Bestias: Once cuentos de Gabriela A. Arciniegas
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Bestias - Gabriela A. Arciniegas
LA IRA
No conocía una vida diferente. Desde que tenía memoria, había dormido solo en un cubículo de tierra aplanada y paredes de madera y había pasado los días andando por el campo, conducido por los Señores, atado con cuerdas. Había intentado hablarles, pero ellos le gritaban en esa lengua que él no entendía y le fustigaban las costillas. Él sabía del temor que les despertaba su cuerpo robusto y la fuerza de sus miembros. Por eso lo trataban con cierto respeto. Pero él también les temía a ellos.
De día sólo iba rodeado de los demás hombres. Las mujeres siempre estaban en otro lugar, lejos de ellos, eso era lo que decían. Quienes habían logrado verlas contaban que los Señores las manoseaban, las penetraban con objetos fríos y duros. Así era como las preñaban y cuando estaban listas para dar a luz, las asistían, dejaban que amamantaran un par de meses y luego se llevaban a los bebés. Algunos tenían el privilegio de crecer entre aquéllos de su mismo sexo. A otros no volvían a verlos.
Los Señores tenían unas obsesiones particulares: a los niños varones, cuando alcanzaban una cierta edad, los alineaban, les revisaban los dientes y las uñas, se llevaban a algunos y los devolvían castrados; a las mujeres, disfrutaban exprimiéndoles los pechos: les gustaba beberse la leche, cosa que no hacían con sus propias hembras, cuyo blanco líquido era privilegio de los más pequeños. A quienes se rebelaban, se decía, los Señores se los llevaban en un camión y nunca regresaban. Pero después podía olerse, a metros de distancia, el aliento a carne de los suyos.
Hubo un día en que uno de ellos escapó. Los Señores lograron agarrarlo y llevarlo de vuelta con el grupo. Les narró cómo había logrado llegar hasta la casa de los Señores; cómo, con la cara contra el vidrio de la ventana, había visto, horrorizado, una lámpara, una silla y una alfombra hechas en piel. Y no le cupo duda de que esa piel había pertenecido a varios de los compañeros desaparecidos.
Ninguno se había escapado de que lo marcaran con un fierro caliente. Parecía ser el mayor de los placeres de los Señores, derribarlos, inmovilizarlos entre varios y, sin dejar que ellos pudieran siquiera gritar por su intenso dolor, ponerles el fierro al rojo vivo sobre la carne, escuchar el siseo de la piel quemada y dejar una cicatriz idéntica en todos: la misma figura en el costado izquierdo, cerca de la cadera.
Ese día cuando pusieron a los jóvenes en fila hacía mucho sol. Él y otros dos habían sido seleccionados y echados a latigazos a un camión. Amarrados a las barandas, intercambiaban miradas en silencio. Varias veces, uno de los otros dos dejó escapar un gemido para ver si alguien venía a ayudarlos, a explicarles algo. Él por su parte se preguntó si correrían el destino de los rebeldes. Si para los Señores rebelión equivalía a lo que había hecho hacía unas semanas, cuando le habían pegado un latigazo fuerte, y él sin quererlo había golpeado a uno… Tragó saliva.
Pensó en su madre, en lo poco que recordaba de ella. Su mirada dulce y amorosa, la calidez de sus pechos, la forma como lo acariciaba. Pensó que le hubiera gustado estar con una mujer. Pero ni él ni ninguno de sus compañeros había cumplido ese sueño.
Fue un camino largo. Paisajes que nunca había visto pasaron frente a sus ojos a través de la baranda de madera. El vehículo se detuvo con brusquedad y los tres prisioneros chocaron entre sí. Gritó. Presentía que cosas muy malas le esperaban. Los Señores le gritaron en ese lenguaje que nunca había podido entender. Lo sacaron a la fuerza del camión, él no dejaba de gritar, sus ojos como platos, la cuerda tensa en su cuello, los gritos furiosos de los Señores.
Frente a él se abrió una puerta muy grande hacia un corredor oscuro, y sus pasos resonaron en el suelo duro y frío. Al final se veían hendijas de luz.
Otra puerta más pequeña se abrió. Su cuerda cayó al suelo. Un golpe en una nalga, él salió disparado. Un campo de arena. Luz que lo encandila. Gritos enloquecidos de los Señores, miles de ellos, arriba, cada vez más arriba. A unos metros de él vio a un hombre subido sobre un equino vestido. Venía sosteniendo un madero largo y delgado terminado en punta. Había visto ese instrumento antes, tal vez en sueños.
Atrás le cierran la puerta. Corre para un lado, para el otro: no hay salida. Otro de los Señores viene caminando sobre la arena, vestido de lentejuelas que traspasan sus ojos como alfileres, y en su mano ondea una tela roja que lo aturde. Grita y él mismo no se oye. Las gargantas de los espectadores se han unido en un clamor ensordecedor. Alguien pasa con dos estacas afiladas hasta él, una punzada en la espalda le quita el aliento por un momento, la multitud golpea sus manos como una serpiente cascabel enorme. Él esconde su miedo. Prefiere sentir rabia. Recuerda a su madre, su propia carne bajo el fierro caliente, y ve el color rojo y no le importa; él quiere al que está detrás, y corre a pesar del dolor y… ¡ole!
Mira aturdido buscando el pedazo de tela y lo ve batiéndose en un costado. La oportunidad de vengar a todos está ahí. «Voy a ensartarlo con todo y trapo», y patea con fuerza la tierra y… ¡ole! El ruido de la cascabel gigante, amenazante, lo circunda. Resopla. El dolor lo marea y siente cómo la sangre caliente y el sudor bañan su espalda. Eso parece dar más alegría a los Señores.
Se detiene. Mira el atuendo de luces y ya no se encandila. Huele el miedo de su oponente, ve que la mano que sostiene el cuadrado de tela tiembla levemente. No oye los gritos de la multitud, pone sus ojos en el centro del pecho de ese ser notablemente más pequeño que él y se queda quieto. Su vista se nubla por momentos, pero él no se amedrenta con eso. Piensa en sus amigos que lo esperan en el camión, o muy cerca de esa pequeña puerta hacia el suplicio, y se lanza.
Siente el poder de sus cuernos rompiendo la ropa de luces, fracturando huesos y encajándose en la carne. La fuerza de su cuello alza todo el peso del cuerpo del enemigo. La sangre salpica su rostro. Ya no es una cascabel lo que lo circunda sino gritos como de huracán, las caras desfiguradas por el terror. Él quiere recorrer ese campo de arena sosteniendo el cuerpo del vencido que aún tiene fuerzas para agarrarse de su cabeza y gemir quedamente. «Pronto se acabará su imperio», les dice. Los Señores vienen corriendo hacia él, tratando de distraerlo con otra de sus telas rojas. Algunos con trajes blancos y expresiones consternadas esperan en una esquina. Se da cuenta de que está solo frente a la horda de sus enemigos. Deja caer el cuerpo al suelo y corre, quiere huir de ahí. No hay caras conocidas, ninguno de los suyos. Sólo las caras resentidas y aterradas de esos seres pequeños, crueles y vengativos cuyo imperio lo domina.
El dolor en su espalda vuelve a invadirlo, la sangre sigue saliendo y no puede ver nada. Vislumbra ese