La casa sin puertas: Ecos y sombras que cuentan historias
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About this ebook
Este recorrido comenzó hace diez años; no todos los relatos son inéditos, algunos han sido premiados y aparecieron en su momento en antologías internacionales. Tonos de Verde fue adaptado para la televisión cubana y dio título al primer libro publicado por la autora.
La obra se presenta ilustrada con cuadros de Mario García Portela, pintor cubano nacido en 1942 con amplia trayectoria internacional y más de doscientas exposiciones personales o colectivas.
Marié Rojas Tamayo
Marié Rojas Tamayo (La Habana, 23 de mayo de 1963). Licenciada en Economía del Comercio Exterior por la Universidad de la Habana en 1985, es miembro de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba. Graduada de inglés y francés. Autora especialmente lúcida y prolífica. Su obra ha obtenido más de sesenta reconocimientos internacionales en países como España, Venezuela, Argentina, Brasil, Costa Rica, Uruguay, Colombia y Dinamarca. Y, por supuesto, en Cuba también. Publicada en más de sesenta antologías. Ha colaborado, sido asesora o corresponsal de publicaciones periódicas, conducido talleres literarios y dirigido la revista Dos islas, dos mares. Cuba-Mallorca. Miembro de la Red Mundial de Escritores en Español, REMES.
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La casa sin puertas - Marié Rojas Tamayo
conversación.
La casa feliz
And honoured among foxes and pheasants by the gay house
Under the new made clouds and happy as the heart was long,
In the sun born over and over,
I ran my heedless ways.
Fern Hill
Dylan Thomas
Cuando leímos en Internet que estaban intentando repoblar un pequeño pueblo del interior, y para lograrlo entregaban las granjas abandonadas con todo lo que tuvieran adentro, no lo pensamos dos veces. Además, estaban las letras rojas aclarando: Oferta limitada a las primeras 10 familias.
Llenamos la aplicación, rezando para quedar entre esos primeros; cumplíamos el requisito esencial: familia numerosa, con miembros de ambos sexos en edad laboral.
Llegado el día, un autobús pasó a recogernos. Habíamos liquidado todo en una venta de garaje ―no es que tuviéramos mucho, pero un dinerito extra no venía mal para comenzar―, marchábamos apenas con nuestras ropas, teléfonos móviles, la caja de herramientas de mi padre y un secador de pelo para las mujeres.
Al bajarnos en un descampado cercano al punto de destino, vimos al resto de las familias, a la espera de su turno con el guía. Exhibían caras radiantes, no podía ser de otro modo, éramos los triunfadores: en medio de la crisis se nos ofrecía empleo y, como un bono extra, viviendas amuebladas.
La ubicación se hacía para cada familia por separado. Nadie intentó siquiera iniciar una conversación. Tensión aparte por la espera y el inicio de una nueva vida, no tenía sentido socializar, lo haríamos con el paso del tiempo. Las granjas se hallaban a respetable distancia unas de otras, pero en algún momento iríamos a conocerlos, después de adelantar el trabajo.
En el camino preguntamos al guía por qué se había producido aquel éxodo masivo. Nos explicó que no había sido de golpe: Los miembros más jóvenes fueron marchando a las grandes urbes a estudiar o a buscar empleo, luego que se acomodaron, comenzaron por llevarse a los padres, pagaron los estudios de los hermanos menores, si habían dejado una novia a la espera regresaron a buscarla; fuera como fuera, habían fundado familias nuevas en la ciudad, sin deseos de volver la vista atrás… En medio siglo el pueblo se había quedado vacío.
Ante la imposibilidad de vender las fincas, dada la falta de capital que estábamos enfrentando y que nadie quería pagar por vivir y trabajar en el campo, los herederos se pusieron de acuerdo con el gobierno de la zona por un precio mínimo. La idea fue aprobada, seguida de la iniciativa de repoblación. Más tarde se propuso incluir suministros para dos meses, en adición de servicio gratuito de agua corriente, electricidad y gas licuado por el mismo periodo.
La conversación se detuvo, habíamos llegado. La casa que nos estaban entregando se hallaba en muy buen estado, a pesar del polvo, las telarañas y los pequeños habitantes de varios géneros ―mayormente ratas que corrieron a ocultarse―, que ya nos encargaríamos de eliminar. Los muebles eran del sólido estilo clásico de las casas rurales, con una buena fregada estarían a punto; el horno funcionaba, la bomba de agua también, la enorme nevera comenzó a enfriar en cuanto la enchufamos.
No había televisor, ni radio, ni siquiera un antiguo tocadiscos de placa; por supuesto, ni pensar en ADSL, ni siquiera había una línea telefónica; por el momento dependeríamos de nuestros móviles. Debimos adivinar que todo amueblado
no incluía ese género de comodidades que en el campo no se consideran imprescindibles… ¿Acaso lo son?
A cambio, en la sala de estar había un librero con una buena colección encuadernada en piel. Eché una rápida mirada a los títulos de los lomos, había de todo un poco, poesía, novela, compilaciones de cuentos, una Biblia, una enciclopedia… En el suelo descansaba un cajón donde calculé casi un centenar de revistas del National Geographic.
Fui con mi hermano a revisar el fondo: Un matorral cercado de donde vimos salir disparado a un zorro, se adivinaba como un posible huerto; más allá lo que fue un establo apenas necesitaba algunos apuntalamientos en el techo; había un gallinero, un granero en excelentes condiciones a pesar del abandono…
A pesar de creernos en el paraíso, antes de firmar el contrato de transferencia de la propiedad, surgió el aluvión de preguntas que habíamos obviado: ¿Cómo haríamos para comprar las semillas, el pienso para el ganado? ¿Cuándo nos serían entregados los animales? ¿Se nos concedería crédito, a qué plazo? ¿A quién debíamos dirigirnos para cualquier queja o preocupación? ¿Nos entregarían veneno para las ratas, vendría algún exterminador? ¿Y las herramientas o maquinarias para trabajar la tierra…?
―No se preocupen por nada ―nos dijo el guía mientras daba una palmada tranquilizadora en la espalda de mi padre y guiñaba un ojo a mi hermana―. Todo se les dará con facilidades y en tiempo. Tampoco se alarmen por los zorros, todavía no han perdido la costumbre de merodear por los gallineros vacíos, pero no llegan a las casas; más adelante les entregaremos trampas. Por ahora lo importante es que comiencen a acondicionar la granja y se sientan felices en ella. Dentro de unas horas vendrán a traerles los primeros suministros. El muchacho que maneja el transporte se llama Andrés, cualquier queja la pueden tramitar con él. A partir de hoy vendrá cada lunes a las nueve.
¿Queja? ¡Después que vino el tal Andrés, ni pensarlo! Nos enviaron comida como para un regimiento: conservas, tocino, queso, pastas, arroz, lentejas, garbanzos, harina, postres surtidos, seis botellas de whisky y una caja de vinos, asegurándonos que la semana próxima habría helados, que no se arriesgaron porque antes querían comprobar si funcionaba la hielera.
―Se ve que están desesperados por repoblar la zona, mira cuántos lujos. Un pueblo tan apartado y con tanta tierra fértil, se les iba a volver un desierto ―dijo mi padre ayudando a descargar los productos de higiene, mientras mi madre miraba golosa una caja de potes de Nutella.
Terminada la limpieza, el nuevo hogar daba gusto. Mi hermana alegó que estaba exhausta, se encerró en su cuarto con un turrón de Jijona y una novela. Mi madre fue a cocinar, protestando como siempre, que si nadie la ayudaba, que si ella no era cocinera oficial de la familia ―no es que no quisiéramos ayudar en la cocina, yo bien hubiera tomado el gustillo a aprender, un hombre que sabe cocinar suena sexy, mas… ¡que se atreviera alguien a poner un dedo en sus recetas!―, que la esclavitud había terminado hacía tiempo y bla, bla, bla… Mi padre agarró una botella de vino, se tumbó en el sofá y a los cinco minutos roncaba como un bendito.
Como era lógico, al quedar sin nada que hacer, mi hermano y yo comenzamos a extrañar la televisión por cable y la Internet de las cuales gozábamos en la ciudad. Nuestros móviles, para colmo, estaban sin cobertura. Esto nos puso de tan mal genio que se nos fue de nivel el tono de las protestas.
―¡Al diablo con la manía de estar pegados a Internet, los mensajitos, las redes sociales donde ponen hasta fotos del ombligo de la novia y los canales llenos de basura triple X! ¡Todo eso no hace más que envenenarles el cerebro! ―gritó mi padre, despertando malhumorado, es decir, más que de costumbre―. ¡Cuando lleguen las semillas y el ganado no van a tener tiempo de pensar en tanta basura!
Mi madre asomó la nariz para asentir, las risas de mi hermana nos llegaron desde el otro lado de su puerta… Nadie parecía recordar que habíamos aplicado gracias a nuestra manía de navegar por Internet.
En fin, si la cosa era esperar el contenido de trabajo para comenzar a pensar en hacer algo, había que verle lo positivo al asunto: tendríamos unas vacaciones de dos meses, con gastos pagados, en medio del Edén, para dedicarnos a holgazanear, hojear revistas viejas, dormir y comer como reyes.
No hicimos más preguntas, y a decir verdad, con el paso de los días nos dimos cuenta de cuánto perderíamos si por hacer demasiadas nos retiraban algún beneficio. Tampoco mis padres volvieron a indagar por el ganado, ni mi hermana por el veneno de ratas ―habían encontrado algún escondite después de la limpieza, probablemente la paja del establo, si es que no habían huido al descampado―. Estábamos tan relajados, libres de tensiones, ahítos, que no deseábamos que il dolce far niente llegara a su término.
El lunes en que cumplíamos cincuenta y nueve días de holganza, con el muchacho de los suministros llegó la respuesta. Cuánto quisiera que no hubiera llegado…
Estoy dejando testimonio escrito por si un futuro habitante de la finca levanta esta losa de la cocina a tiempo, si es que antes no la descubren los misteriosos encargados del gobierno de la zona:
Tras explicar que por cierta demora en el almacén, esta vez los alimentos y efectos de higiene demorarían veinticuatro horas más, y pedirnos sinceras disculpas de parte de la administración, Andrés se despidió amablemente, hizo como que se retiraba, puso en marcha el vehículo, avanzó unos cincuenta metros, se bajó, se paró al borde del camino, miró a su alrededor ―al parecer asumió que estaríamos en el interior de la vivienda― y al no ver a nadie, chasqueó los dedos.
(No me vio por puro azar, no me estaba escondiendo. Me acababa de sentar a leer bajo un arbusto cuyo tronco me cubría. Le había tomado el gozo a la lectura, este era el quinto poemario de Dylan Thomas que me leía. Todo comenzó cuando me llevé a escondidas para mi cuarto El mapa del amor, pensando que era un manual de posturas eróticas).
Un zorro salió de los matorrales, se le acercó y, juro por todo aquello en lo que creo, que estuvieron dialogando un buen rato… no como en una fábula de Samaniego, obviamente, usaron una suerte de lenguaje de señas. Luego de esto, el zorro se internó de un salto en el hierbazal.
Andrés volvió a su camioncito y se marchó. Antes de verlo desaparecer de mi campo de visión, ya sabía por qué no acababan de llegar las semillas, las herramientas de labranza, las vacas, los caballos, las cabras, ni las gallinas:
Nosotros éramos el ganado.
Los verdaderos dueños de la tierra vendrán