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Alterno Nerva
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Ebook549 pages8 hours

Alterno Nerva

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About this ebook

Edición exclusiva en ebook.

 

Edgar baila en su cuarto con puertas y ventanas cerradas.
Sylvia crea música para sí misma que nadie más conoce.
Edgar limpia sus cortes en el baño todas las noches.
Sylvia intenta respirar entre ataques de pánico.

 

Sylvia y Edgar no se conocen.
Sylvia y Edgar se acaban de mudar a la misma ciudad.
Sylvia y Edgar están por colisionar y arrasar con el otro.
Sylvia y Edgar pronto se convertirán en Alterno Nerva.

LanguageEspañol
PublisherAlan D.D.
Release dateJul 21, 2020
ISBN9781393155591
Alterno Nerva
Author

Alan D.D.

Español Soy un autor, blogger y periodista de Venezuela que ha estado enloqueciendo el mundo desde 1995. Empecé a leer siendo adolescente, aunque desde niño me gustaban los cuentos de hadas, los mitos y leyendas. Creo que por eso tengo una fijación por los retellings. Como escritor, escribo romance (casi siempre paranormal) y fantasía, con un poco de terror y drama, pero tocando temas sociales como la diversidad sexual, el abuso, acoso, la búsqueda de la identidad y la adolescencia. Como periodista, he trabajado reseñando libros, cómics, música, películas y cualquier otra cosa que capte mi atención. 99% de las veces, es algo sobre brujas. Actualmente busco un proveedor de chocolate 24/7 y agradezco cualquier información que pueda ayudarme al respecto. English I'm an author, blogger and journalist from Venezuela who has been driving the world crazy since 1995. I started reading as a teenager, although as a child I liked fairy tales, myths and legends. I think that's why I have a fixation on retellings. As a writer, I write romance (almost always paranormal) and fantasy, with a bit of horror and drama, but touching on social issues such as sexual diversity, abuse, bullying, the search for identity and adolescence. As a journalist, I have worked reviewing books, comics, music, movies, and anything else that grabs my attention. 99% of the time, it's something about witches. I'm currently looking for a 24/7 chocolate supplier and I appreciate any information that can help me in this regard.

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    Book preview

    Alterno Nerva - Alan D.D.

    Fuente del título: Benegraphic, por Tepid Monkey Fonts.

    Imagen de portada: Silhouette of Man Standing Near Body of Water, por brenoanp. Tomado de Pexels.

    Edición de la portada: Alan D.D.

    Todos los derechos reservados: Alan D.D. 2020

    Nota preliminar

    ¡H olas! Alan D.D. aquí . ^^ Espero que disfrutes con la historia de Edgar y Sylvia. Son mis personajes favoritos hasta la fecha, y su historia es la más honesta que he escrito en mucho tiempo. Por primera vez intenté que uno de mis personajes reflejara lo que fue crecer teniendo Síndrome de Asperger, una condición que me detectaron a los diecisiete años, la misma edad de los personajes, solo que Edgar aún no sabe que lo tiene.

    Intenté que fuese lo más natural posible, pero para evitar cualquier problema con los derechos de autor borré todos los nombres de las canciones, bandas, películas, incluso aplicaciones que aparecen en la novela. Para compensarlo, escribí un capítulo adicional para la versión en Kindle y  otro para la que publiqué en las demás plataformas en ebook.

    Si quieres conocer esos detalles, puedes encontrarlos en Wattpad. La novela entera está allí, junto con un capítulo adicional que sirve de precuela para los que encontrarás en las ediciones a la venta. Sé que a veces es difícil leer y que el dinero es un tema serio últimamente, pero estas ediciones a la venta son para quienes deseen apoyarme y el trabajo que hago. Sin embargo, esta es la novela completa, con todos los capítulos en el orden en que deben ser leídos, salvo los nombres que mencionaba antes.

    Si te gusta la novela, recuerda dejar tu comentario en Goddreads, Wattpad, Amazon, o cualquier otra plataforma. Esta historia me hizo reír, llorar, sonreír, y espero que sientas lo mismo. Hay muchas horas de trabajo detrás, y aunque el resultado nunca será perfecto, espero que sea lo suficientemente bueno para que disfrutes y dejes tu visto bueno en internet. ^^ No importa qué tan largo sea (aunque si es una reseña, no me quejo ^^’).

    Las fechas y horas que encontrarás al final son, por orden, de cuando terminé el primer borrador, empezado el 1 de noviembre de 2019, cando terminé la primera revisión, y luego la segunda revisión. Finalmente, está la fecha y hora en que terminé el capítulo exclusivo de esta edición... peeeeeero la historia se me ocurrió específicamente el 8 de octubre de 2017. Sí, a veces hay que esperar a que sea el momento adecuado para escribir. ¿Por qué pongo esto? Manías de ser asperger, supongo. ^^’

    Ahora sí, te dejo con mis góticos. ¡Feliz lectura!

    28 de septiembre de 2020 – 1:20 PM

    Prefacio

    Las páginas parecían estar más que secas para entonces. Algunos dibujos aquí y allá, unas fotografías viejas, frases y citas de cuadernos de años anteriores que quería mantener. A pesar de que no era elegante ni tenía clase , a Edgar le gustaba el resultado. Se veía bien. Serviría como un reflejo honesto de su paso por la escuela.

    Edgar soltó un suspiro cansado luego de presionar por millonésima vez la foto en el papel. Era él en el último día de clases en su colegio anterior, vestido de negro, con el cabello un poco más largo y leía un libro del que ya no se acordaba. Quizá Carmilla. A su lado, haciendo una mueca, estaba la que creía era una amiga, una chica que le había dado la espalda tan pronto como le dijo que no sentía lo mismo por ella. Se había ido a otra ciudad también. La extrañaba más de lo que prefería admitir en voz alta, y le dolía que no pudieran mantener contacto como antes.

    Pasó buena parte de las vacaciones intentando recuperar el contacto con Rebecca, pero luego de darse cuenta de que lo había bloqueado por todos lados decidió dejarla en paz. Parecía que era todo o nada para ella. Bueno, que así fuera.

    Sus ojos se posaron en la mirada de la chica. Tenía su misma altura, uno o dos kilos de más, el pelo rizado negro y ojos que brillaban como zafiros, al igual que la sonrisa torcida que tenía en su cara. Los rasgos de él... Parecía más bien melancólico, como esperando a que algo pasara, algo no muy bueno. Una sonrisa débil se cruzó por sus labios al recordar ese día.

    Habían estado juntos todo el tiempo que fue posible, ella haciéndolo reír con sus chistes malos, comentarios de doble sentido, incluso un baile que lo hizo llorar de la risa. Rebecca era un espectáculo ambulante, y eso era lo que Edgar más admiraba de ella. A veces incluso la envidiaba.

    Cuando llegó a la parte en que intentó robarle un beso, lo que desencadenó una discusión que aún no conseguía explicarse, Edgar cerró el libro. Sabía que la foto estaba bien pegada, pero prefería mantenerse ocupado antes de ir a dormir.

    Con ese, ya eran tres meses sufriendo de desorden del sueño. Se acostaba de madrugada y despertaba cerca del mediodía. Había logrado regular su sueño en los últimos días, pero seguía convencido de que le causaría problemas por el horario de clases.

    Justo ese día había dormido seis horas, como máximo, más o menos lo mismo que el día anterior. Sin importar cuánto lo quisiera y lo mucho que le ardieran, sus ojos se negaban a cerrarse.

    Edgar acarició sus rodillas en un gesto inconsciente, cubiertas por el pijama negro. Los cortes ya habían sanado. Le ardían, y la culpa de la derrota seguía rondándole en la cabeza, pero al menos tenía la mente en paz.

    Se estaba quedando sin opciones con las que lidiar con sus crisis de nervios. Su mano se congelaba cuando trataba de dibujar, sus poemas se volvían repetitivos, se sabía todas las canciones en su computadora y el teléfono, las películas, las series... Las agotó una tras otra, hasta llegar a la última.

    Sus padres estaban dormidos, así que no tuvo problemas en encerrarse en el baño y hacer el amor con la afeitadora. El alquitrán que estaba por asfixiarlo finalmente se derretía, dejando su pecho más ligero.

    Cuando cerraba los ojos, esa era la imagen que se le venía  a la cabeza. Un sudor que parecía petróleo salía de su piel luego de dañarse las rodillas, mientras que agujero negro entre las costillas, justo en medio de ambos pulmones, se iba cerrando.

    Solo le quedaba la pesadez, el cansancio perenne.

    Siempre se aplicaba vinagre en las heridas al terminar. Tiempo atrás, había tenido un problema de hongos en la piel, y mantuvo allí el líquido para ponérselo luego de bañarse. Ya no quedaban ni rastros, pero prefería tenerlo a la mano en caso de emergencias, como la de esa noche.

    Apretó los ojos mientras el ardor pasaba, olvidándose de su entorno y de lo que había hecho, que se detuviera el tiempo, dejando que las sobras del alquitrán salieran de su cuerpo con cada exhalación. Abría los ojos, y estaba de nuevo entre las paredes azules del baño.

    Después de limpiar las heridas por varios minutos, cada vez con menos molestias, lo único que tenía entonces era un ligero zumbido en la cabeza, pero el nudo en la garganta se había ido. Eso era lo importante. Eso es lo importante, se dijo mentalmente.

    Odiaba tener que pasar por ese proceso casi todas las semanas. Peor era pensar que estaba mejorando para recaer luego de uno o dos meses de tranquilidad. Solo bastaba un comentario, una mala noticia o un error para que su torre se derrumbara, a veces incluso un recuerdo, o una mala noche. Como si de un castillo de cartas se tratara, se derrumbaba ante el mínimo soplo de aire, pero seguía sintiendo las rocas rompiéndole el cuerpo.

    Quizá recordar los buenos tiempos le ayudaría a lidiar con el presente. Mudarse significaba dejarlo todo atrás y olvidar el pasado. Dejar ir lo viejo para recibir lo nuevo. Sus padres le dijeron varias veces que podía tomar esta oportunidad para reinventarse a sí mismo. Sonaba muy bien, demasiado. Solo necesitaba saber quién era, para empezar. Pequeño e insignificante detalle.

    Ángela y Roger estaban bien, mucho más bien. Estar en Maracaibo les abría muchas más opciones en el trabajo, no tendrían que estar viajando contantemente, además de estaban en una zona en donde nada quedaba demasiado lejos. Eso fue especialmente conveniente mientras esperaban a que les entregaran el carro luego de un choque. Edgar incluso podía irse caminando a sus clases.

    Parecía que todo mejoraría con el tiempo, ese era el plan, pero su lucha, aquella que libraba en silencio, era única y exclusivamente suya, y ellos no tenían por qué saber lo que le estaba pasando. Se rompería por dentro, pero solamente él se daría cuenta. No sería la primera vez que le pasaba, así que no le importaba. No mucho.

    Por eso había empezado con el cuaderno, con esa suerte de anuario manual y personal. Quería plasmar los momentos felices, cada cosa que le hiciera recordarlos, los momentos en que no se sentía miserable, tan miserable. Como ahora.

    Aunque apenas llevaba unas pocas páginas, sentía que iba por buen camino. Una sonrisa débil cruzó por su rostro, permitiéndose sentir optimismo por al menos un momento. A lo mejor y realmente podría ayudarlo.

    Edgar sacudió la cabeza, intentando dejar de pensar, dejar de darle vuelta a todo. Se conformaba con estar en paz, con que su mente se congelara por unos segundos y que parara su diálogo interno.

    Los ojos se le aguaron por un segundo, presa de la frustración, pero luchó contra el impulso de regresar al baño cuando se levantó del suelo. Su espada le agradeció que dejara de apoyarla en las tablas de la cama. Se acostó luego de guardar el cuaderno detrás de varios libros en uno de sus estantes.

    Tembló cuando sintió las frías sábanas, pero estaba lejos de sorprenderse. Siempre que se cortaba, su cuerpo quedaba muy sensible y el efecto duraba por un largo tiempo. De por sí el día siguiente era complicado, pero en esa condición... Edgar respiró, aquietando su mente e imponiendo silencio.

    Quería cambiar, claro que quería, pero lograrlo no era tan sencillo como desearlo. Sería más fácil si no estuviera solo, pensó, soñando con lo imposible. Hola, mucho gusto, soy Edgar y tengo depresión desde hace años. ¿Cómo iba a decirle algo a alguien? ¿Quién lo iba a tomar en serio? Solo las muchachas tenían derecho a sentirse mal, solo las niñas podían llorar, pero los niños no lloran y los hombres son fuertes. Un hombre no tiene depresión.

    Había visto varias películas y series que hablaban sobre la depresión, autolesiones, e incluso suicidio, y el papel protagónico siempre era para una mujer. En una había visto a un chico también, se le escapaba el título, trataba sobre el acoso escolar por redes, pero había sido un personaje tan poco relevante que Edgar ni lo tomaba en consideración.

    Las palabras hombre y deprimido parecían excluirse mutuamente, como si él fuese poco hombre por sentirse así, por estar enfermo, por lidiar con ese demonio. Como si él mismo hubiera escogido vivir de esa manera.

    Sus labios sonrieron de nuevo, pero la sonrisa no alcanzó a llegar a sus ojos.

    Claro que se dio cuenta de que tenía las mejillas húmedas, de que respiraba más rápido, y de que los ojos se le enrojecían al mientras escondía la cabeza bajo la sábana. Edgar estaba completamente consciente de lo que sentía y de cómo reaccionaba su cuerpo, pero con todo aquello dándole vueltas en la cabeza prefirió tragarse las lágrimas sobrantes, limpiarse el llanto con rabia, sin saber si había algo de cierto en lo que había pensado, y cerrar los ojos, agotado.

    Intentó concentrarse en su respiración. No siempre funcionaba, incluso llegaba a desesperarlo no ver resultados, pero era cuestión de intentar por un minuto. O dos.

    O tres.

    Cinco.

    Aquella sería una noche larga.

    Capítulo Uno

    La mañana siguiente fue mucho más calmada en comparación con su noche, como solía pasar cuando tenía uno de sus episodios. Lo primero que hizo al despertar fue revisar sus heridas, esperando no encontrar manchas en ningún lugar, pero ya había pasado tanas veces que Edgar sabía tratar los cortes de manera que sanaran sin problemas. Ni siquiera le quedaban cicatrices.

    Con un suspiro que no se preocupó por interpretar, Edgar se levantó y fue hasta el baño, ignorando los recuerdos que aparecieron en su mente tan pronto cruzó la puerta. Concentrándose en su reflejo pálido, enmarcado por el cabello negro, se lavó la cara antes de salir a desayunar. La casa estaba en silencio, pero seguramente sus padres solo se habían levantado tranquilos.

    Tenía la ropa preparada cuando salió del baño. Lo hacía todas las noches, lo suficientemente temprano como para tenerla lista antes de un episodio si es que llegaba a suceder. Ordenar todo lo ayudaba a calmarse cuando sentía que sus emociones se descontrolaban. Así mantenía la mente clara y el corazón en calma. A veces.

    Se sentía extraño tener un uniforme distinto al que había usado el año anterior, y aún no se acostumbraba a vestir una chemise marrón. Era su segundo año con ese color, y también el último. El pantalón le quedaba un poco más suelto, así que lo apretó más de lo normal, y la chemise también se sentía holgada, pero solo un poco. Nada de lo que preocuparse. Se puso una muñequera negra para tener algo de ese color, además de los zapatos.

    Se puso las medias rayadas mientras miraba la hora. Tenía tiempo de sobra para desayunar, revisar una vez más que todo en su bolso estuviera bien, e irse caminando. El día parecía estar igual de tranquilo que el ambiente en su casa, con el cielo nublado y también ventoso, a juzgar por la forma en que se movían las ramas.

    Era justo el tipo de días en los que se sentía más calmado, a pesar de que percibía todo con más intensidad. Edgar se miró al espejo ya vestido. Las ojeras no se notaban mucho. Quizá fuese un buen indicio, una manera de pensar que sería una buena mañana, tal y como esperaba. Los ojos no lo delataban. Movió las piernas con más brusquedad que de costumbre, pero las heridas tampoco parecían responder. Sentía un poco de picor, una molestia mínima, soportable. Todo parecía estar en orden.

    Se consiguió con la típica escena del desayuno estadounidense que recordaba de las caricaturas cuando fue a la cocina. Su madre preparando algo en las hornillas, su padre leyendo el periódico, y la televisión encendida aunque nadie parecía prestarle atención.

    —Buenos días, mi vida. —Su madre se dio la vuelta, dejando por un segundo la sartén.

    —Buenos días. —Ángela le dio un suave beso en la mejilla.

    —¿Todo listo para hoy? —Edgar envidiaba los ojos verdes de su madre, mucho más vivos que los de él. El cobrizo brillante de sus rizos resaltaba aún más la diferencia.

    —Digamos —sonrió de inmediato. Su madre era de esas personas que le contagiaban el buen humor a cualquiera en tan solo unos segundos. Siempre tenía una sonrisa en la boca, brillo en los ojos y una actitud positiva—. Creo que sobreviviré.

    —Payaso —dijo ella dándose la vuelta—, mejor siéntate, que ya va a estar listo el desayuno.

    —Buenos días, pa’ —saludó a su padre antes de sentarse.

    —Buenos días. ¿Dormiste bien? —Aunque nunca soltaba el periódico en la mañana, Roger lo dejó a un lado, cosa que extrañó al muchacho.

    —Sí, supongo.

    —¿Vas caminando hoy o prefieres que te lleve?

    —Quiero caminar, mañana me llevas mejor.

    —¿Tienes tu horario, tus cuadernos, todo?

    —Sí, sí, no se me olvida nada.

    —Y el libro que estabas armando, ¿quedó como lo querías?

    —No estoy seguro. —Le incomodaba aquél interrogatorio. Su padre y él no eran lo que se dijera cercanos—. Tengo que dejarlo todo el día secándose.

    —Ah, pero estará listo en la noche entonces.

    —No te preocupes por eso —dijo su madre, llegando con un plato de panquecas recién hechas—, estoy segura de que quedará bien.

    Con la habilidad de una experta, Ángela repartió el desayuno a partes iguales entre los tres, para luego buscar el jugo de la nevera y vasos de vidrio. Muchos criticaban a su madre por ser un ama de casa, por preferir dedicarse a su familia, al hogar, y hacer algunos trabajos independientes en la computadora, pero se la veía tan feliz que era imposible no defenderla.

    Durante sus primeros años, las cosas eran distintas. Tanto ella como Roger trabajaban, dejando a Edgar solo durante mucho tiempo. Fue cuando cumplió cinco años que las cosas cambiaron a como eran entonces. Su padre logró un ascenso, su madre consiguió una herencia, renunció al empleo que tenía, compró un apartamento que alquiló al instante para generar ingresos, y dedicó su tiempo a ser una mujer de casa.

    Edgar estaba seguro que fue de ella que heredó su interés en las artes, mientras que la organización venía de su padre. Siempre estaba preparado para lo que pudiera suceder, al igual que él, razón por la cual mantenía en su bolso un pequeño paquete de algodón y una botellita de alcohol.

    Tiempo atrás, su madre compró aceites esenciales para preparar jabones caseros. Aunque quedaron bien, el esfuerzo era demasiado, por lo que abandonó el pasatiempo y buscó otro, pero para entonces, noches atrás, Edgar había tomado el frasquito vacío de la bolsa de basura para lavarlo y llenarlo de alcohol. Desde entonces, lo llevaba a escondidas en caso de que sus heridas se abrieran mientras estaba fuera de casa, como sucedió más de una vez.

    Los recuerdos se esfumaron cuando probó el primer bocado. La masa suave de las panquecas de su madre, las rodajas cambur y manzana, la miel, y las gotas de chocolate eran un manjar a esa hora de la mañana. Bueno, a cualquier hora.

    Era normal para Ángela tener ese tipo de gestos con su familia cuando iniciaba el año escolar, más que todo con su hijo. Edgar sabía que era su manera de alentarlo, de desearle buena suerte y transmitirle algo de su eterno optimismo, aunque fuese una pequeña parte. Qué lejana parecía estar la noche anterior, y qué distinto se sentía en ese momento.

    Apurando los últimos bocados, ansioso por tener más y odiando su estómago por llenarse con tan solo un plato, Edgar se levantó de la mesa, lavo sus cubiertos y el plato, y fue hasta el baño para cepillarse una vez más. Ahora se sentía mucho mejor, y era más sencillo ignorar que, al fondo de la papelera del baño, había unos papeles con manchas rojas que, para entonces, deberían de ser de un marrón oscuro no muy agradable a la vista.

    Luego de despedirse de sus padres, ya estando afuera, Edgar tragó grueso, contando mentalmente cada uno de sus pasos. También se mantenía atento de no pisar ninguna raya en las aceras, ni siquiera una grieta, pero cuidando siempre que su andar no pareciera extraño.

    Con el paso del tiempo, había ideado una serie de manías, mañas, rituales... los nombres no le importaban. Cada uno le ayudaba a lidiar con el día a día, como si su vida dependiera de ello. Sonrió al recordarlo, porque en cierta forma era así. No corría riesgo de muerte, mucho menos creía que su madre fuese a fracturarse la espalda si pisaba una grieta en el camino, pero le daba tranquilidad por alguna razón.

    Los sonidos de la naturaleza, aunque escasa, lo ayudaban también. Escuchar sus pasos, uno tras otro, mientras caminaba, las ramas a su lado moviéndose con el viento, las hojas arrastrándose por la brisa, le ayudaban a sentir la paz que siempre necesitaba, la paz con la que quería empezar todos sus días.

    Era justamente por eso que prefería caminar esa mañana en particular. Era el nuevo, el recién llegado, y en el último año de estudio, encima, en un lugar donde todos se conocían, donde los niños reconocían cada calle. Serían demasiadas cosas a la vez, una sorpresa detrás de otra, pero caminando podía mantener su mente en orden y sus pensamientos bajo control. Le daba tiempo de prepararse para lo que se avecinaba.

    Edgar se preguntó cómo serían sus compañeros, y si serían igual de indiferentes como lo eran los que conocía desde que era un niño. Estaba acostumbrado a que lo ignoraran, a que no le prestaran atención, una especie de acuerdo tácito al que habían llegado sus antiguos compañeros y él, en donde ninguno se metía en los asuntos del otro a menos a que fuera estrictamente necesario.

    Uno de esos casos era en los trabajos en equipo. Al principio parecían ser engorrosos, incómodos, pero Edgar tomaba el liderazgo desde el primer día, repartía las tareas a cada uno, revisaba el material para los trabajos escritos, escuchaba las exposiciones antes de que llegara la fecha final, y siempre obtenían la nota máxima.

    Luego de que sucediera varias veces, sus compañeros decidieron mantener las distancias con él siempre y cuando Edgar hiciera lo mismo, pues cortaba cualquier conversación en la que trataran de incluirlo. Se ponía ansioso de solo pensarlo. Edgar apretó las manos en su bolso, liberando la tensión sin darse cuenta, y siguió caminando como si nunca hubiera pasado nada.

    Maracaibo parecía ser un lugar tranquilo por las mañanas, y el colegio igual. Estuvo enfrente del edificio blanco en pocos minutos, menos de los que pensó que le tomaría llegar. Aquello lo tomó por sorpresa, pero siguió de todas formas. No era el fin del mundo, ni nada similar.

    Había solo unos pocos estudiantes en las afueras, por lo que supuso que los demás estarían adentro. Todos parecían muchachos comunes, más del montón. Una parte de sí se alegró, y la otra estaba aterrorizada por resaltar tanto. Rezó en silencio a que las cosas terminaran como en su colegio anterior. Siguió caminando, sin desviar la mirada de la puerta de entrada.

    Una vez adentro, como si se tratara de un campo minado, miró al piso para vigilar sus pasos y buscó el primer filtro para tomar agua. Había demasiada gente. Demasiada. Necesitaba un segundo, solo uno, así que caminó hacia donde parecía haber una entrada a algún lugar, apretando los dientes cada vez que un niño se le cruzaba por el camino.

    Intentaba sonreír, pero Edgar se sentía cada vez más nervioso. Sus manos apretaban el bolso constantemente, sin importar las veces en que se obligara a relajar los dedos. La peor parte sería escuchar el timbre de entrada. El destino, asumiendo una actitud de al mal paso darle prisa, hizo que sonara luego de que tomara el primer sorbo.

    Igual que en su anterior colegio, los estudiantes empezaron a formar filas en el patio con la cabeza hacia los salones que estaban del lado de la bandera. La directora, una mujer mayor con un vestido colorido pero elegante, y el cabello negro recogido en una sencilla cola de caballo, se preparaba para hablar por el micrófono. Seguramente luego cantarían el coro del himno nacional, como siempre. Bueno, al menos eso era algo a lo que estaba acostumbrado.

    Estaba en la segunda sección del último año del bachillerato, así que su fila sería la última. Una mirada rápida hacia los que serían sus compañeros durante los siguiente meses le dijo más bien poco. Parecían... Normales. Chicos de su edad con un carácter muy diferente al suyo. Posiblemente también lo ignoraran. Edgar rezó para que fuera así.

    Mantuvo la cabeza baja, controlando los impulsos de mirar hacia los lados, mientras la directora les daba la bienvenida y felicitaba a los cumpleañeros del día. Los aplausos empezaron con el primer nombre, y duraron hasta el quinto y último.

    Sus mejillas se ruborizaron cuando les tocó caminar hacia el salón. Un profesor iba a la cabeza, así que solo tenía que caminar detrás de quien tenía al frente, un chico pelirrojo más o menos de su altura. Tan pronto como estuvo adentro, fue directo al primer puesto que vio. Segunda fila, segundo puesto, justo al lado de la ventana y frente al escritorio del profesor. Perfecto para ver, escuchar, anotar, no resaltar y estar a salvo de cualquier broma pesada que tuviera lugar en la parte trasera.

    Edgar escuchó con claridad que el volumen en el salón de clases era mucho más alto que antes. Apenas habría pasado un minuto, quizá dos. De todas formas, veía que el profesor entraba al salón, así que tomó aire, sacó un cuaderno y lápiz, y mantuvo la vista al frente.

    Ahora que estaban los demás estudiantes, Edgar se sentía sofocado por momentos, apenas unos instantes, en los que no sabía si salir corriendo o si gritar. Era como estar atrapado. Se concentró únicamente en el profesor, un hombre que podía medir unos dos metros de altura con facilidad, de cabello negro y piel tostada. Parecía ser una persona agradable.

    —Buen día,  muchachos. —Aquella voz imponía respeto con tan solo unas pocas palabras. El efecto fue inmediato. El silenció reinó en el salón luego de que dejara una carpeta con papeles en el escritorio—. Espero que disfrutaran de las vacaciones. Veo muchas caras conocidas, y unas pocas caras nuevas. —Esto último lo dijo mirando a Edgar, para luego ver en otra dirección, pero solo eso bastó para que su respiración se acelerara—. Para quienes no me conocen, soy el profesor Néstor González. Tengo años trabajando en esta institución, más por vocación que por ganancia —dijo sonriendo, y algunos de los alumnos rieron por lo bajo—, y espero que este año sea mejor que el anterior. Los que ya han visto clases conmigo saben que soy muy permisivo, siempre y cuando me respeten la cara. Eso significa: nada de desorden, gritos, irresponsabilidad y cero excusas de último minuto.

    Con solo escuchar esa parte del discurso de bienvenida, Edgar supo que se llevaría muy bien con él y que le gustaría estudiar inglés tanto como en su anterior colegio. Siempre le había gustado estar ante alguien confiado y que impusiera respeto, y le daba un sentimiento de seguridad mientras estuviera allí en el salón de clases.

    —Antes de empezar la clase, quiero que reflexionen y piensen muy bien sobre lo que este año escolar significa para ustedes, el último del bachillerato. A algunos los he visto desde que entraron, a otros los conocí a mitad de camino, pero eso no significa que no les tenga en estima, o que pueda tener en estima a alguien que apenas esté llegando. —Allí estaba de nuevo, esa distinción, esa referencia que Edgar quería evitar. Su respiración se aceleró por un momento. Contuvo el aire, contó hasta tres, y lo soltó para calmarse—. Este no es un año más, no es cualquier cosa, y no quiero que lo dejen pasar como si lo fuese. Todos los profesores esperamos que salgan por la puerta grande, que dejen una huella, un recuerdo agradable, un ejemplo a seguir. Hace mucho tiempo que dejaron de ser niños, y veo que algunos están al tanto de ello. —Edgar notó que los ojos del profesor se posaban en algunos alumnos, aunque no se atrevía a moverse para saber quiénes eran—. Sin embargo, y ustedes saben quiénes son, unos quieren pretender seguir siéndolo. Está bien que quieran disfrutar de la vida, que quieran pasarla bien, pero ya va siendo momento de poner los pies en tierra. Piensen, y ténganlo presente, que lo que hagan este año va a determinar quiénes serán en los próximos. Hoy empieza una carrera contra el reloj para demostrarse a sí mismos si deciden cambiar para bien, para mal, o si desean quedarse estancados en una etapa que culminó hace mucho tiempo.

    El ambiente se sentía diferente. Había algo en el aire, a pesar de que algunos compañeros sonreían con cinismo a lo que escuchaban. Edgar sí logró ver algunas de aquellas caras burlonas, y estaba seguro de que pronto podría memorizarlas. No contó más de cinco, aunque había un par de ellas que parecían especialmente desvergonzadas por los gestos y la mirada divertida que exhibían.

    Un escalofrío le recorrió la espalda.

    —Les digo esto porque la dirección y la coordinación nos han dado instrucciones muy claras sobre cómo manejar este año escolar, y los que vienen, pero con especial interés en ustedes, que son nuestra tarjeta de presentación ante las universidades. Ustedes son la cara de este colegio, nuestra promoción, nuestros futuros profesionales y, espero que sea el caso de todos —agregó con interés—, el orgullo de sus padres. Todo esto que les digo es para que lo tomen en cuenta, y creo que sé quiénes realmente se preocupan por ello. Este será un año de cambios, de retos y de metas, de miedos y de sueños, pero sobre todo de cambios. Pregúntense, cada uno, mentalmente, cómo quieren cambiar, y por qué, para qué, por quién. Les voy a dar un par de minutos para que piensen al respecto, y empezaremos con la clase.

    Con una sonrisa confiada, el profesor Néstor se sentó detrás del escritorio. Mientras revisaba los documentos y escribía unas notas en la carpeta que había traído consigo, unos suaves murmullos se escuchaban por el salón, pero tan leves que eran incluso agradables al oído. En definitiva, este sería un profesor con el que se llevaría bien, aunque le pareciera imponente por sus gestos duros o su postura rígida.

    Repasando aquél discurso, Edgar tuvo que admitir que en realidad nunca se había parado a pensar en eso. ¿Cómo quería cambiar? ¿Quería hacerlo tan siquiera? Tenía respuestas contradictorias al respecto. Sabía que sus padres estaban orgullosos de él por sus notas, aunque no era el mejor de la clase, pero fuera de eso no solía destacar en el salón de clases.

    Su mente divagó en círculos hasta que la clase dio inicio. Se sentía mejor tomar apuntes y prestar atención a una materia que pensar en filosofía, aunque no podía negar que era cierto lo que acaba de escuchar. Se consideraba maduro para su edad, pero tenía asuntos en los que trabajar, y sabía exactamente cuáles eran, uno a uno, solo que no se sentía capaz de hacerlo en ese momento. Más adelante, pudiera ser, pero no en ese momento. No aquí, no ahora.

    Antes de darse cuenta, la clase terminaba, el profesor salía, y en pocos segundos entró una mujer mucho menos alta que él, de cabello negro ondulado, la cara maltratada, lentes de montura gruesa y facciones duras. Edgar estuvo a punto de sacar el horario para saber quién era, pero se contuvo a tiempo antes de hacer cualquier movimiento.

    Se presentó como Irma Durán, la profesora de química orgánica. Edgar sintió rechazo con tan solo escuchar cómo lo decía con orgullo, y estuvo seguro de que sería igual de desagradable que su materia. Contrario a cómo había empezado el profesor Néstor, la profesora Irma fue directo al grano y empezó con los temas. ¿Y qué esperabas? Se recriminó a sí mismo, ¿un discurso motivacional por clase?

    Al mejor estilo de la Reina de Corazones de Alicia, la profesora Irma preguntaba algo puntual a alguien al azar, para saber si prestaba atención. Parecía disfrutar ver los cambios en las caras cada vez que se daba la vuelta. Algunos tartamudeaban, otros enmudecían, y unos pocos respondían, casi todos de manera incorrecta.

    Aquello lo ponía más nervioso, pero esperaba que ser el nuevo, por primera vez, le trajera algún beneficio y no le tocara responder nada. Se llevaba pésimo con los números, los cálculos, y las ciencias en general. Se concentró en todo lo que decía, las explicaciones, tomaba notas sin pasar nada por alto, esperando también que la apariencia de estudiante aplicado jugara a su favor.

    No tuvo tanta suerte.

    —Edgar Torres, ¿correcto? —Ella se dio la vuelta de repente, mirándolo directo a los ojos.

    —Sí —respondió con un hilo de voz. Estaba seguro de que alguien se reía de él en algún lado del salón.

    —Pasa al pizarrón. —Una mano le ofrecía el marcador negro con el que había estado escribiendo hasta entonces. Edgar miró bien el ejercicio, y se sintió seguro de saber la respuesta.

    Mientras se levantaba y sentía que todos le miraban, se dijo que así deberían sentirse los condenados a muerte cuando caminaban hacia la horca. Contuvo el aire por un segundo antes de levantar la mano, esperando que esta no temblara, o lo hiciera lo menos posible.

    —Listo. —Sentía que el aire le faltaba, pero lo hizo lo mejor que pudo. Se quedó allí de pie, esperando la respuesta, luego de regresarle el marcador.

    —Bien, en realidad bastante bien, Edgar. Vuelve a tu puesto.

    Edgar sabía que exageraba, pero sintió que se había salvado del peligro. No sabía si sentirse afortunado después de todo, y decidió que sí, al menos por unos minutos, mientras que el resto del día transcurría, lo cual sucedió sin muchas novedades, al menos hasta la hora del primer receso.

    Salir fue refrescante, y le ayudó estar sentado al aire libre sintiendo la brisa, aunque odiaba las voces de fondo, el sonido de los pasos y los gritos que escuchaba sin importar en dónde estuviera. Parecía un mal que sufrían todos los colegios. El patio era amplio, lo suficiente como para albergar dos canchas deportivas y tener un cafetín, además de los bancos en donde los estudiantes se sentaban tanto a conversar como a desayunar.

    Edgar pasó de largo para comprar algo que comer, aunque no sentía apetito como de costumbre. Sabía de sobra que eran los nervios, el sentirse solo, junto con los sentidos alterados por la noche anterior. Suspiró resignado y miró a los lados mientras esperaba su turno.

    Allí fue cuando la vio.

    Estaba sentada en una de las mesas, sin nadie más a su lado. Era una chica pálida igual que él, con el mismo uniforme que todos los demás estudiantes, el lacio cabello negro cayendo como una cascada de tinta que enmarcaba su cara de duendecillo y ojos oscuros fijos en una novela. Edgar no alcanzó a leer el título cuando llegó a la cabeza de la fila.

    Sus ojos volvieron al frente. Un hombre de piel tostada y la cabeza calva lo miraba con una expresión entre amable y cansada. Tú también estarías así si esta fuera rutina, se dijo antes de hablar.

    —Buenos días. —Ni siquiera sabía qué pedir, así que miró el menú que estaba detrás del hombre y leyó lo primero que vio en la lista—. Dos empanadas de pollo, por favor.

    —¿Y para beber? —Preguntó este antes de darse la vuelta.

    —Nada, solo eso. —Años atrás, Edgar había leído un artículo en donde se decía que los chinos recomendaban no beber agua sino hasta dos horas después de haber comido, para tener una mejor digestión. No estaba seguro de si funcionaba o si era cierto para empezar, pero lo aplicaba tanto como podía desde entonces. Comida en el primer receso, agua abundante en el segundo.

    Pagó cuando recibió el plato y se fue de allí como si tuviera prisa, buscando algún puesto libre. Casi se tropezó y caía como un idiota contra el suelo al ver que la mesa a la derecha de la chica estaba desocupada. Fue hasta allá sin pensarlo.

    —No muerdo, ¿sabes? —Dijo alguien, divertida—. Puedes sentarte aquí. —Edgar sintió que se asfixiaba al ver que era ella quien le hablaba. La miró confundido por un segundo, antes de volver en sí.

    —Ah, perdona, es que te veías... No quería molestar.

    —No pasa nada. —Ella le sonrió mientras se pasaba de mesa—. Eres el chico nuevo, ¿correcto? —Preguntó ella al cerrar el libro.

    —Sí, Edgar Torres. —Aunque sonrió, él sabía que su cara era el vivo reflejo del pánico.

    —Sylvia Lobos, mucho gusto, bienvenido a la guerra. —Edgar reparó en que la muchacha, Sylvia, tenía profundas ojeras debajo de los ojos, y que estos se veían cansados. Extrañamente, no les faltaba brillo.

    —¿Guerra? —Preguntó antes de poder reaccionar. Trágame tierra, rogó a alguna fuerza invisible que lo escuchara en ese momento.

    —Pues, supongo que las cosas habrán sido muy tranquilas en tu colegio anterior —dijo ella todavía sonriendo, marcando unos hoyuelos en su rostro,

    —No, no, disculpa. —Antes de decir cualquier otra estupidez, Edgar decidió corroborar lo que ya sabía—. ¿No vas a comer?

    —Desayuné antes de venir. Mi estómago es idiota y no soporta muchas comidas. Come tú, no hay problema. Buen provecho.

    —Gracias —sonrió nervioso al tomar el primer bocado. A él le pasó igual por un tiempo, pero luego su metabolismo decidió que necesitaba desayunar dos veces para funcionar durante el año escolar. Extrañamente, no subía de peso.

    —Sé que es prematuro, pero... —Sylvia se encogió de hombros—. ¿Qué te parece el lugar?

    —Esto, bueno... —Edgar no sabía qué responder.

    —Sin pena, que yo tampoco soy fanática —lo alentó ella con una sonrisa.

    —Ah. —Se rió nervioso—. Pues, ruidoso, para empe... ¡Ah!

    Alguien pasó lo suficientemente cerca de la mesa como para que se le cayera la empanada, manchándole el uniforme salsa. Edgar miró a los lados, sintiendo que la cara se le enrojecía de la vergüenza, pero no vio a nadie cerca. Había sido un grupo entero.

    —Cuerda de bestias. —Sin decir nada, Sylvia buscó algo en su bolso por unos segundos, hasta dar con unos pañuelos húmedos—. Ya ves a lo que me refiero. —Esta vez, su tono fue más suave, pero Edgar sentía la frustración y la molestia en cada palabra.

    —Fue un accidente, supongo —dijo para llenar el silencio.

    —Accidente es lo que voy a provocar un día de estos en este retén. Toma. —Le pasó un paquete que olía solo a alcohol.

    —Ah, gra-gracias. —Edgar estaba seguro de que lo ideal era solo dejarse llevar. Sylvia no parecía ser una mala persona, pero sí alguien con un carácter fuerte. Sus manos temblaron un poco mientras se limpiaba, sintiéndose un niño de cinco años mientras lo hacía—. Gracias —repitió cuando dejó las servilletas de lado. Ahora su plato tenía una empanada a medias y dos papeles sucios.

    —No hay de qué —dijo Sylvia sonriendo—, hay que cuidarnos los unos a los otros mientras podamos.

    Edgar prefirió no hacer preguntas, simplemente porque no se sentía con el derecho de hacerlo, así que solo mordió luego de cerciorarse de que nadie venía detrás de él. Se dio cuenta de que Sylvia lo miraba, divertida, pero se dijo que debía de ser normal en ella y que no estaría riéndose de él.

    —Entonces, me decías que es demasiado ruidoso.

    —Ah, sí, claro. Aunque, bueno, tampoco es como que en mi colegio, o sea, el anterior, tampoco era silencioso. —O en cualquiera, se recriminó mentalmente. Comentario inteligente del día. Felicitaciones.

    —Te soy sincera, no me importaría el ruido si fuese por otros motivos.

    —¿A qué te refieres? —La alentó a continuar. Era mejor que ella hiciera la mayor parte de la conversación. Edgar reparó en que Sylvia tenía las uñas pintadas de negro.

    —Conversaciones más interesantes, por ejemplo. Cuando prestas atención, te das cuenta de que siempre hablan de algún chisme, o un video, o insultan algo relacionado a los estudios, o se babean indiscretamente por alguien. —Por cada caso, Sylvia levantó un dedo de la mano derecha. Sus ojos estaban fijo en Edgar, quien prefería mantener la vista baja y la miraba solo de vez en cuando—. Es frustrante cuando pasa el tiempo y no hay nada nuevo.

    —¿O sea que soy el entretenimiento mientras sea novedad? —Se atrevió a decir, aunque sin verla a los ojos. Los suyos se mantenían fijos en su plato ya casi vacío.

    —Digamos. —El sonido de su risa le arrancó una sonrisa—. Aunque, si te soy sincera, esta ha sido la conversación más interesante que he tenido en mucho tiempo, al menos en lo que a colegios respecta.

    Aquello volvió a incomodar a Edgar. Sentía que debía hacer algo más, decir otra cosa, pero la cabeza le fallaba y su mente se quedaba en blanco si buscaba hacerlo. Decidió levantar la mirada por un momento, también para no pecar por maleducado, y fijarse en el nombre del libro.

    —¿Qué estabas leyendo? —Preguntó con curiosidad genuina.

    —Un libro —dijo ella con una sonrisa. Edgar no pudo evitar sonreír también—. Bueno, perdona esa. Frankenstein, de Mary Shelley. —Sylvia le mostró la portada, como para asegurarle que decía la verdad—. ¿Lo has leído?

    —No, no realmente —admitió él—, no me llevo bien con la ciencia ficción.

    —Momento, esto no cuenta ni siquiera como ciencia ficción —dijo ella levantando las manos—, ni siquiera hay naves espaciales ni nada de eso.

    —Lo sé, pero solo con saber que se trata de un científico loco y su aberración...

    —Hey, más respeto, es una crítica a la sociedad. —Los ojos de Sylvia cambiaron, aunque no perdió la sonrisa—. Víctor Frankenstein es el verdadero monstruo, no su creación. Esa pobre criatura es mucho más noble de lo que la raza humana ha sido durante los últimos años, te lo juro.

    —¿O sea que tiene conciencia? —Preguntó Edgar, esta vez con verdadera curiosidad.

    —Y mucha. ¿Esa imagen del zombi idiota, que deambula por las calles con los brazos extendidos y la expresión de imbécil? —Sylvia hizo una imitación que casi hizo que Edgar se ahogara por la risa—. Bueno, es un insulto a la elocuencia, la capacidad de reflexión y el espíritu noble del Engendro, como le dice Víctor.

    —O sea que es un paría social —Para entonces ya había terminado de comer.

    —Paría existencial sería una descripción más exacta. No quiero arruinarte la lectura, así que solo te diré que cada reacción de la criatura fue provocada por Víctor en mayor o menor medida, y el odio que tiene hacia su creación se basa solamente en

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