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El rosal de Julia
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El rosal de Julia

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El rosal de Julia por Frederic Doillon.

“De repente, ella se arrepintió. Corrió a toda prisa hacia su rosal, y de un solo tirón, lo arrancó de la tierra. La escabulló bajo su suéter y corrió al auto”.

Julia vive en el campo, en “La Casa de la Felicidad”. Ella no va a la escuela y aprende a leer gracias a las plantas del jardín.

Un día, encuentra una pequeña rama de rosal, toda mustia. ¡Ella lo salva y el rosal crece! …pero deben irse a París. Este desarraigo de la tierra se hace difícil y necesita una adaptación fuera de lo común.

Con mucha poesía, un toque de encanto y una pincelada de fantasía, Julia los llevará en un viaje que no olvidarán.

Una historia en la línea de Paulo Coelho, “El Principito” de Antoine de Saint-Exupéry, “Mujeres que corren con los lobos” de Clarissa Pinkoa Estes y “El fabuloso destino de Amélie Poulain”.

Genero: FICCION / General

Idioma: Español

Palabras clave: cuento moderno, infancia, fantástico, adolescencia, poesía, imaginario, felicidad

LanguageEspañol
PublisherBadPress
Release dateJan 12, 2020
ISBN9781071508466
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    El rosal de Julia - Frederic DOILLON

    El rosal de Julia

    Frederic Doillon

    I

    Julia nació en una gran carcajada. Desde la ventana que daba al jardín, su joven madre, Jeanne, admiraba las gardenias. Las ancianas, alrededor de ellas, iban y venían, girando como torbellinos, revoloteando, para ocuparse de la pequeña antes de llevársela, toda rosada, a su primera toma de pecho.

    Hasta los seis años Julia no asistió a la escuela. Fue una decisión de Jeanne. Hermann, el padre, se alzaba de hombros, llevaba los ojos al cielo, pero la joven mujer era firme. En lugar de la escuela de bancos de madera y crayones de colores, ella prefería la escuela de la vida, la escuela de los jardines, de las plantas cultivadas y de las plantas salvajes, de los árboles inflados de savia y de las flores deslumbrantes. En lugar de la palabra de los hombres, ella prefería para su joven hija el vuelo de las mariposas, el lenguaje de los vencejos y la ciencia de las abejas. Hasta los seis años, decía ella, el conocimiento de los hombres bien puede esperar. Igualmente, este vendrá bastante pronto, con sus guerras intestinales, sus quiebras financieras, sus distancias euclidianas y sus partículas radiactivas.

    Además, Julia, desde ciertos ángulos, podría pasar por una niña superdotada. ¡A los tres años ya sabía leer! Había adquirido este conocimiento, sorprendente por su prontitud, gracias a la lectura asidua de pequeñas etiquetas que, por hábito, se colgaban sobre una estaca de madera plantada en la tierra al pie de las especies raras, esas de las que se tiene miedo de olvidar el nombre y entremezclar las semillas.

    Había una glorieta al fondo del jardín, cubierta de Aristoloquias, cuyos largos tubos amarillos refugiaban abundantes colonias de insectos. Un poco más lejos, ramos de Borrajas increíblemente peludas brotaban a su suerte, en medio de un montón de viejos ladrillos rojos, los cuales no se habían movido, al parecer, desde hace décadas, albergando también algunas orgullosas Cardenchas, cuyas cabezas desmelenadas miraban con altivez. Subiendo por el pequeño camino que bordeaba el muro de piedra, delimitando la propiedad, se encontraban bosques miniatura de Dáctilos, cuyas pequeñas manos chocaban al más leve soplo del viento. Mucho más alto, El árbol del cielo extendía sus ramas torcidas hacia Julia, las cuales dispersan cada octubre sus sámaras inquietas en los vientos coloreados de otoño, disputando con las Frondas la medalla al mejor maquillaje. Regresando un poco más al centro del jardín, encontramos el famoso rincón de las Gardenias, tan querido por Jeanne, objeto de todos los cuidos del mundo. Su fragancia, venida de más allá de mares y montañas, perfumaba las tardes de verano, y cuando caía la noche, eran como un sueño azucarado del que nadie podría cansarse. Para continuar con este toque exótico, Jeanne había sembrado justo al lado una pequeña Henna, de ramas delicadas, con pequeñas flores blancas revueltas que entretenían mucho a Julia, sin que ella supiera decir bien porqué. Al pie del árbol, una familia de Irises compuesta, mitad cultivada mitad salvaje, exponía sus rizomas sin ningún complejo. A unos metros, tres Jojobas, cuyas semillas habían sido traídas por un cura mexicano que pasaba casualmente por este pequeño pueblo del Gers, habían crecido, llenas de fuerza y de vigor, convirtiéndose en el orgullo de Jeanne. A su lado, un árbol de Kola desplegaba sus hojas oscuras e inquietantes. Julia, como precaución, tenía el cuidado de alejarse de la cerca de Laureles rosas, cuya mezcla de flores amarillas, rosadas y blancas sabía que solo podía admirar; desde su más temprana edad, había entendido la alta toxicidad de estos arbustos, sin embargo, tan bellos. Caminaba más tranquila por las Margaritas, tomándolas al azar para desojarlas. Me ama, un poco, mucho... luego se sentaba pensativa a la orilla del pequeño estanque. Ahí contemplaba los Nenúfares, con sus corolas de porcelana, mientras giraba mecánicamente entre sus dedos una espiga de Ophioglossum encontrada por azar entre el Pasto. Solo se desplazaba unos cuantos metros para luego recostarse bajo el imponente Quino, con su corteza mágica, la que le gustaba acariciar para el buen cuidado de sus pequeñas enfermedades imaginarias. Las Saponarias rosadas, con sus flores ligeras y delicadas, ornamentaban otras zonas del jardín. Finalmente las plantas de Té, algunas de las cuales se extendían hasta los veinte metros de altura, daban al conjunto unos toques lejanos, venidos de China. Totalmente al otro lado, en un rincón de sombra, un río minúsculo se cubría con raras florecillas amarillas, las Utricularias. Julia, volviendo a la

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