Herencia: Aprendiendo a lidiar con las pérdidas
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Herencia - Ronnie Roberto Campos
atrás.
Introspectiva
Instruye al niño en el camino correcto,
y aun en su vejez no lo abandonará.
Prov. 22:6, NVI.
Lo recuerdo como si fuera hoy. A decir verdad, difícilmente ocurre alguna cosa en mi vida que no me haga pensar en él, en su mirada, su sonrisa calma, su voz grave y firme.
Sus palabras aún resuenan en mi mente cada vez que se me presenta una situación difícil o cada vez que un problema se vuelve más grande que mis fuerzas.
A veces pienso en lo que debería haber dicho y en lo que podría haber hecho para mostrarme agradecido por todo el tiempo que me dedicó, al ayudarme a moldear mi vida.
Hoy lo sé. Sé que él tenía razón. Él sabía de lo que estaba hablando. Pero en aquellos tiempos... en aquellos tiempos yo solo pensaba en disfrutar la vida. No tenía tiempo para pensar en el futuro. No tenía tiempo para él.
Aun así, él siempre encontraba alguna forma de estar presente. Sus palabras tenían una especie de imán, de pegamento; quedaban grabadas en la mente de la gente. Era como si él siempre estuviera ahí, bien cerquita... solo para asegurarse de que todo estuviera bien.
Hoy que tengo tiempo, él no está más aquí. ¡Y cómo me hace falta! ¡Cómo me hiere esta sensación de vacío! Me gustaría haber dedicado menos tiempo a tener y más aprendiendo a SER. Ser un poco de lo que él fue, aunque fuera una pálida similitud. Mi modelo, mi maestro, mi consejero, mi profesor, mi héroe: mi padre.
Gracias, papá, por enseñarme, aun cuando no estaba interesado en aprender.
Gracias por no desistir.
Hoy lo sé…
Aprendí que algunas veces todo lo que necesitamos es una mano a la cual aferrarnos y un corazón que nos entienda
(William Shakespeare).
CAPÍTULO UNO
Mi amigo Tuna
–Hijo, ¿podrías traerme la cajita con libros que está en el portaequipaje de la moto?
–Sí, papi…
A veces, cuando mi padre llegaba del trabajo, después de darme ese abrazo cariñoso, me pedía que buscara algo de la moto, mientras abrazaba a mi madre.
Yo no tenía más que cuatro o cinco años, pero lo recuerdo como si fuera hoy. Al acercarme a la moto divisé la cajita y fui directamente hacia ella. Quería llevársela rápidamente, para poder jugar con él un poco antes de que saliera nuevamente. Mi padre era profesor. Daba clases por la mañana, la tarde y la noche.
Cuando estuve cerca de la moto, mi pequeño corazón dio un vuelco. Había un ruido extraño que venía del interior de la caja de libros
. En aquel instante lo sospeché: solo podía ser un perrito. ¡Y así fue! Era un cachorro de poodle. ¡Qué cosita más linda! Suave, negrito, con el pecho, el hocico y las patitas blancas.
Mientras me emocionaba y admiraba el regalo, ni me di cuenta de que mi padre y mi madre estaban allí, cerquita, abrazados, disfrutando de aquel momento en el que me deshacía de felicidad.
–¿No le vas a poner un nombre? –preguntó mamá.
–Necesita un nombre –afirmó mi padre.
–¡Aceituna! Se va a llamar Aceituna. Aceituna… Aceituna… Ven, ven…
La sonrisa de mis padres no cabía en sus rostros. Les gustaba verme feliz. No perdían oportunidad para demostrarme cuánto me amaban. Pero yo en aquel momento solo tenía ojos para Aceituna, mi nuevo amiguito.
–¡Aceituna! Aceituna… Aceituna… Ven, ven…
Me encantaba aquella pelotita peluda negra. Con el tiempo su color se fue aclarando y lo que era negro se hizo gris; el gris más hermoso que haya visto alguna vez. Cuidé de aquel perrito como si fuera mi hijo. Le di tanto cariño que hasta se puso mañoso.
Nunca vi un animalito tan inteligente como ese. ¿Sabes que hasta la puerta de casa aprendió a abrir? Saltaba para alcanzar el picaporte. No entiendo cómo sabía hacerlo, pero siempre abría la puerta y el portón. Era necesario cerrar con llave para que no se escapara. Por cierto, ¡cómo le gustaba escaparse! Menos mal que todos los vecinos eran gente buena. Cuando alguien tocaba el timbre, casi siempre era alguno de mis amigos con Aceituna en brazos:
–Lo encontré en la esquina –decían.
Lo tomaba en mis brazos, sonreía, agradecía a mi amigo, salía corriendo y le daba un sermón
al perrito. Mi corazón se afligía cada vez que eso pasaba. ¿Y si él no volvía? ¿Y si lo habían atropellado? Rápidamente pensaba en otra cosa porque no me gustaba pensar en cosas tristes. Me angustiaba pensar en perder a mi amiguito.
La verdad es que tenía muchos amigos. Mi casa estaba siempre llena de compañeros. Mis padres preferían que ellos jugaran en nuestro patio o en el lugar en forma de L
que había a la vuelta de casa. Había mucho espacio para jugar. Pero con Aceituna era diferente. Él era… ¡era de la casa!
Hablando de casa, un día mis padres decidieron que tendríamos que mudarnos. Me desesperé:
–¿Y mis amigos? ¿Y el árbol de mangos? ¿Y nuestros vecinos?
Pronto descubrí que la casa a la cual nos mudaríamos no quedaba tan lejos. Mis amigos prometieron que nos visitarían siempre. Mis padres dijeron que cada tanto volveríamos a reencontramos con los chicos del grupo.
Cuando conocí la casa nueva, me entusiasmé con la idea de mudarnos lo más rápido posible. ¡Era un lugar lindo! Había mucho espacio para que Aceituna pudiera correr y saltar. Mi padre tenía la intención de comprar esa casa nueva. Entonces nos mudamos.
Siempre recibíamos visitas de