo bajo su protección, debe afirmarse a favor de Trevor que pagó dos semanas de entrenamiento elemental para Ramona. Ramona tenía una gran avidez por aprender y absorbía rápidamente los trucos del escenario. Muy pronto se movía tranquilamente en el escenario con una gran seguridad en sí misma; dejó caer hacia atrás y con gran encanto su abundante cabello y llegó a dominar las técnicas básicas para aplicar maquillaje y vestirse adecuadamente. Además, Trevor le pagaba sus clases diarias de canto, aunque el resultado de éstas fue lo que más decepcionó sus expectativas. A la voz de Ramona le faltaba registro y, para la cartera de Trevor, era demasiada ronca para merecer una inversión importante. Trevor sabía por experiencia que el escandaloso público masculino al que atendía prefería susurros dulces e inocentes. Trevor esperaba que su asombrosa apariencia reemplazara sus vacilantes habilidades para cantar.

    Cuando finalmente la envió a su primera aparición para abrir la presentación en un sórdido cabaret llamado El Búho, Trevor sabía que los únicos hechos extraordinarios sobre Ramona eran su apariencia inocente y juvenil, sus protuberantes labios y su cabello negro cayendo en cascada. Había aprendido tres canciones, las cuales con gran nerviosismo cantó durante su debut contra la gratificación de aislados aplausos y algunos silbidos significativos.

    No obstante, Ramona aprendía con rapidez, y para la sorpresa de Trevor, muy pronto dominó el escenario y a su público a tal grado que las cantantes subsecuentes se quejaban de que Ramona se robara sus entradas. Su desaprobación sólo ocasionó que la gerencia ascendiera a Ramona al segundo espacio con cinco canciones, después de algunas negociaciones con el satisfecho Trevor Parker. El tren había comenzado a moverse.

    Muy pronto fue obvio que Ramona tenía un talento natural para el escenario. Para cuando cumplió dieciocho, su ronca voz había madurado y llegó a ser un instrumento que utilizaba con experiencia, evitando sus menos obvias limitaciones. Pronto surgieron negociaciones competitivas entre los propietarios de El Búho y otro club nocturno más animado llamado El Flamenco Azul para obtener los servicios de Ramona.

    Ahora bien, Ramona quizá se estaba convirtiendo en alguien más sofisticado para moverse en el escenario, pero en el mundo de los vínculos contractuales continuaba siendo víctima de la inocencia. Aceptaba sin protestar todo lo que Trevor le dijera. Mentalmente se encogía de hombros ante el aburrido papeleo y las negociaciones, aceptando de manera cómoda confiar en su representante – bueno, no hay nada nuevo en esto – pero lo que ella no había apreciado era que el tren había comenzado a moverse con mayor rapidez. Ya más solicitada, el ritmo más veloz definitivamente no la ayudaba a controlar su vida.

    Ramona se cambió a El Chorizo Picante y triplicó su sueldo en menos de dos meses. Incrementó su repertorio de ocho a dieciséis canciones durante este lapso, y comenzó a tener dificultades para alejarse por la puerta del elenco debido al interés en sus habilidades. A Trevor no le causó trabajo alguno negociar una condición más favorable cuando su primer contrato llegó a su fin; permitió estratégicamente que se quedara en El Chorizo Picante con un sueldo que mejoraba a un ritmo constante. Cuando aparecieron mejores ofertas de algunos establecimientos más elegantes, Trevor hizo lo que estuvo en sus manos y obtuvo para Ramona un sueldo bruto por noche que fácilmente superaba el ingreso anual de su madre. No es que Ramona realmente se diera cuenta; estaba fascinada por su fantástico mundo nuevo. Estaba descubriendo su maravilloso talento para lograr que el público la adorara y, por supuesto, el nuevo y emocionante mundo del placer y la vida despreocupada.

    El tren constantemente aumentaba su velocidad y Ramona amaba cada minuto de su experiencia. A Trevor le iba aceptablemente bien y logró que Ramona entrara a Ron-a-run-run como acto principal durante dos semanas. Ahí, Ramona conoció al equipo de compositores de Burt Sheridan y Carl Garland, y muy pronto descubrieron que tenían algo más en común que la música; es decir, la felicidad de las relaciones sin compromiso y la cocaína. Debido a que cada vez disfrutaban más de la mutua compañía, era natural que Ramona comenzara a cantar algunas canciones originales de Sheridan-Garland, con el resultado inevitable de cuando se reúnen personas talentosas.

    En el negocio de espectáculos, el impacto llega cuando la fusión del talento y la juventud y el egoísmo atraen la atención de ciertos miembros clave de la misma industria. En unos meses, el tren cambió de velocidad y empezó a acelerar. Ramona recibió propuestas para grabar discos, realizar entrevistas en la televisión y su primer álbum vendió la asombrosa cantidad de 150 000 copias y el segundo más del doble que el álbum anterior. Cuando salía por la puerta para el elenco del club en el que se presentaba en ese entonces le dieron el tratamiento de estrella: cientos de fanáticos con los ojos brillantes; personas babeantes con la mirada perdida; cazadores de autógrafos que agitaban sus libretas; y sabrá qué y quiénes más suplicando su atención. Su agente estaba contento. Ramona estaba hambrienta de más.

    Ésta era la situación cuando sólo quedaban seis meses del periodo inicial estipulado en su contrato. Ahora, Ramona había aprendido que en su ignorancia fue engañada; si tomaba en cuenta su ingreso neto, en realidad le estaba pagando al querido señor Parker cerca del cincuenta por ciento mientras que la costumbre era entre el diez y el quince por ciento dependiendo de cuán prometedor fuera el artista y de la experiencia que tuviera. Aunque, con los dientes apretados, había aceptado el injusto convenio hasta su terminación legal, ahora se negaba a reunirse personalmente con Parker – lo que a él lo frustraba y más sabiendo que había manejado mal a una mina que producía oro en lugar del esperado cobre. Ramona pasó considerable tiempo del último año del contrato con Parker buscando a un agente ejemplar. Por suerte, podría elegir.

    Ramona ahora estaba considerada – dentro de los estándares de la industria – como un talento de primera a la altura de su potencial por desarrollar. Una erótica joven-mujer con los labios haciendo pucheros en el ángulo correcto, que poseía la calidad de una estrella con la clara tendencia a destacar sobre la competencia, los ingredientes correctos para triunfar, una voz ronca que sabía cómo utilizar para expresar profundamente los sentimientos básicos de la gente común. Además, tenía una gran presencia en el escenario, con la cual cautivaba a un público cada vez mayor, un encanto sensual que de manera inexplicable resultaba igual de atractivo para el público femenino que para el masculino. Además de esto, sus antecedentes sobre cómo había llegado de la pobreza a la riqueza – o más preciso, de las dificultades a la fama – hacían que la historia de su vida conmoviera a su creciente grupo de seguidores fanáticos.

    Finalmente escogió a Albert Hammersmith & Asociados para representarla como su nuevo agente. Era una agencia relativamente pequeña que manejaba cerca de veinte artistas de diferentes ramos en la industria de entretenimiento, pero más que nada se veía atraída por la reputación a largo plazo de la que gozaba Albert Hammersmith. Había sido un agente independiente durante casi trece años y nunca dejó de hacer un buen trabajo, y aparentemente también estaba bien conectado en un negocio que más que nada depende de los contactos adecuados y favores que le eran solicitados. Además, y quizá lo más importante debido a la amarga experiencia que Ramona había tenido con Trevor Parker, era conocido como un agente honesto – cualidad no demasiada común en su profesión. Aunque le cobraría el doce por ciento, siendo dos por ciento más que otras ofertas, Ramona consideró que valía la pena siempre y cuando siguiera siendo leal y honesto.

    Con cuatro años más de sabiduría en el negocio del espectáculo, Ramona tuvo la precaución de acudir al mejor abogado de Los Ángeles para pedirle que elaborara un contrato por cinco años que protegiera sus intereses, anticipando todo tipo de desastre que implicara una desventaja para ella. Unos días más tarde, el abogado le presentó un contrato tan ingeniosamente elaborado que Albert Hammersmith aceptó el borrador con sólo tres correcciones menores. Después de haberlas hecho, Ramona y Albert se reunieron en el despacho del abogado para firmarlo. Albert aceptó el convenio mediante su firma pequeña y meticulosa mientras que la temperamental Ramona lo firmó con su acostumbrada y extendida floritura. Abrieron la mejor botella de Moët & Chandon para celebrar la ocasión y los prometedores años por venir.

    Los primeros años que siguieron el inicio de su relación profesional fueron gratificantes tanto para la artista como para el agente – ¿quién necesita consultar un convenio cuando todos están felices? Sin embargo, por desgracia los éxitos de Ramona fueron opacados por sus desastres personales que iban en aumento.

    El éxito demasiado rápido, la admiración demasiada aduladora y la falta de disciplina consigo misma, ocasionaron que la vida personal de Ramona decayera mientras que lentamente empezara a acelerar. Comenzó a ingerir píldoras y cápsulas, a fumar y a inhalar diferentes drogas en combinación con alcohol en exceso, poco sueño y un comportamiento desinhibido. Ramona comenzó a llegar tarde a las presentaciones, o de plano a no presentarse a las sesiones de grabación y a los eventos promocionales; muy pronto comenzó a ser conocida por los profesionales en el negocio como otra perdedora a la que le quedaba poco para disfrutar de su mina de oro. Para cuando comenzó a inyectarse heroína, la gente que se enteró sabía que no duraría más de uno a dos años. Todos aquellos que estaban relacionados profesionalmente con ella, concluyeron en silencio que lo único que les quedaba era obtener lo mejor de la catástrofe que se veía venir – es decir, la mayor cantidad de dinero posible mientras todavía tuviera talento y carisma. La única excepción notable entre los directamente involucrados era su leal agente, Albert Hammersmith.

    Lo más ilógico – como finalmente suele pasar con la gente talentosa de la Costa Oeste que han sido bien manejada – es que el cambio en la marcha de la carrera de Ramona se estaba también detonando hacia una hidra de oportunidades. El virtuoso en batir la olla era Albert, quien había promovido las ideas, concebido las estrategias y cultivado lo que generó la carrera de Ramona. El público aceptaba el abuso de él mismo y el de las drogas, sus errores profesionales y personales, sus actuaciones cada vez más deficientes, la disminución evidente de sus aptitudes en el estudio de grabación e incluso las perjudiciales críticas de la

    Enjoying the preview?
    Page 1 of 1