Alas mojadas
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"Sólo una vez vi estas aguas y bastó para que siempre las recuerde y las tema; aún siento frío cuando en la soledad del cuarto atravieso en repetidos sueños la noche de esos mares que dejaron sobre mí el angustioso peso de las alas mojadas…". Estas palabras de S. Carrington resumen la historia que narra esta novela, un hecho que se repite una y otra vez en muchos lugares del mundo, donde la emigración es una tabla de salvación. Alas Mojadas penetra en las zonas más áridas de la realidad cubana. La existencia de un barrio marginal, las interioridades de una fábrica, la vida en prisión.
Lo que significó el hacinamiento de cubanos en 1990 en la base naval de Guantánamo se describe en estas páginas por vez primera en la literatura cubana. La lucha de un hombre que trata de emanciparse a través del estudio se ve interrumpida con el desmoronamiento de la Unión Soviética.
Únicamente queda una salida: abandonar el país en una balsa.
Esteban Juan Sotolongo Carrington
Esteban Juan Sotolongo Carrington nace en La Habana, Cuba, el 26 de diciembre de 1964. Es Técnico Medio en Electrónica. Es egresado del Taller Literario Onelio Jorge Cardoso y miembro de la UNEAC, Unión de Escritores y Artistas de Cuba. Ha publicado cuentos en diversas antologías, dentro y fuera del país. Igualmente ha visto la luz en Ediciones Extramuros su obra La guerra de la paz. Ha obtenido Premio Abdala de la Asociación Árabe de Cuba.
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Alas mojadas - Esteban Juan Sotolongo Carrington
CARRINGTON
Un fantasma húmedo
¡Ved! ¡En la soledad de estos últimos años hay una noche de gala!
POE
Las luces provenientes de la pista de baile del Estive´s Bar hacían cambiar mi rostro con frecuencia. Invertir ha sido un negocio sólido. En todo se respira buen gusto, todo es importado, hasta este silencio que en ocasiones me enloquece. Si los viejos estuvieran aquí. Qué hija de puta es la vida. Tal vez fue un error volver a Cuba… Ignacio, no vuelvas. Ven conmigo al Polo Norte, al África, pero no a Cuba. Tú dejaste cabos sueltos… A veces siento que me vigilan.
—¿Me estás oyendo?
—Sí, sí, Mirta, te escucho. Lo revisé todo y como siempre todo está bien.
—Señor, hay una muchacha que insiste en verlo.
—Tú sabes que aquí no recibo a nadie.
—Yo se lo dije, pero ella dice que es algo importante. Se llama Navel. ¿La conoce usted?
El solo hecho de escuchar su nombre me intranquilizó. Vestía una blusa de gabardina y en el cuello se dejaba ver una bufanda. A pesar de su parecido no podía ser ella. Esta mujer miraba con atrevimiento, escudándose tras una sonrisa ingenua. Navel era más delgada, sus dientes tapizados de nicotina dejaban en la boca un olor a tango.
—Tengo frío.
—¿Cómo dijo llamarse?
—Mi nombre no es lo que más importa ahora, el hecho es que estoy aquí. Míreme bien, no soy una mujer fea, además, sé bailar.
—¿Sabe bailar?
—Si me da un trago, yo bailo —después de beber un sorbo, tambaleándose, se quitó los zapatos y subió a la pista.
—Recoge tus porquerías. A la legua reconozco a una puta de mierda como tú, cargada de preservativos y droga.
Cogí su bolso y volteé su contenido sobre una de las mesas. Solo cayeron un par de zapatillas gastadas, un sobre de color naranja y un spray para el asma. Mi actitud al parecer fue el detonante de una de sus crisis. Con cada tos el cuerpo se le estremecía como si fuese un papel al viento.
—Cálmate, ven, vamos a sentarnos para hablar como gente civilizada. ¿Ya comiste?
—Sí señor, gracias.
—¿Qué comiste?
—Un helado.
—Un helado no es comida. ¿Por qué no lo haces?
—Raúl, mi primo, me dijo que usted no era extranjero, que se crió con él en el barrio El Fanguito, que como vino con mucho dinero, ahora no conoce a nadie.
—Te voy a traer algo de comida.
La dejé recostada sobre la mesa, jadeaba un poco y le temblaba la barbilla. De las neveras sustraje queso, hielo, un trozo de jamón y algunos refrescos. Me sorprendí pendiente de cada uno de sus gestos. Comía gruñendo, liberándose de sus uñas postizas, las que iban cayendo como lentejuelas. Lamenté tener que abandonarla pero el sonido del indicador de la nevera señalaban que se había quedado abierta. Al volver me percaté que sus pies estaban cenizos, como los de quien ha caminado mucho. Me senté frente a ella y pude contemplarla.
Todo esfuerzo por olvidar el pasado sería imposible. El pasado, como un fantasma, se podía palpar en cada una de mis costumbres, y a la hora de repasar mi pasaporte era imposible no evocar el color azul de mi carné de identidad. Raúl había elegido bien: su prima se parecía a Navel. Por primera vez, después de algunos años, me encontraba con un rosto familiar, aunque esta visión llegase a través de una extraña. Entonces no era difícil volver atrás. Con solo cerrar los ojos el Estive‘s Bar desaparecía.
El barrio
(No hay por dónde escapar).
Los corazones están yertos.
JUAN RAMÓN JIMÉNEZ
Mi vida estuvo signada por episodios que tenían su cauce en dos barrios distantes, pero muy parecidos respeto a su entorno y costumbres. En el Cerro yo vivía con mi tía Francisca. La tía Panchita se pasaba el día vociferando malas palabras, era la presidenta del Comité, cargo que, según ella, la alteraba mucho… Maricones ya se volvieron a cagar en el pasillo, me cago en el coño de su madre, quisiera que algún día la virgen me dijera quién es. Juro que los voy a asar, siempre tengo en la candela agua caliente... abusadores. Barriendo las hojas que caían de los almendros, me decía: No te pierdas, es necesario que la gente te vea. Quiero que, en un futuro, todo esto quiero que sea tuyo para que tengas un par de paredes donde recostarte.
Mi madre, vivía en El Fanguito, y pensaba todo lo contrario a la tía:
—Ya es hora de que trabajes, yo ya no sé qué voy a inventar cuando llega la hora de comer y tengo que ponerme un plan para el asma, ya no puedo ni siquiera dar un paso. ¿Cómo dejaste a tu tía?... ¿está bien?
—Te mandó estos frijoles y me dijo que fuera el domingo para que la ayudara a cargar dos o tres cosas. ¿Y esa peste?
—El cochino río. La gente, desde que se robaron los latones, lo ha cogido de basurero. ¡Dios me perdone!, pero qué ganas tengo de salir de este barrio! Mira se me han puesto las manos tratando de quitarle el tizne a las cazuelas. Y tu padre el otro día, cuando la taza se tupió, en vez de buscar un plomero, cogió una cabilla y destrozó la sifa. Ahora, cuando hay tupición, el baño se desborda y toda la mierda de las demás casas sale por aquí. Mira esa cocina como tizna, esto no es vida.
Mientras hablaba, mis ojos recorrían cada rincón, cada detalle. La casa estaba destruida. Solo algunos adornos de barro, cubiertos con caolín, intentaban ofrecer cierta imagen de lujo. Las paredes de madera estaban marcadas con una falsa cenefa, por las tantas veces que había penetrado el río Almendares.
—No te desesperes, vieja, yo tengo planes. Algún día viviremos mejor. ¿Jugaste hoy un numerito? —su rostro se relajó, poco a poco fue cambiando de expresión.
—Llevo más de tres días siguiendo al veintidós. Si hoy consigo algo, voy a montarlo en candado. Yo me conformaría, Ignacito, con coger un candado.
—¿Un candado? —intervino mi padre desde la barbacoa—. ¿Para qué tú quieres un candado?
—Viejo, la casa está muy desprovista, y varias veces la vieja ha estado dormida con la reja abierta.
—Yo te voy a hacer una pregunta… ¿Qué coño se van a llevar de aquí dentro? —inspiró profundo y riendo me lanzó al rostro una bocanada de humo. Tabaco mezclado con alcohol y algunas otras porquerías.
La presencia de Cecilio, el barbero, hacía de la esquina de Cerezo un lugar privilegiado para enterarse de chismes o detenciones.
—Cecilio, asere, pones un tema caliente y ahora dices que para qué lo vas a contar… vomita, compadre, que tienes a un ejército de gente esperando por ti —le reprochaba un cliente.
—Ná, caballeros, que la jeva le está pegando los tarros. ¿Cómo que qué jeva? La mujer del médico de la familia es una loca. Los otros días, cuando yo venía de Cuatro Caminos, ella estaba en plena función. ¿Tú sabes lo que le decía al tipo?... házmelo como si fueras un caballo. ¿Cecilio, qué? ¿Ignacio, qué tú crees de esta talla?
—Asere, yo hoy no estoy pá chismes. De entrada, no tengo un medio. Voy echando, que viene por ahí el jefe de Sector.
—Oye, Ignacio, el Negro te anda buscando, dice que tiene algo bueno para ti… Vamos, caballero, despejen el área… que no quiero problemas con este policía.
Atravesé por un atajo que salía a las inmediaciones del hospital, cercano a la casa del Negro. Llamé varias veces hasta que la puerta se entreabrió. Allí, sobre la cama, estaba tendido su abuelo, y como una extraña prolongación de su cuerpo colgaba una bolsa llena de orina. El viejo Chepo estaba más pálido que un muerto y se quejaba como un animal. A veces se ladeaba tratando de acomodarse y entonces las escaras liberaban toda la podredumbre y el desamparo de aquellos largos meses de encamamiento... Y tú, Justina, que no haces nada. Ay, chico, dame eso, ayúdenme, ayúdenme… Sus quejidos me obligaron a mirarlo, por un momento deseé ser Dios y detener su vida, pero solo era un temeroso observador que no atinaba a dar un paso en dirección alguna.
—Oye, compadre, para verte a ti hay que pedir audiencia —me dijo el Negro, sacudiéndome la parálisis.
—¿Tú pasaste por mi casa?
—¿Por tu casa, tú estás loco? Para que tu tía me tire agua caliente. Siéntate, para hablar con calma.
—¿Qué edad tiene el viejo?
—¿Qué viejo?... ¿el Chepo?... noventa años, te decía…
—Negro, tiene la bolsa repleta de meao.
—Sí, compadre, deja eso que ahora se la cambio... Ignacio, hay un viejo maceta, que quiere invertir en algún negocio… ¿Me oyes?
Apenas podía concentrarme en la conversación… Ay… por Dios… tengo hambre… tengo hambre… ay, que me orino… me orino… Gritaba el viejo, mientras el Negro se esforzaba en no escuchar.
—Ignacio, por Dios, te decía…
—¡Ay!, tengo hambre, ayúdenme…
—¡Viejo, cállate! ¡Por amor a todos los santos, cállate y déjame hablar! Asere, esto es toda la noche.
—Negro, ¿él no está lúcido?
—Claro que no. En sus buenos tiempos fiaba dinero y ahora se pasa toda la madrugada mencionando a la gente que le quedaron debiendo: fulana de tal, diez pesos; sutaneja, sesenta quilos… me tiene loco… y cómo traga. A veces no sé que le voy a inventar; pero, por favor, Ignacio, no me interrumpas más… Hay un viejo que…
No sé por qué dejé de escucharlo, mi atención se centraba en la bolsa llena de orine y en la expresión estúpida del viejo.
—…el tipo tiene un baro… cuando tú quieras podemos ir... cuando tú quieras. Voy a preparar algo de almuerzo para los tres y acto seguido nos vamos.
—Negro, yo no…
—Negro nada, almorzamos algo y nos vamos.
No pude negarme. Sentí nauseas, escalofríos y la vista se me iba para la espesa legaña que cubría uno de los ojos del viejo.
—Esto es un sancochito pero, broder, es algo que nos cae, está caliente. Déjame separar un poco para el viejo. Ignacio, si nosotros lográramos cuadrar con Palacio y decirle que nos preste una tajadita, y la invertimos bien, otro gallo cantaría… es chícharo, chícharo de ayer y arroz; como aquí no hay frigidaire yo lo pongo sobre agua fresca y aguanta.
El viejo masticaba y tragaba y tragaba entre la mugre de las sábanas y olor a meao. Yo evitaba respirar, contenía las nauseas, la fatiga, el mareo.
—¿Por qué no le cambias la bolsa al viejo? —le pedí, ya a punto del ahogo y él pareció comprender.
—Ya se la voy a cambiar, deja ver si consigo un poco de agua fría, espérame aquí, ahora vengo.
Aproveché su salida para botar la comida por el fregadero. El viejo se me quedó mirando, esta vez su vista no vagaba, sus ojos descoloridos y hundidos en los pómulos parecían decirme hijo de putaaaaaa.
El Negro llegó con un poco de agua fría.
—¿Quieres agua?
—Sí, dame un poco
—¿Te llenaste?... Te voy a servir más.
—No, Negro, te lo agradezco, se nos va a ir Palacio. Termina para ponernos en camino.
Palacio no se mostró sorprendido por mi presencia. Era bajito, de cejas tupidas y su mano enfangada se extendió hasta estrechar la mía.
—El Negro me ha hablado muy bien de ustedes.
—¿Ustedes?
—Sí, de ti y del muchacho ingeniero, el que se dedica a comprar equipos y luego los vende.
—Ah, sí, ese