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El cubo de Virgil
El cubo de Virgil
El cubo de Virgil
Ebook524 pages7 hours

El cubo de Virgil

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About this ebook

Virgil encuentra en uno de sus viajes un extraño cubo que ejerce un poderoso influjo sobre él. Para liberarse de su poder, solo cuenta con la ayuda de un cura expresidiario, una esposa infiel y un trasnochado médium brasileño. Su vida depende de ellos.
LanguageEspañol
PublisherDistrito 93
Release dateApr 24, 2020
ISBN9788417895877
El cubo de Virgil

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    El cubo de Virgil - José Miguel Gimeno

    El cubo de Virgil

    D93

    José Miguel Gimeno

    El cubo de Virgil

    D93

    Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)

    © José Miguel Gimeno (2019)

    © Bunker Books S.L.

    Cardenal Cisneros, 39 – 2º

    15007 A Coruña

    info@distrito93.com

    www.distrito93.com

    ISBN 978-84-17895-87-7

    Depósito legal: CO 538-2020

    Diseño de cubierta: © Distrito93

    Ilustración de cubierta: © Carolina Bensler

    Diseño y maquetación: Distrito93

    A mi padre

    ¿Te vienes?

    Italia. Año 1975.

    Era una fresca tarde de finales de septiembre. Ese día no llevaba pan.

    La puerta de la iglesia estaba cerrada y Enrico Viseri decidió sentarse en un banquito de la plaza. Le gustaba pasar el rato mirando a las palomas y a los niños jugando a la comba. Él no había podido disfrutar demasiado de aquello en su niñez. Cuando una pelota llegaba rodando, la devolvía de un puntapié y, mientras tanto, se entretenía repartiendo migajas de pan a su alrededor. Le gustaban los niños, pero sobre todo disfrutaba con las palomas. Le encantaban las palomas. Le daban compañía.

    Se sentó con las manos entre las rodillas sobre el pulido canto de un banco de cedro. El crepúsculo de la tarde lanzaba un primer soplo de otoño montaña abajo. Moviendo la cabeza, miraba de un lado a otro buscando a alguien, pero la plaza estaba desierta; una quietud apenas importunada por un pequeño papel de liar que flotaba, a ratos, describiendo veloces semicírculos a ras de suelo.

    En el mismo momento en el que las farolas se encendieron, le sobresaltó el ruido de la puerta de una casona que había junto a la iglesia de Santa Gemma. Salió una niña de parvulario que directamente fue hacia el centro del ágora. Dio una vuelta sobre sí misma como buscando algo, pero solo le vio a él.

    Enrico hizo el gesto de hola levantando una mano desde las rodillas, y la rubita se acercó.

    —No hay nadie —dijo al llegar hasta él.

    —Hola, angelito mío. No. Hoy estás sola.

    —Qué aburrimiento.

    —Sí. Yo me voy, que también me aburro —reconoció impostando una voz artificiosamente infantil.

    —¿A dónde te vas?

    —¿Ves aquel coche? Es el mío. Me voy al río a ver los patos. ¿Te vienes?

    PARTE I.

    VIRGIL Y LOS ESPECTROS

    Domingo

    El niño

    Verano de 2015

    El llanto de un bebé le dolía en los oídos, no podía con él. Se despertó sudando pero aterido de frío. Se acomodó la sisa sin disimulo y recogió las comisuras de su boca. La noche en el banco del aeropuerto había convertido sus huesos en cristal. Sus rodillas permanecían aún soldadas en ángulo recto, como si acabase de aterrizar.

    Aquel insoportable gemido hacía crepitar sus tímpanos que, hasta entonces, venían meciéndose sobre los suaves ritmos de Enya. Echó en falta uno de sus auriculares inalámbricos en el momento que, un acto reflejo, encaminaba sus piernas de zombi hacia el servicio público que tenía justo enfrente.

    El tiempo se desvaneció; y en un instante de vacío, la puerta se cerró sola tras él. El aseo estaba impecable a estas horas de la mañana. Se dirigió al cuarto lavabo. Cuando podía elegir, siempre al cuarto. El primero es el de los que les daba igual todo, no necesitaban siquiera intimidad; el segundo, el de los que tenían prisa y olvidaban lavarse las manos con jabón; el tercero era el tres, y nunca elegía el tres. Siempre que podía, el cuarto.

    Miró en el espejo al que estaba enfrente y no era él, tan solo era el resto que quedaba tras un viaje transoceánico y el inoportuno desvío de su última escala: una mezcla de inflamaciones, cabellos desordenados, barbilla cenicienta y humedades sin control, que mostraban sin disimulo cómo se pasaba de cara a careta en menos de veintiséis horas.

    Sobre la encimera de mármol depositó su colgante con la cruz de Caravaca. Se abrió bien la camisa y jarreó agua con las manos en la nuca y los ojos. Pasó las palmas mojadas por las axilas aliviando la conciencia, y se lavó con jabón los antebrazos y la cara. Cuando volvió la vista al del espejo, entre las gotas que enjugaban sus pestañas, quiso reconocer a alguien que ya le recordaba a él. Se arregló la camisa y recogió los faldones tras el cinto de cuero brillante que había comprado anteayer en Filipinas. Cuando rectificó la espalda contra la jamba de una de las puertas de los boxes de inodoros, un crujido de pan tierno evocó el consejo de Eva sugiriéndole ir al quiromasajista.

    Estaba listo. Solo le quedaba aliviar su vejiga para volver a ser viajero, que no persona. Buscó con la vista la cuarta puerta de los cubículos, y se sorprendió al acceder de forma extraordinariamente cómoda. Apuntó al centro alto para evitar sonoras cavitaciones y relajó el cuerpo y la mente un momento, suficiente como para reflexionar que necesitaba bastante más dejar salir que acumular.

    Sobre la porcelánica tapa del depósito del inodoro, le sorprendió desprevenido un objeto inusual. Tan inusual como lo eran la amplitud o la inmaculada limpieza de aquel aseo. Por un segundo lo interpretó como un ambientador de diseño, pero, al levantarlo con los dedos, advirtió sin lugar a dudas que dicho objeto no parecía un producto; al menos, no en el sentido fabril del término. Parecía algo más natural.

    Lo depositó en su lugar para poder guardar su vergüenza, y una vez que el decoro le cedió paso a la curiosidad, lo volvió a coger.

    Era un cubo.

    Un cubo blanco, de superficies perfectas y aristas afiladas que intersectaban los planos a sangre. Un cubo de un material ni plástico ni metálico, esmaltado al tacto, ligero, brillante y, con seguridad, hueco. La ausencia de costuras o soldaduras le daba un aspecto especial, como mágico. Lo apretó con los dedos en pinza, levemente al principio, y advirtió una ligera flexión del centro de sus caras que no dejaba marca. Lo agitó suavemente, y entonces percibió claramente que había algo en su interior. Algo que se movía, algo que reaccionaba al movimiento de una forma suave, como confinado en un baño de aceite. La sensación era parecida a cuando agitas un huevo. El tamaño también.

    El estruendo de la puerta del servicio al cerrarse bruscamente le liberó del aislamiento de su examen técnico, y un instintivo reflejo provocó que la mano se le escondiera en el bolsillo, asiendo, y dotando así de nuevo propietario, aquel enigmático hallazgo.

    Inmóvil, esperó adivinar el movimiento del visitante, sin embargo no escuchaba ni pasos ni fricción de ropas algunas. Contuvo la respiración al menos diez segundos, a la expectativa de un movimiento, de un susurro. Nada. Virgil abrió con cautela la puerta del cubículo y ante sí, congelado, le miraba un niño de flequillo rubio y piel traslúcida. Sus escasos seis o siete inviernos esculpían misteriosamente una figura lóbrega y distante que le prevenía. Silencio. No le hablaba, pero le decía cosas. No le cortaba el paso, pero le impedía salir. No le pedía nada, pero le hipnotizaba. Le desarmaba.

    —Hola —logró finalmente arrancar Virgil en francés.

    Sin embargo, el niño mantenía la mirada a kilómetros a su espalda. Su gesto aterraba de manera inversamente proporcional a su edad, y traspasaba, y humillaba, la comunicación mediante palabras.

    Virgil se sintió intimidado por el silencio que les envolvía. Su menuda figura recortada contra los neones del espejo mural lo enmarcaban en un aura hipnótica. Acertó a distinguir que su calzado de loneta estaba raído o tenía algún descosido. Sus ropas, de confección y paños burdos y grisáceos parecían trasportarlo desde otra época.

    —¿Me dejas salir?

    Un milímetro de sonrisa le asomó por la mejilla derecha, y dejando transcurrir el doble de un instante, escoró ligeramente el cuerpo hacia la salida permitiéndole pasar.

    Al cruzarse con él, notó cómo, de forma voluntaria, levemente elevó la mano para rozar con su dorso la de Virgil. Un manto de nieve resbaló por su espalda.

    Eva

    Cuatro gotas de esperma jugaban a equilibrios sobre el muslo de Eva. En un postrero esfuerzo, un cuerpo se derramó junto al otro como al cortar un limón por la mitad. Ahora, los rostros que tan solo un momento antes se fundían en un incendio carnal, descansaban húmedos y congelados, mirando la escayola desmontable del Hotel Las Palmeras.

    Ella, en un giro de planeta, volvió la cara hacia él. La luz azul hacía que los cuerpos fueran perfectos. Eso a veces le admiraba, y otras no lo soportaba. En su mente fantaseaba la idea de ser capaz de hacer aparecer y desaparecer a las personas según la conveniencia del momento. «Clic. Clic». De repente, él la miró.

    —¿Dónde está?

    —No sé, ha perdido el enlace.

    Una eternidad insoportable.

    —Pero, ¿dónde?

    —En Estambul… Creo.

    —¿Seguís sin hablar?

    —Sí.

    Eva se levantó súbitamente y se encerró en el aseo de la habitación. El monótono siseo de la ducha quebraba el silencio de la noche.

    Dimitri miró su móvil. Eran las cuatro y media de la madrugada. Era la hora de irse.

    Al cerrar la puerta, se despidió con un aborto de «hasta pronto» que no llegó a parir su lengua.

    Cuando Eva salió del aseo no echó en falta a nadie. Se vistió con indolencia, y sentada a los pies de la cama, cogió su móvil y lo miró. La deslumbrante luz del baño no le permitía leer bien los mensajes de wasap que se apilaban en la pantalla. Acarició el botón como si fuera su sexo, en círculos, indecisa, y finalmente lo pulsó desbloqueando a un tiempo el electrónico y su mente. Buscó, entre la pila de avisos, el que enviaba Virgil.

    «Sé lo que ha pasado y lo en…», leyó en la entradilla preliminar de la aplicación.

    Abrió el chat y se encontró con tres mensajes.

    Sé lo que ha pasado y lo entiendo, la culpa es de los dos, mía x olvidar y tuya x no estar ahí. Aun así, te quiero. Más que nunca. Subo en el avión en dos horas, contéstame. (03:56)

    Creo que no has leído que te quiero; si no, me habrías llamado. (04:12)

    Déjame que te encuentre. (04:13)

    En el pecho de Eva echaron un pulso tres viejas amigas: Angustia, Soberbia y Compasión. Ganó la tercera. Y eligiendo cada palabra, contestó:

    Yo también te quiero.

    Pero he hecho lo que me pediste. Hace un momento. Lo he hecho porque tú me lo pediste. He disfrutado un instante y ahora creo estar en paz, conmigo y contigo. ¿Podemos cerrar ya este espantoso paréntesis, y seguir con lo que tenemos juntos? Diez años son demasiados para tirarlos por un solo error. Ahora de los dos. (04:34)

    He leído que me quieres y ahora quiero oírlo. (04:35)

    Al pulsar «enviar» este último mensaje, Eva sintió el vértigo del salto al vacío.

    Esperó un inmenso minuto. Ni un segundo más tarde, Eva pulsó su favorito número dos y el pitido comenzó a parpadear. Cada nueva pausa entre tonos era más larga que la anterior. Al cuarto, Virgil contestó:

    —¿Eva?

    —Sí… Quiero oírlo.

    —Oír, ¿el qué?

    —Que me quieres.

    —Te quiero. Y quiero borrar este mes de tu vida y la mía.

    De nuevo el susurro de una respiración.

    —Yo también. —Siempre fue más fácil para ella decir «yo también».

    —¿Me has mandado tú un wasap?

    —Sí.

    —Acaba de entrar.

    —Léelo después, pero acuérdate de que te quiero en mi vida.

    —¿Por qué lo dices? ¿Qué has hecho?

    —Lo que me pediste… —Eva guiñó los ojos esperando un derechazo, directo al corazón.

    Un silencio les separó de nuevo tres mil kilómetros. Un silencio que golpeaba contundente en su conciencia.

    —¿En casa? —lacónico contestó, al fin, Virgil.

    —No.

    —¿Y?

    —Todo ha acabado. He hecho bien. O mal. Pero ya no hay resentimiento. No más revanchas. Nunca.

    —Bueno. Te lo dije —consiguió vomitar Virgil mientras aún digería la infidelidad de su mujer.

    —No ha significado nada. Ahora lo sé —reconocía la pecadora.

    —Yo también lo sé. ¿Me quieres?

    —Siempre.

    A larga distancia, los matices desaparecen, y su aparente indiferencia mutilaba la esforzada iniciativa de Eva de seguir confesando ante él su adulterio.

    —Perfecto. Estamos recién casados otra vez —continuó él.

    Ambos esbozaron una mueca de sonrisa, nerviosa y áspera, como toda aquella eterna confesión telefónica. Un instante más de penitencia en las ondas y prosiguieron:

    —¿Cómo estás? —Eva respiró hondo y pretendió pasar página con un tono más jovial.

    —Deseando verte de nuevo. De verdad. Y olvidar toda esta mierda que ha ensuciado lo nuestro. Y descansar.

    —Yo también. Te noto cansado. ¿Estás muy cansado?

    —Un poco, sí. Pero no es solamente eso.

    —¿No has podido dormir?

    —No mucho. En un banco de esos de pasta dura. Pero no es eso. Es que acaba de pasarme algo extrañísimo. —Hizo una pausa—. Hace un momento.

    —¿El qué?

    —Me he encontrado algo. Lo he cogido —Virgil mantenía ahora un indescifrable tono.

    —¿Algo? ¿El qué? ¿Un tesoro? —bromeó Eva.

    —No. Una cosa rara. He encontrado un objeto muy raro en el aseo y me he acojonado con un niño pequeño que me miraba, como si fuera suyo. Todo muy extraño. Estaba solo. Sigo impresionado. Luego te lo cuento.

    —¿Pero qué es?

    —Es una especie de cajita blanca llena de algo líquido, parece decorativa pero no veo por dónde la pueden haber llenado. Es muy extraña, de verdad. Y pesa.

    —Pues vaya… Y yo haciéndome ilusiones.

    —No, en serio. Es muy rara. Parece cristal, pero no he podido ni rayarla... Tampoco se ve frágil… Es como de un material… No sé explicarme, la verdad.

    —Estás aburrido. Por cierto, ¿qué hora es ahí?

    —Las cinco de la mañana; creo.

    —Aquí, también; pero no tengo sueño. Tengo ganas de verte. ¿Cuándo llegas? Estás en Estambul, ¿no?

    —No no, en Sétif. Una historia con los vuelos… Embarco en una hora, más o menos. A media mañana puedo estar en casa. Pero estoy hecho polvo.

    —Te espero. Ven pronto. Estoy deseando verte.

    —Te quiero.

    —Yo también te quiero, ven pronto. Un beso.

    —Un beso. Enseguida.

    Otra Eva, distinta a la que entró en ese hotel, cogió un taxi camino hacia su vida anterior.

    Media hora después, cuando llegaba a la cancela de su casa, notó que el móvil vibraba, tres o cuatro veces seguidas. Lo miró y vio que eran imágenes y un mensaje de Virgil. Entró dispuesta a poner orden en una casa atestada de trastos y recuerdos que la esperaba desconcertada ya varios días.

    Cayó en la cuenta de que no le había preguntado a su marido dónde estaba Sétif. Dejó el bolso sobre la mesa y se sentó para ver los wasaps.

    Te quiero. Te quiero. Te quiero. (5:36)

    Otra cosa, te mando unas fotos del misterioso cubo. Si te aburres, cuando te llegue la fotografía de esa cosa mira por internet a ver qué encuentras. Aquí es imposible, casi que no hay ni 3G. (5:37)

    Eran tres fotografías de ese objeto (ya lo había olvidado): dos sobre la mano de Virgil y una en un banco del aeropuerto a la luz del amarillo sol del amanecer. El quinto era otro wasap de texto.

    No sé si llevármelo en el avión. ¿Qué hago? (5:38)

    Cubo branco

    La casa estaba descuidada. En su abandono, Eva había pretendido reflejar su estado de ánimo. Un espejo que no solo le recordaba que estaba mal, sino que debía estarlo, así que, al atravesar la cocina, revuelta de cacharros y menajes, por primera vez en días tuvo una sensación de obligación. Una feliz y liberada obligación. Pero antes, antes que todo, y antes que nada, necesitaba limpiar su cuerpo de los restos de su deslealtad, del quebrantamiento de su fidelidad, por lo que subió las escaleras buscando una ducha que la purificara.

    Un par de horas más tarde, la casa y su cuerpo estaban aceptables, así que su mente se afanó para conseguir aceptarse también. Lo primero que le había pedido Virgil era que buscara algo sobre ese curioso cubo.

    —A ver cómo hacemos esto —se preguntó mientras encendía el pecé.

    Cuatro o cinco búsquedas en Google obviando centros de arte, asociaciones culturales o modernas esculturas. Incluso una película. Introduciendo las claves en español, inglés y francés para malgastar su tiempo y acabar con su paciencia. Nada parecido a lo de aquellas fotos. Levantó su cuerpo en busca de un café que levantara su espíritu.

    En la cocina, ante el arábigo, una marca blanca de galletas le sugirió otro idioma.

    —Tortas de pan... Galetes de páo. ¡Quizá en portugués! —pensó.

    Sin urgencia apuró el café y señaló, una a una, las miguitas de la torta hasta dejar la tabla inmaculada. Se aseó los dientes, se enjuagó la cara en el baño principal de la casa y, finalmente, volvió ante el ordenador.

    Cubo branco —tecleó.

    En la cuarta pantalla de resultados, le llamó la atención un comentario realizado en un foro de «interestupinautas». Eva solía renegar así de esos impudorosos desvelados, sin ocupación conocida, que dedicaban sus estériles noches a compartir sus secretos, anhelos y experiencias con el resto de la somnolienta humanidad.

    Era un foro sobre el significado de los sueños sin el menor rigor crítico o científico, en el que unos y otros sugerían, e incluso argumentaban, sobre lo que implicaba soñar con una mujer de negro, un señor con tres pechos u otras alternativas tan peregrinas que le hacían dudar de la transcripción automática del traductor de Google.

    El caso es que el buscador fosfomarcaba en amarillo el cubo branco dentro de una profusa explicación de un tal Sisante, que argumentaba que, soñar con un cubo blanco, podía significar que soñabas estar soñando. Algo parecido a estar en un trance entre la vigilia y el sueño, en un paréntesis entre la vida real y la vida «imaginaria cerebral». En ese territorio, argumentaba, las experiencias fuera de lo normal se repetían con profusión, al rozar tangencialmente el estado de los espíritus, el de las almas de los no nacidos y otros mundos paralelos. Nada más y nada menos.

    En fin, nada habría retenido su atención ni un minuto más allí, pero un acceso directo, cuyo icono era casi idéntico al cubo de Virgil, la precipitó hacia un irreflexivo clic con el dedo.

    Un soplo de escarcha descendió arañando suave sus hombros mientras se iba cargando la página. Como fondo de pantalla, lo primero que apareció fue el cubo de Virgil, la mano de Virgil. La fotografía era, sin duda, la de su Virgil.

    Una página brasileña en portugués entre la que reconocía perfectamente palabras como «protégenos», «bienvenido», «espíritus» o «demonios».

    Eva, en pleno escalofrío, cerró inmediatamente el explorador como si el aspa de salir tuviera algún significado protector más profundo que el simple icono de una cruz.

    Un segundo más tarde, Eva de nuevo pulsó su favorito número dos y el tono comenzó a parpadear. Reviviendo un bucle, cada nuevo silencio entre tonos era más largo. Al cuarto, esta vez Virgil no contestó.

    Pánico

    El aterrizaje fue suave y la espera hasta la apertura de puertas, extraordinariamente breve. Virgil siempre fue un hombre tranquilo.

    Ya no parecía gustarle tanto su trabajo de consultor en seguros internacionales aunque le hubiera permitido viajar y conocer mundo en estos últimos años. Finalmente, se había convertido de forma casi exclusiva en un investigador de recovecos y argucias legales para intentar no pagar en los grandes siniestros. Les ahorraba auténticas millonadas a las compañías y le pagaban muy bien por hacerlo.

    Pero ahora no pensaba en ello, sino solo en su pareja, a la que deseaba ver con urgencia. Quería hacer un punto y aparte después de su torpeza. Le gustaba vivir.

    Eran las doce de un mediodía de agosto, y en la urbanización en la que vivía junto con Eva no había ni un alma. La luz del sol era cegadora y el suelo de asfalto, un brasero que parecía tiznar sus pies a cada paso. Marchaba impaciente, igual que un niño en el día de Reyes, por la acera que conducía hasta el portón de su parcela.

    Estaba cerrada sin pestillo y accedió sin apenas decelerar. La puerta principal de la casa, de cedro en cuarterones y roblonada en forja, estaba cerrada. Dejó su trolley en el porche mientras palmeaba por fuera su pernera en busca de las llaves. Sacó primero el cubo que se trajo de Argelia y rascando con la punta de los dedos el fondo del bolsillo lateral de sus pantalones, a duras penas consiguió atraparlas.

    Al levantar la vista, un espanto se apoderó de él. Ante sus ojos, una anciana semidesnuda, de pelo alborotado y gris, bajo el dintel de la puerta, ahora completamente abierta, parecía recibirle en su ingreso a un abismo espectral.

    Sus pechos vacíos, que le colgaban de los hombros como odres secos. Su inelástica piel, oleando tendidamente sobre sus caderas y abdomen. Sus uñas ambarescentes rematando dedos labrados en lila, y sus ojos, ciegos de cataratas, cedían el protagonismo de su rostro a una boca oscura y sin aliento. Dos rastros de tatuajes azulados entre los surcos de su entrecejo y barbilla la proveían un cierto aspecto rifeño.

    Virgil se congeló. La miraba esperando que pasara algo o nada. El tiempo se detuvo.

    Ella alzó el brazo, como un náufrago que busca el cabo de rescate, hacia el rostro de Virgil, capitel petrificado de la estatua de su cuerpo. Y le rozó en la boca, en los labios, con sus yemas marchitas, gélidas embajadoras de unas manos prácticamente descarnadas.

    Instintivamente, Virgil reaccionó saltando hacia atrás, tropezó con la maleta y perdió el equilibrio. Las puntas de sus Camper emergieron ante su vista en una caída infinita de cuatro escalones.

    Fundido en negro.

    —¡Virgil! ¡Virgil! ¡Dios mío, Virgilio!

    ¿Era su Eva?

    Una borrosa imagen se refiere a él a escasos centímetros de su cara.

    —¿Eva?

    —¡Virgil, gracias a Dios! ¡No te muevas! ¡Voy por ayuda!

    —¡No me dejes! ¿Dónde está? ¿Dónde está?

    —¿Quién?

    —¡Esa mujer! ¡Esa vieja desnuda!

    —¿Mujer? ¡Aquí solo estoy yo! Tranquilo. ¿Puedes moverte? ¿Te has dado en la cabeza? ¿Cómo te has caído?

    Virgil se reincorporó muy lentamente, con esa prudencia que machaconamente nos han ido impregnando madres y tertulias de saldo sobre los accidentes domésticos y los golpes en la cabeza. Una vez en vertical, se balanceó ligeramente, como un ciprés a la brisa costera, y caminó, apoyado en el hombro de Eva, hasta el coche.

    Un electro, dos horas y media pastilla de Nolotil después, volvía en el Getz color cobre con ella. Mientras se acariciaba el chichón de la nuca no dejaba de repetirle su visión, pero ella le juraba que la puerta estaba cerrada y que solo salió al oír un golpe sordo en el porche.

    Al llegar, la trolley estaba descansando en diagonal, en un equilibrio inestable, sobre los mamperlanes de los dos últimos escalones.

    —Coge la maleta, porfa —le pidió Virgil—. Me da miedo agachar la cabeza.

    —Claro, tú sube con cuidado.

    De pie, ante la puerta de madera, Virgil trataba de recordar. Repasó el escenario de su visión intentando hallar una clave. Pero nada.

    —Pasa, cielo, no te quedes ahí.

    La fiesta nacional

    Primavera de 1998

    Cuando el Canal Plus decidió dar por primera vez la Feria de San Isidro, en el único bar de Fresnedillo del Campo propusieron hacer una colecta para contratarlo. Fermín pensó que era muy buena idea. Prepararía unas banderillas especiales, serviría las cañas con recortes y pondría los Belmontes y los carajillos al natural. Y toda esa faena, a mitad de precio.

    Y fue un éxito. Todas las tardes, a eso de las seis, medio pueblo se congregaba alrededor de la tele que Fermín instaló en la ventana del bar. Ni siquiera el velatorio de don Pascual Granza había convocado tantas y tan variadas sillas alrededor de un portal. El alcalde pedáneo se gobernó unas vallas amarillas y, por orden directa de la presidencia, derivó el poco tráfico fuera de todo aquel esquinazo.

    El hijo de Fermín servía las copas de anís y las tortillas que su padre le daba por la ventana lateral, y en ese ir y venir, seguía como podía la corrida, con su tímpano bien afilado y el rabillo del ojo atento a las variadas peticiones de los espectadores.

    Si se levantaban los olés, Virgil detenía su paseíllo allá donde estuviera y se quedaba, embelesado, observando la suerte que tocara.

    —¡Que no veo! ¡Oye, no veo!

    —Perdón —Virgil se giró, y tras él, una chica de doce o trece años, a la que jamás había visto, le ponía ojos de pez y manos de muñeca.

    —¡Que me tapas!

    Virgil dio un paso lateral sin dejar de mirarla, y acto seguido dio media vuelta y volvió por donde había venido. Entre el quinto y el sexto, se dirigió a ella y, encarando la suerte, la asaltó, espontáneo:

    —¿De dónde sales tú? No eres del pueblo.

    —No, soy de Madrid. He venido a pasar unos días con mi tía Carmen y mi abuelo Gregorio —contestó resuelta.

    —¡Niño, tráete unas aceitunas rellenas y otras dos cañas! —gritaron desde una de las mesas de la barrera.

    —¡Voy! —dijo Virgil volviendo la cabeza—. Vale, nos vemos.

    Acabó la corrida y esa niña se fue calle arriba junto a don Ambrosio, el farmacéutico, hacia Villa Mayca, la única casa que por aquel entonces tenía piscina en Fresnedillo.

    El resto de la semana ambos coincidieron en tribuna o en general, y cada vez con más continuidad, charlaron a ratos y dieron paseos. Para cuando llegó el cartel principal de San Isidro, Virgil ya tenía pensado pedirle que fuera su novia.

    Pero esa tarde de domingo, por más que miraba calle arriba, no les veía bajar. Cuando acabó la fiesta, pidió permiso a su padre para irse un rato y en cuatro trotes ya estaba en las afueras, al pie de la verja pintada en verde carruaje que protegía Villa Mayca.

    Doña Carmen le vio desde la ventana, y le preguntó:

    —¿Qué quieres? Eres el mayor de Fermín, ¿no?

    —Sí. ¿Dónde está Eva?

    —Se ha ido esta mañana.

    —¿A dónde?

    —A Madrid, con su madre. Mañana entierran al pobre de mi concuñado.

    —¿Y no vuelve?

    —No. A lo mejor nos la traemos unos días este el verano.

    Pero ni ese verano ni los siguientes, aquella morena de pelo corto y ojos negros volvió a llenar de vida el Fresnedillo de Virgil. Y el tiempo pasó por encima de ellos y de aquel verano de imberbes pasiones, puliendo sus aristas y bañando la imagen de Eva en los almíbares de un recuerdo de niñez.

    * * *

    —¡Vengo a hablar contigo porque no soporto a mis amigos! —le soltó de improviso Virgil poniéndose de canto en la barra del pub.

    Una chica de ensortijados rizos se volvía hacia él con desgana y sin despegar el codo del mostrador.

    Virgil, pendiente de cuatro notas para saber si había terminado la carrera de Derecho, armado con un Levis 501 y un Fredperrys negro, ese viernes había salido de caza, para celebrarlo en el tugurio de moda. Siempre decía que no ser el más guapo del grupo de amigos era una gran ventaja. Además, tenía un cuerpo naturalmente atlético y unas facciones muy definidas que le proporcionaban, fuera de la estética convencional, una belleza con mucha personalidad. Sus amigas le decían que conforme se sucedieran los años cada vez sería más atractivo, y eso le daba a Virgil un punto de seguridad que, con el paso del tiempo, perfeccionó con una oratoria fuera de lo común en el arte del regateo y la seducción, o en el de la defensa legal.

    —En serio, me jode muchísimo que te hayan clasificado como una chica paradita y cerrada. ¡Cuando estoy seguro de que les das sopas con ondas a todos ellos! —se excusó casi gritando a un palmo de su oído—. ¿Cómo te llamas?

    —¿Quiénes son tus amigos? —le contestó ella girándose hacia la pista, sin dejar de mascar chicle.

    —¡Aquellos! —respondió Virgil señalándoles con el cuello.

    —¿Ese no es el hermano de Emilia?

    —¡Sí! ¿La conoces?

    —De la escuela de idiomas —y se volvió hacia Virgil—. Pues sí, soy paradita y cerrada... ¡Y mucho! —le devolvió en grito con falsa desgana.

    —Sé que mientes. Si estás sola, te invito a una copa. Bueno, a una cerveza.

    —Espero a una amiga que está en el baño —masculló de nuevo su chicle antes de empezar a hacer un globo.

    —No me fastidies, que me están mirando todos. Mira, la esperamos juntos, y cuando venga, me voy, y les digo a mis colegas que eres alucinante. Punto final.

    —Diles lo que quieras —le espetó mirando al suelo—. Y pide rápido, que está a punto de venir.

    Virgil voceó a la camarera que trajera una caña. La pagó con las monedas sueltas que tenía preparadas en el puño y se giró.

    —Gracias, ya está aquí —zanjó la chica cogiendo la cerveza de su mano al tiempo que se encogía de hombros indicándole la puerta.

    Eva y Virgil se quedaron mirando mutuamente durante un par de segundos. Sonrieron al creer reconocerse.

    La Eva de su adolescencia vivía ahora en el cuerpo de una joven de veintipocos, pero sus ojos seguían siendo de tarde de toros y su sonrisa le sabía a pueblo y a familia.

    —¿Eva? —tanteó Virgil.

    —¡Virgil!

    —¡Me dejaste plantado hace diez años! —se atrevió a decir él.

    —¿Qué? —Eva no daba crédito a lo que oía.

    —Domingo, 24 de mayo de 1998. Toros de Victoriano del Río. Matadores: Ortega Cano, El Cordobés, y Eugenio de Mora —recitó el chaval de seguido—. ¡Te había hecho un ramo de flores!

    Eva soltó una carcajada que hinchió de emoción el pecho de Virgil de tal forma que, a veces, aún respira bocanadas de aquel viciado aire de discoteca.

    —Diles a tus amigos que se vengan. Anda —interrumpió resignada la chica sin nombre.

    Desde entonces, y hasta ahora, los caminos de Eva y Virgil, viernes a viernes, convergieron, se adosaron, se mezclaron, y finalmente, se fundieron en uno solo.

    Punto final

    El sol, cansado de atardecer, empapaba su ocaso en zumos de naranja que suavemente resbalaban sobre las siluetas de dos amantes. Desde que llegaron al mediodía decidieron cerrar la persiana y abrir la cama. Hacer un punto y aparte de amor y fuego con el que carbonizar el parte de lesiones que ambos arrastraban.

    —Tengo hambre.

    Aún con los ojos cerrados, Eva acarició el brazo de Virgil.

    —Estoy en blanco —Virgil aprovechó para desperezarse en el lecho en el que habían firmado la paz.

    —Yo casi que también.

    —¿Unas tostas?

    —Perfecto.

    El aroma a tomillo y orégano inundó sus bocas de salivas y añoranzas, de recuerdos de tardes de pizzas y trivials improvisados. Comieron y bebieron celebrando un volver a empezar. Descalzos y en camiseta.

    —Qué bueno.

    —Qué bien. —Eva buscó sus ojos.

    Sentados frente a frente, aquietada la barriga pero inquieto el corazón, se sirvieron de una copa de vino para tomar carrerilla.

    —Virgil, tenemos que hablar.

    —Dale.

    —Que quiero olvidar lo que ha pasado y seguir como estábamos. —Eva le miró directamente a los ojos—. ¿Podemos?

    —Claro… claro. Lo daba por hecho desde el mismo momento en que me dijiste que te sentías en paz. ¡De verdad!

    Eva desconfiaba de su respuesta. Le parecía imposible tal reseteo en un ser humano, aunque fuera de sexo masculino.

    —¿De veras? —insistió la mujer, mirándole a los ojos—. Ahora es el momento de hablarlo para cerrar el capítulo.

    —Que sí, tranquila —Virgil dejó asomar una sonrisa que a Eva le sonó a escaqueo.

    —¡Ah! Bueno. Tú mismo. Estaba intranquila por ti —en su ironía, Eva le escondía su decepción, y retiraba el capote invisible que le había tendido ante su indolencia de género—. Hablemos de otra cosa, entonces. De tus visiones.

    —¿Seguro? ¿No quieres que hablemos de cómo nos sentimos? Yo me siento bien, de verdad. Enamorado y agradecido. Más todavía, ilusionado, como en un primer día. —Virgil desanduvo lo que pudo—. Es que estaba muy arrepentido. Y sobre todo asustado. De sentir que podía perderte. Aunque me jodió mucho escuchar que habías hecho lo que te pedí, ahora ya estoy mejor. De verdad —apostilló acentuando de tal forma una pose de franqueza, que rayaba la actuación.

    —Es curioso, yo también —y es que la que estaba ahora jodida y arrepentida era ella. Ella, que arrastraría desde entonces un genuino sentimiento de culpa—. Dejemos de darle vueltas, entonces. ¿Punto y final?

    —Punto y final.

    —Vale —finalmente, Eva se relajaba un poco.

    —Oye, ¿has visto el cubo?

    —No. ¿Te lo trajiste?

    —Sí, lo llevaba en el bolsillo… Después me gustaría que lo observaras en detalle. Tú entiendes de diseño. ¿Dónde estará?

    —¡Ahí va, se me olvidó contarte!

    Virgil se levantó y empezó a dar vueltas por el salón.

    —Virgil, igual es una tontería, pero quiero enseñarte una cosa.

    —¿En mi ropa no estaba? —Virgil no la escuchaba—. En la puerta, creo que lo saqué ahí.

    —Pues entonces tendrá que estar por aquí…

    Ambos salieron al porche. Bajo un setillo de mirto aún en flor brillaba el cubo, esperando sus miradas.

    —¡Ahí! —le señaló Virgil con el índice.

    —¡Sí! Pero, ¡déjalo, no lo cojas ahora! —advirtió ella.

    Virgil la miró, extrañado.

    —Sí, es mejor que no me agache. Sácalo tú de ahí —declaró, mientras se acercaba al objeto sin dejar de señalarlo.

    —¡No, no te acerques, déjalo! ¡Entra, que quiero contarte algo! —le sobresaltó Eva—. Te lo he dicho antes.

    —¿Y qué hacemos con el cubo?

    —Después, anda, pasa —lo empujó.

    Una vez de vuelta al interior de la casa, Eva le contó el hallazgo de la foto en la red al mismo tiempo que encendía el ordenador para mostrárselo. Ahora, era Virgil quien la tranquilizaba. Al entrar en la web, mientras las palabras de Eva galopaban, su mente, aún al trote, se concentraba en la foto del fondo de pantalla con el cubo en la mano.

    —No es mi mano.

    —¿Qué?

    —Eselcuboperonoesmimano.

    —¿Qué?

    —Que es el cubo… pero no es mi mano.

    Un segundo le bastó a Eva para asimilarlo. Virgil sacó el móvil y le mostró la fotografía.

    —Fíjate, es una luz muy similar a la de mi foto, a una distancia y a un ángulo parecidos, supongo que porque lo sostenían con la izquierda y disparaban con la derecha; incluso también se ve un trozo de manga blanca como la mía, el anillo… Y es con seguridad el cubo, pero mira el dedo índice y mira el mío. ¿Lo ves? —le explicó Virgil mientras ampliaba la foto del móvil con los dedos.

    —Sí, le falta la cicatriz de cuando te lo pillaste en la puerta del baño.

    —¿Más tranquila?

    —Sí, joder, demasiadas emociones: tuyas, mías, lo nuestro, el sueño… En fin. Menos mal.

    —Venga, vamos a darnos un baño y a descansar un poco en el sofá —sugirió Virgil.

    —Por favor. Sí. Hoy necesito estar abrazada a ti.

    A mitad de escalera, Virgil se volvió hacia ella.

    —¿Y el cubo?

    —Que le den al cubo, ya lo recogeremos; vamos a la bañera.

    A mitad de la escalera, Virgil le tendió la mano y Eva se la cogió.

    Vulnerables

    Eva siempre decía que el vapor de aquel baño era sanador. Arrugados, aprovechaban el tiempo en ponerse al día. Y Eva decidió empezar por lo más delicado.

    —¿Cuándo te vuelves a ir de viaje?

    —Nada programado. Tengo dos semanas de vacaciones como poco. Y sin previsiones. No puede tener queja, mi jefe… Ya te lo dije.

    Eva suspiró de alivio.

    —Debí confiar en ti.

    —Y yo no debí irme.

    —Oye, ¿y tu colgante? —Eva echaba en falta la cruz de Caravaca que Virgil siempre llevaba.

    —¡Es verdad! ¿Dónde está? —Virgil trataba de recordar mientras con la mano parecía sujetarse el pecho. Entonces se acordó—: ¡El aeropuerto!

    —Bueno, no te preocupes. Te compraré otra. Eso ahora no importa —Eva aquietó su pesadumbre masajeándole los hombros.

    Virgil balbuceó algunas palabras de rabia. Tenía un cariño especial hacia aquel colgante, pero los acontecimientos pasados y la actitud de Eva empequeñecieron rápidamente su disgusto. Ambos parecían estar volviéndose a enamorar. Y entre palabras, silencios y caricias iban cambiando posturas, dejando pasar los minutos.

    —Volviendo a lo de tu visión... ¿No crees que pueda ser algo psicosomático? más… dolor de… ¿corazón? —Eva, indecisa, dejó asomar su sonroja por la ridícula elección de la palabra.

    —Ojalá, pero creo que no. —Hizo una pausa—. Desgraciadamente, me temo que no. Llevo un rato pensando. Algo me dice que tiene relación con ese cubo. Ese cubo… Las dos veces que me ha pasado… porque aquel niño no salió del baño en la media hora que lo estuve vigilando… estaba con el cubo.

    —¿Pero es que crees que lo del niño fue otra visión?

    —Fue tan raro

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