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El Horla y otras entidades
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El Horla y otras entidades

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About this ebook

¿Quién no ha dudado de sus sentidos? Con frecuencia recurrimos a las explicaciones racionales para comprender los fenómenos que nos parecen sobrenaturales. Ese ruido que creímos escuchar en la oscuridad no era más que un animal nocturno, esa sombra era una nube pasajera, aquel roce no era más que una ráfaga de viento helada. Pero ¿y si nuestros sen
LanguageEspañol
Release dateDec 7, 2021
El Horla y otras entidades
Author

Guy de Maupassant

Maupassant está considerado uno de los más importantes escritores de la escuela naturalista, cuyo máximo pontífice fue Émile Zola, aunque a él nunca le gustó que se le atribuyese tal militancia. Es cierto que fue un fotógrafo de su tiempo y su doctrina literaria está recogida en el prólogo que escribió para su novela Pierre et Jean, donde escribió: «La menor cosa tiene algo de desconocido. Encontrémoslo. Para descubrir un fuego que arde y un árbol en una llanura, permanezcamos frente a ese fuego y a ese árbol hasta que no se parezcan, para nosotros, a ningún otro árbol ni a ningún otro fuego». Para el historiador Rafael Llopis, Maupassant, perdido en la segunda mitad del siglo XIX, se encontraba muy lejano ya del furor del Romanticismo, fue «una figura singular, casual y solitaria»

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    El Horla y otras entidades - Guy de Maupassant

    La mano disecada

    (1875)

    Hace unos ochos meses, uno de mis amigos Luis R., tenía reunidos en su casa una noche, a varios camaradas de la secundaria. Bebíamos ponche y fumábamos, hablando de literatura y pintura y contando de cuando en cuando anécdotas jocosas, como es habitual en reuniones de gente joven. De repente, la puerta se abre de par en par y entra como un huracán uno de mis buenos amigos de la infancia:

    —¡Adivinen de dónde vengo! —exclamó en seguida.

    —Apuesto a que vienes de Mabille —contesta uno.

    —¡No! Vienes demasiado alegre; acabas de conseguir dinero prestado, has enterrado a un tío tuyo o has empeñado el reloj —dice otro.

    —Vienes de emborracharte —replica un tercero—, y olfateaste el ponche en casa de Louis, has subido para emborracharte de nuevo.

    —No dan en el clavo; vengo de P..., en Normandía, donde he pasado ocho días, y traigo de allí a un gran criminal, amigo mío, que, con su permiso, les voy a presentar.

    Con estas palabras, sacó del bolsillo una mano disecada. Era una mano horrible, negra, seca, muy larga y como si estuviese crispada; los músculos, de una fuerza extraordinaria, estaban sujetos, al interior y al exterior, por una tira de piel apergaminada; las uñas amarillas, estrechas, se habían conservado en las extremidades de los dedos; todo aquello olía a criminal desde una legua de distancia.

    —Figúrense—dijo mi amigo— que hace unos días estaban vendiendo los cachivaches de un viejo brujo, muy conocido en la comarca; todos los sábados iba a su aquelarre montado en su palo de escoba, practicaba la magia blanca y la magia negra, hacía que las vacas diesen leche azul y las obligaba a llevar la cola igual que el compañero de San Antonio. Lo cierto es que aquel sinvergüenza sentía gran afecto por esta mano; aseguraba que había pertenecido a un célebre criminal que fue ajusticiado el año 1736, por haber tirado de cabeza a un pozo a su mujer legítima, en lo cual no creo que se hubiera equivocado, y después ahorcó del campanario de la iglesia al cura que los casó. Realizada esta doble hazaña, se lanzó a recorrer el mundo, y durante su carrera, tan corta como bien aprovechada, desvalijó a doce viajeros; asfixió, ahumándolos, a una veintena de frailes, y convirtió en serrallo¹ un monasterio de religiosas.

    —Pero, ¿qué vas a hacer con esa monstruosidad? —gritamos todos a una.

    —Pues, verán. Voy a ponerla de tirador del timbre de la puerta, para asustar a mis acreedores.

    —Amigo mío —dijo Henry Smith, un inglés grandulón y muy flemático—, en mi opinión, esa mano es carne de indio, conservada por un procedimiento nuevo; te aconsejo que la hiervas para hacer caldo.

    —Basta de burlas, caballeros —dijo con la mayor seriedad un estudiante de medicina que estaba a tan solo un paso de la borrachera—; y tú, Pierre, si tengo un consejo para darte es que des cristiana sepultura a ese despojo humano, no vaya a ser que su propietario venga a reclamártelo, sin contar con que quizá esa mano haya adquirido malos hábitos. Ya conoces el refrán: El que ha matado, matará.

    —Y el que ha bebido, beberá —intervino el anfitrión, y acto seguido vertió al estudiante un gran vaso de ponche, quien lo vació de un trago y después cayó ebrio, desmayado, debajo de la mesa.

    Risas formidables acogieron aquella salida y Pierre alzó su vaso saludando a la mano:

    —Bebo —dijo— por la próxima visita de tu dueño —se habló de otras cosas y cada cual se retiró a su casa.

    Al día siguiente, como pasaba yo frente a su puerta, entré a visitarlo; eran cerca de las dos, me lo encontré leyendo y fumando.

    —Y bien, ¿cómo sigues? —le dije.

    —Muy bien —me contestó.

    —¿Y tu mano?

    —¿Mi mano? Debiste verla al tirar de la campanilla, porque la puse anoche allí al regresar. A propósito, figúrate que algún imbécil cualquiera, con tal de jugarme una broma de mal gusto, vino a medianoche a alborotar a mi puerta; pregunté quién era, pero como nadie me respondió, volví a acostarme y me dormí.

    En aquel mismo instante tocaron el timbre; era el propietario de la casa, personaje grosero y bastante impertinente. Entró sin saludar.

    —Caballero —le dijo a mi amigo—, le ruego que quite en el acto esa carroña que ha colgado del cordón del timbre, porque de lo contrario me veré obligado a terminar su contrato.

    —Caballero —repuso Pierre, con gran solemnidad—, ha insultado a una mano que no se lo merece; sepa que le perteneció a un hombre muy bien educado.

    El propietario dio media vuelta y salió como había entrado. Pierre fue tras él, descolgó la mano y luego la ató a la cuerda de la campanilla que tenía en la alcoba.

    —Eso está mejor —dijo—. Esta mano, lo mismo que el Hermano, morir tenemos de los trapenses, me hará pensar en cosas serias cuando me vaya a dormir.

    Al cabo de una hora, me despedí y regresé a mi casa.

    Aquella noche dormí mal, estaba agitado, nervioso; varias veces me desperté sobresaltado, en un momento incluso imaginé que había entrado en mi habitación un hombre y me levanté a mirar dentro de los armarios y debajo de la cama; por fin, a eso de las seis de la mañana, cuando empezaba a adormecerme, un violento golpe en mi puerta me hizo saltar de la cama. Era el criado de mi amigo, a medio vestir, pálido y tembloroso.

    —¡Ay, señor! —exclamó sollozando—. ¡Han asesinado a mi pobre amo!

    Me vestí a toda prisa y corrí a donde Pierre. La casa estaba llena de gente, discutían, se agitaban; era un movimiento incesante, todos peroraban, relataban y comentaban el suceso, cada cual a su manera. Llegué con grandes dificultades hasta la habitación, la puerta estaba vigilada, di mi nombre y me permitieron entrar. Cuatro agentes de la policía estaban de pie en medio de la habitación, con una libreta en la mano; examinaban todo, hablaban en voz baja de vez en cuando y escribían; dos médicos conversaban cerca de la cama donde Pierre yacía sin conocimiento. No estaba muerto, pero tenía aspecto espeluznante. Tenía los ojos desmesuradamente abiertos; sus pupilas dilatadas parecían mirar fijamente y con espanto indecible una cosa horrible y desconocida; sus dedos estaban crispados y tenía el cuerpo, desde el mentón, tapado con una sábana que levanté. Tenía en el cuello las marcas de cinco dedos que se habían hundido profundamente en la carne; algunas gotas de sangre maculaban su camisa. En ese momento, algo me llamó la atención; miré por casualidad a la campanilla de la alcoba: la mano disecada ya no estaba. Sin duda alguno, los médicos la habrían quitado para que no se impresionaran las personas que entrarían en la habitación del herido, pues aquella mano era en verdad espantosa. No pregunté qué había sido de ella.

    Doy a continuación, recortado de un periódico del día siguiente, el relato del crimen, con todos los detalles que pudo procurarse la Policía. Se leía lo siguiente:

    Un atentado horrible fue cometido ayer contra un joven, el Sr. Pierre B., estudiante de derecho, que pertenece a una de las mejores familias de Normandía. Este joven había vuelto a casa a eso de las diez de la noche, y despidió a su criado, el señor Bouvin, diciéndole que estaba cansado y que iba a acostarse. A eso de la medianoche; el criado se despertó de pronto por la campanilla de su amo, que alguien agitaba con furor. Tuvo miedo, encendió una vela y esperó; la campanilla dejó de oírse por espacio de un minuto, pero luego volvió a sonar con tal fuerza que el criado, enloquecido de terror, salió corriendo de su habitación y fue a llamar al conserje; este corrió a dar parte a la policía, al cabo de un cuarto de hora, dos agentes derribaron la puerta. Un horrible espectáculo se presentó ante sus ojos: los muebles habían sido derribados y todo indicaba que una lucha terrible había tenido lugar entre la víctima y el malhechor. En medio de la habitación, de espaldas, con los miembros rígidos, el rostro lívido y los ojos dilatados de terror, el joven Pierre B. yacía, inmóvil; tenía en el cuello las marcas profundas de cinco dedos. El informe del doctor Bordeau, que fue llamado de inmediato, dice que el agresor debía estar dotado de una fuerza prodigiosa y que su mano era extraordinariamente delgada y nerviosa, pues los dedos casi se habían juntado a través de la carne, dejando cinco agujeros como balazos. No existe dato alguno que permita sospechar el móvil del crimen, ni quién pueda ser el autor. La justicia informa.

    Se leía al día siguiente en el mismo periódico:

    El Sr. Pierre B., víctima del espantoso atentado que relatábamos ayer, recuperó la consciencia al cabo de dos horas de cuidados asiduos del doctor Bordeau. Su vida está ya fuera de peligro, pero se teme por su cordura. No existe pista alguna del criminal.

    En efecto, mi pobre amigo se había vuelto loco; durante siete meses iba a verlo todos los días en el hospital donde lo habíamos internado; pero ya no recobró la luz de la razón. En sus delirios se le escapaban palabras extrañas y, como todos los locos, tenía una idea fija, creyéndose perseguido constantemente por un espectro. Un día vinieron a buscarme con toda premura, diciéndome que estaba mucho peor. Lo encontré agonizando. Durante dos horas, permaneció muy tranquilo; entonces, de pronto, se incorporó sobre la cama, a pesar de todos nuestros esfuerzos, y gritó, agitando los brazos, presa de un terror espantoso: ¡Agárrala! ¡Agárrala! ¡ Me estrangula, socorro, socorro! Dio dos vueltas a la habitación vociferando y cayó muerto, boca abajo.

    Como era huérfano, tuve que encargarme de trasladar sus restos al pueblecito de P…, en Normandía, donde estaban enterrados sus padres. De ese pueblo regresaba precisamente la noche en que nos encontró bebiendo ponche en casa de Louis R…, cuando nos enseñó la mano disecada. Se encerró el cadáver en un féretro de plomo y cuatro días más tarde me paseaba yo tristemente en el cementerio donde estaban cavando su tumba; me acompañaba el anciano sacerdote que le había dado sus primeras lecciones. Hacía un tiempo magnífico; el cielo azul desbordaba de luz; los pájaros cantaban en las zarzas del talud donde él y yo habíamos comido moras muchas veces cuando éramos niños. Me parecía estar viéndolo aún deslizarse a lo largo del seto y meterse por el pequeño agujero que yo conocía muy bien, allá, al final del terreno donde se entierra a los pobres; luego regresábamos a casa con las mejillas y los labios negros por el jugo de las frutas que habíamos comido; yo no quitaba mi vista de las zarzas, que ahora estaban llenas de moras; alargué la mano como por instinto, arranqué una y me la llevé a la boca; el cura había abierto su breviario y farfullaba en voz baja sus oremus; yo escuchaba desde el extremo del camino el ruido de las palas de los sepultureros, que cavaban la tumba. De pronto, nos llamaron; el cura cerró su libro y fuimos a ver qué querían. Habían encontrado un féretro. Hicieron saltar la tapa de un golpe de pica y nos encontramos ante un esqueleto de estatura desmesurada, que yacía de espaldas y parecía mirarnos con las cuencas vacías de sus ojos, como si nos desafiara. Experimenté cierto malestar, sin saber por qué, casi tuve miedo.

    —¡Fíjense! —exclamó uno de los enterradores—. A este sinvergüenza lo cortaron en la muñeca, y aquí está su mano.

    Y recogió junto al cuerpo una mano grande, seca, que nos enseñó.

    —¡Mira nada más! —dijo el otro, riéndose—. Parece como si estuviera mirando y que se te va a lanzar al cuello para que le devuelvas la mano.

    —Vamos, amigos míos —dijo el cura—, dejen a los muertos en paz y cierren ese féretro. Cavaremos en otro lugar la fosa del pobre señor Pierre.

    Al día siguiente todo había terminado y tomé el camino de regreso a París, no sin antes dejar cincuenta francos al anciano cura para que celebrase misas por el reposo del alma de aquel cuya sepultura habíamos turbado.


    1 - Serrallo es sinónimo de harén. N.d.T.

    Sobre el agua

    (1876)

    El verano pasado había alquilado una casita de campo al borde del Sena, a varias leguas de París, e iba a dormir allí todas las noches. Después de unos días conocí a uno de mis vecinos, un hombre de unos treinta a cuarenta años, que era de seguro el tipo más curioso que había visto nunca. Era un viejo barquero, pero un barquero fanático, siempre cerca del agua, siempre sobre el agua, siempre en el agua. Debió haber nacido en una canoa, y muy seguramente morirá en el canotaje final.

    Una noche, cuando nos paseábamos a orillas del Sena, le pedí que me contara algunas anécdotas de su vida náutica. El buen hombre se animó de inmediato, se transfiguró, se volvió elocuente, casi poeta. Tenía una gran pasión en el corazón, una pasión devoradora, irresistible: el río.

    —¡Ah! —me dijo—, ¡cuántos recuerdos tengo en este río que ve correr ahí cerca de nosotros! Ustedes, los habitantes de las calles, no saben lo que es el río. Pero escuche cómo un pescador pronuncia esa palabra. Para él la cosa es misteriosa, profunda, desconocida, el país de los espejismos y de las fantasmagorías, donde de noche se ven cosas que no son, donde se oyen ruidos que no se conocen, donde se tiembla sin saber por qué, como al atravesar un cementerio: y, en efecto, es el cementerio más siniestro, aquél donde no se tiene tumba.

    "La tierra es limitada para el pescador, pero en las sombras, cuando no hay luna, el río es ilimitado. Un marino no experimenta lo mismo por el mar. Éste es a menudo duro y malvado, es verdad, pero el mar abierto grita, aúlla, es leal; mientras que el río es silencioso y pérfido. No ruge, corre siempre sin ruido, y aquel eterno movimiento del agua que fluye es más espantoso para mí que las altas olas del Océano.

    "Algunos soñadores pretenden que el mar esconde en su seno inmensos países azulados, donde los ahogados ruedan entre los grandes peces, en mitad de extraños bosques y en grutas de cristal. El río solo tiene profundidades negras donde nos pudrimos en el cieno. Sin embargo, es bello cuando brilla al sol que se levanta y cuando chapotea suavemente entre sus riberas llenas de cañas que murmuran.

    "Un poeta, hablando del Océano, dijo:

    "¡Oh, mares, cuántas lúgubres historias conocéis!

    Mares profundos, temidos por las madres arrodilladas

    Historias que os contáis cuando suben las mareas

    Y es lo que os da las voces desesperadas

    Que tenéis, a la noche, cuando venís hacia nosotros."

    Pues bien, creo que las historias susurradas por las finas cañas, con sus vocecitas tan dulces, deben de ser aún más siniestras que los dramas lúgubres contados por los aullidos de las olas.

    "Pero ya que me pregunta por algunos de mis recuerdos, le voy a contar una aventura singular que me ocurrió aquí, hace una década.

    "Vivía, como hoy, en la casa de la madre Lafon, y uno de mis mejores camaradas, Louis Bernet, que ahora ha renunciado al canotaje, a sus pompas y a su desaliño para entrar en el Consejo de Estado, estaba instalado en el pueblo de C…, dos leguas más abajo. Cenábamos juntos todos los días, unas veces en su casa, otras en la mía.

    "Una noche, como volvía solo y bastante cansado, arrastrando penosamente mi gran barco, un océano de doce pies que utilizaba siempre de noche, me paré unos segundos para recobrar el aliento cerca de la punta de las cañas, allí, unos doscientos metros antes del puente del ferrocarril. Hacía un tiempo magnífico; la luna resplandecía, el río brillaba, el aire estaba calmado y suave. Aquella tranquilidad me tentó; me dije que estaría muy bien fumar una pipa en aquel lugar. La acción siguió al pensamiento; tomé mi ancla y la lancé al río.

    "El bote, que volvía a bajar con la corriente, corrió su cadena hasta el final, y después se paró; yo me senté atrás en mi piel de oveja, tan cómodo como me fue posible. No se oía nada de nada: tan solo a veces me parecía percibir un pequeño chapoteo casi insensible del agua contra la ribera, y veía unos grupos de cañas más altas que adoptaban figuras sorprendentes y parecían agitarse por momentos.

    "El río estaba perfectamente tranquilo; aun así, me sentí emocionado por el silencio extraordinario que me rodeaba. Todos los animales, ranas y sapos, esos cantantes nocturnos de las ciénagas, se callaban. De repente, a mi derecha, junto a mí, una rana croó. Me estremecí. Ella se calló. Ya no oí nada más y decidí fumar un poco para distraerme. Sin embargo, aunque era un curador de pipa de gran renombre, no pude hacerlo; en cuanto tomé la segunda bocanada, me mareé y lo dejé. Me puse a canturrear; el sonido de mi voz me resultaba penoso; entonces me tumbé en el fondo del barco y miré el cielo. Durante unos instantes permanecí tranquilo, pero pronto los ligeros movimientos de la barca me inquietaron. Me pareció que daba sacudidas gigantescas, tocando sucesivamente las dos riberas del río; luego creí que un ser o una fuerza invisible la atraía suavemente al fondo del agua y la levantaba después para dejarla caer de nuevo. Me estaba tambaleando como en medio de una tormenta; oí ruidos a mi alrededor; me puse en pie de un salto: el agua brillaba; todo estaba tranquilo.

    "Entendí que tenía los nervios un poco alterados y decidí irme. Empecé a tirar de la cadena; el bote se puso en movimiento, y entonces noté una resistencia. Tiré más fuerte, el ancla no vino; se había enganchado a algo en el fondo del agua y no podía subirla; volví a tirar, fue inútil. Entonces, hice dar la vuelta a mi barco con mis remos y lo llevé río arriba para cambiar la posición del ancla. Fue en vano, seguía enganchada; me puse furioso y sacudí la cadena con rabia. Nada se movió. Me senté, desanimado, y me puse a reflexionar sobre mi situación. No podía pensar en romper la cadena ni en separarla de la embarcación, ya que era enorme y estaba clavada en la proa en un trozo de madera más grueso que mi brazo; pero como el clima se mantenía tan bueno, pensé que, sin duda, no tardaría en encontrarme a algún pescador que viniera a socorrerme. Mi desventura me había tranquilizado; me senté y pude por fin fumarme la pipa. Tenía una botella de ron, de la que tomé dos o tres vasos, y mi situación me hizo reír. Hacía mucho calor, por lo que en última estancia, podría pasar sin demasiados problemas la noche al aire libre.

    "De repente sonó un pequeño golpe contra la borda. Me sobresalté, y un sudor frío me heló de pies a cabeza. Aquel ruido venía sin duda de algún trozo de madera arrastrado por la corriente, pero aquello había bastado para que me sintiera invadido de nuevo por una extraña agitación nerviosa. Tomé la cadena y me contraje en un esfuerzo desesperado. El ancla resistió. Me volví a sentar, agotado.

    "Entretanto, el río se había cubierto, poco a poco, con una niebla blanca muy espesa que reptaba sobre el agua, bastante baja, de modo que al ponerme de pie, ya no veía ni el río, ni mis

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