Y, a pesar de todo, creer
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"No trato de convencer a nadie. No me propongo articular una apologética de la fe al modo clásico. Los tiempos de la batalla entre defensores y detractores han sido definitivamente superados. En las sociedades occidentales posmodernas y líquidas, creyentes y no creyentes vivimos en paz, aceptamos la pluralidad como un hecho, incluso como un valor, y juntos luchamos por un mundo mejor. Deseamos conocernos y comprendernos y, sobre todo, identificar los ámbitos de intersección que nos unen.
Tampoco me propongo hallar argumentos supuestamente científicos para dar legitimidad racional a mis creencias. Respeto al sentido último de la vida humana, a lo que verdaderamente nos espera después de la muerte, a la existencia o no de Dios, la ciencia no puede emitir un juicio certero, pues tal cuestión trasciende los límites de su metodología y también sus objetivos como saber humano.
Simplemente deseo expresar, en primera persona del singular, las razones que me inducen a creer en Dios o, mejor dicho, a vivir confiado en él. Se puede vivir legítimamente sin Dios en este mundo, pero también es legítimo enfrentarse a las grandes experiencias de la vida desde la fe en Dios" (F. Torralba).
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Y, a pesar de todo, creer - Francesc Torralba Roselló
A quienes creen y no temen dudar.
PRÓLOGO
Resulta sumamente arduo escribir sobre Dios. La palabra «Dios» es, muy probablemente, una de las más manoseadas y manipuladas a lo largo de la historia. Ha sido utilizada para justificar barbaries de todo tipo, formas de coacción y de privación de libertad; también para justificar guerras, saqueos y persecuciones.
En ocasiones, también ha sido empleada para justificar actos nobles, dignos de la condición humana; ha sido utilizada como instrumento de liberación y de pacificación del mundo. No es extraño, pues, que el vocablo suscite impresiones tan distintas. No es, en ningún caso, una palabra neutra, desconocida. Existe, está en los diccionarios y, cuando es auscultada o leída, suscita todo tipo de reacciones mentales y emocionales.
No solo en el creyente existe una imagen mental de Dios, también en el agnóstico, en el ateo y en quien practica la indiferencia. Dios no es un tema ajeno a nadie. Todo el mundo se atreve a formular una opinión sobre Dios y, sin embargo, Dios es una realidad intangible, un ser que no puede ser percibido ni ser objeto de la sensibilidad humana.
Con temor y temblor, pues, escribo la palabra «Dios». El vocablo atesora una urdimbre de significados, una constelación de ideas que se oponen dialécticamente entre sí. Cuando uno afirma que cree en Dios, se siente obligado a precisar, en primer lugar, qué significa para él creer y, en segundo lugar, a qué se está refiriendo cuando utiliza la palabra «Dios», pues la expresión «creer en Dios» o «vivir con Dios» resultan sumamente ambiguas sin tales aclaraciones.
Esto es lo que me propongo en este libro. Creer no es saber. Creer es confiar, tener fe, también esperar y aceptar. La mayoría de nuestras decisiones vitales no se construyen sobre el saber, sino sobre el creer. Nuestras opciones fundamentales se edifican sobre un universo de creencias. Si esperáramos a tener completa seguridad de todo lo que hacemos antes de optar o de obrar, no podríamos movernos.
Cuando uno se casa, por ejemplo, no sabe a ciencia cierta si tal decisión será positiva y beneficiosa para su vida; cuando uno desea engendrar un hijo, cree que podrá ejercer correctamente la paternidad, pero no lo sabe con seguridad. En el creer subsiste una dimensión de incertidumbre, de apuesta, de confianza. La amistad no se funda en el saber, sino en el creer, pues la fidelidad entre los amigos no puede demostrarse a priori, sino solo a través del tiempo.
Creer en Dios es un acto de fe, un movimiento de confianza. No puede demostrarse deductivamente que exista tal ser, tampoco puede probarse su existencia de un modo empírico, a través de un experimento en el laboratorio. Creer es aceptar que existe, creer que está ahí, aunque no en un lugar concreto; significa contar con su presencia, a pesar de no verle, de no oírle, de no poder tocarle. No puede verificarse su existencia, pero tampoco su no existencia.
El creyente se esfuerza en dar razones, en mostrar que no estamos solos en el ancho cosmos; mientras que el no creyente da por sentado que Dios no está, pero tampoco lo sabe a ciencia cierta. Cree que no existe, porque no puede verle, ni tocarle, ni certificar su existencia con un aparato sofisticado, pero también él debe admitir que puede existir algo que trascienda el conocimiento humano, los límites de la racionalidad. En cualquier caso, la ciencia es neutral respecto a este punto, como lo es respecto a cuál es el sentido de la vida, el significado de la belleza o del bien absoluto.
No trato de convencer a nadie. No me propongo articular una apologética de la fe al modo clásico. Los tiempos de la batalla entre defensores y detractores han sido definitivamente superados. En las sociedades occidentales posmodernas y líquidas, creyentes y no creyentes vivimos en paz, aceptamos la pluralidad como un hecho, incluso como un valor, y juntos luchamos por un mundo mejor. Deseamos conocernos y comprendernos y, sobre todo, identificar los ámbitos de intersección que nos unen.
Tampoco me propongo hallar argumentos supuestamente científicos para dar legitimidad racional a mis creencias. Respecto al sentido último de la vida humana, a lo que verdaderamente nos espera después de la muerte, a la existencia o no de Dios, la ciencia no puede emitir un juicio certero, pues tal cuestión trasciende los límites de su metodología y también sus objetivos como saber humano.
Simplemente deseo expresar, en primera persona del singular, las razones que me inducen a creer en Dios o, mejor dicho, a vivir confiado en él. Se puede vivir legítimamente sin Dios en este mundo, pero también es legítimo enfrentarse a las grandes experiencias de la vida desde la fe en Dios.
Creer en Dios no es garantía de bondad moral, tampoco lo es la descreencia. La fe en Dios no es un acto puramente emocional, no es un grito desesperado ni una salida por la tangente. A veces se la define como un puro sentimiento, como un potente analgésico frente a los sufrimientos de este mundo, incluso como una especie de ceguera mental y de dimisión del pensamiento.
No cabe duda de que la fe puede ser vivida de ese modo, pero la fe es, ante todo y en primer lugar, el vínculo íntimo y personal con Dios, que nace de un encuentro con un Ser personal que ha querido formar parte de la historia humana.
Vivir confiado en Dios introduce una novedad radical en la propia existencia; significa abrirse a un diálogo distinto de todas las interacciones que podamos tejer en esta vida. Confiar en él es creer que uno no está solo en este mundo ni arrojado a la nada desde su engendramiento; significa confiar en que uno está sostenido por un Ser que le ama y que