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Despertar en tus ojos
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Despertar en tus ojos

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Despertar en tu ojos es un novela que nos revela la historia de amor y tormento entre Matilde y Manuel. Propietarios de una casa en el lago Vichuquén, deciden extender una invitación a sus viejos amigos de colegio para pasar un fin de semana juntos. Así, entre historias de fogata a orillas del lago, despiertan la curiosidad de sus amigos por conocer el inmenso pasado de encuentros y desencuentros que los une.
Con una narración que se construye a través de la fragmentariedad y que hace parte de sí misma eventos de carácter históricos y legendarios propios de Chile, este libro aborda la búsqueda incansable del amor cómplice y de la dificultad de descubrir las verdaderas intenciones de quienes nos rodean. Estos tópicos son abordados por el autor desde un enfoque cíclico/temporal de épocas pasadas, con historias que confluyen una y otra vez, para en cada una descubrir cómo dar ese paso necesario para superar el mal que siempre está al acecho.
LanguageEspañol
PublisherMAGO Editores
Release dateMar 3, 2016
ISBN9789563173000
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    Despertar en tus ojos - Christian Olave

    esperado.

    Capítulo 1

    Cabildo, norte de Santiago de Chile, 1630

    Nadie hablaba en ese momento, Asencio y los peones estaban atónitos por el episodio que se desarrollaba ante sus ojos sin palabras que salieran de sus bocas y esperando a que terminase el lance de castigo, temerosos de que la ira de la doña se descargara también sobre ellos. Sólo se escuchaba un zumbido, como un insecto de gran tamaño revoloteando, un silbido áspero que el rápido subir y bajar de la fusta emitía al cortar el aire denso al interior del establo. Utilizaba su fusta favorita con maestría, tanto para la domadura de sus caballos como también para el castigo de sus peones y esclavos, una especie de látigo corto que comenzaba en un mango de madera desarrollando una vara de casi noventa centímetros, con empuñadura de terminaciones delicadas pero resistentes, fabricado por sus artesanos a petición, diseño y supervisión propia. Elaborado a partir de una rama cimbreante de uno de los naranjos de la hacienda y forrado completo con cuero negro, laboriosamente trabajado en sus talabarterías y que trenzado desde el origen del mango hasta el extremo más alejado de la mano extendían artificialmente el largo de la vara y entregaban la flexibilidad que ella necesitaba para golpear el lomo de sus animales o la espalda de sus criados y esclavos según la ocasión. El diseño terminaba con tres colas del mismo cuero oscuro que nacían desde la punta de la vara y sostenían sendos y diminutos pesos de plata con formas irregulares, los que terminaban, en cada vaivén del artefacto, incrustándose y desgarrando la piel de la víctima de turno, víctima que ahora la había mantenido motivada desde hace varias horas atrás. Lamentablemente para ella, el cuerpo ensangrentado ya no emitía expresión de dolor alguno al recibir sus golpes, desanimándola, perdiendo interés en el próximo batir de fusta, porque el alarido gutural que obtenía en cada una de sus primeras intervenciones era lo que más la motivaba. Toda esta experiencia de tortura que la excitaba, que gozaba desde la primera vez en que abrió la espalda de uno de sus criados, la descubrió viendo a su abuelo castigar un esclavo que había intentado escapar, a modo de lección pública para que nadie intentara no seguir las reglas.

    Cuando Catalina estuvo a cargo de la hacienda comenzó administrándola con las formas de su abuelo, pero pronto evolucionó aumentando los castigos en azotes, incluso ante errores incautos de desobediencia. Cada falta que se cometiera, por simple que fuera, era de conocimiento de todos en la hacienda, se podría sufrir con la mano bien entrenada de la doña. Los castigos aumentaron en severidad y producto del cada vez mayor empeño no fueron pocas las varas que se rompieron en alguna espalda, aumentando su ira. Estas pérdidas a mitad de sus empresas de tortura, alimentaban su odio contra los peones llevando sus pensamientos durante los siguientes días a diseñar y fabricar una fusta de domar ideal para ella, una que tuviera la mezcla de rigidez y flexibilidad exacta, que fuera casi una extensión de ella misma. Variados fueron los diseños con distintos tipos de madera y cueros, hasta que obtuvo a su acompañante actual, siempre dispuesta para cuando el deseo de sangre desbordara su imagen controlada de señora de sociedad.

    Nahuel, al mismo tiempo, alternaba sus pensamientos entre las yemas de los dedos, los que ya no sentía al tocar las palmas de sus manos, que sin la suficiente sangre se dormían por lo apretado de los lazos que las aprisionaban y los recuerdos que de golpe volvían a él en medio de una luz que estaba quemándole más que los golpes. Cada atadura que lo hacía abrir sus brazos en diagonal en dirección al techo envigado, sostenía balanceando su desnudo y desgarrado cuerpo. Cada golpe de la fusta se incrustaba hiriente creando surcos de carne viva en su espalda, pecho o en alguno de los costados por los que alternaba la mano castigadora de la doña. Ya no quedaba mucho, ni fuerzas ni tiempo, ni trozo de carne por descubrir, lo supo desde que los golpes ya no le transmitían dolor, sino que cada azote invadía su mirada exánime con una luz explosiva que lo transportaba a otros eternos instantes de su vida. Ahora de nuevo, se repetía el ritual, primero el zumbido cortando el aire y a continuación la luz cegando su mirada, llevándolo a su infancia de juegos mapuches en su Purén salvaje de la Araucanía, sempiternos recuerdos que perdía en el instante en que todo se oscurecía de nuevo, desapareciendo por completo, volviendo sólo el zumbido, primero alejándose de su cuerpo y luego cayendo con más fuerza, desgarrando ahora su cintura de lado a lado y envolviéndolo con la luz hiriente que le entregaba ahora el recuerdo de su hermano mayor abrazando a su abuela, estirando ambos los brazos para recibirlo, este instante fue menos prolongado esta vez y de nuevo la oscuridad. Los recuerdos permanentes lo envolvían en un calor del cual no deseaba salir, las luces de intensos colores lo llevaban de vuelta a la hacienda en el río Maipo, le mostraban pumas en jaulas de madera, don Antonio, Ruperto, Asencio, las cocinas y establos, todo terminando siempre en la misma oscuridad. No sabía si hablaba en cada recuerdo, no lograba distinguir si aún salían palabras de su boca, no sabía si escuchaba o eran sus recuerdos hablando en su cabeza mientras de vuelta cada vez en la oscuridad el insecto agitando sus alas en el aterrador zumbido lo rodeaba, presagiando un nuevo estallido de luz. El último abrazo de la vara y su estallido blanquecino fue el más claro de todos, fue el que le devolvió a Lucía, el calor de su mirada, la ternura de su mano acariciándolo, lo motivador de su risa interminable. Volvió a sentir junto al calor de este último recuerdo el valor por el que decidió la forma de vivir sus últimos días, el que le entregó ahora las palabras que debía decir, como ironizando de todo cuanto estaba viviendo o sobreviviendo, quería mostrarle en la cara a la doña que por Lucía era todo esto y que lo volvería a vivir si fuera necesario. Las palabras estallaron entre gotas de sangre, con la rabia de un grito de liberación: «¡No podrás por siempre, Quintrala!», justo antes de que terminara el zumbido de la extensión de la doña en un golpe adusto, incrustándose en la carne apagando todo ruido en el establo.

    Capítulo 2

    Chile rural, diciembre de 1969

    Siguió sentado en su silla hasta bien entrada la noche, se había deleitado con los colores anaranjados de la caída de sol sobre sus tierras, un espectáculo para sus ojos, atardeceres que le entregaba la época de verano y que observaba absorto desde el corredor de su casa. Ya no quedaban criados que ordenaran los animales que tampoco existían. Su única preocupación era el caballo de pelaje café claro y crines rubios casi blancos, siempre ensillado frente a la puerta de la casa. Ya no quedaban chinas ordenando, ni cocineras preparando algún plato de temporada. Tampoco le interesaba tener ayuda, vivía solo desde ya hacía algunos años, preparando sus comidas y caldos, lavando sus ropas y ordenando su pieza, no era mucho lo que hacía en la casa, nunca había sido su preocupación. Lo suyo era más bien lo reconfortante de caminar, a veces al lado de su caballo, otras veces montándolo, paseando por sus terrenos, llegar hasta la orilla del gran canal en el extremo sur y volver sobre sus pasos hasta los deslindes con sus vecinos del norte. No había trabajadores ni capataces, ahora todos eran tratos con medieros, una especie de nuevo formato de negocio con campesinos del sector, a los que arrendaba porciones de tierra y que le pagaban en un porcentaje de los productos que cosechaban. Para Anselmo este tipo de tratos no era un negocio, tampoco los necesitaba, sino los usaba como una forma de obtener lo necesario para alimentarse.

    Analizaba en su mente los aforismos populares de las zonas rurales del país, ideas, cosas como «el que no se arriesga, no cruza el río» o «el que quiera celeste, que le cueste», que políticamente correctos intentan convencer a la gente de que para obtener algo más, hay que hacer un poco más que lo de siempre, hay que entregar ese esfuerzo adicional para llegar a lo deseado y por sobre todo, hay que estar dispuesto a arriesgar algo, mostrándoles un camino de esfuerzo que los premiará, algo muy típico de la forma de vivir de la gente de campo en el centro sur de Chile, trabajadora y esforzada, pero para Anselmo estos dichos no eran un significado de algo, para él eran una descripción exacta de su día a día durante los últimos sesenta años.

    El momento de dormir era lo que evitaba, aquel momento era el motivo por el que retrasaba el final del día, la razón por la que prefería disfrutar de sus mañanas de niebla, alargar los días recorriendo sus tierras, descansar disfrutando de los atardeceres absorbiendo sus olores y colores sentado en su silla hasta el aparecer de las estrellas. Hubiera preferido no volver a dormir, no volver a soñar y de esta forma no pasar por su tortura, pero sabía que sin el paso por la oscuridad de sus pesadillas no obtendría lo que le permitiría que todo para él volviese a tener sentido, mostrándole el norte de su búsqueda diaria. Para Anselmo el momento de terminar la jornada y comenzar a dormir, era el comienzo del sufrimiento, en sus sueños era cuando el dolor de lo que hizo y principalmente de lo que no pudo hacer antes lo invadía, el dolor de los recuerdos que lo perseguían. El peso de los hechos amplificados en sueños que lo acosaban, el cansancio de un análisis persistente para lograr saber cómo pudo evitar ese momento, todo analizado, detalle a detalle, desde el principio sin que aún lograra resolverlo, este trabajo permanente lo atormentaba, sufría al dormir, incluso físicamente, despertaba cansado, con moretones y a veces con heridas reales en su cuerpo, agotado de luchar con su historia, con ese fantasma que lo perseguía, haciéndolo envejecer más rápido de lo que hubiera deseado, quitándole las fuerzas para lograr desenredar la madeja, para encontrar aquello que ha esperado desde aquel mismo instante en que lo perdió.

    No un río en donde arriesgarse a cruzar, sino un mar de sufrimiento era con lo que luchaba por las noches, sin barco ni ayuda de salvavidas alguno, sólo nadando, braceando sin parar en el revoltoso oleaje negro de sus pesadillas, en las aguas sin fondo de sus culpas, bajo un cielo nublado sin luna ni estrellas para guiar su rumbo, sólo nadando, como una procesión tortuosa de la que debía estar a la altura siempre y asumir sólo, con la convicción de obtener su recompensa, aquella orilla de playa a la que llegaba luego del nado, la que obtenía siempre por su esfuerzo

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