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Tener por cierto: Prácticas de la creencia de la antigüedad romana a la modernidad
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Tener por cierto: Prácticas de la creencia de la antigüedad romana a la modernidad

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Desde hace algunas décadas, los historiadores de la creencia han insistido en que el concepto moderno de religión es de factura relativamente reciente (siglo XVIII). De allí, la necesidad de considerar la creencia como noción clave para entender los modos de la espiritualidad premoderna. Se trata de una conceptualización que enfatiza las distancias de naturaleza entre el concepto moderno de religión (entendido como adhesión individual a un conjunto de enunciados doctrinarios) y la creencia (concebida como un conjunto concreto de reglas prácticas ligadas a procesos específicos de poder y conocimiento). Pensar la creencia como un creer, es decir, como una acción, una praxis, ha permitido un abordaje más apropiado para comprender los comportamientos públicos y las modalidades rituales de los sujetos premodernos, que pueden ir más allá del plano que hoy llamamos religioso.

Anclado en esta línea interpretativa, el propósito de este libro es el análisis de las modalidades, las técnicas y los dispositivos de la creencia desde la Antigüedad romana a la primera Modernidad. La perspectiva de abordaje teórico hace que este libro se haya pensado en función de un lector multiforme: además de atender a historiadores del mundo premoderno, convoca también a profesionales de otras disciplinas como la antropología, la sociología, el psicoanálisis o la epistemología, interpelados en su contemporaneidad por las cuestiones relativas a la creencia, sus modos de operación, sus marcos de producción y su papel performativo en la generación de hechos sociales.

Escriben: John Scheid, Jean-Claude Schmitt, Jean Wirth, Rodrigo Laham Cohen, Héctor Francisco, Dolores Castro, Eleonora Dell'Elicine, Paola Miceli, Alejandro Morin, Ismael del Olmo y Constanza Cavallero
LanguageEspañol
Release dateDec 20, 2019
ISBN9788418095160
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    Tener por cierto - Eleonora Dell'Elicine

    (2003).

    1

    Cuando hacer es creer

    ¹*

    John Scheid

    Collège de France

    Porque desatenderemos también la santidad del Templo y mil otras observancias, a fuerza de interesarnos solo en las luces del sentido profundo.

    Filón, Sobre la migración de Abraham 92.

    El culto romano no conoció ni discurso ni interpretación siquiera levemente dogmática acerca de los ritos. Ningún sentido preciso fue prescrito por las múltiples autoridades religiosas, que tampoco poseían competencia para intervenir en todas las religiones de Roma y del mundo romano. ¿Qué sentido pudieron haber tenido entonces los ritos sacrificiales a ojos de los romanos?

    El rito sacrificial presentaba aspectos multiformes y complejos. Comportaba un abanico de variantes, para citar la fórmula de Theodor Mommsen, que iban desde la libación de incienso y vino a las ofrendas de tortas o de copas de vino, a la inmolación de víctimas animales, por no mencionar los banquetes colectivos que daban fin al rito. Los casos examinados en detalle establecen que, a pesar de la diversidad de sus modalidades, el sentido primero de todos esos ritos sacrificiales era siempre el mismo: establecer una jerarquía entre los hombres y los dioses, en el transcurso de un reparto alimentario en el que los hombres tomaban la iniciativa. Este enunciado implícito se deduce del examen comparado de los gestos sacrificiales en sus contextos variables. A veces, en el curso de una frase, nuestra lectura se topa con el comentario de un erudito romano, que da fe de que nuestra reconstrucción del sentido primero no es pura especulación. De todas maneras, el desciframiento del sentido primero de los ritos sacrificiales no constituía, a los ojos de los romanos, más que una de las interpretaciones posibles entre otras que podía producir el fecundo espíritu de los sabios. Con respecto a la abundancia de interpretaciones, la lectura literal de los gestos ha permitido a los antiguos repetir y transmitir sus ritos, y a los modernos reconstruir el sentido mínimo de los escenarios rituales.

    El estudio detallado de los gestos sacrificiales en sus variables contextos permite, entonces, considerar que el sentido primero, implícito, del sacrificio es enunciar y realizar las jerarquías dentro del orden de lo existente. Siempre los gestos insisten en la preeminencia de las divinidades en relación a los humanos y, en un segundo momento, de algunos humanos en relación a otros al interior del grupo que sacrifica, o por fuera de este. Ahora bien, en una sociedad tan jerárquica como la de los romanos, esta insistencia en la preeminencia resulta esencial. Ella hace de las divinidades no solo unos asociados (ya que el rito permite el encuentro con los humanos) sino también los transformaba en los miembros más eminentes de la comunidad terrestre. Los ritos sacrificiales jerarquizan también a la sociedad de los dioses desde un punto de vista muy romano, privilegiando a los propietarios de los lugares de culto y al estatuto de los dioses congregados. A este primer enunciado acerca del rango respectivo de los dioses y de los hombres, los ritos sacrificiales añaden un segundo, que ofrece una luz más precisa a las personalidades de los dioses. Algunos ritos subrayaban la inmortalidad de los dioses o colocaban en escena su modo de actuar a través del empleo de los alimentos o de gestos que los explicitaban de manera más o menos realista. Tan realista, no obstante, como para que algunos antiguos descifraran el gesto y la intención y para que los modernos estén en condiciones de comprenderlos. De este modo, las diversas posiciones en el rito sacrificial que asumen los muertos durante el trascurso del rito funerario construyen, progresivamente, su nuevo estatuto de difuntos y de miembros de la colectividad de los dioses Manes.

    Esta constatación convoca a dos reflexiones generales que conciernen a la piedad romana. La primera consiste en formular una cierta sorpresa frente a la ausencia de todo misterio religioso contenido en el acto central de la religión de los romanos. Únicamente unas reglas y unos gestos, que expresan la superioridad o la inmortalidad que gozan los dioses romanos y que revelan las jerarquías que fundan la comunidad terrestre de los romanos, de los dioses hasta el último de los humanos. ¿No existe verdaderamente nada más? ¿Y esta obsesión única por el rito merece el nombre de religión?

    Nadie duda de la cualidad religiosa de estos ritos, con frecuencia rutinarios; me parece de todos modos que se apoya en un malentendido y un olvido. Existen de hecho otras formas de espiritualidad. La importancia y la fecundidad espiritual de los ritos y de la regla no necesitan ser demostradas en el judaísmo, en el islam y, claro está, en los cristianismos ortodoxo y católico, para limitarme a Europa. A pesar de la existencia de poderosas corrientes místicas y espirituales, el rito ocupa un lugar central. El celo que los practicantes ponen en respetar a la letra las prescripciones, demuestra que la regla ritual puede ser interiorizada y jugar el mismo rol en la vida espiritual que la contemplación de un misterio soteriológico.

    Semejante preocupación por los ritos no resulta posible sin una implicación del espíritu, y sería sorprendente que ella no suscitara una cierta espiritualidad. Pero, se me dirá, una espiritualidad tal no es concebible sin que, por detrás de los ritos, se encuentre un verdadero misterio religioso, es decir, un misterio del mismo tipo que aquellos que transmiten las religiones del Libro. Las divinidades vacías y el ritualismo carente de espíritu ("geistlos") de los romanos, como afirmaba Hegel, ¿pueden conducir a otra cosa que a los cálculos de boticarios o a las manías de tenderos ya denunciadas por Th. Mommsen²?

    Es esta una visión cristiana y contemporánea que olvida que no hay una sola forma de espiritualidad.

    En la espiritualidad de la Alta Edad Media, por ejemplo, la liturgia y los ritos juegan un papel central³. Y aun si la noción y la práctica de la espiritualidad han evolucionado, se debe recordar que los ritos jamás fueron abolidos y que conservaron su relevancia. Todavía más esclarecedor resulta el testimonio de Maimónides, quien consagra una gran parte de su actividad espiritual a la Ley judía. Maimónides, por otra parte, se refiere menos a la revelación que al edificio de reglas que ella contenía, o más precisamente a los preceptos de la Ley que ayudan a conocer la verdad, y que corresponden de hecho a la verdad. La Torah es la verdad, escribe⁴, y el objetivo es conocerla y realizarla. El rito y la observancia no constituyen un ropaje externo de la religión; ellos forman su cuerpo mismo. En el sistema de Maimónides, el papel aparentemente limitado que se acuerda al conocimiento proviene en realidad de la convicción de que el hombre es incapaz de comprender la relación de Dios con el hombre; solo le corresponde al mismo conocer su propio lazo con Dios⁵. Una perspectiva tal del ritualismo sugiere una imagen alternativa de la religión y de la espiritualidad de los romanos. Sin embargo, allí donde Maimónides coloca la trascendencia y lo incognoscible, los romanos ubican el silencio, en conformidad con una religión que no conoce revelación.

    Los ritos de los romanos, en efecto, guardaban silencio sobre este punto, si se pone entre paréntesis su sentido literal, que permitía repetirlos. Siempre en el centro de un vivo cuestionamiento, los ritos guardaban silencio de manera que su significado dependía de este mismo cuestionamiento, no de una verdad revelada que ellos tendrían la carga de transmitir. Ciertamente, la coherencia del sistema ritual romano y su evolución vehiculizaban una suerte de sentido implícito, subyacente a todos los ritos y que recordaba incansablemente la superioridad de los inmortales, la asociación que mantenían con los romanos y las jerarquías que gobernaban este mundo. No se puede sin embargo postular, como lo hace por ejemplo el indianista Fritz Staal⁶, una ausencia total de sentido en los ritos. Por su significado implícito, los ritos de los romanos formulaban siempre una suerte de enunciado fundamental que concernía al sistema de las cosas, que recordaba el estatuto respectivo de los mortales y de los inmortales. Ciertamente, como en todas las religiones, la mayoría de los practicantes apenas estaban atentos a este enunciado, o, cuando lo estaban, no era más que raramente en la medida que los ritos realizaban cierta verdad pero no tenían que revelarla.

    De todas formas, repitámoslo, para los romanos este sentido no primaba sobre todas las otras interpretaciones posibles que ellos podían dar del culto en la vida extra religiosa. Recordemos que no existía catecismo ni sermón en el culto romano. La cuestión del sentido de los ritos se planteaba en la vida intelectual extra religiosa. Sin embargo, junto a esta significación fundamental del sistema ritual y de todas las demás que los romanos podían otorgar, existía todo el detalle de la práctica, en la cual el único dato constante era la obligación y la regla, que constituían el objeto de una reflexión y una atención permanentes. Más que un enunciado fundamental que se puede detectar detrás de los ritos, es sin duda el trabajo de reflexión desarrollado sobre las reglas aquello que puede ser considerado como la forma típicamente romana de la espiritualidad, directamente ligada a la práctica religiosa. La regla no es solamente observada. Ella poseía una vida propia que conducía progresivamente hacia una casuística erudita. Esta espiritualidad de la regla estaba vinculada la letra de las obligaciones rituales. Cuando los pontífices extraían una casuística de las prescripciones rituales, esto significa que ellos contemplaban, analizaban, pensaban esta regla y el conjunto de las otras reglas, intentando atender a su espíritu, a su esencia, para aplicarla a un caso preciso. En este sistema religioso, el papel de los hombres no reside en la contemplación espiritual del misterio de Dios. Consiste en respetar y comentar los ritos, y en pensar, al hacerlo, la naturaleza del lazo que los mortales mantenían con los dioses.

    Es a esta interiorización de la regla, este diálogo permanente con la obligación ritual y, tal vez, una voluntad de tranquilizarse reduciendo el papel de los dioses al de una asociación en la gestión del mundo sin plantear demasiado la cuestión de su inconmensurable superioridad, en suma, es a esta manera romana de compatibilizar el sistema eterno de las cosas con la realidad de la tierra, a lo que yo llamaré la forma romana de la espiritualidad. Ninguna de las diversas interpretaciones, históricas, éticas o filosóficas que estos ritos han suscitado se impuso sobre aquella que colocaba al imperativo ritual en el centro de todo, constituyendo este sin duda alguna el fundamento de la práctica religiosa. Otras formas de espiritualidad se han desarrollado ciertamente al margen de la práctica religiosa ancestral; pero ellas no han suplantado sino raramente la obligación ritual, y no tuvieron jamás la importancia que la evolución histórica le ha acordado un milenio y medio más tarde.

    Las prácticas rituales de los jainas de la India occidental, descriptas por Caroline Humphrey y James Laidlaw⁷, testimonian que este tipo de comportamiento está siempre presente en el mundo contemporáneo. Los trabajos de estos antropólogos han demostrado, después de otros, que los ritos en sí mismos son como vacíos, y no tienen –por así decirlo– sentido. El problema del sentido no se plantea, o más bien, los ritos permiten a los diferentes celebrantes comprometerse en una búsqueda del sentido y de su intención y reacción personales, que pueden expresarse de diferentes maneras: por un compromiso emocional o físico en los ritos, por la simple aceptación del rito como aquello que debe ser realizado, o mismo por el rechazo puro y simple de los ritos⁸. Se puede afirmar también que, cualquiera sea la opinión que se tenga sobre la significación de los ritos celebrados, su primer objetivo es conceder a los dioses el tiempo y el espacio cotidianos que les son debidos, y de responder de este modo a la voluntad divina.

    * * *

    Se me señalará que esta conclusión es válida para los ritos de un culto de Estado y no para la piedad ordinaria. Y se añadirá que, a primera vista, este dispositivo ritual resultaba válido para la época imperial, una época considerada por algunos historiadores de la religión romana como tardía y marcada por la decadencia.

    Ahora bien, la investigación realizada demuestra de forma innegable que los ritos eran los mismos en el cuadro del culto de Estado y en el de una gran familia romana, y ello desde el siglo II a.C. al siglo III de nuestra era. A pesar de ciertas variantes que son inherentes a un sistema ritual desprovisto de una autoridad dogmática central, los ritos prescriptos por Catón el Viejo a su granjero en la mitad del siglo II a.C. eran largamente idénticos, en efecto, a los que celebraban los magistrados y los sacerdotes oficiales en su época y hasta pleno periodo severiano. Nosotros no conocemos, ciertamente, los ritos sacrificiales practicados por los estratos pobres de la población. A duras penas Plauto permite percibir ciertas correspondencias entre los ritos celebrados por los simples ciudadanos –¿pero eran ellos pobres?– y aquellos que nosotros hemos reconstruido con ayuda de los testimonios concernientes al culto público o a partir del texto de Catón. Mas ¿esto no es ilusorio? No es sino de modo excepcional que se puede en la Antigüedad llegar a los estratos desfavorecidos de la población. Por otra parte, y en la medida que nosotros no poseamos fuentes bien precisas, los testimonios no servirán de gran cosa.

    No se percibe una real evolución de los ritos en el transcurso del periodo considerado, que corresponde a los dos o tres siglos de mutaciones profundas que por otra parte ha experimentado el pueblo romano y el mundo antiguo. De modo evidente, la estructura ritual de la religión no ha evolucionado al mismo ritmo. Puede ser que se haya enriquecido, devenido más fastuosa, pero por lo demás, en lo sustancial, ella quedó cristalizada desde la época de la Segunda Guerra Púnica y apenas cambió en lo sucesivo. Las únicas variaciones dependen de los contextos y de las intenciones. Ellas no afectaban al fondo del dispositivo ritual. O más bien: si hubo evolución, ella ya había tenido lugar. Se podría por ejemplo suponer que el lugar que ocupa la ritualidad estricta y su jurisprudencia en la piedad romana tiene su origen en las necesidades del comando militar que se ejercía lejos de la patria, antes de afectar a la vida comunitaria en su conjunto. En ese caso, la evolución se produjo antes del fin del siglo III a.C. Pero para estar seguros haría falta saber con precisión y no superficialmente cuál era la naturaleza de la piedad colectiva romana en el curso de los siglos precedentes.

    Esta relativa estabilidad de los ritos descansa ante todo sobre una tradición oral regida por los apparitores y otros especialistas de los actos religiosos públicos o privados. Una tradición que evolucionaba, claro está, mas siguiendo la temporalidad propia de las tradiciones no escritas y ajustándose a las implicaciones de un sistema de representaciones que no estaba gobernado por el dogma. Los ritos eran silenciosos, como ya hemos visto. Ellos podían no obstante ser re-semantizados sin mayor escándalo, especialmente durante periodos de problemas o mutaciones. Los ritos permanecían; las interpretaciones cambiaban. Así, de un tiempo a otro, una deliberación venía a clarificar tal o cual punto del encadenamiento ritual, a no ser que la tradición en su conjunto fuera (re)construida. Por un lado, leemos bajo la pluma del presidente de los hermanos arvales que no se modificará la decisión de los antiguos⁹; por el otro, el gran rito de los juegos seculares (y quizá también el de los arvales) fue prácticamente (re)inventado en época de Augusto. Incluso si los estudiosos actuales debaten todavía acerca de las formas antiguas de esta fiesta, todo lleva a creer que el rito de los juegos seculares, tal como lo conocemos a través de las descripciones de la época imperial, fue creado, recreado, en época de Augusto. El estudioso de hoy en día no cuenta, lamentablemente, con medios para verificar en qué medida esta reconstrucción perpetúa un rito anterior. Esta constituye también otra característica del ritualismo romano. Un rito, cualquiera fuera su importancia, podía siempre ser modificado o reformado, mientras esta intervención obedeciera a una obligación religiosa y se acompañara del debido respeto a la tradición. Las restauraciones religiosas de Augusto eran frecuentemente recreaciones, o más exactamente montajes y re-semantizaciones de ritos descuidados después de una o dos generaciones. Se puede afirmar que se trata de una re-dinamización de la religión y de la fe gestionada al modo romano, puesto que para los romanos hacer era creer. Desde el momento en que los ritos eran celebrados, la fe proseguía bajo la forma de interpretaciones y de especulaciones.

    * * *

    Una última reflexión que concierne a los límites que se imponen a nuestros conocimientos: la decodificación de los ritos sacrificiales, la puesta en evidencia de las significaciones que eran inmediatamente perceptibles por los antiguos y que les permitían repetir los ritos, no son posibles sin la presencia de fuentes excepcionales. Se trate de comentarios de los arvales, de los de juegos seculares o de las prescripciones rituales de Catón (que uno intenta cruzarlos con los datos fragmentarios ofrecidos por algunas glosas antiguas), estos documentos, por preciosos que sean, no resultan por ello menos raros. Dicho de otro modo, estamos lejos de poder aprehender el sistema ritual en su conjunto.

    Los ritos funerarios ofrecen un buen ejemplo de esos límites. Los textos que hemos empleado en nuestra investigación representan la totalidad de los documentos que disponemos para estudiar los funerales y los cultos funerarios. Bien a pesar de una riqueza aparente, nos es forzoso constatar que nuestras conclusiones permanecen un poco hipotéticas. Pues los antiguos silenciaron algunas prácticas que concernían a los funerales o a las fiestas de los muertos, y que son las que más nos interesan: las prácticas que involucraban la disposición del cuerpo sobre la pira o sobre la tumba, sacrificios funerarios, el culto anual de los muertos, las obligaciones que se extendían entre el día de los funerales y los ritos del noveno día. Triviales, sin duda estos detalles no revestían ningún interés a los ojos de ellos, salvo si un incidente venía a interrumpir la rutina de lo cotidiano. La misma observación se puede formular a propósito de los banquetes sacrificiales en la Roma de fin de la República y del Imperio. Los documentos que abordan el problema son muy numerosos, pero al mismo tiempo permanecen tan lacónicos acerca de los detalles de la distribución y del banquete sacrificial, que no alcanzamos a establecer una relación contundente entre la mayor parte de los banquetes colectivos y los sacrificios.

    Dicho de otro modo, el historiador no podrá resolver definitivamente estas aporías más que descubriendo nuevas inscripciones y continuando a interrogar el terreno, sea en Roma, en Italia o en las provincias. Los arqueólogos hace tiempo han desarrollado una práctica de análisis de los vestigios del rito funerario que crea grandes esperanzas. Y estos mismos análisis son susceptibles de hacer progresar el conocimiento de los ritos sacrificiales en los otros lugares de culto. Es esta arqueología naciente del rito lo que permite hacer evolucionar, verificar y completar el saber sacrificial de los modernos que deben operar un acercamiento entre la complejidad trivial de los ritos observados sobre el terreno y las descripciones frecuentemente normativas e ideales que libran los textos.

    A pesar de las aporías que presentan las fuentes textuales, la esperanza no se ha perdido. Todavía hace falta que se descubran sitios y tipos de terreno que se presten a estos interrogantes. Sin embargo, el ejemplo del bosque sagrado de los hermanos arvales, en los suburbios de Roma, obliga a moderar este optimismo. Pues en este lugar de culto donde una gran parte de la vida ritual nos es conocida por los protocolos grabados en mármol, los alrededores del templo, dicho de otro modo, la zona ritual, no ha podido jamás ser explorada en razón de la configuración actual del sitio. La de Terentum en Roma, donde se celebraban los juegos seculares, está igualmente fuera de nuestro alcance, al menos para nuestra generación. Estas aporías ofrecen objetivos a las generaciones futuras mas, para el presente, tornan más preciosas aún las reconstrucciones que autorizan las buenas fuentes textuales.

    Bibliografía

    Bell, C. (1992) Ritual Theory, Ritual Practice, Nueva York-Oxford.

    Bell, C. (1997) Ritual, Perspectives and Dimensions, Nueva York-Oxford.

    Humphrey, C. y Laidlaw, J. (1994) The Archetypal Actions of Ritual: A Theory of Ritual Illustrated by the Jain Rite of Worship, Nueva York.

    Leibowitz, Y. (1989) The Faith of Maimonides, Nueva York.

    Mommsen, T. (1854) Histoire romaine, París.

    Staal, F. (1975) The Meaninglessness of Ritual, Numen 26-I, 2-22.

    Staal, F. (1989) Rules without Meaning: Ritual, Mantras, and the Human Sciences, Leyden.

    Twersky, I. (1980) Introduction to the Code of Maimonides: Mishneh Torah, New Haven-Londres.

    Vauchez, A. (1975) La Spiritualité du Moyen Age occidental, VIII-XIII siècles, París.


    1* Texto extraído de Quand faire, c’est croire. Les rites sacrificiels des Romains , Paris: Aubier-Flammarion, 2005, pp. 275-284. (Traductora: Eleonora Dell’Elicine).

    2Mommsen (1854, I, 135).

    3Vauchez (1975, 14-18, 38-43).

    4Ver Twersky (1980), Leibowitz (1989, 25). La lectura de las conferencias de Leibowitz (1989) puede servir de introducción a la comprensión de una religión ritualista.

    5Leibowitz (1989, 22).

    6Staal (1975) y (1989).

    7Humphrey (1994). Se citará asimismo los trabajos de Bell (1992) y (1997). Agradezco a Barbara Kowalzig por haber dirigido mi atención hacia estos autores.

    8Humphrey y Laidlaw (1994, 265).

    9" Ex decretis prioribus nihil immutamus ": CFA 190, n° 65, 1, 14 (109 d.C.); 223, n° 75, 1, 13, (134? d.C.).

    2.

    La creencia en la edad media

    ¹*

    Jean-Claude Schmitt

    École des Hautes Etudes en Sciences Sociales

    (Centre de Recherches Historiques)

    A quien se preocupe de reconstituir una historia de la creencia, el período medieval parece ofrecer el modelo consumado de una adecuación ideal entre un cuerpo social y un sistema de representaciones al cual todos los creyentes adhieren. La Edad Media pasa por ser por excelencia la época de la fe, una fe que movía montañas o que al menos habría permitido edificar las catedrales. La época contrastaría de esta manera, por un lado, con el ritualismo de la religión cívica de la Antigüedad grecorromana; por el otro, con el agnosticismo moderno que despunta en el Renacimiento, la época en función de la cual Lucien Febvre puede interrogarse, por ejemplo, sobre el descreimiento o el ateísmo de un Rabelais².

    Sobre tales bases, algunos deploran, nostálgicos, la pérdida irremediable de ese paraíso de la creencia de antaño y otros denuncian, al contrario, el imperio de la credulidad y de las supersticiones medievales, fondo de comercio de todas las alienaciones. Estos juicios, aparentemente antagonistas, se unen, de hecho, por su carácter igualmente reduccionista: subestiman todos los matices que puede aportar a un cuadro por demás masivo el historiador que se rehúsa a confundir el objeto afirmado de la creencia (Dios, el diablo, el infierno, etc.) con las cambiantes modalidades del creer (¿qué es, realmente, creer en el diablo?). Como escribió Michel de Certeau, no reducimos a objetos más que las creencias en las que ya no creemos más, incapaces como somos de sacar a descubierto en nuestras propias prácticas las operaciones de creencia, tan sutilmente constrictivas³. Sin hablar incluso del retorno de lo religioso, que a menudo se opera al margen de las Iglesias establecidas, ¿cómo no ver que la creencia, o más bien, ciertos tipos de creencia están hoy en el corazón del funcionamiento de la sociedad de consumo, de los medios, de la Lotería, de la especulación bursátil o incluso de la vida política?

    Entre el pasado y el presente, se imponen sin embargo las diferencias al respecto. Ellas conciernen probablemente a las relaciones entre la creencia y la religión, por una parte, la razón y la ciencia, por otra. Cualquiera sea la parte de la creencia en todo saber, hasta en el corazón del proceso científico mismo (por ejemplo, cuando una hipótesis acaba de ser formulada), está fuera de duda que el racionalismo moderno y el desarrollo de las ciencias exactas han hecho recular todo un frente, al menos, del imperio de las creencias, en todas partes, especialmente allí donde la ilusión religiosa poblaba con figuras sobrenaturales lo invisible que escapa a la observación directa y al entendimiento. Guardémonos, sin embargo, de una visión lineal del progreso de la razón y de un retroceso inexorable de las creencias. El historiador observa más bien los desplazamientos de los campos de la creencia, los cambios de sus contenidos y la aparición de nuevas formas sociales de encuadramiento y de producción del creer.

    Los cuadros sociales de la creencia en la Edad Media

    No se puede hablar de la creencia en la Edad Media sin recordar de entrada el papel central de la Iglesia en la definición de los objetos de la creencia (el cristianismo), la obligación de creer (la ortodoxia), la pedagogía de la creencia (el apostolado). Además, toda aproximación a las creencias medievales es ampliamente dependiente del testimonio de los clérigos cuya función era la de exaltar y difundir las creencias legítimas: con este fin, fueron durante mucho tiempo los únicos que escribían. No obstante, para los clérigos medievales mismos, la cuestión de la creencia no se limita a la fe religiosa, sino que engloba muchos otros objetos y maneras de creer, se trate de creer en un relato ordinario, en las conversaciones anodinos del vecino, en tal presagio aparente o en el propio destino…

    En la lengua clerical latina de la Edad Media, como ya en el latín clásico del cual ella surgió, lo esencial del campo de la creencia está cubierto por dos palabras. Por un lado, el verbo credere, que significa en sentido propio dar crédito, esperar a cambio el equivalente de lo que uno ha prestado⁴. La creencia supone entonces una relación con otro, sea éste un hombre o un ser divino. Por otro lado, el sustantivo fides, que designa la confianza, la fidelidad y, por extensión, la fe religiosa. En todos los casos, estas palabras se aplican al conjunto de las actividades sociales. De manera significativa, la fe, la fidelidad son palabras clave de todo un sistema sociopolítico, el de la feudalidad. La idea de contrato, inherente a las nociones de creer y de fidelidad se aplica a las relaciones anudadas por el fiel tanto con su señor como con su Dios, también él llamado dominus: en los dos casos se establecen relaciones de confianza mutua, en un cuadro jerárquico bien afirmado y en una duración destinada a permitir la reciprocidad de los beneficios esperados de un contrato (protección del señor y ayuda del vasallo, homenaje del creyente a su Dios y promesa de salvación en el Más Allá).

    Si el cuadro lingüístico ha cambiado poco desde la Antigüedad, la especificidad medieval no es menos neta. Atiene a los nuevos contenidos sociológicos y religiosos de esas nociones y, más particularmente, tratándose del cristianismo, al establecimiento de un sistema religioso radicalmente diferente.

    La singularidad de la creencia cristiana atañe sobre todo al exclusivismo de la nueva religión, que contrasta con el recibimiento que la religión cívica daba en Roma a los dioses extranjeros, mientras su culto, al menos, no amenazara los fundamentos del Imperio (de donde, justamente, la persecución de los cristianos)⁵. El monoteísmo cristiano excluye tanto más fuertemente todo compromiso con otros cultos que termina dándose de manera progresiva, en el curso de los primeros siglos, un cuerpo de creencias estrictamente definido, un dogma. El concilio de Nicea de 325 lo resume en la fórmula del Credo. Menos de un siglo más tarde, san Agustín legitima sus fórmulas en el De doctrina christiana. Lo que funda la obligación de la creencia cristiana, a exclusión de cualquier otra, es el carácter revelado de la Verdad, tal como las Escrituras la enuncian. Sin embargo, contra todo encierro en un texto y sólo ese texto, la puerta es inmediatamente abierta a una actitud más flexible respecto de la Verdad: de entrada, no hay un Evangelio sino cuatro, que probablemente acuerdan sobre lo esencial pero lo expresan en términos diferentes y a menudo incluso presentan variantes reales, dejando en la sombra muchos aspectos de la Promesa. De esta manera, el texto sagrado, que despliega bajo la forma de numerosos relatos los enunciados de la creencia obligatoria, reclama al mismo tiempo un comentario y otros relatos. Aun distinguiendo entre estatutos y grados de legitimidad diferentes, la creencia, y más en general lo creíble, engloban mucho más que el nudo estricto de Escrituras: todo lo que constituye la tradición producida por la institución de creencia que es la Iglesia, sea en el plano doctrinal (desde los escritos de los Padres hasta las decisiones de los concilios), sea en el plano narrativo (es decir, todo el legendario cristiano, de las Vidas de santos a los relatos de milagros y a los exempla de los predicadores).

    Sin embargo, cualquiera sea la autoridad a la cual ella pretenda, la tradición nunca se confunde con la Verdad revelada. Ella no puede hacer olvidar que es creación de hombres, aun si estos últimos fueron autorizados por la sacralidad de su estatuto y la santidad de la institución a la que sirven: por lo demás, los herejes y más tarde los reformados se encargarán de recordar este punto. Pero, de momento, lo que podría ser una debilidad es presentado como una ventaja, puesto que la creencia se encuentra así cercana a los fieles, familiarizados con una multitud de discursos y figuras (el Niño Jesús, la Sagrada Familia, los santos, el Juicio Final, etc.) surgidos del hiato entre lo humano y lo divino y tanto más aptos para mantener unido el cuerpo social cuanto que reposa, como muestra el vocabulario, sobre una compleja red de acreencias

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