Errores correctos: Mi oxímoron
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Es una colección nutrida y vistosa, pero le falta algo importante: me limité a buscar y juntar los errores para poder mostrarlos, pero nunca me entretuve en contar los aciertos, para ver cuántas palabras y cuántas páginas de periódico, cuántas horas de noticiarios de radio y televisión tuve que repasar para encontrar una pieza más que pudiera sumarse a mi colección de fallos.
Adolece esa colección, además, de un mal incurable: hay piezas que poco a poco van perdiendo el lugar que ocuparon hasta que llegan a ser expulsadas para siempre; nunca más podrán formar parte de la lista de errores pacientemente recopilados por el coleccionista, y unas cuantas decenas de ellos —de los que salieron por la puerta de atrás, de noche y sin hacer ruido—, son los que les muestro en este libro.
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Errores correctos - Alberto Gómez Font
Alberto Gómez Font
Errores correctos
Mi oxímoron
Dirección editorial:
Felipe Ponce • Elizabeth Alvarado
© Alberto Gómez Font
D.R. © 2019 Arlequín Editorial y Servicios, S.A. de C.V.
Teotihuacan 345, Ciudad del Sol,
45050, Zapopan, Jalisco.
Tel. (52 33) 3657 3786 y 3657 5045
arlequin@arlequin.mx
www.arlequin.mx
Se editó para publicación digital en diciembre de 2019
ISBN 978-607-8627-17-2
Hecho en México
Prólogos a la edición tapatía
La manía del purismo
Jorge de Buen Unna
En un mensaje de correo electrónico, Alberto me había dicho que se le antojaba —en realidad, él habría dicho que «le apetecía»— viajar de Los Ángeles a San Diego en un autobús de la Greyhound. Quizás por eso yo me imaginaba verlo a través de la ventanilla del bus, en blanco y negro, con el rostro casi pegado al cristal, pensativo. Como una película de James Dean, vaya, pero con un personaje español de piel cetrina y bigote de caballero a la usanza del diecinueve.
A partir de que él, con su vieja maleta de cuero invadida de etiquetas, atravesara la puerta de la terminal —donde yo lo esperaba con mi hijo Jorge Pablo sobre los hombros, como un tótem animado—, pusimos a nuestra amistad materia, tibieza y sonidos. Una amistad que, por cierto, ya llevaba algún tiempo sazonándose, aunque en la vacuidad de lo virtual. Desde aquel día, pues, nos hemos visto un montón de veces, siempre con ilusión y un grandísimo gusto. Nos unen muchas más cosas que la afición por el idioma, o, más bien dicho, que la afinidad por todo el espectro de la comunicación verbal. Y, como en toda buena amistad, lo que tenemos en común nos acerca tanto como lo que no. Vea, por ejemplo: a Alberto le gusta decir palabras claves y mariposas monarcas, y yo no acabo de tragármelo. En casi todo lo demás estamos de acuerdo.
Alberto ha sido mi cicerone en Madrid y Barcelona. Me ha hecho conocer el maravilloso mundo de los buenos bares, así como otros asuntos suyos muy de veterano sibarita. Pero aun cosas tan importantes de conocer y experimentar en carne propia, como las medias combinaciones de Lhardy, el fantástico jerez de La Venencia, los mejores cocteles —o cócteles, si lo prefiere— de tal o cual ciudad, el vermú en alguna taberna de La Latina y los bocadillos del Iberia, en la plaza San Bernardo, ya muy entrada la noche…; por encima de todas estas cosas sustanciales, digo, más importante es el hecho de que mi hermano me quitó la manía del purismo.
El purismo es un gran estorbo. Es la maciza armadura de un guerrero medieval, ¿lo ve? Quizás lo proteja de un par de mandobles, pero vaya soba llevar esa masa cargando de un lugar a otro, especialmente en tiempos de paz.
Mientras uno se adentra en el mundo del idioma, va escuchando lecciones y coleccionando saberes, y tiene los nuevos conocimientos por tan preciosos, que quisiera fijarlos para siempre. «¡No me vayan a quitar esas tildes!», dicen los puristas espantados de ver que una lengua facilitada pone en riesgo su estamento.
Mi fascinación por nuestro idioma viviente y sujeto a mutaciones, por una lengua que se nutre de otras y se enriquece, por el río de palabras que, en cuanto ha pasado, ya no es el mismo, la debo, en gran parte, a Alberto. Este oxímoron suyo, su Errores correctos, nos enseña que, en vez de afanarnos en conducir las palabras por tal o cual senda, lo mejor es sentarse bajo la fresca sombra de un pirul —o una encina, ponga usted— a verlas pastar.
Lector querido: El día en que le cuelen uno de esos barbarismos que ponen los pelos de punta, sea cauto y recuerde los capítulos de este libro. A lo mejor —quién sabe—, dentro de unos cuantos años (casi siempre menos de los que uno esperaría), lo ve arraigar en el diccionario y echar flor.
Mazatán, el 18 de diciembre del 2018.
Errores productivos
Cuauhtémoc Rodríguez
«El error es la semilla de la corrección», podría ser un buen dicho, «atrévete a fallar y aprende de tus errores», «Errare humanum est, perseverare diabolicum» (errar es humano; perseverar en el error, diabólico). Tras el elogio al reconocimiento del equívoco reside la virtud de lo verdadero, ya que las cosas deben orientarse hacia su perfección, y ese es el camino que siguen la ciencia y el arte.
Habría que preguntarse si el habla es más un arte o una ciencia, si hablar bien, así con ese tufo moralista, es resultado del cultivo del buen gusto guiado hacia la perfección divina o una operación quirúrgica de corrección lingüística basada en la filología, la gramática y la etimología. Quizás no hay que buscarle tres pies al gato, o dos cabezas a la serpiente, y afirmar que existe una manera objetiva, una ciencia del hablar correctamente, a la que debe acudirse para zanjar las dudas del habla y determinar la corrección lingüística. Sin embargo, mientras encontramos gatos de tres pies y serpientes bifrontes, fenómenos de feria que más atraen la atención de buscadores de rarezas, lo contrario a la norma es un asunto que fascina a los espíritus curiosos.
En un principio es el verbo, y ese verbo crea el mundo donde se batirán en duelo humanos, dioses y demonios, con el objetivo de poseer los dominios de la lengua. El habla, a través del lenguaje, revela el universo, pero ese universo estará en guerra. Hay en el corazón del hablante una partícula rebelde que lucha continuamente contra el yugo de la norma y que le humaniza en el equívoco lingüístico. El habla no es normativa, es flujo colectivo que engendra la razón momentánea del mundo, es responsable de la creación del sentido de las cosas en un universo que, viéndolo desde una perspectiva humana, no tiene mucho sentido. A lo mejor por eso las lenguas andan por ahí lamiendo los fenómenos y agarrándoles el gusto, expresando los sabores de las cosas como saberes de la experiencia. El habla es rebelde porque opera a base de prueba y error: primero surgirá el atrevimiento, luego el equívoco, y después, quizá, la norma. Pero la norma no es ni el fin ni el origen del habla, es solo una marca en la regla que registra la transmutación de lo hablado.
El habla cuenta historias, el habla se habla y se documenta en libros; este es un libro que compendia rarezas lingüísticas, y por lo tanto es pariente de los bestiarios medievales, un compendio de seres fabulosos y de monstruosidades nacidas por capricho y por error; puede ser también una especie de vademécum de conjuros de los demonios del habla, un manual de hechizos que descubren el origen de las maldiciones que inducen al error verbal. La lingüística es un arte hermético, una magia de conjuros, y como toda magia, su ejercicio requiere del conocimiento de la ciencia oculta, pero, sobre todo, del ejercicio prudente de la intuición; esa atracción sensible que le confiere elegancia a las fórmulas verbales y en la cual el autor ostenta el grado de hierofante.
Este bestiario lingüístico trata sobre un espécimen particularmente fascinante: el oxímoron. El oxímoron pertenece a la categoría de las criaturas bizarras que participan de lo contrahecho por lo contradicho. Es un ser que surge de la simiente que deposita el lenguaje en un súcubo del hablante mediático y que, al reproducir su engendro por millones, acaba por sustituir un término por su equivocación. El oxímoron sustituye el sentido, el término y la intención objetiva de lo dicho y hace que surja una verdad alterna que lleva al lenguaje hacia su deriva.
Explicar por qué la naturaleza del lenguaje tiende más hacia la confusión y a la impermanencia que hacia la claridad y a la norma no es materia de este volumen; su intención es más bien dar testimonio y hacer un corte axial a la anatomía de ciertas criaturas lingüísticas y evidenciar la tendencia que da forma a la fábula de nuestro tiempo.
Ciudad de México, enero de 2019.
Prólogos a la edición madrileña
Por amor a la lengua: los errores correctos
de Alberto Gómez Font
Gerardo Piña-Rosales*
Un cuate no le falla nunca a su cuate. Por eso, cuando Alberto Gómez Font me pidió que le enviase unas líneas a modo de presentación de este libro que tienes en las manos, querido lector, le respondí que con mucho gusto lo haría, pues por algo y para algo somos cuates desde hace años.
A Alberto y a mí nos une un irreductible amor por la lengua española, ante la cual hemos adoptado siempre una actitud abierta, antipurista, porque sabemos que las lenguas no pueden ser nunca puras, que nunca lo han sido y nunca lo serán. Desde el román paladino de Berceo hasta el español que se habla hoy en Los Ángeles, Miami o Nueva York, nuestra lengua se ha ido adaptando, siempre camaleónica, a las vicisitudes de los tiempos y de las costumbres de los pueblos que la hablan. Claro que esta actitud abierta no implica ceguera ante los errores que se cometen con ella —o contra ella—; errores que no son sino desviaciones, más o menos bárbaras, de lo que hemos dado en considerar norma lingüística. Pero también es cierto, y así nos lo recuerda Gómez Font en este libro lleno de ingenio y sabiduría, que esas normas no son monolíticas, y que con el devenir de las modas y de los usos pueden cambiar y hasta llegar a ser obsolescentes. Como botón de muestra, Gómez Font, con una ironía —rayana en el sarcasmo— digna de Larra, acude a una experiencia personal. Me refiero al uso del verbo cesar, hogaño transitivo, mientras que antaño no lo era, y así el gran Galdós, en Miau, nos habla del cesante Villaamil.
Hoy, y en parte por la prepotencia del inglés, estas tergiversaciones están a la orden del día. El autor nos relata, por ejemplo, que si en el pasado el voquible bizarro era equivalente de gallardía, elegancia o esbeltez, hoy, por influencia del bizarre inglés, lo bizarro es lo raro, lo extravagante, lo inaudito.
Alberto Gómez Font no es novillero en estas lidias con las palabras, sobre todo con las escritas, que son, al fin y al cabo, las que perduran. Sus conocimientos lingüísticos son muchos y variados, pues no en vano se desempeñó durante años como coordinador general de la Fundación del Español Urgente (Fundéu) y además es miembro correspondiente, en Madrid, de la Academia Norteamericana de la Lengua Española (anle), que me honro en dirigir. En la anle, Gómez Font ha colaborado con varias de nuestras comisiones en la elaboración del Diccionario hispánico de dudas y en la 23.ª edición del Diccionario de la lengua española. Y en estos últimos meses ha venido trabajando incansablemente en el tercer volumen de Hablando bien se entiende la gente, publicación de la anle, que verá la luz en primavera.
En estos Errores correctos, que el autor califica como «su oxímoron», a modo de glosario, Gómez Font recoge una serie de errores comunes en los que incurría —hoy ya no son errores— a diario en nuestra lengua, los ejemplifica y los corrige. Pues de eso se trata: de denunciar el mal uso de nuestra lengua, de la falta de conciencia lingüística que campeaba ayer y sigue campeando hoy por nuestros fueros, y que es más visible en los medios de información. Se habla mal y se escribe peor, parece decirnos el autor. ¿Hablamos mal porque pensamos mal o es al revés? ¿Pensamos con palabras o el pensamiento precede al verbo? Sea como fuere, Gómez Font se lanza, una vez más (aunque haya sido solo por desahogarse, que ya es bastante) a señalar con ejemplos de medios de comunicación de España y las Américas, de la televisión y de la Red, una cáfila de incorrecciones y aberraciones idiomáticas resultado de la prisa, del descuido y, por qué no decirlo, de la incultura más atroz que vieron los siglos.
Nueva York, enero del 2017.
* Director de la Academia Norteamericana de la Lengua Española.
Un libro para degustarlo
Leonardo Gómez Torrego**
Hace ya casi veinte años, Alberto Gómez Font me llamó un día por teléfono a mi despacho del Consejo Superior de Investigaciones Científicas para invitarme a formar parte del Consejo Asesor del Departamento de Español Urgente de la Agencia Efe. Acepté gustoso la invitación y desde la primera reunión a la que asistí pude comprobar el enorme interés de Alberto, entonces coordinador de ese Departamento, por todo lo que tenía que ver con la corrección idiomática. Me impresionó su aguda curiosidad por los fenómenos normativos y su vastísima cultura, así como su gran humanidad y sencillez. Aprendí mucho de sus preguntas, de sus dudas, de sus matizaciones, de sus aportaciones personales al Consejo Asesor. Allí nació entre nosotros una profunda amistad que nos ha permitido, entre otras cosas, debatir con frecuencia fenómenos lingüístico-normativos varios. Afortunadamente, esa amistad y esos debates siguen todavía vivos en la actualidad.
Y el destino hizo que coincidiéramos un mes de septiembre de hace ya bastantes años en una mesa redonda de un curso sobre el uso y la norma lingüísticos que se celebró en la Universidad Internacional Menéndez Pelayo de Santander. En mi breve intervención me referí a ciertos fenómenos gramaticales que entonces se consideraban incorrectos, pero que personalmente intuía que en breve iban a ser aceptados por la Real Academia Española, como así ha sucedido si nos atenemos a las últimas obras académicas: Diccionario panhispánico de dudas (2005), Nueva gramática de la lengua española (2009), Ortografía de la lengua española (2010) y Diccionario de la lengua española (2014). No es que yo tuviera dotes de adivino; simplemente me basé en lo que deben ser unos criterios lógicos en la fijación de la norma de corrección: el funcionamiento del sistema lingüístico del español y la creciente aparición de esos fenómenos en los medios de comunicación, que, se quiera o no, marcan hoy de forma muy destacada la senda de lo que entendemos por español culto. Esa intervención mía le llamó mucho la atención a Alberto —así me lo ha confesado varias veces— y es posible que en ese momento se le despertara o acrecentara la idea de publicar algún día un libro sobre fenómenos que son incorrectos en una época y que pueden pasar a considerarse correctos en un plazo de tiempo no demasiado largo. Al fin y al cabo, las lenguas son como las aguas de un río: deben fluir sin diques de contención puristas, pero siempre bien encauzadas por los taludes de las normas de corrección con el fin de evitar que se desborden y terminen por anegarlo todo. El caos y la excesiva dispersión en una lengua nunca son deseables. Como fruto de la gran curiosidad de Alberto por los fenómenos normativos del español, tenemos este libro Errores correctos: mi oxímoron, realmente entrañable, sencillo, ameno, atractivo, que nos avisa de que las lenguas son dinamismo, energía, movimiento, y que cualquier intento de obstaculizar su discurrir encauzado está abocado al fracaso. En suma, un libro para degustarlo.
Madrid, enero del 2017.
** Del Consejo