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Isla de bobos
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Isla de bobos

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About this ebook

En este relato de una extraña tragedia ocurrida a principios del siglo XX en una isla del Pacífico, Ana García Bergua despliega la tersura de una prosa transparente y fina para lograr una narración compleja y conmovedora, a la vez una novela histórica de notable fidelidad y una hermosa novela de amor.
LanguageEspañol
PublisherEdiciones Era
Release dateJun 20, 2020
ISBN9786074453454
Isla de bobos
Author

Ana García Bergua

Ana García Bergua es narradora y ensayista. Nació en la Ciudad de México en 1960. Estudió Letras Francesas y Escenografía Teatral en la UNAM. Ha publicado las novelas El umbral, Púrpura, Rosas negras, Isla de bobos, La bomba de San José y Fuego 20; los libros de relatos El imaginador, La confianza en los extraños, Otra oportunidad para el señor Balmand, El limbo bajo la lluvia y Edificio, así como los libros de crónica Postales desde el puerto y Pie de página. Muchos de sus cuentos figuran en antologías. En 1992 recibió la beca para Jóvenes Creadores del Fonca y en 2001 entró al Sistema Nacional de Creadores de la misma institución. Desde 1987 hasta la fecha ha publicado cuentos y crónicas literarias en diversas publicaciones; durante varios años escribió la columna “Y ahora paso a retirarme” en La Jornada Semanal. En 2013 obtuvo el Premio de Literatura Sor Juana Inés de la Cruz por su novela La bomba de San José.

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    Isla de bobos - Ana García Bergua

    Tolstói

    primera PARTE

    I

    ..................

    Desde pequeño fui gallardo. Mi madre me adoraba, las tías no dejaban de hacerme cariños y alabanzas. Raulito para aquí, para allá. Raulito, toca la mandolina para mis amigas las señoras Flores; Raulito, ven a dar las buenas noches antes de dormir; Raulito, recítanos ese poema tan bonito que dices en francés. En un lado de mi habitación, apartado de la ventana, había un espejo grande, de cuerpo entero. Yo, chiquito como de cinco años, ya me veía grande, igual al futuro héroe que veía mi madre en mí, pues el espejo reflejaba sus ojos. Podría decir que crecí en ese espejo. Día tras día me observaba en él, aspirando a llenar su luna con mi imagen. Mi padre me parecía Dios, y era de lo más natural que él me considerara un sucesor brillante, eso daba comodidad. Estudié, sí, aprendí lo que había que aprender en la escuela, si bien me daban cierta pereza los estudios. Con los compañeros me metía en problemas porque no sabía negarme a las tretas, a los malos intercambios. Me parecía divertido hacer una que otra maldad, detener a alguno más débil mientras otro fuerte lo golpeaba, todo con tal de no padecer su suerte. Pero no me parecía que yo fuera peor que los otros. Me gustaba comerciar, intercambiar cosas, canicas por cromos, un pastelillo, una peonza, un soldadito de plomo, todo con tal de llevar la fiesta en paz. Uno debe tener cuidado y procurar no destacar hasta que llegue el momento propicio en que puede revelar su verdad con toda magnificencia: esa idea guió una infancia sin sobresaltos, dedicada a preservarme para el futuro. Comme tu es beau!, me decía mi madre, y yo sabía que aquello no sólo significaba la gallardía exterior. Era hermoso como un gran animal del que saldrá un gran guiso, o como el pavorreal que de repente abrirá su cola y resplandecerá.

    También intercambiaba pequeños favores con la servidumbre de la casa, silencio a cambio de golosinas o de servicios que por mi edad no se me hubiesen hecho y que correspondían a los mayores. Contaba con la incondicional admiración de las mujeres: las sirvientas de la casa se me ofrecieron desde que llegué a la pubertad, e incluso lo hicieron algunas de las amigas de mi madre, si bien jamás revelaría cuáles, pues, como ellas mismas me decían, después del amor, soy un caballero. Me daba cuenta de que esos tratos me rebajaban –incluso pesqué alguna enfermedad por su causa–, pero tampoco hubo después demasiadas oportunidades de recibir mejores: papá murió poco después de que los negocios se fueran a pique y a los quince años debí suspender estudios y futuro para dedicarme a trabajar, atendiendo la farmacia del pueblo. El boticario me enseñó a preparar las medicinas, a hacer curaciones, a distinguir enfermedades. Eso me mantuvo interesado. Sin embargo, me desesperaba ver que la familia no volvería a levantar el vuelo; ¿no había sido yo preparado durante todos esos años para la gran revelación de mis cualidades innatas, aquellas que venían con el prestigio y la buena educación? Tanto esperar, tener paciencia, para quedar detenidos como unas fotografías: no había sido educado yo para esto. A este desastre se añadía la preocupación por lograr buenos matrimonios para mis hermanas. No es bueno ser malagradecido con los padres, pero me convertí en un ser melancólico. Las aventuras amorosas, que tanto habían alegrado mi juventud, empezaron a convertirse en puras vulgaridades, pues las muchachas de mi clase ahora me despreciaban. Y las provocaciones de mis amigos, confiados en que jamás volvería a levantar cabeza. Desde el mostrador miraba yo la vida como una cosa ajena, que se me escapaba.

    II

    ..................

    El teniente Raymond Scott y sus marineros luchaban por alcanzar la playa en que un grupo de mujeres y niños corría de un lado a otro, agitando unos trapos miserables para llamar su atención. El fuerte oleaje impedía al lanchón desembarcar en aquel atolón oscuro, rodeado de corrientes e infestado de tiburones: un negro castillo gótico de coral y roca perdido en el Océano Pacífico, a más de mil millas de la costa mexicana. Mar adentro, desde el buque americano, el capitán Fogg y el resto de la tripulación hacían señales a los del lanchón de que mejor regresaran; aquella expedición, que por lo demás no estaba en su itinerario, podía ser peligrosa. Pero el teniente Scott porfió. Era importante averiguar qué les ocurría a aquellas personas, así que no hizo caso a las indicaciones del barco, el cual comenzó a retirarse. Calaba el sol de mediodía, las corrientes podían volcar la embarcación, pero aquellos marineros eran avezados: a la 1:30 del mediodía de aquel 18 de julio de 1917, la lancha venció al oleaje y desembarcó en la playa de la isla de K. El teniente Scott, el doctor Rosenberg y los marineros se encontraron por fin con esas mujeres y sus niños desarrapados, todos jubilosos y angustiados a la vez, gritando y hablando al mismo tiempo. Una de ellas, una mujer blanca con las ropas manchadas de sangre, se encontraba completamente trastornada y en la mano derecha blandía un cuchillo, con el que se echó encima de los marinos; el teniente Scott le detuvo la mano con firmeza y le quitó el arma. Entonces la mujer se desmayó en sus brazos. Las otras mujeres se pescaban de los uniformes de los marineros y señalaban el faro en lo alto de la isla, diciendo algo en español. El teniente Scott pidió al doctor que atendiera a la señora y se dirigió al faro. En el camino pudo apreciar lo que había sido una pequeña colonia, sus construcciones muy dañadas por el sol y las tormentas, algunas palmeras, restos de algo que semejaba una fábrica, rieles y trozos de metal muy oxidados, y entre tanto abandono, adentro de las casas, objetos de la civilización: muebles, herramientas, libros, enseres domésticos. Cruzó la isla poblada de aquellos pájaros grandes, blancos y negros, de los que llaman bobos, pues no se espantan al paso de la gente; rodeó una laguna estrecha y profunda, cuyas aguas olían a azufre, y después trepó por las escalerillas que conducían al fanal, construido sobre un montículo de rocas. Junto al faro alimentado con aceite, en la cabaña del guardafaros, se encontró con una mesa y unas cuantas sillas caídas en desorden. Sobre la duela, en medio de un charco de sangre, yacía el cadáver de un negro con la cabeza destrozada. De repente, el teniente Scott escuchó un ruido. Al voltear hacia la puerta, alcanzó a ver a un niño como de ocho años que cargaba una pesada lata con petróleo. El niño abandonó la lata en el suelo y escapó rocas abajo con agilidad.

    Cuando Scott bajó a reunirse con sus hombres, la señora del cuchillo se había tranquilizado un poco. Era la única que hablaba inglés, y de manera entrecortada había explicado al doctor que eran las últimas sobrevivientes de la guarnición mexicana que cuidaba la isla de K. Se llamaba Luisa, era la esposa del comandante de aquella guarnición, el capitán Raúl Soulier, quien había fallecido junto con sus soldados al lanzarse al mar a buscar ayuda en una lancha improvisada. Con las mujeres y los niños quedó sólo el guardafaros, el cual abusó de ellas y les infligió violencias hasta aquel mismo día en que lo acababan de matar con un martillo. Por último, la señora Luisa le suplicó que los llevaran en el barco, que no los abandonasen ahí.

    Frente a esas pobres mujeres con sus niños renegridos de sol y vestidos con harapos, el teniente Scott se sintió profundamente conmovido. Era impresionante pensar en la coincidencia de que el mismo día en que ellas se hacían justicia, el buque se desviara de su curso y él se dirigiera en la lancha hacia aquella isla con la sola finalidad práctica de probar las luces del barco. Algunas casualidades podían resultar sobrecogedoras, abismales. El teniente Scott era un hombre profundamente religioso, y vio en todo ello la mano de Dios, a quien agradeció el haberlo enviado a aquel lugar perdido a mitad del mar. A lo lejos, el barco le seguía enviando sus señales; era urgente que regresaran; arreciaba el oleaje y en un rato más sería imposible salir de allí. El teniente dio a las mujeres una hora para que reunieran sus pertenencias y las llevaran al lanchón, mientras el doctor se ocupaba de revisar a los niños. Raymond Scott, por su parte, pensó que, puesto que el destino lo había elegido para rescatar a estas personas, debía terminar bien el trabajo. Pidió a dos marineros que lo acompañaran a la cabaña del guardafaros. Al llegar, apartó la mesa y levantó el cadáver del negro por los pies. Sujétenlo por el otro lado, les indicó. Los marineros, Parker y Holligan, todavía sorprendidos por el hallazgo, tomaron con asco al negro por los hombros –parte de los sesos se habían salido, el rostro convertido en una masa rojiza– y ayudaron al teniente a trasladar aquel bulto sanguinolento a una roca elevada que se alzaba sobre el mar. Lo que vamos a hacer será mi responsabilidad, dijo Scott. Que Dios lo perdone. Y entre los tres mandaron el cadáver de Saturnino a alimentar a los tiburones.

    Cuando retornaron el teniente y los marinos al lanchón, mujeres y niños se encontraban ya apelotonados en él. Iban diciendo sus nombres, que el doctor anotaba: las mujeres, la señora Luisa Soulier de 29 años y su sirvienta Esperanza de 22, al igual que Martina Ramos, esposa de uno de los soldados fallecidos. De los niños, cuatro eran hijos de la señora Luisa: Gabriel, Lola, Lisa y Angelito, un bebé de poco más de un año; de Martina eran dos pequeños; los tres restantes, Juanita, Carmen y Luis, eran huérfanos de otros soldados muertos en la isla. A causa de las penurias que habían pasado, las mujeres se veían de mayor edad, y los niños, por el contrario, más pequeños. Presa de recuerdos e imágenes que la atormentaban, las manos temblorosas, la señora Luisa miraba a lo lejos con el ansia de partir ya de aquel lugar. Sólo faltaba Gabriel, su hijo mayor, el niño de la lata de petróleo. Enviaron por él y al poco regresó. Sin saber qué podría llevarse, había doblado pulcramente la bandera mexicana que ondeaba en la punta del faro y la traía enrollada a la cintura.

    III

    ..................

    Supongamos que una mañana en que comenzaba el siglo el joven de la farmacia decidió que su destino era parco y debía cambiarlo. Eligió ser militar. Se apoyaría en el mostrador y miraría las calles de su pequeña ciudad, aquella que en medio del cielo límpido de la mañana, parecería de juguete. Unas criadas cruzaban la plaza de camino al mercado, algunos soldados pasaban marchando con gallardía, tras inclinarse marciales ante unas señoritas bien, que se ponían coloradas bajo las sombrillas, translúcidas por el sol. Quién fuera así, pensó el joven de la farmacia. Quién gasta la vida a la sombra de un comercio, honorable, mas poco heroico, llenando cápsulas en medio de estornudos, fabricando recetas con polvos y elíxires que provocan ardor en los ojos. Quién se gasta en la sombra cuando es guapo, cuando tiene percha que lucir y ojos de león. Mientras sacaba un paño del cajón y limpiaba los cristales del aparador que protegía los botes de porcelana, se atusó un bigote imaginario, rizado en las comisuras, liso y engominado como los de las fotografías. Se miró en el reflejo del aparador, y se imaginó que en lugar del batín blanco lucía el uniforme azul del ejército federal, lleno de galones. Se levantó derecho, en posición de firmes. Echó hacia atrás los hombros, apretó el trasero y metió un poco la barriga, aunque no le hacía falta: ya de sangre venía bien formado. Con un bigote peinado y fragante, con el uniforme, sobre todo con el uniforme, conquistaré a todas las muchachas, les hablaré en francés, en mi inglés que de nada me sirve encerrado en un pueblo, pensó. Les contaré de las batallas, les mostraré mis cicatrices. Y otro será el que prepare menjurjes para curarme a mí.

    Después de todo, no era mala idea ser soldado, marchar por las plazas, morir en un lance heroico o en un duelo defendiendo el honor. Sobre todo ahora que no había tantos lances, ni en realidad tantos duelos porque los habían prohibido; los suyos se distinguirían, se alcanzarían a ver, cómo no, si toda la ciudad sabía quién era: el joven Raúl Soulier, de la familia Soulier, venida a menos. El joven de la farmacia, que no se avispaba para sacar adelante a la familia y más bien soñaba con ser héroe frente al aparador, se tocó la frente, sintiendo una herida imaginaria de bala o mejor aún, una estocada en el pecho, y no pudo dejar de soñar. Se le estrujaba el corazón de pensar en la sangre que manaba, el beso celestial de una muchacha, las lágrimas de otra que lloraba por él como los ángeles de piedra arrodillados al pie de las tumbas, mientras su alma ascendía de camino al cielo envuelta en nubes, volutas y coronas de lirios, pura gloria art nouveau. Ah, o bien ser soldado y no morir, sino ascender a capitán o a coronel, llegar a general, asistir a los bailes, a las fiestas que se daban en la capital, con lo más granado de la sociedad. Tanta exquisitez, tanta donosura, tanto brillo, cuando los veía retratados en alguna revista, lo cegaban: la patria a la que se entrega la vida, pensaba, las mujeres que limpian las heridas de los valientes soldados y los recompensan con besos ardientes, el brillo del uniforme bajo mil bujías, entre el frufrú de los vestidos de seda y el colorido de las medallas, la embriaguez del champaña y los perfumes, los violines a todo lo que dan, las danzas, la gallardía.

    Y ante todo, una vida útil, supongamos que se dijo al final, justificando con un poco de sentido práctico la excesiva carga de vanidad que, no se podía negar, dictaba su ensoñación. Ser útil a la patria que nos cobija, fuera de los partidos y los zafios intereses políticos, como dicen los miembros del Ateneo. Quizá un puesto de médico militar, porque le gustaba sanar a las personas, recetar, ese buen altruismo. Así la patria, despojada de carácter, como una abstracción pura, se asemejaba también a las señoritas o a las matronas de pecho vikingo, generoso. Y de nuevo el frufrú y los bailes lo empezaron a marear hasta que apareció el señor Laveaga, dueño de la Farmacia Artemisa y le dijo: Soulier, me dicen que llevas una hora puliendo la vitrina, ¿pues qué tan sucia está?

    IV

    ..................

    Cuatro días en barco mirándose los pies calzados con los enormes zapatos que le prestaron los marineros. Conforme se alejaba de la isla, pudo respirar. La gigantesca mano de Dios las había rescatado justo a tiempo, como por capricho, cuando ya se habían hecho a la idea de morir. Se le iban ensanchando los pulmones asomada desde la cubierta, mientras se despedía de la roca negra, siniestra, y lo único que deseaba en ese momento con todas sus fuerzas era que desapareciera, que se la tragara el mar. La veía hacerse cada vez más pequeña entre las olas altas y blancas de aquel mar traidor, habitado de monstruos, e imaginaba que se hundía, igual que se sumió la barca con los hombres aquella mañana de desazón. Cuando la roca quedó oculta detrás de la línea del horizonte, algo en ella se sintió satisfecho. Caminó trastabillando con los zapatones por la cubierta empapada y moviente, y se fue a encerrar en su camarote.

    Ya sola, abrió el baúl en el que había rescatado sus pocas pertenencias y sacó aquel vestido que conservara durante tanto tiempo, como si se fuera a casar otra vez. Extendió sobre la litera de metal gris la seda blanca, ornada de encajes en los puños y con una pieza transparente para el escote, y se lo quedó admirando, como a un fantasma. Detrás de la claraboya, sus niños mayores correteaban por el barco y el bebé, en brazos de Esperanza, se esforzaba por tomar un poco de leche diluida con agua. Luisa pidió a un ordenanza que le trajera agua caliente. Luego, se metió a la tina a lavar su cuerpo que de por sí estaba lavado en sal y en sol, y en el agua podrida que manaba de la laguna misteriosa en medio de la roca. Pero no era suciedad lo que ella frotaba con la pastilla de jabón que, junto con el vestido, atesoraba desde hacía tanto tiempo. Conforme restregaba el jabón perfumado por el cuerpo, lavaba su impotencia, la sangre del negro Saturnino que la había salpicado en la mañana, toda la desesperación, el resentimiento, su resignación a morir. Quería regresar a tierra firme limpia y agradecida, sin pensar en lo confuso y lo paradójico que resultaba aquel rescate, y después de cuántos sufrimientos. No quería pensar en la humillación y por eso se enjabonó cuidadosamente, a ver si también desaparecía aquel sentimiento de vergüenza por haberse lanzado todas a la protección de los marineros rubios. Qué hubiera pensado de todo esto su esposo. Y se tallaba con más fuerza el cuerpo, el cabello cortado torpemente. Al final se puso el vestido, se peinó lo mejor que pudo, deteniendo aquellos mechones cortos con unos pasadores, y se miró en el espejo: tan renegrida la había puesto el sol que la blancura de la prenda parecía cegar la imagen de su persona, y eso que el vestido ya estaba un poco amarillento, quizá por la humedad y el tiempo de espera. Si Saturnino

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